Capítulo 1

De entre todas las ciudades de la Gran Llanura de Hárkad, Dapur llegó a ser la más populosa en tiempos de Íler Ármitac[11], el gran rey, antes que los altos funcionarios de la corte y buena parte del ejército, así como la capitalidad del reino, se trasladasen de nuevo a Barintia. Por aquellos tiempos y ya desde su inicio, y con mucha posterioridad, Dapur fue una cueva de estafadores, tramposos y ladrones que vivían a sus anchas cometiendo todo tipo de fechorías. Sin embargo, era la ciudad más comercial del reino. Surgida como lugar de descanso en una encrucijada de caminos fue siempre fiel al espíritu de intercambio con que fue fundada.

Antes de abandonar la ciudad, Íler Ármitac concedió un derecho a Dapur que ninguna otra ciudad del reino poseyó jamás: la libertad de cobrarse impuestos por la entrada, circulación y salida de las mercancías. Kilias Nor[12], el cartógrafo del rey en su obra «La Gran Llanura de los Ármitac» la describió con las siguientes palabras: «...Dapur, ciudad populosa como lo fue antaño Aras, la maldita, se diferencia de esta última por su inseguridad, por su malicia y por el peligro que corren la vida y las riquezas de cuantos a ella llegan, y sin embargo, con sus torres-antorcha encendidas ofrece un especial magnetismo a todos los que por sus proximidades viajan, atrayéndoles como una gigantesca telaraña a una trampa segura. En Dapur, conocida como la abundante, el menor tiempo de estancia es garantía de vida segura...».

Stan[13] era un muchacho de apenas dieciocho años, moreno, de ojos oscuros. Toda su corta vida había vivido en la ciudad de Dapur, la fastuosa ciudad de Dapur como la conocían muchos, y jamás había salido de ella. De muy pequeño fue abandonado por sus padres de los que nunca supo nada más, y su protector y dueño, Wylan Kedir[14], tampoco quiso darle más detalles sobre el asunto. Stan, como otros muchos chicos antes y después que él, había sido recogido de la miseria de las calles de Dapur y había sido alimentado y vestido por la generosa mano de su amo a cambio de también generosos trabajos de tipo «manual». Muchos eran los comerciantes que llegaban a diario a la ciudad y muy repletas eran las bolsas de cuero que llevaban atadas a sus respectivos cinturones. Él, y por orden de su amo, daba buena cuenta de esas pertenencias, ganándose con ello un porcentaje, suficiente para sus pequeños vicios, y la bendición de su señor.

Wylan Kedir, dueño y señor de uno de los distritos en que se dividía la ciudad de Dapur, la zona de los joyeros, tenía a su servicio otros muchachos como Stan que le aportaban ganancias extra a su ya considerable fortuna. Pero esos pequeños trabajos no constituían ni mucho menos el fuerte beneficio en sus negocios, sino que allí donde eran útiles esos trabajos, eran más bien en el honor mancillado de sus clientes que acudían a él en busca de una salvaguarda para circular por la ciudad libremente y sin problemas, y sin sobresaltos por la zona de los joyeros, la misma que él controlaba. Wylan tenía una edad imprecisa entre los cincuenta y los sesenta años y llevaba más de quince al frente de ese distrito, del que también recibía suculentos impuestos por parte de todos los comerciantes y joyeros de la zona a cambio de su protección en los negocios.

Dapur estaba dividida en cinco zonas o distritos y cada uno de los jefes de cada zona formaba parte del gobierno-consejo de la ciudad, así pues Wylan formaba parte del consejo y en su distrito gozaba de impunidad total en cuestiones de leyes, pero sabía que igual que con él, ocurría con los otros consejeros, y que mantener una buena relación con los demás miembros del consejo era fundamental para la supervivencia de Dapur. Sin embargo había un grupo, llamado el Círculo Negro que estaba poniendo en jaque a casi todos los consejeros. El Círculo Negro actuaba con nocturnidad, sin dejar pistas y su objetivo era asesinar a sangre fría a personajes relevantes de Hárkad, reino al que pertenecía la ciudad de Dapur. Dejaban en el cuerpo de sus víctimas una señal bien visible, una mancha negra, para que todos supiesen de sus actos. Habían tomados el mismo nombre que otro grupo que operaba en la ciudad, conocido como el Círculo Rojo, comandado por Aoseles Ríbox[15], aunque no de forma oficial; otro consejero y jefe del distrito de los ladrones. La zona de los ladrones era como un paraíso para los asaltantes, rapiñadores y gentes sin escrúpulos que se dedicaba, en Dapur, a vivir del pan ajeno. Sin embargo, no eran muy bien vistos por los otros ciudadanos, aunque los toleraban siempre que cometiesen sus fechorías en su propia zona, la de los ladrones, o en otra ciudad.

Dapur ocupaba la zona central de la Gran Llanura de Hárkad o lo que equivalía a decir el Reino de Hárkad y el número de habitantes era aproximadamente de unos doscientos mil. Situada en un vasto llano, sus torres-antorcha se veían desde kilómetros y atraían a aquellos viajeros que en su necesidad o inocencia acudían a Dapur en busca de cobijo. Once torres antorcha eran encendidas cada noche para guiar como faros en tierra firme a todos aquellos que anduviesen perdidos en la Gran Llanura.

Stan miraba con sus ojos negros, curiosos todavía por su corta edad, los fuegos encendidos mientras se dirigía a casa para acostarse. Era todavía temprano de una noche fría de invierno y mucha gente ya empezaba a retirarse. Las calles de Dapur empezaban a darse un respiro después de la frenética actividad comercial que habían registrado durante el día. Stan cruzaba con paso tranquilo una de las calles del distrito de los ladrones donde vivía, cuando oyó un ruido seco proveniente de una esquina. Rápido y silencioso, como había aprendido a comportarse en su trabajo, observó como una sombra se refugiaba en la oscuridad. No le dio tiempo a tomar precauciones ni ponerse a cubierto, pero afortunadamente, quien se le echó encima fue su amigo Dívilo[16].

—Hola, fría noche —dijo Dívilo con un semblante y una voz nerviosos.

—Hola, Dívilo —dijo Stan mientras le echaba una palmada amistosa al hombro de su amigo—. ¡Qué susto me has dado!

—Deberíamos ir a tomar algo, ¿no crees?

—Como quieras, ¿vamos a la posada del viejo Ócam?

—No, prefiero la del Norte —contestó tajante Dívilo.

—Bueno —aceptó resignado Stan.

Dívilo tenía más o menos la misma edad que Stan, pero era rubio con ojos grandes y azules, sin ningún rastro de vello en la cara y unos rasgos muy dulces. Como Stan, tampoco se le conocían progenitores y trabajaba para Kurno Prénian[17], un comerciante de telas de Dapur, cosa que le había permitido visitar otras ciudades y ausentarse, por lo tanto, de Dapur. Hacía más de tres semanas que no le había visto, pero por muy lejos que hubiese estado y cualquiera que hubiese sido el trabajo realizado en estas últimas semanas, nunca había visto a su amigo tan nervioso. Además, la posada del Norte no era la posada habitual de las correrías de los dos muchachos. Estaba situada en la plaza central de Dapur.

