Rescatada
La extracción de Thursday de los sótanos de la Goliath ejecutada por la señorita Havisham es de leyenda. No porque nadie lo hubiese hecho antes, sino porque a nadie se le había ocurrido hacerlo. Se hicieron famosas y a Havisham le valió su octava portada en la publicación gremial de Jurisficción, Tipos Móviles, y a Thursday la primera. Reforzó el lazo que las unía. En los anales de Jurisficción ya había parejas notables como Beowulf y Sneed, Falstaff y Tiggywinkle, Voltaire y Flark. Esa noche Havisham y Next se convirtieron en una de las más importantes parejas que llegaría a ver Jurisficción…
GATO DE AU DE W
Diarios de Jurisficción
Lo primero que noté al quedarme encerrada en el sótano de Investigación y Desarrollo de la Goliath, a doce pisos por debajo del suelo, no fue el aislamiento sino el silencio. No se oía el zumbido del aire acondicionado, ni fragmentos de conversación a través de la puerta, nada. Pensé en Landen, en la señorita Havisham, Joffy, Miles y luego en el bebé. ¿Qué planeaba Schitt-Hawse para él?, me pregunté. Suspiré, me puse en pie y recorrí el espacio. Estaba iluminado por tubos fluorescentes y tenía un enorme espejo en una pared que supuse que era una galería de observación. En una habitación aparte había un váter, una ducha, un saco de dormir y algunos artículos de baño que alguien me había dejado. Pasé veinte minutos buscando por todos los huecos y recovecos de la habitación, con la esperanza de encontrar una novela olvidada o algo que me pudiese ayudar a escapar. No había nada. Ni siquiera una viruta de lápiz, y menos aún un lápiz. Me senté, cerré los ojos e intenté visualizar la biblioteca, recordar la descripción de la guía de viajes, e incluso recité en voz alta el primer párrafo de Historia de dos ciudades, que había aprendido muchos años antes en la escuela. A continuación probé con todas las citas que me sabía de todos los párrafos y poemas que hubiese memorizado, desde Ovidio hasta De La Mare. Cuando se me acabaron pasé a las quintillas satíricas… y acabé contando en voz alta los chistes de Bowden. Nada.
Ni un parpadeo.
Desenrollé el saco de dormir, lo coloqué en el suelo y cerré los ojos con la esperanza de volver a recordar a Landen y comentar el problema con él. En ese momento el anillo que la señorita Havisham me había dado se puso casi insoportablemente caliente, se oyó una breve ventolera y delante de mí tenía una figura. Era la señorita Havisham, y no parecía muy contenta.
—¡Jovencita, tienes muchos problemas!
—No me diga.
No era el tipo de comentario que le gustaba que yo hiciera y, desde luego, esperaba que me levantase al llegar ella, así que usó el bastón para darme un golpe doloroso en las rodillas.
—¡Ah! —dije, recibiendo el mensaje y poniéndome de pie—. ¿De dónde ha salido?
—Los Havisham van y vienen como les apetece —respondió imperiosa—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Pensé que no le gustaría que saltase a un libro yo sola… sobre todo a Poe.
—Eso no podría importarme menos —comentó la señorita Havisham altiva—. ¡No me importa lo que hagas con las reimpresiones baratas en tu tiempo libre!
—Oh —dije, contemplando su figura severa y preguntándome qué habría hecho mal.
—¡Deberías haber dicho algo! —dijo, dando otro paso hacia mí.
—¿Sobre el bebé? —solté.
—No, idiota… ¡Sobre el Cardenio!
—¿El Cardenio?
—Sí, sí, el Cardenio. ¿Cuál era la probabilidad de que un ejemplar en perfecto estado de una obra perdida apareciese de pronto?
—¿Quiere decir —dije, comprendiendo al fin— que es un ejemplar de la Gran Biblioteca?
—Claro que es un ejemplar de la biblioteca… Ese zoquete con la cabeza en las nubes de Snell acaba de informarnos de ello. ¿Qué es ese ruido?
Se oyó un ligero golpe en la puerta cuando alguien trasteó con la cerradura. Aparentemente, habían presenciado la llegada de Havisham.
—Deben de ser Chalk y Cheese —le dije—. Será mejor que se vaya de aquí.
