La noche cae temprano y se cierra otro día. Eureka está en mi mente como una zona soleada en invierno. De vez en cuando, el recuerdo de su cara de esta mañana me distrae de la carga que llevo.
En el anochecer gris pardusco, Shiloh me guía por el serpenteante bayou, más allá del follaje de los robles, hacia una noche tranquila y estrellada. Me sorprende que me sorprenda la oscuridad que se extiende ante mí.
Shiloh se sacude y me mira. «¿En qué dirección?»
No sé dónde estamos. Poco a poco mi vista se va adaptando y advierto unos árboles que rodean un pequeño claro. Es un sitio tan bueno como otro cualquiera para acampar. Aunque todo está mojado, empiezo a coger leña. El aire es cortante, como si pudiera romperse en pedazos y convertirse en un arsenal de cuchillos.
En mi mente veo a Eureka en el restaurante. Su cabeza cayendo hacia atrás, los ojos cerrados con fuerza y la boca entreabierta. ¿Qué la hacía reírse así? Quizá estaba riéndose porque era el último día que iba a amarla. O quizá estaba riéndose de mí y de todo lo que he hecho.
Maldigo a Critias mientras dejo caer la madera húmeda en la tierra mojada. Mi tío no podía saber lo que estaba haciendo, que consumiría su imagen hasta que ella me consumiera, hasta que desapareciera en la oscuridad como una cerilla que se apaga. Solo ahora oigo el sonido taladrante de un pájaro carpintero por aquí cerca y el chapoteo del bayou, más abajo.
No recuerdo que ninguno de mis tíos haya hablado abiertamente de lo que ocurre en el Paso. Pero siempre he sabido lo que sucede: una renuncia al placer, a los recuerdos más preciados, a cualquier cosa o cualquier persona que despierten la más mínima dependencia.
Mañana, cuando me presente ante mi familia completamente liberado, me contarán los secretos de los Portadores de la Simiente. Ya no tendrán nada más que esconder.
Critias me ha dado un mapa que señala el lugar donde se supone que debo reunirme con ellos. Está a treinta y dos kilómetros de donde me ha dejado. Me pregunto por qué corro en su dirección cuando siempre he querido escapar de ellos.
—Los idiotas de esta ciudad —había dicho Albión en la cena— se dicen unos a otros: «Pídele un deseo a una estrella, sé un tonto, persigue tus sueños».
¿Cómo iba a perseguir mis sueños? Estoy igual de perdido ahora que a los ochos años.
En la oscuridad me acuerdo del iniciador de fuego que Cora me ha dado. Tiro el leño artificial sobre los troncos húmedos y enciendo el envoltorio amarillo, pero el fuego no prende en la madera. Me froto las manos, furioso, hasta que recuerdo que una vez oí a Albión susurrarle al fuego que se resistía: «Los Portadores de la Simiente manejan el viento».
Con cuidado, soplo hacia la llama.
El bucle naranja danza de un tronco húmedo a otro. He encendido un fuego que creía imposible de prender. Me río, lo que provoca un gran estallido de llamas. Shiloh salta alrededor de la conflagración, contento de que algo me haga feliz y de que algo le caliente.
Nunca me había sentido con la libertad de probar este tipo de poder, ya sea porque hubiera gente normal cerca o porque hubiera una persona mayor a mi lado con más experiencia. Por primera vez me siento a gusto solo. Inhalo, exhalo y manipulo el fuego con mi respiración, como si fuera un quemador de la cocina.
Dejo el fuego rugiendo y abro una lata de judías. La coloco sobre una piedra cerca de las llamas. Shiloh se pone cómodo a mi lado, enroscándose alrededor de mi pierna. Suspira y apoya la barbilla en mi regazo. Me rasco la cabeza y recuerdo que no volveremos a pasar una noche juntos.
Saco la pierna de debajo de él, pero vuelve a acurrucarse junto a mí. Un sentimiento oscuro está naciendo en mi interior. Quiero que se marche. Quiero olvidar que alguna vez lo quise. La necesidad es tan imperiosa que comienzo a temblar. Le doy a Shiloh las judías para que me dé asco ver cómo come. Devora descuidadamente el contenido de la lata, la lame durante un rato y regresa a mi lado.
—Vale. —Me trago el familiar «amigo» antes de que se articule completamente en mi garganta—. Ha llegado el momento de irse.
Shiloh se levanta sobre sus cuartos traseros para sentarse a mis pies. Tiene la columna vertebral erguida y los ojos alerta. Las orejas están levantadas porque el tono de mi voz sugiere una orden.
Ha llegado el momento, pero no sé de qué.
—Vamos.
Señalo hacia el bosque negro.
Shiloh se queda mirándome con sus enormes ojos marrones. Al cabo de unos segundos, se tumba y me pone la pata en la rodilla.
La aparto y me levanto.
—Lárgate de aquí. —Agito las manos para ahuyentarlo—. Ya no eres mi perro. No soy tu dueño. Estás solo. —Hago una pausa—. Eres libre.
Gimotea, recorre un pequeño círculo y vuelve a sentarse.
—He dicho que te vayas.
Levanto el pie como si fuera a darle una patada, pero no se aparta. Espera un momento y luego empieza a lamerme los dedos temblorosos. La oscuridad naciente se disipa. Me pregunto si mi familia sabía lo que iba a costarme abandonar a este perro. Me pregunto si quieren que lo mate para que deje de seguirme.