—¿Por qué quieres ir allí? —preguntó Stan.

—¿Por qué no? —respondió con otra pregunta, mientras Stan apreciaba un leve temblor en la voz de su amigo y unas rápidas miradas hacía ambos lados, como si hubiesen estado siguiéndolos.

—¿Esperas a alguien? —insistió Stan.

—No... Te lo explico en cuanto lleguemos.

Estaban cruzando la plaza central de la ciudad, a unos cuarenta metros de la puerta de la posada. Del interior salían griteríos, canciones y voces, igual que una densa humareda que se disolvía en el aire nocturno de Dapur. Daba la sensación que Dívilo había buscado la zona más amplia de la ciudad, como temiendo un ataque desde alguna calle estrecha, aprovechando la oscuridad que envolvía el trazado urbano de la gran urbe, sólo roto por las luces que asomaban por las ventanas de las casas y las mansiones de los distintos distritos. Sin embargo en la plaza central se levantaba la más majestuosa y enorme de las torres-antorcha, lo cual tranquilizaba a los recelosos de la oscuridad como ahora lo era Dívilo. Con la posada a tan pocos metros por delante, Dívilo dio muestras de una tranquilidad mayor.

—Hoy te invito yo. De este último viaje he sacado algunas ganancias extra. Stan iba a agradecérselo cuando, más por instinto que por haberlo oído realmente, se agachó y se tiró al suelo. Escuchó un fuerte silbido y un impacto acompañado de una queja ahogada. Unos instantes después caía, como sin vida, el cuerpo de su amigo junto al suyo, provocando un ruido sordo en medio de la noche. Sin levantarse del suelo miró en todas direcciones, nada ni nadie se movía en cien metros a la redonda, excepto en la posada, donde todos seguían sus quehaceres, ignorantes de lo que acababa de suceder.

—Stan... —dijo Dívilo sin apenas fuerzas—, toma...

Stan pudo ver una bolsita de cuero en la mano izquierda de su amigo. Calculó la distancia hasta la puerta de la posada, comprobó que su amigo ya no respiraba y de un salto ágil agarró la bolsita y se lanzó al interior del local, no sin antes observar como en la espalda de su compañero había una flecha larga clavada en medio de una gran mancha negruzca. En dos zancadas alcanzó el pomo de la puerta y entró veloz en el interior de la taberna, asustado, nervioso y, a pesar del frío, con gotas de sudor bajándole por el rostro. Dentro, nadie giró su cabeza para ver quien entraba, tan solo Mae[18], la propietaria puso su atención en el nuevo cliente que acababa de entrar.

La posada parecía tranquila, algunos clientes repartidos por las pocas mesas de madera envejecida charlaban animosamente, reían, cantaban y bebían cerveza o vino de sus jarras, mientras un par de chiquillas andaban de aquí para allá, sirviendo a toda prisa para que los clientes no tuviesen que esperar demasiado. En un rincón del local ardía una chimenea proporcionando una agradable temperatura además de un color y una luz especial. Del techo colgaban algunos faroles que casi no alumbraban más que las gruesas vigas de madera. Stan no se atrevía ni a moverse, apoyado en la gruesa puerta de madera que acababa de cerrar. Se mantenía inmóvil por el miedo, no comprendía nada; apenas sabía dónde se hallaba cuando una voz, más bien áspera, le sacó del aturdimiento en el que se encontraba.

—¿Quieres tomar alguna cosa, muchacho?

Stan más bien se dejó llevar por la propietaria hasta una de las mesas, más que ir sobre su propio pie y si lo hubiesen estado llevando a la trampa más evidente, tampoco hubiese ofrecido ningún tipo de resistencia.

—Te veo un poco paliducho. ¿Te ocurre algo? —le preguntó la posadera.

Pero ante la mudez evidente del muchacho, Mae le hizo sentarse y le dijo:

—Te voy a traer un licor que te reanimará, demasiado frío ahí afuera.

La mujer se alejó en dirección a la bodega. Poco a poco, instante a instante, Stan fue recobrando la conciencia de dónde estaba y de lo que había ocurrido y lentamente fue vislumbrando las consecuencias que podía acarrear el que tuviese en su poder esa bolsita. A esas alturas, seguramente y de forma rápida, ya debían haber registrado a su amigo y como en él no hallarían la mercancía, sabrían con seguridad que era él quien la tenía; tan sólo tendrían que esperar a que saliese de la posada del Norte. Le seguirían con sigilo, como habían hecho con Dívilo y en una sombría esquina acabarían con su vida en un abrir y cerrar de ojos. De nada valdría dejar la bolsita de cuero en el local; para ellos, fuesen quienes fuesen, y resultaba evidente que eran los del Círculo Negro, Stan era el propietario de una mercancía que no le pertenecía. No preguntarían. El Círculo Negro, el mismísimo Círculo Negro...

—Toma, bébete esto —interrumpió sus pensamientos la posadera—, ya verás como te reanima. Son tres monedas de cobre.

Pero cómo escaparía de allí. Dívilo le había metido en un buen embrollo. Quedarse a dormir en la posada no era buena solución, esperarían a que saliese o incluso peor, entrarían en la posada una vez estuviesen todos dormidos y, una a una, entrarían en todas las habitaciones asesinando a todos los clientes hasta hallar la mercancía. El Círculo Negro no se detenía ante nada.

—¿No vas a probarlo? Tendrás que pagar igual —le advirtió Mae.

La mujer no se había movido de su lado, esperando una respuesta. Stan fue a coger su bolsita para pagar el precio que le pedían, entonces cayó en la cuenta de que todavía tenía la bolsa de su amigo fuertemente agarrada. La piel de su mano se había adherido al cuero y tenía toda la mano enrojecida. Se guardó la mercancía en el bolsillo y sacó las tres monedas con que pagar la bebida. Las depositó sobre la mesa con cuidado, mientras brillaban de una forma especial bajo la luz del fuego de la chimenea. La posadera las cogió con rapidez, hacía tiempo que no veía unas monedas tan nuevas y brillantes, las ojeó con cuidado para que no la engañasen, aprobó con la cabeza la validez de las monedas y con un movimiento demasiado habitual las colocó debajo del delantal que llevaba puesto, dejando que el muchacho se tomase el licor tranquilamente. Las monedas tenían en el reverso el símbolo de la ciudad de Dapur, una fuente repleta de manjares, frutas y viandas; y en el anverso, el símbolo de los Ármitac, el linaje real.