—¡Ni soñarlo! —respondió Havisham—. Nos iremos juntas. Puede que seas una imbécil total y absoluta, pero eres responsabilidad mía. El problema es que cuatro metros de hormigón imponen un poco. Voy a tener que leer para salir de aquí. ¡Rápido, pásame la guía de viaje!
—Me la quitaron.
—No importa. Valdrá cualquier libro.
—Me lo han quitado todo, señorita Havisham.
Miró a su alrededor.
—¿Un panfleto?
—No.
—¿Algo con texto impreso? ¿Lápiz y papel?
—No.
—¡Entonces es posible —exclamó Havisham— que tengamos un problema!
Se abrió la puerta y entró Schitt-Hawse; sonreía a punto de estallar en carcajadas.
—Bien, bien —dijo—. ¡Encierras a una saltalibros y enseguida aparece otra!
Miró el viejo vestido de novia de Havisham y sumó dos y dos.
—¡Por amor de Dios! ¿Es… la señorita Havisham?
Como si aquello fuese su respuesta, Havisham sacó la pistolita y le disparó. Schitt-Hawse soltó un gritito y salió de inmediato por la puerta, que se cerró de golpe.
—¿Estás segura de que aquí no hay nada que leer? —preguntó Havisham con impaciencia—. ¡Debe de haber algo!
—Ya se lo he dicho. ¡Me lo quitaron todo!
La señorita Havisham alzó una ceja y me miró de arriba abajo.
—Quítate los pantalones, niña… y no digas «¿qué?» con esa insolencia tuya. Haz lo que te digo.
Así lo hice, y la señorita Havisham se pasó la prenda por los dedos buscando algo.
—¡Aquí está! —gritó triunfal mientras abrían la puerta y lanzaban al interior una bomba de gas. Seguí su mirada, pero sólo había encontrado la etiqueta de lavado. Debí de poner cara de incredulidad, porque dijo con aire ofendido—: ¡Para mí es suficiente! —Luego repitió en voz alta—: Lavar del revés, lavar y secar por separado, lavar del revés, lavar y secar por separado…
Entramos moviéndonos en el olor penetrante de detergente para ropa y plancha caliente. El paisaje era de un blanco deslumbrante y carecía de profundidad; mis pies estaban firmemente plantados en el suelo y, sin embargo, cuando miraba abajo no podía ver nada excepto blanco rodeando mis zapatos, lo mismo que encima y a los lados. La señorita Havisham, cuyo vestido sucio parecía más desastroso de lo habitual en aquel entorno níveo, miraba a los solitarios habitantes de ese mundo extraño y vacío: cinco siluetas del tamaño de cobertizos formaban una fila perfecta como de piedra. Una era una bañera tosca con un número sesenta, una plancha, una secadora y un par más de cuyo significado no estaba segura. Primero toqué la plancha, cálida y agradable al tacto. Las figuras parecían hechas de algodón comprimido.
—Representaciones iconográficas de instrucciones para lavar —murmuró Havisham mientras yo me ponía los pantalones—. Va a ser complicado. ¿Cuántas etiquetas de lavado crees que hay?
—No estoy segura —respondí—. Seguro que varios miles de millones.
—Eso pensaba. Tenemos que ajustar los parámetros de nuestro salto, niña. No soy experta en el lavado de ropa… ¿Cuál es la prenda menos abundante que pueda tener instrucciones de lavado?
—¿Una bata? —aventuré—. ¿Las faldas de las animadoras? Pero ¿tiene que ser una etiqueta? —Havisham alzó una ceja, por lo que seguí hablando—: En las instrucciones de las lavadoras siempre salen esos iconos, con una explicación de lo que significan.
—Interesante —dijo la señorita Havisham pensativa—. ¿Tienes lavadora?
Por suerte, la tenía y, lo que era todavía más afortunado, era uno de los objetos que había sobrevivido al ladeo. Asentí emocionada.
—Bien. Ahora, lo más importante: ¿te sabes el nombre del fabricante y el modelo?
—Hoover Electron 1000… ¡No! 800 Deluxe… creo.
—¿Crees? ¿Crees? Será mejor que estés segura, niña, ¡o tú y yo no seremos más que nombres grabados en el Boojumento! Bien. ¿Estás segura?
