IV

Cuando llego están esperándome sentados alrededor de una hoguera perfecta mientras beben infusión de ortiga en unas tazas de hojalata. La noche es negra y gélida.

Aunque no me han visto, deben de haberme percibido porque, lentamente y al unísono, empiezan a aplaudir. Noto su aliento concentrado en mí mientras el poder de su inhalación compartida me levanta del suelo.

Al principio me elevo tres metros sobre la hoguera; luego, seis. Intento no pensar en Shiloh. No merezco tanta exaltación, está fuera de lugar. Mi familia se pone en pie y aplaude. La alegría sin precedentes dibujada en sus rostros los hace indistinguibles a la luz del fuego. En sus ojos brilla un sentimiento de orgullo que nunca había visto antes.

Observo mi sombra proyectada en el suelo junto al fuego. El control de la respiración de mis tías y mis tíos es infinitamente más preciso que el mío, y los envidio y odio por ello.

Exhalan y me bajan con cuidado. Mis botas tocan el suelo y siento de nuevo el peso de mi cuerpo. Tengo los ojos demasiado cansados para mirar a nadie.

Albión hace señas a los demás para que se sienten. Él y yo tenemos la misma altura, pero esta noche parece más alto.

—Tu Paso ha sido un éxito.

No es una pregunta.

—Ahora te sientes más ligero —me dice—. Más libre.

Me siento más pesado, esclavizado.

—Confías en tu papel e identidad en el universo.

Nunca me he sentido más solo o perdido.

—Tienes preguntas.

Lo miro a los ojos.

—Sí.

—Tómate tu tiempo. Puedes preguntar lo que quieras. Nuestros secretos son tuyos.

Me quito la mochila y la dejo caer lánguidamente. Busco dentro del abrigo y saco la primera tarjeta, que coloco en el suelo junto al fuego.

—Quiero saber el significado del número seis.

Albión asiente.

—Cuando nuestro antepasado…

Leander. Me pusieron su nombre. Es el primer Portador de la Simiente, del que descendemos.

—…escapó de los confines de la Atlántida —dice Albión—, avistó tierra en el Mundo de Vigilia y engendró seis hijos de seis mujeres. Esos fueron los Portadores de la Simiente originales. Tras la muerte de Leander se reunieron y juraron mantener a perpetuidad las lecciones de la Atlántida. A partir de ese momento, siempre ha habido seis Portadores de la Simiente vivos y así deberá ser siempre. Es esencial para nuestra fuerza.

Miro alrededor de la hoguera, a mis dos tías y a mis dos tíos. Cora, Critias, Estornino, Albión… y yo. Cinco en total.

—Falta alguien.

Espero a que se burlen de mí o cambien de tema, pero desde ayer la situación ha cambiado.

—Se llama Solón. —La mandíbula de Albión se tensa—. Es una deshonra para nuestra familia y por ello fue desterrado.

Así que ese es «el último», al que Albión dice que no me parezco.

—¿Qué hizo? —pregunto.

—El motivo por el que se le exilió fue por lo que no hizo —contesta Cora.

Albión le hace un gesto con la mano para que se calle.

—Pasó por la misma experiencia que acabas de completar y que todos nosotros también completamos. Pero Solón no pudo liberarse realmente. Una pasión lo esclavizaba, y probablemente aún lo haga.

Noto como me ruborizo.

—¿Dónde está ahora?

Albión mira a lo lejos, hacia el oeste, como si su vista pudiera cruzar el océano.

—No le temas; no es una amenaza. Su vida carece de sentido, pero debe vivir para asegurar las nuestras, que sí son importantes. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí. —A pesar de ser confuso, he llegado a comprender tantas cosas de mi familia que tengo una vaga noción de cómo los Portadores de la Simiente están inextricablemente enlazados los unos con los otros. Nuestra respiración nos conecta. Vivimos como un organismo, lo que significa que también morimos como uno solo—. Si uno de nosotros muere…

Albión asiente.

—Todos morimos.