La única esperanza de Stan era que alguien entrase o saliese de la posada, descubriesen el cadáver de su amigo en la puerta, diesen la voz de alarma y aprovechar la confusión para salir huyendo hacia cualquier lugar, pero pasaba el rato y nadie entraba ni nadie tenía la intención de abandonar el local; al contrario, todos seguían pidiendo bebida. Stan no había probado el licor, quería estar bien sereno a la primera oportunidad que tuviese para escapar de esa situación, además no acostumbrado como estaba a los licores, tenía miedo de quedarse dormido y de no volver a despertar. Si entraban los del Círculo Negro, a la propietaria le resultaría bien sencillo responder que el último cliente en entrar era él, y dormido como estaría no tendría escapatoria ninguna.

Hacía ya un buen rato que había entrado en la posada, su amigo debía estar tendido en el suelo. De repente se abrió la puerta del local de forma violenta. Stan se sobresaltó y raudo fue a poner su mano sobre la empuñadura de su daga. Cualquier cosa podía suceder, tenía los músculos tensos, preparado para saltar y rodar por el suelo cubriéndose de un ataque, pero en lugar de ver aparecer hombres oscuros, entraron en tropel dos grupos de soldados de la guardia de Dapur, con su uniforme característico, y con rapidez se distribuyeron por todo el local, quedando en medio de todos ellos el capitán, erguido, que esperó a que todos los de la posada estuviesen en silencio y atentos.

—¿Quién es el dueño de esta posada? —preguntó con voz grave mientras observaba a la dueña acercarse hasta él.

Los soldados habían sacado sus arcos cortos y sus espadas, cubriendo toda posible sorpresa o huida por parte de alguno de los clientes de la posada.

—Soy yo —respondió tranquila la propietaria—. ¿Qué deseáis?

—Nos han avisado que había habido un asesinato en la puerta de este local —empezó el capitán mientras todos los clientes empezaban a murmurar en voz baja.

—Pero... —intentó desviar toda responsabilidad la posadera.

—¡Silencio! —atajó el capitán—. Hemos llegado y así es, efectivamente. Fuera hay un cadáver.

—Si me permitís, capitán. De aquí dentro os puedo asegurar que no ha salido nadie moribundo y tampoco ha habido ninguna pelea esta noche en la posada.

—Lo sabemos, el disparo de flecha venía de fuera y acabó con la vida de ese desgraciado justo cuando se disponía a entrar en la posada. Por eso queríamos saber si alguno de los que aquí están ha entrado de forma..., digamos que alterada.

Stan temblaba, ahora sí que estaba todo perdido. Mae le señalaría con un dedo diciendo: «este muchacho fue el último en entrar», le apresarían y le descubrirían aquello que había tomado de la mano de Dívilo, cosa que le comprometería. Pensarían que él había sido el asesino de su amigo. No sabía qué era peor si acabar en manos de la guardia de Dapur o del Círculo Negro.

—El último que entró —dijo Mae con una serenidad extrema— dejó la posada hace un buen rato. Y si entró «alterado», yo, no lo noté.

—Gracias señora —dijo el capitán mientras Stan respiraba tranquilo—, pero tal vez tendríais que fijaros mejor en quién entra en vuestra posada.

—Señores —dijo Mae mirando directamente a Stan—, creo que lo mejor es que se vayan a sus casas, ya hemos tenido suficiente por una noche. No se preocupen, la última ronda corre a cuenta de su servidora.

Mientras los soldados se replegaban y guardaban su armamento, todos los clientes se apresuraban a abandonar el local en medio de murmullos y comentarios. Stan no fue menos y recogiendo todo lo suyo se disponía a salir, abrigado por la protección que le brindaba toda la clientela y la guardia nocturna de Dapur, pero al pasar por delante de Mae, ésta lo detuvo un instante.

—Vete tranquilo —le dijo en un susurro—, un asesino no se asusta como tú lo estabas hace un rato.

Stan iba a agradecerle a Mae su complicidad por salvarle de esa situación, pero la mujer le empujó hacia la salida para que no quedase el último. Una vez fuera observó durante un instante a su amigo sin vida. Lo habían cubierto con una manta, aunque la sangre asomaba por debajo, y estaba rodeado de soldados. Respiró hondo y se apresuró a desaparecer entre los demás camino de su casa. Por el trayecto, y siempre siguiendo un recorrido seguro, intentando caminar por donde hubiese más gente, se cercioró de que no lo siguiesen.

Cuando llegó a su casa cerró la puerta tras de sí, se sentó en la cama, con la luz apagada y empezó a llorar amargamente por la muerte de su amigo y por el peligro que había corrido. Al cabo de un rato, cuando ya se sentía más tranquilo, se sentó en la mesa, encendió el quinqué y sacó de su bolsillo la bolsita de cuero que su amigo le había entregado antes de morir. Del interior del cuero salieron dos cosas: un rubí del tamaño de medio huevo de gallina y una nota garabateada en tinta roja que rezaba el siguiente enigmático mensaje: «...por el Círculo Rojo, llévalo a Smeg[19]».

Demasiadas emociones para una sola noche, ahora también el Círculo Rojo. Ignoraba a qué había estado dedicándose su amigo Dívilo, pero lo que sí sabía era que no era ninguna cosa buena. Ese rubí valdría al menos cincuenta monedas de oro, más de lo que había visto junto jamás, y qué haría con él. Su amo Wylan, jefe de los joyeros podría aconsejarle, pero eso supondría hacerle demasiadas preguntas, sospecharía y sería peor. No, debía permanecer tranquilo, no mostrar esa joya a nadie y, como decía aquel papel, llevárselo a Smeg. Pero quién era Smeg. No sabía por dónde empezar, se hallaba perdido y confuso y además las dos organizaciones irían tras el rubí. Y a lo peor, tanto una como la otra ya sabían quién lo llevaba encima, aunque era poco probable, sino ya hubiesen entrado en su casa. ¿Entrado? Se levantó rápidamente y atrancó la puerta para mayor seguridad y evitar sobresaltos mayores. Se estiró en la cama para pensar en qué debía hacer, qué pasos seguir, pero poco a poco el sueño le fue venciendo hasta que se quedó profundamente dormido.

Despertó sobresaltado a la mañana siguiente, aunque comprobó azorado que, por la luz del sol, estaba muy avanzado el día. Ignoraba cuánto tiempo podía haber dormido, pero de lo que sí estaba seguro era que llevaba más tiempo de lo debido y que además no había descansado lo suficiente. Todo lo acontecido la noche anterior le sobrevino a la cabeza en un instante y, de forma automática, comprobó que la puerta de su casa estaba atrancada por dentro, tal como la había dejado al llegar por la noche y eso le tranquilizó. Inmediatamente después miró encima de la mesita que tenía al lado de su camastro y allí estaban, el rubí junto a la nota escrita y al lado de la bolsa de cuero. Tomó el papel y releyó la nota una y otra vez hasta aprenderla de memoria. Smeg, ese nombre se le repetía en su mente intentando averiguar quién podría ser ese personaje. No conocía a nadie en Dapur con este nombre, aunque podía ser un nombre en clave. Lo escribió, lo leyó del derecho y del revés, hizo combinaciones con sus letras pero no sacó nada en claro. Cansado de tanto probar decidió preguntárselo a su jefe, seguro que él sabría más de Dapur, ya que era uno de los miembros del consejo de la ciudad. Intentaría no despertar sospechas.