—Sí —dije con confianza—. Hoover Electron 800 Deluxe.
Asintió, colocó las manos sobre el icono de la bañera y murmuró para sí entre dientes. Le agarré el brazo y, al cabo de un segundo o dos, en los que noté que la señorita Havisham se estremecía por el esfuerzo, habíamos saltado de la etiqueta de lavado a las instrucciones de la Hoover.
—No permita que la manguera de salida se enrosque porque eso podría impedir el vaciado de la lavadora —dijo un hombrecito vestido con un mono azul de la Hoover situado junto a una lavadora nueva. Nos encontrábamos en un cuarto de lavar resplandeciente de apenas tres metros de lado. No tenía ni ventanas ni puertas… sólo una pila de lavar Belfast, un suelo de losetas, grifos de agua caliente y fría y un único enchufe en la pared. Como mobiliario, una cama en una esquina y, junto a ella, una silla, una mesa y una alacena.
»Recuerde que para iniciar un programa debe tirar del botón de control. Lo lamento —dijo—. En este momento me están leyendo. Estaré con ustedes dentro de un segundo. Si ha escogido nailon blanco, planchado mínimo, prendas delicadas o…
—¡Thursday! —dijo la señorita Havisham, que de pronto parecía muy débil—. Lo que acabo de hacer me ha exigido…
Logré atraparla cuando se derrumbaba; delicadamente la coloqué en la camita.
—¿Señorita Havisham? ¿Está bien?
Cerró los ojos y respiró muy lentamente. El salto la había agotado.
Le puse una manta por encima, me senté en el borde de la cama baja, me quité la goma del pelo y me froté el cuero cabelludo.
—… hasta que el tambor empiece a girar. La lavadora se vaciará y girará hasta completar el programa. ¡Hola! —dijo el hombre de mono azul—. Me llamo Cullards. ¡No suelo recibir visitas!
Me presenté y expliqué quién era la señorita Havisham.
—¡Por amor del cielo! —dijo el señor Cullards, rascándose su reluciente calva y sonriendo juguetón—. Jurisficción, ¿eh? Están muy lejos de los senderos marcados. El único visitante que he tenido… disculpen… Ajuste «D»: ropa blanca ahorro, algodón no muy sucio o artículo de hilo con colores sólidos… fue cuando recibimos un nuevo suplemento sobre lanas… pero eso debió de ser hace seis o siete meses. ¿Adónde se va el tiempo? —Parecía un tipo muy alegre. Pensó un momento y luego dijo—: ¿Le gustaría tomar una taza de té?
Le di las gracias y preparó la tetera.
—Bien, ¿cuáles son las noticias? —preguntó el señor Cullards, lavando su única y solitaria taza—. ¿Alguna idea de cuándo saldrán las nuevas lavadoras?
—Lo lamento —dije—, no tengo ni idea…
—Estoy preparado para pasar a algo un poco más moderno —añadió Cullards—. Empecé en las instrucciones de aspiradoras, pero me ascendieron a Hoovermatic T5004, para luego transferirme a Electron 800 tras quedar obsoletos los modelos de dos tambores. Me pidieron que me ocupase de la 1100 Deluxe, pero les dije que prefería esperar a que saliese la Logic 1300.
Miré la pequeña habitación.
—¿No se aburre nunca?
—¡En absoluto! —dijo Cullards, vertiendo el agua caliente en la tetera—. Una vez que cumpla los diez años de servicio podré solicitar trabajar en todas las instrucciones de electrodomésticos: robots de cocina, licuadoras, microondas… ¿quién sabe?, si trabajo realmente duro podría incluso llegar a televisores o radios. Ése es el futuro para un trabajador manual con ambiciones. ¿Leche y azúcar?
—Por favor.
Se inclinó hacia mí.
—Los administradores tienen la idea de que sólo los jovenzuelos deben dedicarse a las instrucciones de Sonido y Visión, pero se equivocan. La mayoría de los chicos de los manuales de vídeo apenas pasan seis meses con los walkmans antes de que los trasladen. No es de extrañar que nadie entienda lo que dicen.
—Nunca se me había ocurrido —le confesé.
