Es de noche. Estoy en un desierto rodeado de dunas de más de treinta metros de altura. Un pájaro enorme vuela en lo alto, recortado contra la luna. Oigo el ligero sonido de unos pies descalzos en la arena, detrás de mí.
Me doy la vuelta para verla. Aunque está muy lejos, oigo el roce de su ropa y el peso de su cuerpo sobre la arena.
Conforme se acerca, su rostro se va transformando. Las arrugas alrededor de los ojos se vuelven más profundas y aparecen canas en su pelo. Hace un rato tenía diecisiete años, y ahora parece tener setenta.
Cuando llega hasta mí está encorvada y débil. La reconozco enseguida. Es mi Eureka, aunque está a punto de morir. Abre la boca para hablar.
Las cenizas se vierten en una corriente infinita.
Me despierto. Tres cuervos atraviesan el cielo rosado por encima de mí. Tengo el cuerpo agarrotado y tardo unos instantes en recordar dónde estoy. El campamento parece haber sido azotado por una fuerza más devastadora que la de un simple chico soplando unas velas. Los troncos negros están esparcidos por la hierba resbaladiza.
Me doy la vuelta a tiempo de ver a un mapache corriendo con los restos de mi pastel.
A veces miro a la gente y me pregunto si tienen miedo a morir. Mi familia habla de la edad con lástima y desdén: los viejos están enfermos, son débiles y patéticos. Mis tías apartan la mirada de los ancianos con andadores o de las mujeres en sillas de ruedas, como si fuera un espectáculo vergonzoso que nadie debería ver.
Me pregunto si esas personas mayores harían el trato que se supone que debería haber hecho ayer por la noche. «Deja de sentir y conseguirás vivir eternamente». ¿Lo haría Eureka?
Shiloh se mueve y suspira a mi lado mientras sueña que persigue algo. Es lo más parecido que tengo a un hogar, más que cualquier otra cosa en esa triste granja a la que regresaré sin él. Pongo la cabeza cerca de la suya y nos quedamos mirándonos a los ojos. Tiene que marcharse porque mi corazón tiene que alejarse. Y pronto, puesto que el punto de encuentro está a un día de camino, y mi familia siempre es puntual.
Rebusco en el paquete que Cora metió en mi mochila y encuentro dos sándwiches de jalea y crema de cacahuete, una bolsa de patatas fritas, dos botellas de refresco y otra lata de judías. No tengo apetito, pero al menos un sándwich me dará energía. Me obligo a comerme uno y le doy las judías a Shiloh. Engullimos despacio mientras contemplamos el amanecer y escuchamos el suave oleaje del bayou.
Noto algo rígido en el bolsillo del abrigo y recuerdo la sensación de escozor que me dejó la bofetada de Albión en la mejilla cuando pasé el pulgar por la solapa del sobre.
No es una tarjeta. Son tres.
Son el doble de grandes que un naipe y mucho más resistentes. Están pintadas a mano con colores vivos. Parecen antiguas y bien hechas. En el dorso comparten el mismo diseño: sobre un fondo plateado metálico, una figura azul sostiene una lanza apuntando hacia abajo. Es la insignia original del Portador de la Simiente, que simboliza la promesa más importante de mi familia: «Mantén al enemigo bajo el mar».
Dejo las tarjetas boca arriba, en fila, sobre mi saco de dormir. En la primera, dos triángulos —uno azul como las profundidades del océano y el otro con las tonalidades pastel del cielo a primera hora de la mañana— colocados uno encima del otro forman un único triángulo alargado, en medio del cual está pintado el número seis en un azul oscuro y brillante.
«Cosas que sabes, pero no crees saber», dijo Albión.
Cora empieza a cocinar todas las noches espolvoreando seis granos de sal en la sartén. Albión medita seis veces al día. Sin saber por qué, siempre he pensado que el seis era mi número de la suerte. Tiene un poder tácito en mi familia, un secreto a voces que lo determina todo.
La siguiente tarjeta muestra una corona negra en la parte superior y una lápida negra en la inferior. En el centro, unas gruesas líneas curvadas se asemejan a una ola del mar. Una se curva hacia arriba, a la derecha, y la otra baja profundamente a la izquierda, conectando la corona con la lápida. Las lápidas por lo general representan la muerte, pero ¿y la corona?