Salió de su casa con presteza, en un extremo del barrio de los ladrones, un pequeño habitáculo sin ningún tipo de pretensiones, amueblado austeramente y propiedad de Wylan Kedir. Cerró la puerta no sin antes cerciorarse que llevaba encima tan preciada mercancía. Dejó una pequeña fibra de ropa pegada con saliva entre la puerta y el marco de madera. La fibra sería prácticamente invisible a los ojos de cualquier merodeador no deseado y le serviría a Stan para saber si en su ausencia alguien había entrado a registrar su pequeña casa. En cuanto se puso de camino fue fijándose en si verdaderamente alguien le seguía.

Era cerca del mediodía y el sol lucía con fuerza para ser pleno invierno, proporcionaba un calor agradable y una sombra lo suficientemente útil para saber, sin necesidad de levantar la mirada, si alguien andaba por encima de los tejados siguiéndole. Pronto dejó atrás la zona de los ladrones y entró en el distrito de los joyeros, mucho más amplio y con calles más aireadas. Las casas de este distrito eran más lujosas, casi todas eran de piedra en su planta baja y muchas tenían un primer piso de madera, a diferencia de su casa que era de una sola planta y de madera como era habitual en todas las casas del barrio en donde vivía.

Después del agradable paseo, pues no se lo tomó con ninguna prisa para no levantar sospechas, llegó a la amplia avenida de los joyeros. La avenida estaba arbolada a ambos lados y a lo largo de la citada calle se levantaban lujosas mansiones y caserones, algunas de más de dos plantas de altura, hechas con la mejor piedra llevada desde Yíldiz, la colonia minera del lejano nordeste. En la planta baja de estas lujosas mansiones, algunas llamadas palacetes, se hallaban los comercios donde se vendían las más famosas joyas, las más bellas de Hárkad, extraídas en las montañas de Xamin, pulidas y talladas por los artesanos de Dapur y puestas a la venta por los joyeros de la ciudad. Algunas de estas mansiones parecían fortificaciones tanto por el grosor de sus paredes como por la vigilancia que poseían.

Al fondo de la avenida, cortándola y cerrando el paso de los transeúntes se levantaba, majestuosa, la más lujosa casa, el hogar de los Kedir, tal vez la familia más rica de Dapur y una de las más influyentes en el comercio, la política y las leyes de la ciudad. Hacia allí se encaminó Stan, seguro de que nadie le seguía, pero nervioso ante la empresa en la que se había metido, la de preguntar a su amo, sin levantar ningún tipo de sospechas ni de recelo, pues Wylan era muy astuto.

En cuanto llegó a la puerta un guardia personal de los Kedir le cortó el paso.

—¿Dónde vas muchacho?

—Voy a ver a mi amo: Wylan Kedir —contestó Stan con aplomo.

—Espera aquí.

El guardia subió los cuatro peldaños de piedra que le separaban de la puerta y antes de que llegase a ella se abrió y un sirviente habló con el guarda unos instantes, luego se giró hacia el muchacho y levantando la voz para que pudiese oírle, le gritó.

—¿Cómo dices que te llamas?

—Stan. Señor.

El sirviente asintió con la cabeza y desapareció hacia el interior después de cerrar nuevamente el portón. El vigilante descendió la pequeña escalinata y se situó a la altura de Stan, un poco separado de él, sin dirigirle la palabra, aunque si le miraba de reojo de vez en cuando. Después de una tensa espera en la que Stan observó detenidamente la calle y la actividad comercial y cotidiana que en ella se desarrollaba, se abrió de nuevo la puerta y el mismo sirviente, con un chasquido de dedos acompañado de un leve movimiento de la cabeza, indicó a Stan que tenía el paso franco. El muchacho se apresuró a subir la escalinata y entrar en la mansión.

—Sígueme —le ordenó el sirviente, un hombre de mediana edad.

El muchacho ya había visto en múltiples ocasiones el interior de la casa y sin prestarle mucha atención al pasadizo por el que caminaban, siguió a su guía hacia el patio interior de la casa. Por el camino se oían voces de otros sirvientes y ruidos de utensilios, pues se acercaba el momento de la comida y la casa tenía una actividad más intensa. Pronto llegaron a un patio ajardinado rodeado por un claustro de columnas simples con una fuente en el centro. Alrededor de ese jardín y bajo el porche que conformaba el claustro, había puertas, todas ellas cerradas, excepto una, a la que se dirigieron los pasos del sirviente. Cuando llegaron a la puerta de esa habitación el criado se detuvo y Stan hizo lo mismo.

—Pasa muchacho —se oyó desde el interior.

Stan se adelantó mientras el sirviente dejaba el lugar y volvía sobre sus pasos, alejándose. Al entrar pudo observar como su jefe, Wylan, se encontraba sentado tras una enorme mesa llena de papeles en los que garabateaba anotaciones. Después de unos instantes de silencio, dejó la pluma sobre el escritorio y levantó la cabeza mientras cruzaba los dedos de las manos.

—Tú dirás —le invitó a hablar Wylan.

—Mmm... ¡Smeg!—soltó de improviso el muchacho.

—¿Smeg? —preguntó extrañado el hombre.

—Sí, Smeg. ¿No os dice nada este nombre?

—¿Debería decírmelo muchacho? —volvió a preguntar el hombre, todavía más perplejo.

—Veréis señor... —empezó indeciso Stan—, me han informado que un noble viajero llamado Smeg vendrá a Dapur en breves días y quería saber si tendré que darle una especial bienvenida, ya sabéis...

—Dices Smeg... —dijo pensativo.

—Ahá —asintió Stan cada vez más nervioso.

—Smeg... La verdad es que me suena el nombre, pero ahora...

—Ya —contestó desanimado Stan.

—Un momento, y ¿quién te ha dicho que es un noble viajero?

—Un amigo, señor —respondió Stan con una ligera esperanza.

—Ja, ja, ja... —rió ostensiblemente el consejero—. Deben referirse a Smeg, el enano, ja, ja, ja...

—¿El enano? —preguntó extrañado.

—Sí, es el propietario de una posada de Barintia.

Barintia, la capital del reino de Hárkad. Claro que no le sonaba el nombre, si él no había salido jamás de Dapur. Pero se refería la nota de Dívilo al mismo Smeg. No lo sabía, pero era la única pista a seguir, al menos era el mismo nombre.

—Pero dudo que Smeg venga a Dapur —interrumpió sus pensamientos, un Wylan incrédulo.

