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El proceso de Fräulein N

El proceso, la obra maestra de Franz Kafka sobre la paranoia burocrática, no se publicó en vida del autor. Es más, Kafka vivió su breve vida de relativa oscuridad trabajando en una agencia de seguros y legó sus manuscritos a un amigo con la condición de que los destruyese. Uno se pregunta cuántos grandes autores escribieron obras maestras que fueron destruidas efectivamente tras la muerte de éstos. Para obtener respuesta hay que mirar en los subsótanos de la Gran Biblioteca: veintiséis pisos de manuscritos inéditos. Entre un montón de basura autoindulgente e intentos valientes pero fallidos de escribir prosa, encontrarás obras de puro genio. Para disfrutar de la más grandiosa no obra de no ensayo, debes ir al subsótano 13, categoría MCML, estante 2919/B12, donde te espera un placer poco común y maravilloso: La estregadera de Bunyan, de John McSquurd. Pero, una advertencia: los viajes al Pozo de las Tramas Perdidas deben realizarse en compañía de alguien…

GATO DE AU DE W

Guía de Jurisficción a la Gran Biblioteca

La sala estaba completamente atestada de hombres vestidos de negro que charlaban y gesticulaban continuamente. Había una galería justo debajo del techo, donde más gente permanecía de pie, también hablando y riendo, y el ambiente estaba caliente y viciado hasta la asfixia. Recorrí el pasillo estrecho que dejaban los hombres. La multitud se reagrupaba a mi espalda y casi me empujaba. Mientras caminaba, los espectadores comentaban el tiempo, el caso anterior, lo que yo llevaba puesto y hasta el más insignificante detalle de mi caso, del que, aparentemente, no sabían nada. Al otro extremo de la sala había una tribuna en la que estaba sentado, justo detrás de una mesa baja, el magistrado. Detrás de él se encontraban los funcionarios del tribunal que hablaban con la multitud y entre sí. A un lado de la tarima se hallaba el hombre lúgubre que había llamado a mi puerta en Swindon y me había engañado para que confesase. Sostenía un montón impresionante de documentos de aspecto oficial. Supuse que se trataba de Matthew Hopkins, abogado de la acusación. Snell se me acercó y me susurró al oído:

—Se trata sólo de una formalidad para decidir si hay un caso que merezca la pena juzgar. Con un poco de suerte, conseguiremos aplazar su caso para que se ocupe de él un tribunal más amistoso. Pase de los espectadores: sólo están aquí como recurso narrativo destinado a incrementar la sensación de paranoia y no tienen ninguna relación con su caso. Negará todos los cargos.

Herr magistrado —dijo Snell, mientras dábamos los últimos pasos hasta la tarima—, me llamo Akrid S y defiendo a Thursday N en Jurisficción contra la Ley, caso número 142.857.

El magistrado me miró, sacó el reloj y dijo:

—Debería haber estado aquí hace una hora y cinco minutos.

La multitud emitió un murmullo de excitación. Snell abrió la boca para decir algo pero respondí yo.

—Lo sé —dije—. Es culpa mía. Ruego el perdón de la sala.

Al principio, el magistrado no me oyó y se puso a repetirse para deleite de la multitud.

—Debería haber estado aquí hace una hora y… ¿Qué ha dicho?

—He dicho que lo siento y que ruego el perdón de la sala, señor —repetí.

—Oh —dijo el magistrado. Se hizo el silencio—. En ese caso, ¿le gustaría irse y volver dentro de, digamos, una hora y cinco minutos, para llegar tarde sin que sea culpa suya?

La multitud aplaudió, aunque yo no entendía por qué.

—Como desee su señoría —respondí—. Si el tribunal dictamina que debo hacerlo, entonces obedeceré.

—Muy bien —me susurró Snell.

—¡Oh! —volvió a decir el magistrado. Conferenció brevemente con los funcionarios, durante un momento pareció nervioso, me volvió a mirar y dijo:

—¡El tribunal decide que se retrase una hora y cinco minutos!

—¡Ya me he retrasado una hora y cinco minutos! —anuncié entre los aplausos dispersos del público.

—Entonces ha cumplido con el dictamen del tribunal y podemos proseguir.