—¿Cuánto tiempo hace que Solón se fue? —pregunto.

—Llevamos viviendo sin él casi setenta y cinco años. Su castigo es permanente y su exilio, irrevocable.

—Pero ¿no morirá?

Mis tías se ríen de esa manera tan cruel característica suya.

—No tiene los medios —dice Albión—. ¿Lo entiendes?

Las manos se me agarrotan cuando saco la segunda tarjeta del sobre. Mi familia asiente cuando la dejo en el suelo. La corona negra y la lápida son fantasmales a la luz de las llamas danzantes.

—Sí —afirma Albión—, el poder y la muerte provienen del aliento.

Espero a que continúe.

—Nos has visto muchas veces usar el Céfiro, el nombre que se le da al poder de nuestra respiración colectiva. Es nuestra arma y nuestro escudo. Puede influir en las mareas y en el clima. No hay ningún poder comparable en este mundo. Tú también lo tienes. —Levanta una ceja—. ¿Has experimentado con él?

Intento no pensar en Shiloh.

—Sí.

—Mejorarás con el tiempo. El Céfiro proviene de Leander. Entrelaza nuestras vidas, pero también es nuestra debilidad. Tan solo puede matarnos una sustancia, y basta con una simple inhalación. El veneno proviene de una extraña variedad de una planta conocida como artemisia. Mató a Leander y a cada uno de los once Portadores de la Simiente que han muerto, siempre de forma voluntaria, después del nacimiento de un Portador de la Simiente nuevo y más fuerte.

—¿Así es como murió mi madre? —pregunto.

Las miradas que se lanzan entre ellos me lo confirman.

No puedo dejar traslucir que me importa.

—¿De dónde sacáis la artemisia?

—Poseemos la única cantidad que queda en el Mundo de Vigilia.

Cora alza un pequeño cofre metálico. Ya lo había visto antes. Es una de las cinco reliquias de oricalco que se salvaron antes de la inundación. Mientras recorre con los dedos el cierre, la mano de Albión se posa en la de ella.

—Simplemente tienes que saber, Ander, que aquí está bien protegida. Tu vida no correrá peligro mientras este cofre permanezca con nosotros.

—Si es tan mortífera, ¿por qué no la destruís? —pregunto—. ¿Por qué la conservamos?

—La guardamos para ayudar a un Portador de la Simiente a abandonar este mundo cuando nace uno nuevo y más fuerte, como tú. La guardamos porque puede que algún día nos veamos obligados a preferir la muerte que la vida. Pero basta de charla perniciosa. Hay otra tarjeta.

La coloco junto a las demás. Parte de su pigmento rojo se ha quedado en mi bolsillo.

Albión espera.

—El amor consume la vida —digo.

Mi familia se inclina hacia delante, observándome.

—El amor es importante —afirma Albión—. El amor te convirtió en un hombre. El amor te curte, y los sentimientos de pérdida y dolor que acarrea te otorgan fuerza para poner distancia a las vulnerabilidades autoimpuestas. Sí, el amor te ha ido muy bien. Pero escucha con atención, Ander: el amor es un juego de niños. Para asumir tu lugar entre los tuyos debes demostrar que puedes desprenderte de él como una serpiente de su piel. Solo entonces vivirás para siempre, como nosotros.

—Puede que tengas algún desliz de vez en cuando. —Estornino levanta sus débiles hombros—. Pero es natural. No tardarás en dominarlo. Observarás el desfile de la vida durante los tiempos venideros. Entenderás mucho más que cualquier mortal. Reconocerás patrones y ciclos que sus mayores genios nunca podrán descubrir.

—Es asombroso como su corta esperanza de vida los mantiene corriendo en sus ruedas de hámster —dice Critias haciendo una mueca de repugnancia y poniendo los ojos en blanco.

Albión me observa detenidamente.

—Ya deberías notar alguna diferencia.