—Habrán querido engañarme —sentenció Stan—. Lamento haber hecho perder vuestro tiempo, señor. Me encargaré de que no vuelvan a engañarme.

—Tranquilo muchacho, está bien que preguntes. Así nos aseguramos que no causamos perjuicio a nadie y no cometemos errores. ¿Verdad?

—Cierto —contestó Stan con celeridad —. Y ahora si me permitís...

—Oh, sí. Pero ven dentro de dos días. Tengo un trabajo para ti.

—Aquí estaré señor —finalizó la conversación mientras Wylan hacía sonar una pequeña campana y al instante aparecía otro sirviente.

Este nuevo sirviente acompañó a Stan a la puerta de salida. Una vez fuera de la mansión, Stan empezó a preguntarse cómo llegar a la capital. No tenía mucho dinero y no podía comprarse un caballo, por pésimo que éste fuera. A pie se tardaba más de doce jornadas en ir de una ciudad a otra y eso significaba comida, equipo y sobre todo ropa de abrigo, pues todavía era invierno. Todo eso sin contar con los salteadores que podía encontrar o, y de pronto se estremeció, los perseguidores de la joya que llevaba encima.

De repente se acordó que poseía una cadena de oro que Wylan le regaló cuando entró a formar parte de su «empresa particular». Tal vez empeñándola o malvendiéndola podría conseguir algo de dinero y llegar a Barintia, una vez allí ya intentaría averiguar quién era realmente ese Smeg y por qué debía entregarle el rubí. Incluso sería posible que le comprase la joya con lo que saldría ganando mucho dinero, pero ¿y si le engañaba?; no sabía el precio exacto del rubí y eso sólo podía saberlo un tasador de joyas. Y tasadores era lo que sobraba en la avenida en la que se hallaba, en el distrito de los joyeros. Así que sin pensarlo demasiado se encaminó a uno de los comercios de la avenida de los joyeros, el primero que le vino bien.

—Hola —saludó Stan al encargado.

—Hola —respondió un hombre ya mayor de pelo blanco y perilla del mismo color—. ¿Qué deseas?

—Mi padre me dejó en herencia una joya. Y ahora, que paso por ciertas dificultades, quisiera venderla. Pero antes desearía saber el dinero que podéis darme por ella.

—Traedla y os la tasaré.

—Aquí está —respondió Stan mostrándole el rubí.

El viejo joyero no pudo disimular un gesto de admiración al ver la gran piedra. Se sorprendió por lo que acababa de decir el muchacho, pues alguien que hubiese dejado ese rubí en herencia también hubiese dejado muchas más riquezas para que sus herederos no pasasen dificultad ninguna en toda su vida. Como buen joyero que era, se ocupó exclusivamente de su trabajo y no quiso preguntar de dónde había salido el rubí, para ahorrarse problemas.

—Si me permitís —dijo alargando las manos.

Stan le cedió la joya, no sin cierto pesar e intranquilidad, pero sabía, porque lo había visto hacer en múltiples ocasiones, que la única manera de valorarlo era que lo examinase el hombre. Así lo hizo mientras se desprendía de la cadena de oro que colgaba de su cuello y la dejaba encima del mostrador.

—También quisiera que me tasaseis esto —dijo señalando la cadena.

Después de un largo rato en que el comerciante examinó la piedra detenidamente, la expuso a la luz y le aplicó distintos materiales a su superficie sin dañarlo, se atrevió a diagnosticar.

—Por la cadena tres monedas de oro, no puedo darte más. No es muy buena. Por el rubí, doscientas cincuenta, aunque es negociable su precio.

Stan tuvo que agarrarse al mostrador para no caerse al suelo. Doscientas cincuenta monedas de oro era una cantidad que jamás había imaginado. Con ese dinero se podía vivir en la más lujosa de las posadas de la capital, Barintia, más de nueve meses. Ahora que sabía su precio aproximado, podría negociar con Smeg y conseguir, tal vez, un poco más de dinero.

—¿Te decides por algo? —preguntó el joyero.

—Os doy la cadena, la joya es para pensárselo. Pero no dudéis que si me decido volveré a vos.

—Os esperaré muchacho —dijo el anciano cogiendo la cadena y depositando en las manos del chico las tres monedas de oro con el símbolo de la ciudad en el reverso y el de la corona Ármitac en el anverso —. Volved cuando queráis.

Stan se guardó la joya en el saquito de cuero y abandonó con prisa el local sin apreciar que el anciano comerciante salía casi al mismo tiempo por una puerta lateral, no sin antes dejar la tienda a cargo de un sirviente para hacerse cargo de los clientes durante su ausencia. Aún no había llegado Stan al final de la avenida, cuando un hombre joven se interponía en el camino del joyero que se encaminaba a la mansión de los Kedir.

Stan decidió en un instante que debía dirigirse a la zona de los comerciantes, ya que lo que necesitaba comprar lo adquiriría con mayor facilidad y a mejor precio en esa zona. Como conocía suficientemente la ciudad, fue directamente a los comercios que más le convenían. Enseguida tenía en su poder una buena capa de viaje, gruesa para el duro frío del invierno de Barintia, que estaba más al norte que Dapur, una mochila amplia para colocar muchas cosas, un pequeño odre de agua, cuerda, frutos secos para poder comer durante algunos días y ropa y calzado nuevos para resistir un viaje por caminos polvorientos. La idea de ir a caballo hasta la capital del reino inmediatamente fue desestimada, pues el precio de uno de esos animales era inalcanzable para la economía de Stan. Tan solo le restaba comprar una buena arma, una espada corta, pues solamente tenía una daga y los caminos podían resultar peligrosos. Le quedaban dos monedas de oro y se encaminó hacia la herrería.

La herrería era un comercio abierto, de hecho era un simple porche adosado a una casa de planta baja de madera, sin embargo, el fuego de la fragua mantenía un calor agradable para los compradores que allí se hallasen. El martilleo constante de Flámbor[20], el herrero, sobre una pieza metálica hacía casi imposible entenderse. Junto al herrero, un hombre recio de mediana edad, había otro individuo de una edad similar, pero mucho mejor vestido, con ropas de comerciante. El hombre estaba de pie observando en silencio el trabajo del herrero. Stan se plantó entre los dos, junto a un barreño con agua y esperó a que Flámbor levantase la cabeza y le mirase. Después de un par de martillazos cogió, con unas largas pinzas de hierro, el metal que estaba moldeando y lo introdujo en el barreño mientras silbaba y dejaba escapar vapor por efecto del agua. Se limpió las manos con un trapo y miró a Stan.

—Saludos. ¿Qué deseas?

—Una buena espada —contestó resuelto el chico.

—Muy bien, pero antes tendrás que decirme si la quieres larga o corta.

—Corta, por supuesto.

—Cortas, tengo un par, a ver qué te parecen —continuó el herrero mientras se acercaba a una mesa que tenía allí al lado y desenvolvía una manta.