Mis ojos se dirigen hacia los rescoldos de la hoguera. Me doy cuenta de que la imagen de la tarjeta que parece una ola es el viento, el viento que el Portador de la Simiente ha creado con su aliento.
El viento es la fuente de nuestro poder, esa es la conexión con la corona. Pero no sé qué significa la lápida. Las ganas de comprender se apoderan de mí y, por primera vez, estoy seguro de que esta noche me reuniré con mi familia y podré hacerles estas preguntas. Esa es la razón por la que Albión me dio el sobre. Sabía que necesitaría conocer la verdad.
Cojo la última tarjeta. La forma de un corazón rojo con dos lóbulos iguales representa la forma anatómicamente exacta de un corazón humano. Una mitad es roja, mientras que la otra tiene el horrible tono grisáceo de la carne putrefacta. Del corazón mana sangre.
Mi familia siempre ha dejado claro que el amor consume la vida. Es un mantra que se repite a menudo en casa. He oído a Estornino decírselo a la puesta de sol y escuché a Albión decirlo cuando hablaba de una historia trágica. Una vez Critias lo dijo para sus adentros mientras me miraba directamente. Es una advertencia, el abandono de una costumbre. Ahora esperarán que me lo diga a mí mismo, como un adulto.
—El amor consume la vida —susurro mientras me pregunto cuánta vida me queda por consumir.
Sin amor, seré fuerte y ágil, y tendré dieciocho años eternamente. Cada vez que deje entrar en mi alma el amor o la pasión, envejeceré un poco más. Los actos de extremo desapego —como abandonar a Shiloh— invierten el proceso de envejecimiento. Eso explica por qué mis tías y mis tíos tienen una edad comprendida entre cientos y miles de años. Fracasaron a la hora de frenar sus emociones a los dieciocho años, pero aprendieron a atenuarlas y compensarlas, de modo que ninguno de ellos aparenta tener más de cincuenta.
Me pongo a prueba. Pienso en su risa junto a la ventana del restaurante. Ese recuerdo me pone de rodillas. Me toco la cara con la convicción de que encontraré arrugas. ¿Soy mayor? ¿Lo siento? No siento nada más que el deseo de verla, de tocarla…
Van a saberlo. Intuirán la debilidad en mí. Llevaré escrito mi fracaso a menos que me deshaga de él ahora. Shiloh se levanta cuando me pongo en pie y apoya sus patas delanteras en mi pecho.
—Es fácil quererte —le digo—. Alguien hará mejor este trabajo que yo.
Shiloh ladra, pero no le acaricio la cabeza como me gustaría. Meto las tarjetas en el sobre y lo guardo de nuevo en el bolsillo. Camino por el claro y recuerdo una cosa que mis tías hacen con los gatos callejeros.
Tengo una fuerza que estoy olvidando. Puedo utilizarla para ayudar a Shiloh. Observo su cara con detenimiento y memorizo cada detalle antes de coger aire.
Cuando exhalo, apunto al corazón de Shiloh y lo levanto del suelo. Aúlla, pero no se resiste. Tiene los ojos clavados en los míos mientras se mueve, torpe y sin equilibrio, en el aire. No estoy seguro de qué hacer con él. Mi aliento nota su peso. Mis pulmones están haciendo un sobreesfuerzo. Si lo mando recto en una dirección, sin importar la distancia, volverá a encontrarme. Así que primero tengo que desorientarlo.
Concentro mi respiración y le doy vueltas como una peonza. Gimotea con el rabo escondido entre las patas y profiere un alarido de dolor.
Vacío los pulmones en una larga línea que se curva. Shiloh vuela por encima de las copas de los árboles desnudos, como un ángel extraño, moviendo las patas en el aire. Lo envío al oeste, hacia el límite del bosque donde ayer vi a una niña con un hula-hoop en un patio que daba a la calle.
Aunque ya no puedo verlo, me esfuerzo por concentrarme y bajarlo con cuidado. Ya está fuera de mi poder. Intento dar un último soplo para que trote hacia el patio de la niña, pero es demasiado tarde.
Ahora los dos seguimos caminos por separado.
Enrollo mi saco de dormir y comienzo el largo paseo para reunirme otra vez con mi familia.