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Libros de saldo

En Jurisficción pasé por la curva de aprendizaje más rápida que hubiese experimentado nunca. Creo que esperaban que llegase mucho antes. Poco después de mi llegada la señorita Havisham valoró mi capacidad de saltar a los libros y me dio un deprimente 38 sobre 100. La señorita Nakajima tenía un 93 y Havisham un 99. Yo siempre necesitaría un libro físico para saltar, por muy bien que hubiese memorizado el texto. Tenía sus desventajas, pero no todo eran malas noticias. Al menos yo podía leer un libro en voz alta sin desvanecerme en su interior…

THURSDAY NEXT

Las crónicas de Jurisficción

Ya fuera de la sala, Snell se tocó el sombrero y se fue a defender a un cliente que se pudría en la prisión para deudores. El día estaba cubierto pero era agradable. Me apoyé en el balcón y miré al patio de abajo donde jugaban los niños.

—¡Bien! —dijo Havisham—. Pasemos a tu entrenamiento ahora que hemos superado ese obstáculo. La liquidación por cierre de Swindon Booktastic empezará a mediodía y me apetece encontrar algunas gangas. Llévame allí.

—¿Cómo?

—¡Usa la cabeza, niña! —respondió Havisham severa agarrando el bastón y blandiéndolo un par de veces—. ¡Vamos, vamos! Si no puedes llevarme directamente, entonces llévame a tu apartamento y conduciremos desde allí… pero date prisa. La Reina Roja nos lleva ventaja y hay un estuche de novelas que tiene especial interés en conseguir… ¡debemos llegar primero!

—Lo siento —balbucí—. No puedo…

—¡No existe el no puedo! —explotó la señora Havisham—. ¡Usa el libro, niña, usa el libro!

De pronto lo comprendí. Saqué del bolsillo el volumen encuadernado en piel de Jurisficción y lo abrí. La primera página, la que ya había leído, se refería a la biblioteca. En la segunda página había un fragmento de Sentido y sensibilidad de Austen y, en la tercera, encontré una detallada descripción de mi apartamento de Swindon… buena además, no faltaban ni las manchas de humedad en el techo de la cocina ni las revistas acumuladas bajo el sofá. El resto de las páginas estaban llenas de normas y reglamentos apretadamente escritos, indicaciones y trucos, consejos y lugares que había que evitar. También había ilustraciones y mapas completamente diferentes a cualquier mapa por mí conocido. De hecho, había muchas más páginas en el libro de las que cabían entre las tapas, pero eso no era lo más raro. En las últimas diez hojas, más o menos, había huecos en los que encajaban dispositivos demasiado voluminosos para caber en el libro. Una de las páginas contenía un dispositivo similar a una pistola de señales con el rótulo «Mk IV Marcatexto» a un lado. Otra página contenía un cristal que protegía una palanca como de alarma de incendios. En el vidrio ponía: «RÓMPASE EN CASO DE EMERGENCIA SIN PRECEDENTES.»* El asterisco, vi con un estremecimiento, era la llamada de la nota al pie: *«Por favor, téngalo en cuenta: la destrucción personal NO se considera una emergencia sin precedentes.» Las últimas páginas estaban en blanco… para notas propias, supuse.

—¿Bien? —dijo Havisham impaciente—. ¿Nos vamos?

Pasé a las páginas que contenían la breve descripción de mi apartamento de Swindon. Me puse a leer y sentí la mano huesuda de Havisham agarrándome el codo mientras los tejados y los envejecidos edificios de apartamentos de Praga se desvanecían y mi apartamento se materializaba.

—¡Ah! —dijo Havisham, mirando la cocina despreciativa—. ¿Y esto es lo que llamas hogar?

—Ahora mismo. Mi marido…

—¿Ese que no estás segura de si está vivo o muerto, casado contigo o no?

—Sí —dije con firmeza—, ese mismo.

Sonrió al oírlo y añadió ceñuda:

—¿No tendrías algún otro motivo para verte conmigo en Grandes esperanzas, verdad?

—No —mentí.

—No fuiste en busca de alguna otra cosa.

—En absoluto.

—Mientes sobre algo —anunció lentamente—, pero no estoy segura sobre qué. A los niños se les da muy bien mentir. ¿Tus sirvientes te abandonaron hace poco?

