«El cuervo»
«El cuervo» fue indudablemente el mejor poema de Edgar Allan Poe y el más famoso, y también era su favorito, el que más le gustaba recitar en las lecturas de poesía. Publicado en 1845, el poema tomaba muchos elementos de El galanteo de lady Geraldine, de Elizabeth Barrett, algo que Poe reconocía en la dedicatoria original pero que convenientemente había olvidado cuando explicó cómo escribió «El cuervo» en su ensayo La filosofía de la composición, un asunto que resta legitimidad a los ataques de Poe contra Longfellow acusándole de plagiario. Un genio turbulento, Poe también sufrió la ley de la proporcionalidad inversa dinero/fama: cuanto más famoso se volvía, menos dinero tenía. De «El escarabajo de oro», una de sus historias cortas más populares, vendió más de 300.000 ejemplares y sólo obtuvo 100 dólares de ganancia. Con «El cuervo» le fue incluso peor. Todo el beneficio que sacó de uno de los grandes poemas de la lengua inglesa fue de sólo nueve dólares.
MILLON DE FLOS
¿Quién puso a Poe en el poema?
Sonó el timbre cuando me ponía los zapatos. Pero no era la Goliath. Eran los agentes Lamb y Slaughter. Me alegraba mucho comprobar que seguían con vida; quizás Aornis no los consideraba una amenaza. Yo tampoco.
—Se llama Aornis Hades —les dije mientras daba saltos intentando calzarme el otro zapato—, hermana de Acheron. Ni se os ocurra enfrentaros a ella. Cuando dejas de respirar sabes que te has acercado demasiado.
—¡Guau! —exclamó Lamb, buscando un bolígrafo en el bolsillo—. ¡Aornis Hades! ¿Cómo se ha enterado?
—La he entrevisto varias veces durante las últimas semanas.
—Debes de tener buena memoria —comentó Slaughter.
—Tengo ayuda.
Lamb encontró un bolígrafo, descubrió que no funcionaba y tomó prestado el lápiz de su compañera. Se le rompió la punta. Le presté el mío.
—¿Puedes repetir el nombre?
Se lo deletreé y él lo apuntó dolorosamente despacio.
—¡Bien! —dije una vez que hubo terminado—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Flanker quiere hablar.
Qué interesante. Evidentemente no había descubierto la causa del armagedón del día siguiente.
—Estoy ocupada.
—Ya no estás ocupada —respondió Slaughter, retorciéndose las manos y con aspecto de estar muy incómoda—. Lo lamento… pero estás arrestada.
—¿Ahora por qué?
—Por posesión de una sustancia ilegal.
No tenía tiempo para tonterías.
—Escuchad, chicos, no sólo estoy ocupada, estoy realmente ocupada, y el que Flanker os envíe con cargos inventados sólo nos hace perder el tiempo, a vosotros y a mí.
—Queso —dijo Slaughter, enseñándome la orden de arresto—. Queso ilegal. OE-1 encontró un taco de queso aplastado bajo el Hispano-Suiza con tus huellas por todas partes. Formaba parte de una incautación de queso, Thursday. Debería haberse mandado al horno.
Gemí. Era justo lo que Flanker buscaba. Una simple falta que habitualmente implicaba una reprimenda… pero que, si era necesario, podía convertirse en una sentencia de cárcel. En otras palabras, una forma segura de retorcerme el brazo. Antes de que los dos agentes pudiesen tomar aliento les había cerrado la puerta en la cara y bajaba por la escalera de incendios. Los oí gritarme mientras corría hasta la carretera justo a tiempo de que Schitt-Hawse me recogiese. Fue la primera y última vez que me alegré de verle.
Y allí estaba, sin saber con seguridad si había saltado de la sartén para caer en el fuego o si había saltado del fuego para caer en la sartén. Me habían quitado la automática, las llaves y la guía de viaje de Jurisficción. Schitt-Hawse conducía y yo iba sentada en el asiento de atrás… encajada entre Chalk y Cheese.
—Como que me alegro de verle, de una forma muy retorcida. —No hubo respuesta, así que esperé diez minutos y luego pregunté—: ¿Adónde vamos? —Pregunta que tampoco me valió ninguna respuesta. Así que di palmaditas en las rodillas de Chalk y Cheese y dije—: ¿Habéis ido de vacaciones este año?