—¿Qué precio tienen? —preguntó Stan sin examinarlas.

—Deberías examinarlas primero, tal vez pagues mucho por algo que no lo merece —intervino el comerciante que estaba observando la escena.

—No entiendo de espadas —dijo Stan.

—Entonces, ¿para qué quieres una? —le preguntó extrañado el comerciante.

—Debo ir a Barintia cuanto antes y no me fío de los caminos.

—Poco vas a protegerte. Si no entiendes de espadas, es que no sabes usarlas.

—Pero impresionan —repuso Stan.

—Ésta vale cinco monedas y ésta, tres —señaló el herrero mostrándole las dos espadas.

—¿De plata o de oro? —preguntó Stan.

—Oro, evidentemente —respondió molesto el herrero.

—Vaya, no tengo ese dinero. Lo siento.

—Espera muchacho, tal vez podamos llegar a un acuerdo —intervino el comerciante.

Stan le miró con ojos ilusionados, tal vez le solucionaría el problema.

—No tengo más dinero que éste —dijo Stan mostrando sus dos piezas de oro.

—Llevo una carga de barriles de vino para Barintia y voy solo —empezó explicando el comerciante—, una ayuda no me vendría mal. Si una espada impresiona, más lo hacen dos juntas. Tú me acompañas y me ayudas, yo te llevo a Barintia y el dinero que debería pagarte, te lo doy por adelantado con la compra de la espada. ¿Qué te parece?

—¡Extraordinario! —exclamó Stan— ¿Cuándo nos vamos?

—En cuanto tenga arreglada la rueda del carro en la que Flámbor está trabajando. Por cierto, me llamo Licur[21] —dijo a modo de presentación.

—Yo, Stan. Toma mis dos monedas. Voy a casa a buscar mis cosas y vuelvo enseguida. Espérame.

—De acuerdo, pero date prisa. En cuanto Stan se hubo marchado a todo correr, Licur le dijo a Flámbor:

—Este muchacho es demasiado confiado, tendré que contarle un par de cosas. La capital no es una ciudad tranquila, precisamente.

Flámbor ni siquiera contestó. Estaba concentrado en volver a martillear la rueda del carro para darle la forma necesaria y acabar lo antes posible, pues todavía le quedaban cosas por hacer.

Poco rato después volvió Stan con la mochila llena y preparado para el viaje, iba a abandonar Dapur por primera vez y eso le tenía ilusionado. Antes de entrar en casa se había cerciorado de que nadie había estado durante su ausencia. Ahora estaba mucho más tranquilo y confiado, aunque no se abstuvo de mirar si alguien le seguía, pero como no tuvo ninguna sospecha de ello, en cuanto vio a Licur, su rostro se alegró y se olvidó de posibles problemas. Había tenido una suerte excepcional. Al poco de llegar de nuevo a la herrería, Flámbor había acabado de reparar la rueda y se la entregó a Licur mientras iba a buscar la espada de Stan.

—Toma la rueda muchacho y acompáñame al establo de la posada donde he estado estos días. Nos vamos esta misma tarde.

—Como queráis —contestó Stan mientras cogía la rueda y la espada, impaciente.

Licur pagó lo convenido al herrero y se alejaron en dirección a la posada. Inmediatamente después un joven se acercó a la herrería con sigilo pero con paso decidido. Flámbor siguió con su trabajo sin apenas inmutarse pero sin quitarle el ojo de encima a ese joven y con evidente rostro de molestia. El joven sólo hizo una pregunta al herrero, que éste contestó de mala gana, aunque ninguno de los dos se percató que otra figura, apostada entre las sombras, ya largas de la tarde, después de escuchar la respuesta de Flámbor se escurría sigilosamente sin dejar constancia de su presencia.

En cuanto Stan y Licur llegaron a la posada, se dirigieron de inmediato hacia los establos. Allí les esperaba un sirviente de la misma posada que después de recibir una moneda de oro de Licur, por haber vigilado la mercancía, se dispuso a ayudarles a colocar la rueda. Ya era oscuro cuando habían finalizado la tarea. Licur mandó al sirviente a buscar algo de comida para una cena rápida mientras ultimaba los preparativos, enganchando los dos caballos al carro y le daba unas instrucciones rápidas a Stan.

—Hoy haremos camino toda la noche. Después ya descansaremos, ya llevo algo de retraso y quisiera recuperar algo del tiempo perdido.

—Lo que digáis —asintió Stan.

Comieron con celeridad lo que el sirviente les había traído, subieron al pescante del carro no sin antes abrigarse bien con mantas que Licur llevaba y, mientras el sirviente les abría las puertas del establo, Licur cogía las riendas y se ponían en marcha. El carro iba cubierto por una lona atada con cuerdas que no dejaba ver la carga, pero se adivinaban ocho barriles grandes, que según había dicho Licur, eran de excelente vino de Mármora y que tenían como destino las dos mejores tabernas de la capital. Pero la mercancía debía ser entregada en Barintia cuatro días después y por culpa de esa rueda se había retrasado un poco, pues todavía le restaban seis jornadas para llegar a Barintia; por eso esa misma noche no harían ningún alto en el camino. Antes de abandonar Dapur, los guardias detuvieron el carro y después de examinar los papeles que le exigieron a Licur, papeles que le habían dado a la entrada de la ciudad, éste desembolsó la obligada cantidad de una moneda de plata por la circulación de mercancías, tal como quedó establecido por los derechos otorgados por el gran Íler Ármitac, hacía más de doscientos años.

Stan contemplaba las torres-antorcha encendidas iluminando y señalizando la urbe mientras se alejaban hacia el norte. Una contradictoria sensación le inundaba, una mezcla de emoción y de temor por abandonar la ciudad, pero en cuanto dejó de verse la luz de los fuegos, se acurrucó más en la manta y se fue calmando hasta que sus ojos fueron cerrándose lentamente.

—Échate atrás —le indicó Licur—, yo ya dormí. Si ocurriese algo te despertaré.

Stan agradeció el consejo y se echó en la parte de atrás del carro, poco después con el traqueteo del carromato, perdió la noción del tiempo y bajo un estrellado cielo, con una temperatura realmente baja, se quedó profundamente dormido.

No sabía cuánto tiempo había dormido, pero el sol estaba alto cuando abrió los ojos. El carro estaba parado. Los caballos pacían allí cerca en unos matojos casi desprovistos de hojas. Hacía un viento fuerte que venía del noroeste, era un viento seco y muy frío. En cuanto se incorporó vio que se habían separado del camino, habían medio acampado en un lugar que Licur había descubierto, en unas piedras donde resguardarse y que había una pequeña hoguera encendida donde se calentaba un cazo con agua y hierbas. Licur estaba envuelto en mantas, calentándose al fuego, aunque parecía dormitar. Stan saltó del carro y después de desperezarse fue hacia la hoguera para tomar algo caliente que le reconfortara.