Miraba los platos sucios.

—Sí —volví a mentir, para no tener que soportar su desdén—. El servicio doméstico no es cosa fácil en 1985.

—Tampoco es un campo de rosas en el siglo XIX —respondió la señorita Havisham, apoyándose en la mesa de la cocina para sostenerse—. Encuentro buenos sirvientes, pero nunca se quedan… Les atrae, ¿sabes?, a los mentirosos, a los malvados.

—¿Malvados?

¡Los hombres! —siseó Havisham con desprecio—. El sexo mentiroso. Recuerda lo que te digo, niña, porque no te sucederá nada bueno si sucumbes a sus encantos… ¡y poseen el encanto de una serpiente, créeme!

—Intentaré mantenerlos a raya —le dije.

—Y defiende tu castidad a toda costa —me dijo severamente.

—Eso se sobrentiende.

—Bien. ¿Me prestas esa chaqueta?

Se refería a la chaqueta de los Mazos de Swindon que pertenecía a Miles Hawke. Sin esperar respuesta, se la puso y se cambió el velo por una gorra de OpEspec. Satisfecha, preguntó:

—¿Se sale por aquí?

—No, eso es el armario de la limpieza. Se sale por aquí.

Abrí la puerta y me di de bruces con el casero, que alzaba el puño para llamar.

—¡Ah! —gruñó por lo bajo—. ¡Next!

—Dijo que tenía hasta el viernes —le dije.

—Voy a cortar el agua. El gas también.

—¡No puede hacerlo!

Me miró con lascivia.

—Si lleva seiscientas libras encima, es posible que me convenza de que no lo haga.

Pero su sonrisa se convirtió en miedo cuando la punta del bastón de la señorita Havisham salió disparada y le dio en la garganta. Le empujó con fuerza contra la pared del pasillo. Perdido el aliento intentó apartar el bastón, pero la señorita Havisham sabía qué presión exacta debía aplicar… Empujó con más fuerza y él detuvo la mano.

—¡Escúcheme! —Le soltó—. Toqué el gas y el agua de la señorita Next y tendrá que responder ante mí. Le pagará en su momento, despojo sin valor… ¡La señorita Havisham le da su palabra!

El respiraba entrecortadamente. La punta del bastón de la señorita Havisham dio con fuerza contra su tráquea. Los ojos del casero se nublaron por el miedo a la asfixia; se limitó a asentir jadeando.

—¡Bien! —respondió la señorita Havisham, soltando al hombre, que cayó al suelo hecho un guiñapo—. Los malvados —anunció la señorita Havisham—. ¿Ves cómo son los hombres?

—No todos son así —intenté explicarle.

—¡Tonterías! —respondió la señorita Havisham, y bajamos—. Ése era uno de los mejores. Al menos no ha intentado mentir para ganarse tus favores. De hecho, llegaría incluso a decir que apenas era repulsivo. ¿Tienes coche?

La señorita Havisham alzó ligeramente las cejas cuando vio la curiosa pintura de mi Porsche.

—Ya estaba pintado así cuando lo compré —expliqué.

—Comprendo —respondió la señorita Havisham con desaprobación—. ¿Llaves?

—No creo…

—¡Las llaves, niña! ¿Cuál es la regla Número uno? —Que debo hacer exactamente lo que me diga.

—¡Quizá seas desobediente —respondió con una sonrisilla—, pero no eres olvidadiza!

A mi pesar le entregué las llaves. Havisham las agarró con un destello en los ojos y ocupó el asiento del conductor.

—¿Es el motor de cuatro árboles de leva? —preguntó emocionada.

—No —respondí—, el normal de 1,6.

—¡Oh, bien! —bufó Havisham, apretando dos veces al acelerador antes de darle al contacto—. Supongo que habrá que conformarse.

El motor arrancó. Havisham me dedicó una sonrisa y un guiñó mientras revolucionaba el motor hasta la línea roja antes de poner la primera y soltar el embrague. Se produjo un chirrido de goma mientras corríamos por la carretera. La parte posterior del coche derrapaba mientras las ruedas intentaban adherirse al asfalto.