Charlamos durante media hora. Me dijo que había empezado a tomar clases de francés y alemán para poder pedir trabajo en instrucciones en varios idiomas. Luego me confesó sus sentimientos amorosos por Tabitha Doehooke, que trabajaba para la Kenwood. Precisamente estábamos hablando de las implicaciones sociológicas de los dispositivos para ahorrar tiempo en la cocina y su relación con el movimiento de liberación de la mujer cuando la señorita Havisham despertó, se bebió tres tazas de té, se comió la galleta que el señor Cullards reservaba para su cumpleaños en mayo y anunció que debíamos irnos.
Dijimos adiós y el señor Cullards me hizo prometer que limpiaría el compartimento de detergente de mi lavadora; en un momento había bajado la guardia y se me había escapado que todavía no lo había hecho, a pesar de que la lavadora tenía ya casi tres años.
El corto viaje a la sección de no ficción de la Gran Biblioteca fue un salto fácil para la señorita Havisham, y desde allí, una ventolera nos acompañó a su lúgubre salón de baile en Grandes esperanzas, donde nos esperaban el gato de Cheshire y Harris Tweed hablando con Estella. El gato quedó muy aliviado de vernos, pero Harris se limitó a fruncir el ceño.
—¡Estella! —dijo abruptamente la señorita Havisham—. Por favor, no hables con el señor Tweed.
—Sí, señorita Havisham —respondió Estella obediente.
Havisham se cambió las zapatillas por los bastante menos cómodos zapatos de novia.
—Pip está esperando fuera —dijo Estella algo nerviosa—. Si me disculpa que lo mencione… la señora llega un párrafo tarde.
—Dickens puede enrollarse un poco más —respondió Havisham—. Debo terminar con la señorita Next.
Se volvió hacia mí con expresión ceñuda; se me ocurrió que sería mejor decir algo para tranquilizarla… todavía no había visto a Havisham en erupción «como el Vesubio», como había descrito tan gráficamente la Reina Roja, y no me apetecía demasiado verlo.
—Gracias por rescatarme, señorita —dije rápidamente—. Le estoy muy agradecida.
—¡Tonterías! —respondió la señorita Havisham—. No esperes que te salve cada vez que te metes en un lío, niña. Bien, ¿qué es todo eso de un bebé?
El gato de Cheshire, presintiendo problemas, se esfumó poniendo como excusa que había que «catalogar», e incluso Tweed murmuró algo sobre comprobar los gramásitos de Lorna Doone.
—¿Bien? —volvió a preguntar Havisham, mirándome con intensidad.
Havisham ya no me daba tanto miedo como al principio, así que se lo conté todo sobre Landen y por qué había entrado en «El cuervo».
—¿Por amor? ¡Paparruchas! —respondió, haciendo salir a Estella con un gesto de la mano por si la joven aprendía lo que no debía—. ¿Y qué, según tu experiencia trágicamente limitada, es el amor?
—Creo que usted lo sabe, señorita. Usted también estuvo enamorada, ¿no es así?
—¡Tonterías y estupideces, niña!
—¿El dolor que siente ahora no es igual al amor que sentía entonces?
—¡Estás peligrosamente cerca de violar mi regla número dos, niña!
—Le digo qué es el amor —dije—. ¡Es devoción ciega, abnegación sin dudas, sumisión absoluta, confianza y fe, es entregar todo tu corazón y toda tu alma a aquel que los romperá!
—Eso ha estado bien —dijo Havisham, mirándome con curiosidad—. ¿Puedo usarlo? A Dickens no le importará.
—Claro.
—Creo —dijo la señorita Havisham después de cinco minutos de reflexión silenciosa mientras yo esperaba— que voy a considerar tu compleja situación marital como viudez, lo que a mí me conviene mucho. Pensándolo mejor, y posiblemente en contra de mi buen juicio, puedes seguir siendo mi aprendiza. Eso es todo. Te necesitan para ayudar a recuperar el Cardenio. ¡Ve!
Así que dejé a la señorita Havisham en la oscura habitación con todos los complementos de una boda que nunca fue. En unos pocos días había llegado a conocerla y aprendido a apreciarla mucho, y esperaba que algún día pudiese pagarle su amabilidad y su fortaleza.