—Tómate un cazo de huresán, te sentará bien —le dijo de repente Licur.

—¿Hemos andado toda la noche? —preguntó Stan.

—Sí, hemos parado hace bien poco y en cuanto te tomes algo emprendemos la marcha de nuevo. Aún queda por recuperar.

—¿Qué es esto del huresán? —preguntó intrigado Stan.

—Vaya —respondió Licur—, veo que tampoco entiendes de hierbas. ¿A qué te dedicas muchacho?

—Bueno... yo... —empezó Stan sin saber bien que responder— esto...

—Ja, ja, ja. Vaya mozalbete estás hecho tú, seguro que te dedicas a trabajos... «delicados».

—No es eso, pero... —intentó justificarse el muchacho.

—Da igual, a mí no me importa, tus razones y tus motivos tendrás para hacer lo que hagas. Aquí no puedes hacerme daño, por lo que ves, dependes de mí y además ¿adónde irías?

—Pero también vos dependéis de mí. Los asaltantes, ya sabéis.

—Ja, ja, ja... ¿asaltantes? Pero quién te cuenta estas historias. En este camino hace más de cien años que no ha ocurrido nada. Yo diría que es el camino más seguro de todo el reino de Hárkad, ja, ja, ja... —reía divertido Licur.

—Vaya, entonces por qué me comprasteis la espada —preguntó contrariado Stan.

—No lo sé exactamente, tal vez porque te vi en la mirada el apremio por abandonar Dapur y tu impaciencia me conmovió. Pero... —prosiguió el comerciante— ¿no habrás hecho nada malo, verdad? A ver si te estarán siguiendo y me has puesto en peligro de forma inconsciente.

—No, no —se apresuró a tranquilizarle Stan—, puedo aseguraros que nadie me busca.

—Esto me tranquiliza. Bébete eso que nos vamos. Por el camino —dijo complaciente— te contaré cosas de las hierbas. Nunca se sabe si te resultará útil en un futuro próximo. Además es una buena manera de conseguir unas monedas para pasar unos días en una ciudad desconocida, porque ¿te has quedado sin dinero, no?

—Sí —contestó Stan bajando la cabeza con cierta vergüenza.

—Eso se puede arreglar, ja, ja, ja... —volvió a reír, divertido, Licur.

Stan se tomó la infusión que el comerciante le había dejado preparada y aunque sólo fuese por lo caliente que estaba, sintió un alivio y le reconfortó. También comió algo de queso seco que llevaba en su mochila. Mientras Licur recogía todos los utensilios y los colocaba ordenadamente en el carro, recogía las bridas y los enganches de los caballos y con exacta rutina colocaba los dos animales en el carro.

—Quédate con el cazo, Stan, si vas a aprender de hierbas, lo necesitarás.

—De acuerdo —agradeció el muchacho, y después de limpiarlo con tierra se lo metió en la mochila.

Poco después de mediodía iniciaban su marcha hacia la capital. Los dos iban sentados en el pescante del carro y Licur hablaba de muchas cosas que Stan desconocía. El muchacho le seguía con creciente interés y aprendía rápido, aunque sabía que la práctica era fundamental para adquirir sus nuevos conocimientos. Licur le contó a Stan que había muchos tipos de hierbas diferentes, de algunas se usaban los tallos, de otras las hojas, frutos, raíces y que además se preparaban de manera diversa. Algunas se tomaban en infusión, otras se aplicaban y algunas se mezclaban con agua para hacer pastas y emplastes. Conocer las hierbas significaba conocer sus propiedades, el lugar donde encontrarlas y la época del año mejor para recogerlas. Todas las hierbas tenían un precio que sería reembolsado en cualquiera de los comercios dedicados a la herboristería en cualquier ciudad. Sin embargo el precio que pudiesen pagar por ellas era variable según la ciudad, la zona o el barrio donde se hallara el herbolario e incluso su capacidad de negociar. También le contó que existían hierbas para sanar enfermedades, para acelerar el proceso de recuperación natural de roturas y esguinces, para cortar hemorragias e incluso para matar. Éstas últimas eran los venenos y su uso era muy complejo, además de peligroso. Llegar con venenos a un herbolario significaba no ser bien visto y, seguramente antes de abandonar la herboristería, muchos ya sabrían que habría que tomar precauciones con ese individuo. De igual forma sucedía si se adquirían los venenos o se mostraba la intención de hacerlo. Licur le contó todo lo que pudo sobre las siete hierbas que él conocía, incluso cuando paraban a descansar, aprovechando que buscaban leña para encender el fuego, le obligaba a buscar y a identificar esas hierbas.

Stan, en los seis días escasos que tardaron en llegar a su destino, aprendió a limpiar y cepillar caballos, a engancharlos y desengancharlos del carro, a preparar comida caliente, a conducir con garantías un carro y a manejar de una forma básica la espada. Incluso encontró algunas hierbas que podría cambiar por dinero al llegar a la ciudad. Por el camino se cruzaron varias veces con otros carros que, o bien iban en dirección contraria a la suya, o bien estaban parados al borde del camino tomando un descanso.

Casi al final de la última jornada de viaje, Stan dijo:

—No sé cómo agradeceros lo que me habéis enseñado.

—No tienes porque agradecérmelo. Si consigues vivir más años, significará que lo que has aprendido es útil y eso, para mí, es suficiente agradecimiento.

—He aprendido mucho, sabía tan poco... —se lamentó Stan.

—No te preocupes, todos sabemos poco cuando somos jóvenes. Pero lo importante es que podamos aprender cosas nuevas cada día. ¿No lo ves así? —intentó consolarle.

—¿Dónde me aconsejáis que venda mis hierbas?

—No son muy valiosas, lo sabes, pero es mejor ir a sitio seguro la primera vez. Luego con más experiencia podrás buscar aquellos herbolarios que más dinero te den por las mercancías que les ofrezcas. Vete a la plaza central de Barintia. La herboristería no tiene pérdida.

—Gracias de nuevo por la información. Iré allí —contestó Stan.

—¿Ya tienes sitio dónde alojarte?

—No.

—Vaya, veo que no habías planificado este viaje.

—No mucho, la verdad.

—Pues para la próxima vez deberías preverlo todo mejor. Así te ahorrarás sorpresas. Te recomiendo la posada del Templo. Está regentada por Nora[22], una buena mujer. Te tratará bien —le aconsejó Licur.

—¿Os habéis alojado allí? —preguntó con curiosidad.

—No, yo tengo casa en Barintia, pero en alguna ocasión me han hablado de la posada otros comerciantes que han venido a la ciudad.

—De acuerdo —resolvió Stan—, iré allí, pero ¿tendré suficiente dinero?

—¿Cuántos días piensas quedarte?

—Espero resolver mis asuntos en un par o tres de días a lo sumo.

—Así que vienes a resolver asuntos. Bien —murmuró Licur.