Pocas han sido las ocasiones en que he pasado miedo. Cargar contra la artillería del Ejército imperial ruso me provocó un distanciamiento irreal que me resultó más sobrecogedor que temible. Enfrentarme a Hades primero en Londres y luego en el tejado de Thornfield Hall había sido muy desagradable, como también lo había sido dirigir un asalto policial armado y, las dos ocasiones en que había mirado de cerca la boca del cañón de una pistola tampoco habían sido como para echar cohetes.

Sin embargo, ninguna de esas situaciones se acercaba a la sensación de muerte inminente que experimenté mientras la señorita Havisham conducía. Debimos violar todas las normas de tráfico jamás escritas. Esquivamos por los pelos peatones, otros coches, bolardos de tráfico y nos saltamos tres semáforos en rojo antes de que la señorita Havisham tuviese que parar en un cruce para dejar pasar un camión descomunal. Sonreía para sí y, aunque su forma de conducir era errática y homicida, poseía algo de genio idiota. Justo cuando yo creía que era imposible evitar un buzón, ella frenaba, reducía una marcha y esquivaba por un milímetro la masa de hierro.

—¡El carburador parece ligeramente sucio! —gritó por encima de los aullidos de terror de los peatones—. Vamos a echar un vistazo, ¿eh? —Le dio al freno de mano y con un trompo subimos a la acera y nos detuvimos junto a una terraza; eso hizo que un grupo de monjas fuese a buscar refugio. Havisham salió del coche y abrió el capó.

—¡Dale gas, niña! —me gritó. Hice lo que me dijo y sonreí todo lo posible a los clientes del café, que me miraban con cara de pocos amigos.

—No lo saco mucho —le expliqué a Havisham cuando volvió al asiento del conductor, dio gas al motor con energía y a los clientes del café les dejó una apestosa nube de humo.

—¡Eso está mejor! —aulló Havisham—. ¿No lo oyes? ¡Mucho mejor!

Yo sólo oía las sirenas de la policía.

—¡Oh, Dios! —murmuré. La señorita Havisham me dio un doloroso golpe en el brazo—. ¿Eso a qué ha venido?

—¡Blasfemia! Si hay algo que odie más que a los hombres es la blasfemia… ¡Salid de mi camino, paganos ateos!

Un grupo que cruzaba por un paso de peatones se dispersó presa del pánico mientras Havisham iba a toda mecha agitando el puño con furia. Miré atrás y vi aparecer un coche patrulla con las luces azules y la sirena en marcha. Vi que los ocupantes se agarraban al doblar la esquina; la señorita Havisham redujo y giró pegándose mucho a la izquierda, tocó el bordillo con las ruedas, evitó a una madre con un cochecito y nos encontramos en un aparcamiento. Aceleramos hacia las filas de coches aparcados, pero el único camino estaba bloqueado por una furgoneta de reparto. La señorita Havisham pisó a fondo los frenos, puso el coche marcha atrás e inició una perfecta maniobra de retroceso que nos llevó en dirección contraria.

—¿No cree que sería mejor parar? —pregunté.

—¡Tonterías, niña! —me soltó Havisham, buscando una salida mientras el coche patrulla se pegaba a nuestro parachoques trasero—. No cuando la liquidación está a punto de empezar. ¡Allá vamos! ¡Agárrate!

Sólo había una forma de salir del aparcamiento sin ser capturadas: una abertura entre dos bolardos de cemento que parecía demasiado estrecha para que pasara mi coche. Pero los ojos de la señorita Havisham eran mucho mejores que los míos y corrimos por el hueco, rebotamos en una zona de hierba, nos deslizamos dejando atrás la estatua de Brunel, fuimos en dirección contraria por una calle de sentido único, atravesamos un callejón trasero, dejamos atrás el monumento a Carer y cruzamos una zona peatonal para detenernos de golpe delante de una larga cola para la liquidación por cierre de Swindon Booktastic… justo cuando el reloj de la ciudad marcaba las doce.

—¡Casi mata a ocho personas! —logré decir en voz alta.

—Yo he contado unas doce —respondió Havisham abriendo la portezuela—. Y además, no se puede casi matar a alguien. O están muertos o no lo están; ¡y ni uno solo ha sufrido un rasguño!

El coche patrulla se paró detrás de nosotros; el vehículo tenía profundas abolladuras en ambos lados… de los bolardos, supuse.