—Muy bien —le digo—. Una noche más.
Recuperamos nuestras posiciones: extiendo las piernas hacia el fuego y Shiloh se tumba sobre mi regazo. Cojo mi mochila y abro la cremallera.
Veo dentro la desgastada manta azul con la que dormía cuando era pequeño y la pelota de béisbol con la que, una tarde tras otra, aprendí a jugar solo en nuestro patio trasero. También hay un álbum de fotos que debió de hacer una de mis tías. No lo había visto antes, aunque soy el único que aparece en las imágenes.
De bebé, de pequeño, de joven… siempre solo. Nadie me enseñó a sonreír, así que no sonrío en ninguna fotografía. El álbum es corto y da la impresión de serlo mucho más por las numerosas páginas en blanco que quedan allí donde debería continuar la vida.
Saco las cartillas con las que aprendí a leer y a escribir. Encuentro una baraja de cartas con mujeres desnudas y una carabina de aire comprimido que usaba para disparar a las palomas, los petirrojos y las ardillas. Encuentro el único CD que he tenido, uno grabado, de Bunk Johnson, que descubrí en un contenedor de un mercadillo de segunda mano. Lo escuché una vez en el coche de Critias cuando mis tías y mis tíos estaban durmiendo.
Se supone que he de encargarme de estas cosas.
Arrojo mi infancia a la hoguera. Observo el crepitar del fuego e inhalo el olor a plástico quemado. No siento nada.
Lo que me preocupa es lo que llevo en el fondo de la mochila. Me sentiría abatido o algo peor si mis tíos lo encontraran, sobre todo después del Paso. Tengo que deshacerme de todo eso esta noche.
Saco el peto dorsal de Eureka de una 10K que ganó el verano pasado. Cuando se lo quitó en la línea de meta, el viento lo arrastró en mi dirección. Me lo metí en el bolsillo antes de que me viera alguien. Conservaba el calor de su cuerpo y ahora era mío. Aún tiene los imperdibles sujetos al número 102.
Encuentro el recibo de la gasolinera en la que me atreví a ponerme detrás de ella en la cola para pagar. Tenía la mitad del pelo metido por dentro de la camiseta y la otra cayendo por sus hombros. Se me aceleró el corazón cuando, evitando mirar a los ojos del cajero, cogí el recibo del mostrador para metérmelo en el bolsillo.
«West Lafayette Stop-N-Go. Cajero: Macy. Hora: 13.34. Caramelos de manzana. $1,03».
Saco una camiseta donde pone «The Faith Healers», un grupo de música de su instituto. La encontré en el local del Ejército de Salvación, una camiseta imperio en la que hay escritos los lugares y las fechas de los conciertos locales con un rotulador permanente. La robé para ponérmela cuando estuviera cerca de ella, pero nunca lo hice. Ahora me doy cuenta de lo ridículas que eran mis fantasías al pensar que por llevar esa camiseta podría entablar una conversación con ella:
—Eh, me encanta ese grupo.
—¿En serio? A mí también.
—¿Se te ha encogido la camiseta en la secadora o algo así?
—No, es que me gusta llevar las camisas de tirantes dos tallas más pequeñas.
Estas tres cosas son las únicas que tengo de la chica a la que amo. Las sostengo contra el pecho unos instantes antes de arrojarlas al fuego: el recibo desaparece, el peto queda envuelto en llamas y la camiseta se reduce a cenizas. Pero mi amor por ella persiste.
Hay un último objeto en mi bolsa, uno que para mí es reemplazable e irreemplazable a la vez. Existen millones de copias, pero ninguna como la que tengo entre mis manos: un ejemplar usado de El gran Gatsby, la única historia que soporto leer.
Gracias a este libro fue como supe que amaba a Eureka. En sus páginas encuentro las palabras de lo que ella me provoca. Y cuando lo cierro, siento un dolor espantoso al volver a la realidad.
Me viene a la mente el comentario desconcertante de Albión: «No es como el último».
¿Quién?
Quemo a Gatsby lentamente, alimentando poco a poco las llamas. Recito las últimas palabras de la novela mientras se queman: «Así seguimos, golpeándonos, barcos contracorriente, devueltos sin cesar al pasado».
A partir de ahora se espera que inicie un futuro eterno, libre de preocupaciones como envejecer o la muerte. Pero yo solo veo páginas en blanco que desaparecen. Veo un pasado que no entiendo girando sin palabras alrededor de ella.
El fuego pierde fuerza. Hace frío, está oscuro y yo he fracasado. Si hubiera podido renunciar a mi amor por ella, el resto se habría desvanecido fácilmente. Pero es un árbol cuyas raíces abrazan el centro de mi ser. No se puede arrancar. Se sujeta a todo lo demás, haciendo imposible no amarla.
Me acuerdo del pastel. Quito el papel de aluminio y saco las velas de la caja. Las clavo en la tarta y las enciendo. Me quedo mirándolas hasta que las llamas rozan el glaseado. Lleno los pulmones de aire, soplo con todas mis fuerzas y deseo que mi familia no se dé cuenta de que mi Paso ha sido una mentira.
La fuerza de mi aliento me sobrecoge al ver que incluso apaga la hoguera y arranca de cuajo las ramas de los árboles más cercanos. Lanzo al bayou un tocón pelado de ciprés que produce un sonido cenagoso al caer.
Rendido en la oscuridad, me acerco al perro, que no tiene intención de marcharse, y me quedo dormido.