Chalk me miró un momento, luego miró a Cheese y respondió:
—Fuimos a Mallorca. —Volvió a guardar silencio.
La institución de la Goliath a la que llegamos una hora más tarde había sido su Instalación de Investigación y Desarrollo de Aldermaston. Rodeada por una verja triple de alambre de espino y guardias armados patrullando con tigres dientes de sable, el complejo era un laberinto de edificios sin ventanas recubiertos de aluminio y búnkeres de cemento mezclados con subestaciones eléctricas y grandes conductos de ventilación. Nos dejaron cruzar la puerta y aparcamos en un área de descanso junto a un enorme logotipo tallado en mármol de la Goliath. Allí Chalk, Cheese y Schitt-Hawse rezaron una breve oración de contrición y devoción leal a la Corporación. Completada esa parte, nos abrimos camino un kilómetro entre tuberías, edificios, vehículos militares aparcados, camiones y todo tipo de basura.
—Siéntase honrada, Next —dijo Schitt-Hawse—. Pocos son aquellos a quienes se bendice con la posibilidad de ver este funcionamiento tan profundo de nuestra amada Corporación.
—A cada segundo me siento más humilde, señor Schitt-Hawse.
Llegamos a un edificio bajo de cemento y techo abovedado. En la entrada principal había todavía más medidas de seguridad, y a Chalk, Cheese y Schitt-Hawse tuvieron que escanearles el nudo Windsor como forma de verificación. El guardia de servicio abrió la pesada puerta que daba a un pasillo muy iluminado con una fila de ascensores. Descendimos al Sótano 12, pasamos otro control de seguridad y luego recorrimos un reluciente pasillo dejando atrás puertas con placas metálicas atornilladas que explicaban qué pasaba dentro. Desfilamos por delante de Dispositivos Computacionales Electrónicos, Comunicaciones Taquiónicas, Clavija Cuadrada en Agujero Redondo y nos detuvimos delante de Proyecto Libro. Schitt-Hawse abrió y entramos.
La habitación se parecía bastante al laboratorio de Mycroft excepto que los dispositivos habían sido construidos con más presupuesto. Si las máquinas de mi tío se mantenían unidas por medio de cordel, cartón y goma arábiga, las máquinas de ese laboratorio estaban fabricadas con aleaciones de la más alta calidad. Todos los aparatos de comprobación parecían completamente nuevos y en ninguna parte había ni un átomo de suciedad. Como media docena de técnicos de cara pálida me miraron con curiosidad al pasar. En medio de la sala había un portal parecido a un arco detector de metales; estaba envuelto en miles de metros de delgado cable de cobre apretado. El cable acababa en un haz grueso del ancho del brazo de un hombre que llegaba hasta una gran máquina que zumbaba y cliqueaba. Un técnico le dio a un interruptor, hubo algunos chasquidos, un penacho de humo y todo se apagó. Era un Portal de Prosa pero, lo que es más importante para esta historia, no funcionaba.
Señalé la puerta forrada de cobre que había en medio. Había empezado a humear y los técnicos intentaban apagar el fuego con los extintores.
—¿Se supone que esa cosa es un Portal de Prosa?
—Desgraciadamente, sí —admitió Schitt-Hawse—. Como puede que sepa, sólo logramos sintetizar una forma de masa poco densa y como lechosa sacada de los volúmenes uno al ocho de El mundo del queso.
—Jack Schitt dijo que era Cheddar.
—Jack siempre tendía a exagerar un poco, señorita Next. Por aquí.
Pasamos junto a una enorme prensa hidráulica que intentaba abrir uno de los libros que había visto en el apartamento de la señora Nakajima. La prensa de acero gruñó y se esforzó pero el libro siguió cerrado a cal y canto. Más adelante, un técnico intentaba valientemente quemar un agujero en otro de los libros, con resultados igualmente malos, y más allá otro miraba una radiografía del libro. Tenía algunos problemas, porque dos mil o tres mil páginas de texto y muchos otros documentos adjuntos bien apretados no se dejaban examinar con facilidad.
—¿Qué hacen esos libros, Next?
—¿Quiere que saque a Jack Schitt o no?
En respuesta, Schitt-Hawse dejó atrás otros experimentos y recorrió un pasillo corto para atravesar una enorme puerta de acero que daba a otra habitación que contenía mesa, silla… y a Lavoisier. Leía un ejemplar de los Poemas de Edgar Allan Poe y alzó la vista.