—Estoy más acostumbrada a mi Bugatti —dijo la señorita Havisham mientras me daba las llaves y cerraba las puertas—. Pero no está tan mal, ¿verdad? Sobre todo me gusta la caja de cambios.

La policía no parecía muy amistosa. Miraron atentamente a la señorita Havisham, sin estar seguros de cómo expresar con palabras el ultraje que representaba su flagrante indiferencia por la normativa de tráfico.

—Usted —dijo uno de los agentes con una voz que apenas podía controlar—, usted, señora, tiene muchos problemas.

Ella miró al joven con una mirada imperial.

—¡Muchacho, no tiene ni idea de lo que significa esa palabra!

—Escuche, Rawlings —le interrumpí—, ¿podríamos…?

—Señorita Next —respondió el agente, firme pero constructivamente—, tendrá su oportunidad, ¿vale?

Salí del coche. La policía local no tenía mucho aprecio por OpEspec y nosotros no sentíamos mucho aprecio por ellos. Estarían encantados de poder cargarnos algo.

—¿Nombre?

—Señorita Damerouge —anunció Havisham, mintiendo con descaro—, y no se moleste en pedirme el carné ni el seguro… ¡no tengo nada de eso!

El agente lo meditó un momento.

—Me gustaría que subiese a mi coche, señora. Voy a tener que llevarla a comisaría para hacerle algunas preguntas.

—¿Estoy arrestada?

—Sólo si se niega a venir conmigo.

Havisham me miró y formó con la boca: «A la de tres.» Luego suspiró con fuerza y caminó con histrionismo hasta el coche patrulla, estremeciéndose y en general comportándose como la persona mayor que no era. Miré su mano y me mostró, sin que los agentes lo viesen, un dedo, luego dos, y finalmente, mientras descansaba un momento contra la aleta delantera del coche, el tercero y último.

—¡MIREN! —grité, señalando al cielo.

Los agentes, conocedores del accidente del Hispano-Suiza sucedido dos días antes, debidamente alzaron la vista. Entonces Havisham y yo saltamos al comienzo de la cola fingiendo que conocíamos a alguien. Los dos agentes fueron por nosotras sin pérdida de tiempo, pero nos perdieron entre la multitud cuando se abrieron las puertas de la Swindon Booktastic y un mar de bibliófilos entusiastas de todas las edades y gustos literarios avanzó, derribando a los dos agentes y propulsando a la señorita Havisham y a mí hacia las entrañas de la librería.

En el interior la situación era casi de motín, y no tardé en separarme de la señorita Havisham; delante de mí un par de caballeros de mediana edad discutían por un ejemplar firmado de En el camino, de Kerouac, que acabó rompiéndose por la mitad. Luché por abrirme paso en la planta baja a través de Cartografía, Viajes y Autoayuda. Renunciaba ya a la idea de volver a ver a Havisham cuando entreví un largo y vaporoso vestido rojo sobresaliendo bajo una gabardina beige. Contemplé cómo el dobladillo carmesí barría el suelo y llegaba al ascensor. Corrí y metí el pie entre las puertas justo antes de que se cerrasen. El ascensorista neandertal me miró con curiosidad, abrió las puertas para dejarme pasar y las volvió a cerrar. La Reina Roja me miró altiva y se movió un poco para adoptar una postura más regia. Era muy fornida; el pelo lo tenía de un caoba reluciente, atado en un moño perfecto bajo la corona, que había ocultado a toda prisa debajo de la capucha de su capa. Iba vestida de rojo de pies a cabeza, y yo sospechaba que bajo el maquillaje su piel también era roja.

—Buenos días, Su Majestad —dije todo lo cortésmente que pude.

—¡Vaya! —respondió la Reina Roja. Luego, tras una pausa, añadió—: ¿Eres la nueva aprendiza de esa hortera de Havisham?

—Desde esta mañana, señora.

—Una mañana malgastada, no me extrañaría. ¿Tienes nombre?

—Thursday Next, señora.

—Puedes hacer una reverencia si lo deseas.

Así lo hice.

—Lamentarás no aprender conmigo, querida… Pero no eres, claro está, más que una niña, y lo correcto y lo incorrecto son tan difíciles de valorar a tu tierna edad.