—¡Protesto! —dijo Hopkins.

—Se rechaza —respondió el magistrado recogiendo una libreta manoseada que tenía sobre la mesa. La abrió, leyó algo y se la pasó a uno de los funcionarios.

—Se llama Thursday N. ¿Es pintora de brocha gorda?

—No, ella… —dijo Snell.

—Sí —le interrumpí—. He sido pintora de brocha gorda, señoría.

Se produjo un silencio conmocionado en la sala, puntuado por alguien del fondo que gritó «¡bravo!» antes de que otro espectador le diese una torta. El magistrado me miró con más atención.

—¿Esto es relevante? —exigió saber Hopkins, dirigiéndose al estrado.

—¡Silencio! —aulló el magistrado, hablando despacio y con extrema seriedad—: ¿Quiere decir que, en algún momento, ha sido pintora de brocha gorda y que pintaba casas?

—Efectivamente, señoría. Después del instituto y antes de la universidad, pinté casas durante dos meses. Opino que se puede afirmar con seguridad que fui efectivamente, aunque no permanentemente, una pintora de brocha gorda.

Se produjo un estallido de aplausos y murmullos de emoción.

¿Herr S? —dijo el magistrado—. ¿Es eso cierto?

—Disponemos de varios testigos para corroborarlo, señoría —respondió Snell, pillándole el tono al extraño proceso judicial.

Se volvió a hacer el silencio en la sala.

Herr H —dijo el magistrado, secándose la frente cuidadosamente con el pañuelo y hablándole directamente a Hopkins—. Creía que me había dicho que la acusada no era pintora de brocha gorda.

Hopkins parecía alterado.

—No dije que no fuese pintora de brocha gorda, señoría, me limité a decir que era agente de OpEspec 27.

—¿Con la exclusión de todas las demás profesiones? —preguntó el magistrado.

—Bien, no —tartamudeó Hopkins, ya completamente confundido.

—Sin embargo, en su declaración no afirmó que no fuese pintora de brocha gorda, ¿no?

—No, señor.

—¡Bien! —dijo el magistrado, recostándose en la silla mientras que sin ninguna razón estallaba otra espontánea ráfaga de aplausos y risas—. Si se presenta un caso ante mi tribunal, Herr H, espero que se haga con todo detalle. Primero la acusada se me disculpa por llegar tarde, luego admite sin reparos haber pintado casas. No permitiré que se comprometan los procedimientos de este tribunal… Su acusación es tremendamente defectuosa.

Hopkins se mordió el labio y se puso carmesí.

—Ruego el perdón del tribunal, señoría —respondió entre dientes, bien apretados—, pero mi acusación es válida… ¿Podemos proceder a leer los cargos?

—¡Bravo! —repitió el hombre del fondo.

El magistrado meditó un momento y me pasó su libreta sucia y una pluma.

—Demostraremos la Habilidad del representante de la acusación por medio de una simple prueba —anunció—. Fräulein N, hágame el favor de escribir el color preferido para pintar casas cuando usted era… —Se volvió hacia Hopkins y escupió las palabras—: Pintora de brocha gorda.

Estalló en la sala una salva de vítores y gritos mientras yo escribía la respuesta en la parte posterior de la libreta de ejercicios y se la devolvía.

—¡Silencio! —ordenó el magistrado—. ¿Herr H?

—¿Qué? —respondió enfurruñado.

—¿Tendría usted la amabilidad de decirle al tribunal qué color ha escrito Fräulein N?

—Señoría —dijo Hopkins exasperado—, ¿qué tiene esto que ver con el caso que nos ocupa? He venido aquí de buena fe para acusar a Fräulein N del cargo de Infracción Ficticia de Clase II y me encuentro inmerso en una tontería lunática sobre pintores de brocha gorda. No creo que este tribunal represente la justicia…

—Usted no comprende —dijo el magistrado, poniéndose en pie y alzando los cortos brazos para dar énfasis a sus palabras— cómo funciona este tribunal. Es responsabilidad de la acusación no sólo presentar un caso claro y conciso ante el estrado, sino también informarse de los procedimientos por los que debe pasar para lograr su objetivo.

El magistrado se sentó entre aplausos.