—Monsieur Lavoisier, supongo que ya conoce a la señorita Next —dijo Schitt-Hawse. Lavoisier sonrió y saludó con un cabeceo, cerró el libro, lo dejó en la mesa y se levantó. Permaneció en silencio un momento—. Adelante —dijo Schitt-Hawse—, ejecute su truco libresco y Lavoisier reactualizará a su marido como si nada hubiese pasado. Nadie sabrá jamás que se fue… excepto usted, claro.
—Necesito algo más que su promesa, Schitt-Hawse.
—No es mi promesa, Next, es una garantía de la Goliath… Créame, tiene remaches de hierro.
—También los tenía el Titanic —respondí—. Según mi experiencia, una garantía de la Goliath es agua mojada.
Me miró fijamente y yo le miré a él.
—Entonces, ¿qué quiere? —preguntó.
—Uno: quiero a Landen reactualizado tal y como era. Dos: quiero que me devuelvan mi guía de viajes y que me dejen salir de aquí. Tres: quiero una confesión firmada admitiendo que usó a Lavoisier para erradicar a Landen.
Le miré sin arredrarme, esperando que mi audacia diese en el blanco.
—Uno: de acuerdo. Dos: recibirá el libro después. Tres: no puedo hacerlo.
—¿Por qué no? —pregunté—. Trayendo a Landen de vuelta la confesión es irrelevante porque el delito no se cometió nunca… aunque puedo servirme de ella si alguna vez vuelve a intentar algo parecido.
—Quizás —intervino Lavoisier—, acepte este detalle como muestra de mis intenciones.
Me pasó un sobre rígido marrón. Lo abrí y saqué una fotografía de boda de Landen y mía.
—No gano nada con la erradicación de su esposo y tengo mucho que perder, señorita Next. Su padre… bien, con el tiempo le atraparé. Pero tiene mi palabra… si con eso le basta.
Miré a Lavoisier, luego a Schitt-Hawse, finalmente la foto.
—Me hace falta una hoja de papel.
—¿Por qué? —preguntó Schitt-Hawse.
—Porque debo escribir una descripción detallada de este encantador calabozo para poder volver.
Schitt-Hawse le hizo un gesto a Chalk, quien rae pasó lápiz y papel, y yo me senté y escribí la descripción más detallada que pude. La guía de viajes decía que quinientas palabras eran lo adecuado para un salto en solitario, unas mil si tenías la intención de ir con alguien, así que escribí mil quinientas para estar segura. Mientras escribía, Schitt-Hawse miraba por encima del hombro, comprobando que no estuviese describiendo algún otro destino.
—Me lo quedo yo, Next —dijo, haciéndose con el lápiz en cuanto terminé—. No es que no confíe en usted ni nada de eso.
Respiré hondo, abrí mi ejemplar de los Poemas de Edgar Allan Poe y leí el primero para mí.
Una vez, una noche terrible, meditaba débil un posible
plan para vengarme de esa maldita Thursday…
El caso de Jane Eyre, sorprendente,
llena mi alma de desprecio silente.
Se alza mi furia de esta prisión de texto
mientras maquino enfebrecido esto.
«¡Déjame salir! —le advierto taxativo—. ¡Sácame de la celda de este libro o juro que te retorceré el cuello!»
Seguía cabreado, de eso no había ninguna duda. Seguí leyendo:
Ah, aquel lúcido recuerdo de un triste septiembre
cuando esa odiosa agente con engaños me hizo pasar por la puerta de
«El cuervo», hace de eso años.
Que la mañana me libere de este pesar deseo ansiosamente.
Un arma tomaré y será su turno de explorar el dolor profundamente.
No es más que una ramera esa doncella.
Al infierno con ella… ¡para siempre!
—Sigue siendo el viejo Jack Schitt de siempre —murmuré.
—No dejaré que le ponga un dedo encima, señorita Next —me aseguró Schitt-Hawse—. Le arrestaremos antes de que pueda decir ketchup. Por tanto, reuniendo valor, ofrecí mis disculpas a la señorita Havisham por ser una estudiante impetuosa, aclaré mente y garganta y luego leí las palabras en voz alta, grandes como la vida misma y tan claras como campanas.