—¿A qué piso, Su Majestad? —preguntó el neandertal.

La Reina Roja le sonrió, le dijo que si jugaba bien sus cartas le convertiría en duque y luego se le ocurrió añadir:

—Al tercero.

A continuación se produjo una de esas curiosas pausas que sólo parecen darse en los ascensores y en las salas de espera de los dentistas. Miramos atentamente el indicador de pisos mientras el ascensor subía lentamente y se detenía en el segundo piso.

—Segundo piso —anunció el neandertal—. Histórica, Alegórica, Históricoalegórica, Poesía, Teatro, Teología, Análisis crítico y Lápices. —Alguien intentó entrar pero la Reina Roja aulló:

—¡Ocupado! —Con tal ferocidad que se echaron atrás—. ¿Y cómo le va a Havisham últimamente? —preguntó la Reina Roja con aire inseguro mientras el ascensor subía.

—Bien, creo —respondí.

—Debes preguntarle por su boda.

—No creo que eso fuese muy inteligente —respondí.

—¡Definitivamente, no lo sería! —dijo la Reina Roja, riendo a carcajadas como un león marino—. Pero provocaría un efecto divertido. ¡Cómo el Vesubio, si no recuerdo mal!

—Tercer piso —anunció el neandertal—. Ficción, Popular. Autores A-J. —Las puertas se abrieron para mostrar a una masa de fans de los libros peleándose de la forma más inapropiada por lo que, incluso yo debía admitirlo, eran muy buenas ofertas. Ya había oído hablar de este tipo de «frenesíes de ficción», pero nunca había sido testigo de uno.

—¡Vaya, esto es más lo que debería ser! —anunció con regocijo la Reina Roja, frotándose las manos y derribando a una ancianita al salir de golpe del ascensor.

—¿Dónde estás, Havisham? —gritó, mirando a derecha e izquierda—. Tiene que estar… ¡Sí! ¡Sí! ¡A la vista, Stella vieja pendón!

La señorita Havisham se detuvo de inmediato y miró a la reina. Con un único movimiento rápido, sacó una pistolita de los pliegues de su vestido de novia andrajoso y disparó contra nosotras. La Reina Roja se agachó y la bala dio en la esquina de una cornisa de yeso.

—Qué mal humor, qué mal humor —gritó la Reina Roja. Pero Havisham ya no estaba allí—. ¡Ja! —Se metió de golpe en el fregado—. Que el diablo se la lleve… ¡se dirige hacia Novela romántica!

—¿Novela romántica? —repetí, pensando en el odio que Havisham sentía por los hombres—. ¡No me parece muy probable!

La Reina Roja pasó de mí y se desvió por Fantasía para evitar una refriega cerca del mostrador de Agatha Christie. Yo conocía la tienda un poco mejor y me metí entre Hergé y Haggard por lo que llegué justo a tiempo para ver cómo Havisham cometía su primer error. Con las prisas había empujado a una ancianita que sopesaba una oferta de tres por el precio de dos en ficción contemporánea. La anciana, que se sabía todas las tácticas de batalla de los grandes almacenes, paró hábilmente el golpe de Havisham y le pilló el tobillo con su paraguas de bambú. Havisham se dio un porrazo y se quedó inmóvil, sin respiración. Yo me arrodillé a su lado mientras la Reina Roja se alejaba saltando, riéndose a pleno pulmón y repitiendo «na, na, na».

—¡Thursday! —La señorita Havisham jadeaba mientras varios pies con medias pasaban a su lado—. Las novelas de Daphne Farquitt en una caja de nogal para exposición… ¡corre!

Y corrí. Farquitt era tan prolífica y popular que tenía un estante para ella sola y sus estuches se convertían rápidamente en artículos de coleccionista… No tenía nada de raro que se estuviese librando una batalla. Entré en la pelea detrás de la Reina Roja y recibí de inmediato un golpe en la nariz. Me eché atrás por la conmoción y me empujaron con fuerza desde atrás mientras alguien, supuse que un cómplice, me metía un bastón entre las canillas. Perdí el equilibrio y caí aparatosamente al suelo de madera; no era un lugar muy seguro. Me alejé de la refriega arrastrándome y me uní a la señorita Havisham en su refugio, tras un expositor de novelas de Du Maurier generosamente rebajadas.