No puedo estar tan cambiado… pero ¿acaso se les da tan bien mentir? ¿Se han olvidado simplemente de cómo es? ¿Son hipócritas o están locos? Me consuelo pensando en Solón, el tío exiliado del que nunca había oído hablar. ¿Su error se asemejaba al mío?

—Cuando Solón fracasó, ¿por qué no lo sustituisteis por un nuevo Portador de la Simiente, igual que reemplazasteis a mi madre cuando murió? —pregunto—. ¿Por qué no lo matasteis en vez de simplemente condenarlo al exilio?

—Dímelo tú —responde Albión.

Pienso unos instantes hasta que de pronto lo comprendo.

—Es demasiado fuerte.

Mi familia se acerca a mí rodeándome en círculo.

—Demuéstranos que has cambiado —dice Cora, y mira a Estornino, que avanza sosteniendo algo envuelto en papel de aluminio.

Cuando retira el envoltorio, se eleva el vapor y un maravilloso aroma impregna el aire. Mete una cuchara en el plato oscuro y, con los ojos fijos en mis labios, dice:

—Abre.

Cierro la boca alrededor de la cuchara. La sustancia es dulce, caliente, crujiente y mantecosa. Algo fuerte e intenso se apodera de mí. La comida es tan deliciosa que apenas puedo tragar.

De repente recuerdo las mañanas frías de mi infancia, cuando Estornino me alimentaba con este plato. Me acuerdo del suave arrullo mientras me limpiaba las comisuras de la boca.

«Tarta de arándanos». El recuerdo me llena de nostalgia.

Pero debo contener todo lo que siento.

—¿Qué te parece?

Ahora los ojos de Estornino no revelan la compasión que yo recuerdo. En eso consiste la Prueba. Hace años plantaron este recuerdo en mi interior. Me dieron tarta fingiendo amor, y ahora quieren saber si puedo superar el único recuerdo de consuelo y seguridad que tengo.

Pregunto de forma tan insulsa como me es posible:

—¿Qué es?

—Sobras —responde Cora lentamente—. Hemos creído que tal vez tendrías hambre.

—Nos gustaría que escucharas algo.

Albión le hace una señal a Critias con la cabeza para que pulse «Play» en un viejo radiocasete. La silenciosa noche se llena de música.

«Que los mortales guarden silencio». Critias me llevaba a la iglesia de St. John para que escuchara cantar a Eureka. Esta canción a menudo hacía llorar a los feligreses sentados en los bancos de alrededor. Es insoportablemente hermosa, y reconozco a la perfección la voz de Eureka a los doce años. Incluso puedo distinguir cómo los aparatos en los dientes le distorsionan la voz. Quiero desvanecerme, caerme de bruces y gritar.

—Dinos qué sientes.

La voz de Eureka es tan firme que estoy a punto de volverme loco. Necesito hacer acopio de todas mis fuerzas para conseguir un tono monocorde.

—Estoy muy cansado. ¿Es una nana?

No quiero conocer a la persona que estoy simulando ser.

—Lo estás haciendo bien —dice Albión—. Ya casi estás. Queremos enseñarte una cosa más.

Sé lo que está sujetando antes de que le dé la vuelta a la fotografía. Intento mirarla sin verla. Es un primer plano de su sonrisa en la playa. Lleva una camiseta de tirantes naranja. Sus cabellos brillan con sus reflejos de verano. Sus ojos están más vivos de lo que yo jamás estaré.

Es evidente que he fracasado. Nunca la abandonaré, nunca renunciaré al amor. ¿Por qué no ven que el amor es mi principio y final?

—¿Y bien, Ander? —pregunta Albión—. Dinos qué te viene a la mente.

—Muerte.

Casi me atraganto.

A mi alrededor, mi familia sonríe.

—Sí, ella se lo ha buscado —dice Cora—. Aceptamos que estás listo.

—¿Estás preparado, Ander? —preguntan mis tíos y mis tías al unísono.

—Sí —respondo entrecortadamente.

—Bien. —Albión me agarra del hombro; el frío que irradia me estremece—. Estás preparado para matar a Eureka.