Se oyó el estruendo distante del trueno y un batir de alas cerca de mi cara. Cayó una noche negra como la tinta y se levantó un viento que sopló a mi alrededor, tirando de mi ropa y alborotándome el pelo ante los ojos. Un rayo iluminó brevemente el cielo a mi alrededor y comprendí de pronto que estaba muy por encima del suelo, entre nubes cargadas de la desagradable furia de una tempestad. La lluvia me golpeaba el rostro como un pesado trapo húmedo y vi la pálida luz de la luna que me acercaba a una inmensa nube tormentosa, iluminada desde el interior por los relámpagos. Justo cuando pensaba que quizás había cometido un gran error al intentar la proeza sin haber recibido la instrucción adecuada, percibí un pequeño punto de luz amarilla entre la lluvia. El punto creció hasta que no fue un punto sino un rectángulo y, finalmente, el rectángulo se convirtió en ventana con marco y vidrio y cortinas al otro lado. Me acerqué más y más rápido y, cuando ya creía que chocaría con el cristal mojado de lluvia me encontré dentro, empapada hasta los huesos y sin aliento.
El reloj de la chimenea dio la hora con un ritmo lento y firme mientras yo pensaba y miraba a mi alrededor. Medianoche. El mobiliario era de roble oscuro barnizado, las cortinas, de un púrpura triste y las paredes, allí donde no estaban cubiertas por estantes o grabados morbosos, eran de un lúgubre marrón. La única luz provenía de una solitaria lámpara de aceite que parpadeaba y cuya mecha mal cortada humeaba. La habitación era un desastre; en el suelo un busto destrozado de Palas y los libros que en su día habían ocupado los estantes dispersos, con el lomo partido y las páginas arrancadas. Peor aún, habían usado algunos para reavivar el fuego. El papel ennegrecido había caído de la rejilla y cubría el hogar. Pero a todo esto no presté apenas atención. Frente a mí tenía al pobre narrador de «El cuervo», un joven de veintitantos años, sentado en un sillón enorme, atado y amordazado. Me miró implorándome ayuda y murmuró algo tras la mordaza luchando con las ataduras. Mientras lo desamordazaba, el joven se lanzó a hablar como si su vida dependiese de ello.
—Era un visitante —dijo impaciente y con prisas— que llamaba a la puerta de mi cámara… ¡aparte de eso, nada! —Y desapareció por la puerta de la habitación contigua.
—¡Maldito seas, Sebastian! —dijo una voz estremecedoramente familiar—. ¡Te clavaría al sillón si en este ataúd poético tuviese martillo y clavos!
Pero el hablante calló de golpe cuando entró y me vio. Jack Schitt estaba hecho un desastre. Su antes impecable corte de pelo había sido reemplazado por greñas y cubría sus rasgos definidos una barba desaliñada; tenía los ojos muy abiertos, temerosos y con ojeras oscuras debido a la falta de sueño. Su elegante traje estaba arrugado y roto, su alfiler de corbata con diamante carecía de lustre. Sus maneras arrogantes y llenas de confianza habían cedido a una desesperación solitaria y, cuando sus ojos me miraron, vi que se le llenaban de lágrimas y los labios empezaban a temblarle. Era, para alguien que odiaba tanto a Schitt como yo, un espectáculo maravilloso.
—¡Thursday! —graznó con voz ahogada—. ¡Llévame de vuelta! ¡No me dejes ni un segundo más en este lugar abominable! El reloj marcando la medianoche una y otra vez, los golpes en la puerta, el cuervo… ¡Oh, Dios mío!, ¡el cuervo!
Se hincó de rodillas y se puso a sollozar mientras el joven saltaba de alegría en la habitación y se ponía a ordenar, murmurando:
—¡Es un visitante a la puerta de mi cámara queriendo entrar!
—Estaría encantada de dejarle aquí, señor Schitt, pero he llegado a un acuerdo. Vamos, volvemos a casa.
Agarré al agente de la Goliath por la solapa y me puse a leer la descripción para volver a las instalaciones. Sentí un tirón en el cuerpo y otro soplo de viento, el incremento de los golpes y tuve el tiempo justo de oír decir al estudiante:
—Señor, digo, o señora, en verdad vuestro perdón imploro…
De pronto estaba en el laboratorio de la Goliath, en Aldermaston. Me quedé encantada, porque no había pensado que fuese a ser tan fácil, pero mis sentimientos de satisfacción se evaporaron cuando en lugar de arrestar a Jack, éste recibió un cálido saludo de su hermanastro.