—No es tan fácil como parece, ¿verdad, niña? —preguntó Havisham con una sonrisa muy poco habitual, sosteniéndose un pañuelo blanco de encaje contra la nariz ensangrentada—. ¿Has visto a la arpía real?

—La última vez que la vi luchaba entre Irvine y Eurípides.

—¡Mecachis! —respondió Havisham farfullando—. Escucha, niña, estoy acabada. Me he torcido el tobillo y creo que estoy fuera. Pero tú… es posible que lo consigas.

Miré las masas riñendo. No muy lejos, una Derringer de bolsillo caía al suelo.

—Pensé que podría pasar, así que dibujé un mapa.

Desdobló una hoja de papel con encabezado de Satis House y señaló dónde creía que estábamos.

—No cruzarás con vida el suelo abierto. Vas a tener que escalar la estantería de Investigación policial; ábrete camino por entre la caja registradora y devoluciones; arrástrate bajo la sección de Viajes marítimos y luego lucha los últimos dos metros hasta el estuche de Farquitt, una edición limitada de cien… ¡Nunca tendré otra oportunidad como ésta!

—¡Eso es una locura, señorita Havisham! —respondí indignada—. ¡No voy a pelear por un paquete de novelas de Farquitt!

La señorita Havisham me miró con dureza mientras se oía el disparo apagado de un arma de pequeño calibre y el golpe de un cuerpo al caer.

—¡Eso pensaba! —dijo con desprecio—. ¡Una cobarde de pies a cabeza! ¿Cómo he podido pensar que ibas a enfrentarte con la alteridad de Jurisficción si no puedes enfrentarte a algunos amantes de la ficción enloquecidos decididos a encontrar una ganga? Su período de aprendiza ha terminado. ¡Adiós, señorita Next!

—¡Espere! ¿Esto es una prueba?

—¿Qué creías que era? ¿Crees que alguien como yo, que dispone de tanto dinero, disfruta peleándose por libros que puedo leer gratis en la biblioteca?

Me resistí a la tentación de decir «pues sí» y respondí:

—¿Estará bien aquí, señora?

—Estaré bien —respondió, haciéndole la zancadilla, sin ninguna razón que yo pudiese apreciar, a una mujer que pasaba cerca—. ¡Ahora ve!

Me giré y me arrastré rápidamente por la moqueta, trepé por Investigación policial justo más allá de las cajas registradoras, donde los vendedores cobraban las ofertas con un fervor cercano a lo mesiánico. Me escabullí por detrás, cruzando el departamento vacío de devoluciones, y me sumergí bajo la sección de Viajes marítimos para resurgir a apenas dos metros del expositor de Daphne Farquitt; por algún milagro nadie se había hecho todavía con el estuche… y el descuento era impresionante: de 300 libras había pasado a valer 50. Miré a la izquierda y vi a la Reina Roja abriéndose paso entre la multitud. Me miró a los ojos y me desafió a intentar derrotarla. Respiré hondo y nadé en el vórtice de violencia desatada por la prosa popular. Casi instantáneamente me dieron un puñetazo en la mandíbula y me golpearon en los riñones; lloré de dolor y me aparte rápidamente. Cerca de la sección de J. G. Farrell me encontré con una mujer que tenía un corte desagradable sobre el ojo; me dijo, algo conmocionada, que el personaje del mayor Archer salía en Troubles y en The Singapore Grip. Miré a la Reina Roja atravesar la multitud, derribando a todo el que se le ponía por delante en un intento por alcanzarme. Sonrió triunfal después de dar un cabezazo a una mujer que había intentado clavarle en el ojo un marcapáginas. En el piso de abajo se oyó una breve ráfaga de ametralladora. Di un paso al frente para unirme a la refriega, pero me detuve. Tuve en cuenta por un momento mi estado y decidí que quizá las mujeres embarazadas no deban meterse en peleas de librería. Así que respiré profundamente y aullé:

—¡La señorita Farquitt está firmando ejemplares de sus libros en el sótano!

Se produjo un momento de silencio, luego un éxodo masivo hacia escaleras y ascensores. La Reina Roja, atrapada en la multitud, fue arrastrada sin contemplaciones; en unos segundos el piso estaba vacío.