—Bien —dijo ya más tranquilo—, o me dice lo que Fräulein N ha escrito o me veré obligado a arrestarle por malgastar el tiempo de este tribunal.

Dos guardias se habían abierto paso entre la multitud y se encontraban detrás de Hopkins, dispuestos a agarrarle. El magistrado agitó la libreta y atravesó al abogado con mirada acerada.

—¿Bien? —preguntó—. ¿Cuál era el color preferido entonces?

—Azul —dijo Hopkins con voz de desdicha.

—¿Qué ha dicho?

—Azul —repitió Hopkins en voz más alta.

—¡Azul, ha dicho! —aulló el magistrado. La multitud guardaba silencio y empujaba para acercarse a la acción. Lenta y dramáticamente el magistrado abrió la libreta para enseñar la palabra «verde» escrita en la página. La multitud gritó de emoción, se oyeron algunos vítores y los sombreros llovieron sobre nuestras cabezas.

—No azul, verde —dijo el magistrado cabeceando apenado e indicándoles a los guardias que agarrasen a Hopkins—. Es una vergüenza para su profesión, Herr H. ¡Está arrestado!

—¿De qué se me acusa? —quiso saber Hopkins arrogante.

—No estoy autorizado a comunicárselo —dijo triunfal el magistrado—. Se ha iniciado un procedimiento y se le informará en su debido momento.

—¡Pero esto es absurdo! —gritó Hopkins mientras se lo llevaban.

—No —respondió el magistrado—, esto es Kafka.

Cuando Hopkins se hubo ido y la multitud dejó de parlotear, el magistrado se giró hacia mí y me dijo:

—¿Es usted Thursday N, de treinta y seis años, que llegó tarde una hora y cinco minutos y de profesión pintora de brocha gorda?

—Sí.

—Se presenta ante este tribunal acusada de… ¿de qué se la acusa? —Silencio—. ¿Dónde está el representante de la acusación?

Uno de los funcionaros le susurró algo al oído y la multitud se echó a reír espontáneamente.

—Efectivamente —dijo el magistrado muy serio—. Tremendamente negligente por su parte. Me temo que en ausencia del representante de la acusación, este tribunal no tiene más alternativa que conceder un aplazamiento.

Y diciendo esto se sacó un enorme sello de goma del bolsillo y con estruendo lo hizo caer sobre unos papeles que Snell, rápido como el rayo, tuvo el acierto de colocar debajo.

—Gracias, señoría —logré decir antes de que Snell me agarrase por el brazo y me susurrase al oído:

—¡Salgamos deprisita de aquí!

Me empujó por delante para atravesar la multitud de trajes oscuros hasta la puerta.

—¡Bravo! —gritó un hombre de la galería—. ¡Bravo…! ¡Bravo una vez más!

Nos encontramos a la señorita Havisham conversando con Esther sobre la naturaleza pérfida de los hombres en general y del marido de Esther en particular. No éramos los únicos presentes en la habitación. Un griego broncíneo estaba sentado huraño junto a un cíclope con un vendaje ensangrentado en la cabeza. Los abogados que los representaban discutían tranquilamente el caso en una esquina.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Havisham.

—Ha habido un aplazamiento —dijo Snell, secándose la frente y dándome la mano—. Bien hecho, Thursday. Me ha pillado desprevenido con su defensa, «pintora de brocha gorda». ¡Muy bien, la verdad!

—Pero ¿sólo un aplazamiento?

—Oh, sí. No he conocido ni una sola sentencia absolutoria de este tribunal. Pero la próxima vez se presentará ante el juez adecuado… ¡Uno escogido por mí!

—¿Y qué será de Hopkins?

—¡Tendrá que buscarse un abogado muy bueno! —rió Snell.

—¡Bien! —dijo Havisham, poniéndose en pie—. Es hora de ir a las rebajas. ¡Vamos!

Mientras nos dirigíamos a la puerta, el magistrado llamó a la cocina.

—¿Odiseo? ¿Acusado de daños físicos graves a Polifemo el Cíclope?

—¡Devoró a mis compañeros! —gruñó Odiseo con furia.

—Ése es el caso de mañana. De eso no hablaremos hoy. Es usted el siguiente… y llega tarde.

Y el magistrado cerró la puerta.