Stan iba a responderle cuando Licur levantó la mano en señal de silencio y paró el carro.

—Mira —le dijo señalando al frente.

Se encontraban a poca distancia de la ciudad, ya se distinguían las primeras casas de Barintia. A la izquierda se veía claramente el promontorio rocoso que dominaba la urbe y sobre él, el castillo del rey. A media altura las grandes mansiones, semejantes a los palacios de los ricos comerciantes de Dapur, que se apiñaban a los pies del castillo. Hacia la derecha se extendían las casas de la ciudad y en el extremo oriental se levantaba la silueta de otro castillo. La ciudad parecía más populosa que Dapur y las casas parecían distintas, así como el trazado de sus calles, más anárquico.

—¡Barintia! La capital del reino de Hárkad. Ahí la tienes —proclamó Licur visiblemente emocionado —. Aquello que ves arriba es la casa del rey y las grandes mansiones que hay a sus pies, son las casas de las familias nobles de la ciudad.

Licur seguía mostrándole la ciudad a contraluz, pues ya empezaba a oscurecer. Pero no se detuvo en sus explicaciones y prosiguió con una mezcla de añoranza y ternura en su voz.

—Detrás de las casas, la desembocadura del Arimán y el mar de Hárkad, frío y oscuro como una noche sin luna de invierno. El camino que seguimos nos llevará directamente a la plaza. El castillo que ves al otro lado —dijo señalando hacia el este— es el llamado castillo del príncipe, aunque jamás ha sido habitado por ninguno de ellos. Se utiliza para invitados de mucha nobleza. ¿Qué te parece?

—Asombroso —contestó Stan boquiabierto—. Nunca me la había imaginado así.

—Sabía que quedarías sorprendido. Por algo es la ciudad más importante del reino. Y en primavera, con la luz, es preciosa — sonreía Licur.

—Sí debe serlo —contestó Stan imaginándola.

—Aún nos queda un trecho para llegar. Te dejaré en la plaza —resolvió Licur mientras ponía en marcha el carro de nuevo.

Así fue como Stan vio por primera vez Barintia, como una ciudad nueva, asombrosa y acogedora. El recuerdo de su Dapur se fue diluyendo a medida que se acercaban más a la capital. Una ciudad nueva con nuevas oportunidades se hallaba ante él. Aquí nadie le conocía, no tendría que entregar parte de sus ganancias a ningún señor y con la venta del rubí sacaría suficiente dinero para comprarse una casa y vivir tranquilamente de sus negocios. Stan estaba soñando con su nueva situación, los peligros le parecían insignificantes, si había podido subsistir en Dapur qué podía pasarle en esta otra ciudad. Sólo necesitaba un par de días para arreglar sus asuntos y luego establecerse de forma cómoda y definitiva en Barintia.

Casi sin darse cuenta, absorto como estaba imaginando, habían entrado en la ciudad y ya iban por sus calles repletas de gente que se dirigía a su casa a descansar. Los edificios eran casi todos de piedra y muchos tenían una planta superior. Pocas eran las casa de madera. Había más gente en la calle que en Dapur, pero lo que más sorprendió a Stan fue que la vía por la que iban, se transformó enseguida en un camino empedrado que les condujo directamente a la plaza principal. Las sorpresas no habían finalizado, pues no bien llegaron a la plaza, pudo observar como dos grandes bloques de piedra, casi planos, se erguían en el centro. Los edificios, de tres plantas de altura, cerraban la plaza por los cuatro costados y la vía empedrada seguía por el lado opuesto de la plaza, flanqueado por antorchas encendidas y ascendiendo en zigzag por entre las casas nobles, hasta el castillo de la cima. En la zona donde se iniciaban las antorchas había un grupo de unos quince soldados que impedía el acceso a la parte noble, a la que desde allí se accedía.

—¿Qué son esas piedras?

—Son la Piedras de los Reyes —contestó Licur con una sonrisa en los labios—. En ellas se encuentran grabados, a cincel, los nombres de los señores y reyes de Barintia.

El carro se detuvo en un lateral de la plaza.

—Aquí termina nuestro viaje, muchacho —le indicó Licur mientras descendía del pescante.

—Bueno, agradecido por todo y...

—Toma. Esto te ayudará por esta noche —le dijo el comerciante mientras le daba una moneda de plata.

—Lo tendré en cuenta. Algún día os devolveré todos estos favores.

—Ya veremos. Vete ahora a descansar que lo mereces. Suerte —le deseó Licur.

Stan giró en redondo y se encaminó hacia una de las pequeñas bocacalles que había alrededor de la plaza. Al primer transeúnte le preguntó por la posada del Templo y después de unas breves indicaciones, se dirigió al lugar señalado. Por el camino confirmó que en Barintia vivía más gente que en Dapur, pero se sentía más seguro que en su ciudad. Al girar una esquina, bajo la luz de un candil colgado de una pared, podía leerse un letrero de madera con letras en amarillo que decía: «Smeg, el enano». Stan permaneció quieto un buen rato, del interior surgían voces, risas y ruidos de platos. Se adivinaba una posada repleta. Ahora ya sabía dónde se encontraba su contacto e instintivamente se llevó la mano a la mochila para asegurarse de que llevaba la mercancía. El olor a comida le recordó que estaba hambriento y que otra posada le esperaba.

Un par de calles más allá, enfrente de dos columnas medio derruidas que se erguían en el centro de una plazuela, rodeadas de un jardín helado, se encontraba la posada que Licur le había recomendado. No parecía tan llena y al entrar se encontró con un comedor casi vacío y un muchacho más joven que él se le plantó diligente justo delante.

—¿Deseáis cena?

—Y habitación para una noche —respondió decidido.

—Muy bien. ¿Venís con caballo? —insistió el joven con una voz servicial.

—No —fue la única respuesta de Stan.

El joven hizo una señal con la mano y una mujer de mediana edad se acercó con rapidez.

—Si me acompañáis os mostraré vuestra habitación. Mientras os ponéis cómodo, os prepararán la cena aquí abajo. No queremos ruidos ni peleas. Si ocurriese algo, llamaríamos a la guardia, son tres monedas de cobre por adelantado —le explicó la señora de un tirón, extendiéndole la mano al final del discurso.

—Está bien —dijo Stan mientras le entregaba la moneda de plata.

—Si no estáis de acuerdo —le respondió mientras le devolvía siete monedas de cobre—, podéis ir a otra posada.

—Está bien —repitió el muchacho mientras seguía a la señora escaleras arriba.

Ya en el interior de su cuarto, se lavó las manos y la cara con agua tibia de una jofaina. Dejó su mochila en el pequeño armario, pero sacó la bolsita de cuero con el rubí y la escondió bajo el colchón. La habitación no tenía ventana y después apagó el candil y bajó a cenar con la intención de subir inmediatamente después y echarse a dormir, pero antes debía planificar la estrategia para el día siguiente.