—¡Jack! —dijo Schitt-Hawse feliz—. ¡Bienvenido!
—Gracias, Brik… ¿Cómo está mamá?
—Su problema, señorita Next —dijo Schitt-Hawse—, es el exceso de confianza. ¿En serio llegó a creer por un solo momento que renunciaríamos a un hombre tan importante como Jack?
—¡Me lo prometió! —dije inútilmente.
—La Goliath no cumple promesas —replicó Schitt-Hawse—. El margen de beneficios es demasiado bajo.
—¡Lavoisier! —grité—. ¡Me lo prometió!
Lavoisier salió de la habitación sin mirar atrás.
—¡Gracias, monsieur! —gritó Schitt-Hawse mientras salía—. ¡La foto de la boda fue un golpe de genio!
Di un salto para agarrar a Schitt-Hawse pero Chalk y Cheese me retuvieron. Me resistí con todas mis fuerzas durante mucho tiempo… e inútilmente. Y me quedé mirando al suelo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida para pensar que mantendrían su parte del acuerdo? La esperanza engañosa, a menudo la compañera del gran amor, me había cegado. Landen había tenido razón. Debería haberme ido.
—Quiero estrujar su espíritu en el suelo —dijo Jack Schitt, mirándome—, para calmar mi corazón. Señor Cheese, su arma.
—No, Jack —dijo Schitt-Hawse—. La señorita Next y su habilidad especial podrían abrir mercados enormes y muy rentables para su explotación.
Schitt habló a su hermanastro.
—¿Tienes alguna idea de los terrores fantásticos que he pasado? Next no vivirá para lamentar haberme encerrado en «El cuervo». No, Brik, ¡la ramera libresca saciará mi pesar!
Schitt-Hawse agarró a Jack por los hombros y lo sacudió.
—Deja de hablar como en «El cuervo», Jack. Ahora estás en casa. Escucha: la ramera libresca potencialmente vale miles de millones.
Schitt se detuvo a pensar.
—Claro —murmuró al fin—, un enorme recurso sin explotar. ¿Cuánta basura inútil crees que podremos descargar sobre las masas ignorantes de la literatura del siglo XIX?
—Efectivamente —respondió Schitt-Hawse—, y nuestros desechos sin procesar… Al fin un lugar seguro para tirar la basura. La Corporación se hará inmensamente rica. Y escucha… si no sale bien, entonces podrás matarla.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó Jack, que parecía estar recobrando las fuerzas rápidamente.
—Depende de la señorita Next —dijo Schitt-Hawse mirándome.
—Antes muerta que participar en esos planes —dije con furia.
—¡Oh! —dijo Schitt-Hawse—. ¿No se ha enterado? En lo que respecta al mundo exterior, ¡ya está muerta! ¿Creyó que podría contemplar todo lo que hacemos aquí y vivir para contarlo? —Intenté pensar en una forma de escapar, pero no tenía nada a mano… ni armas, ni libros, nada—. La verdad es que todavía no he decidido —añadió Schitt-Hawse con suficiencia— si se cayó por el hueco de un ascensor o se enfrentó a una máquina. ¿Tiene alguna preferencia?
Y soltó una risita muy cruel. No dije nada. No parecía que hubiese nada que decir.
—Me temo, niña —dijo Schitt-Hawse mientras salían en fila india por la puerta de la cámara llevándose mi guía de viajes—, que serás invitada de la Corporación durante el resto de tu vida natural. Pero no estará tan mal. Estaríamos dispuestos a reactualizar a tu marido. No llegarías a verle, claro está, pero estaría vivo… Eso siempre y cuando cooperes, y lo harás, ya lo sabes.
Miré con furia a los dos Schitt.
—Nunca los ayudaré, mientras me quede aliento.
El párpado de Schitt-Hawse tembló.
—Oh, nos ayudará, Next… Si no es por Landen, lo hará por su hijo. Sí, lo sabemos. Ahora la dejaremos sola. Y no hace falta que se moleste en buscar ningún libro para ejecutar su truco de desaparición… ¡Nos hemos asegurado de que no haya ninguno!
Volvió a sonreír y salió de la cámara. La puerta se cerró de golpe con un estremecimiento reverberante que me llegó hasta la médula. Me senté en una silla, puse la cabeza entre las manos y lloré lágrimas de frustración, furia y pérdida.