Daphne Farquitt guardaba celosamente su intimidad… No me parecía que hubiese ni un solo fan suyo que no saltase ante la posibilidad de conocerla en persona.

Caminé con tranquilidad hasta el estuche, lo llevé al mostrador, lo pague y me reuní con la señorita Havisham tras los libros de saldo de Du Mauriers, donde hojeaba tranquilamente un ejemplar de Rebeca. Le enseñé el trofeo.

—No está mal —dijo a regañadientes—. ¿Tienes el recibo?

—Sí, señorita.

—¿Y la Reina Roja?

—Perdida en algún punto entre este lugar y el sótano —me limité a responder.

Una delgada sonrisa recorrió los labios de la señorita Havisham y la ayudé a ponerse en pie.

Juntas atravesamos lentamente la masa de buscadores de gangas librescas que se peleaban y llegamos a la salida.

—¿Cómo lo has logrado? —preguntó la señorita Havisham.

—Les he dicho que Daphne Farquitt firmaba ejemplares en el sótano.

—¿Está firmando? —exclamó la señorita Havisham, volviéndose hacia las escaleras.

—No, no, no —añadí, agarrándola por el brazo y dirigiéndola hacia la salida—. Es sólo lo que les he dicho.

—¡Oh, ya comprendo! —respondió Havisham—. Efectivamente, muy buena salida. Ingeniosa e inteligente. La señora Nakajima tenía toda la razón… Creo que después de todo serás una buena aprendiza.

Me miró un momento, como si se estuviese decidiendo. Finalmente asintió, me dedicó otra de esas sonrisas poco comunes y me pasó un sencillo anillo de oro que encajó con facilidad en mi meñique.

—Aquí tienes… para ti. No te lo quites nunca. ¿Comprendes?

—Gracias, señorita Havisham, es bonito.

—Bonito… y una porra, Next. Guárdate la gratitud para los favores de verdad, no para las baratijas, mi niña. Vamos. En La pequeña Dorrit conozco un lugar donde sirven unos bollos excelentes… ¡Invito yo!

En el exterior, los enfermeros asistían a las víctimas, muchas de ellas todavía aferradas a los restos de sus gangas por las que habían luchado tan valientemente. Mi coche había desaparecido (lo más probable era que se lo hubiese llevado la grúa) y caminamos todo lo rápido que pudimos teniendo en cuenta el tobillo lesionado de la señorita Havisham. Doblamos la esquina del edificio hasta que…

—¡No tan rápido!

Los agentes que nos habían perseguido antes ahora nos bloqueaban el paso.

—¿Buscan algo? ¿Esto, supongo?

Mi coche estaba en la grúa. Se lo llevaban.

—Tomaremos el bus —dije.

—Tomarán el coche —me corrigió el agente—. Mi coche… ¡Eh! ¿Dónde cree que va?

Hablaba con la señorita Havisham, que con el estuche de Farquitt bien agarrado se metía en un grupito de mujeres para ocultar su libro-salto… de regreso a Grandes esperanzas o a tomarse ese bollo en La pequeña Dorrit, o a algún otro lugar. Deseé haberme podido unirme a ella, pero mis habilidades librescas no estaban a la altura. Suspiré.

—Queremos respuestas, Next —dijo el policía, muy serio.

—Escuche, Rawlings, no conozco muy bien a la señora. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Dame-rouge?

—Es Havisham, Next… eso lo sabe, ¿no? La policía conoce muy bien a esa «señora»… Ha acumulado setenta y cuatro violaciones graves de tráfico en los últimos veintidós años.

—¿En serio?

—Sí, en serio. En junio la vieron conduciendo un automóvil Higham Special con motor Liberty a 276 kilómetros por hora por la M4. No es sólo una irresponsabilidad, es… ¿De qué se ríe?

—De nada.

El agente me miró fijamente.

—Parece conocerla muy bien, Next. ¿Por qué hace esas cosas?

—Probablemente —respondí—, porque allí de donde viene no tienen autopistas… ni automóviles Higham Special.

—¿Y dónde es eso, Next?

—No tengo ni idea.

—Podría arrestarla por ayudar a escapar a un individuo bajo custodia policial.

—No estaba arrestada, Rawlings, usted mismo lo ha dicho.

—Quizá no, pero usted sí. Al coche.