El Gravetubo
A finales de esta década pretendemos construir un sistema de transporte que permita a un hombre o a una mujer ir desde Nueva York a Tokio y regresar en dos horas…
JOHN F. KENNEDY,
presidente de Estados Unidos
Para el transporte masivo mundial disponíamos principalmente del ferrocarril y las naves aéreas. El ferrocarril era rápido y cómodo pero no atravesaba el océano. Las naves aéreas podían recorrer distancias mayores… pero eran lentas y tendían a retrasarse por las condiciones climáticas. En los años cincuenta el tiempo de viaje hasta Australia o Nueva Zelanda era de unos diez días. En 1960 empezó a funcionar una nueva forma de transporte, el Gravetubo. Prometía un viaje sin retrasos a cualquier punto del planeta. Ir a cualquier destino, ya fuese Auckland, Roma o Los Angeles, llevaba exactamente el mismo tiempo: un poco más de cuarenta minutos. Fue, posiblemente, la mayor hazaña de ingeniería que la humanidad haya intentando nunca.
VINCENT DOTT
El Gravetubo: la décima maravilla del mundo
Pickwick insistió en sentarse en el huevo todo el camino a casa de mamá y estuvo haciendo ploc nerviosamente en cuanto yo pasaba de los treinta kilómetros por hora. Le preparé un nido en el armario de la caldera y la dejé ocupándose del huevo mientras los otros dodos se esforzaban por mirar por la ventana, intentando descubrir qué pasaba. Llamé a Bowden mientras mamá me preparaba un sándwich.
—¿Estás bien? —preguntó Bowden—. ¡Tenías el teléfono descolgado!
—Estoy bien, Bowd. ¿Qué tal por la oficina?
—Se ha filtrado la noticia.
—¿Lo de Landen?
—Lo del Cardenio. Alguien se lo sopló a la prensa. Ahora mismo Vole Towers está rodeada de periodistas. Lord Volescamper le ha estado gritando a Victor, diciendo que uno de nosotros ha hablado.
—No he sido yo.
—Ni yo. Volescamper ya ha rechazado una oferta de cincuenta millones de libras… Todos los empresarios teatrales del planeta quieren comprar los derechos de la primera representación. Y escucha esto: OE-1 te ha exonerado de cualquier culpa. Llegaron a la conclusión de que si los tiradores de OE-14 le dispararon a Kaylieu ayer por la mañana era posible que tú hubieses tenido razón.
—Bien por ellos. ¿Significa eso que me han levantado la suspensión?
—Victor quiere verte lo antes posible.
—Dile que estoy enferma, ¿vale? Tengo que ir a Osaka.
—¿Por qué?
—Mejor que no lo sepas. Te llamaré.
Colgué y mamá me dio queso sobre una tostada y una taza de té. Ella se sentó al otro lado de la mesa y ojeó un ejemplar ya ajado del Femole del mes anterior en el que salía yo.
—Mamá, ¿hay noticias de Mycroft y Polly?
—Recibí una postal desde Londres diciendo que estaban bien —respondió—, pero ponía que necesitan un frasco de salsa agridulce de verdura y mostaza y una llave de torsión. Lo dejé todo en el estudio de Mycroft y por la tarde se había evaporado.
—¿Mamá?
—¿Sí?
—¿Con qué frecuencia ves a papá?
Sonrió.
—Casi todas las mañanas. Se deja caer para decir hola. En ocasiones incluso le preparo un almuerzo para llevar…
Nos interrumpió un rugido que parecía de mil tubas tocando al unísono. El sonido reverberó por la casa e hizo vibrar las tazas en la alacena.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¡Otra vez los mamuts! —Y salió corriendo por la puerta.
Y un mamut era, de nombre y por tamaño. Peludo y tan grande como un tanque había atravesado el muro del jardín y olisqueaba suspicaz las glicinias.
—¡Sal de ahí! —aulló mi madre, buscando algún arma. Muy inteligentemente, los dodos habían salido corriendo a ocultarse tras el cobertizo. Renunciando a las glicinias, el mamut delicadamente arrancó una a una las verduras del huerto, se las metió en la boca y masticó lenta y decididamente. Mi madre estaba al borde del ataque de nervios.
—¡Es la segunda vez que pasa! —gritó desafiante—. Sal de mis hortensias, tú… tú… ¡cosa! —El mamut pasó de ella, de un trago vació todo el contenido del estanque ornamental y, torpemente, hizo astillas el mobiliario del jardín—. Un arma —dijo mi madre—, necesito un arma. ¡He sudado sangre con este jardín y ningún herbívoro reactivado va a cenárselo!
Desapareció en el interior del cobertizo y reapareció un momento más tarde blandiendo un rastrillo. Pero el mamut tenía poco que temer, incluso de mi madre. Después de todo, pesaba casi cinco toneladas. Estaba acostumbrado a hacer exactamente lo que le apetecía. El único aspecto positivo de la invasión era que no se trataba de la manada al completo.
—¡Sal! —aulló mi madre, rastrillo en ristre para darle al mamut en los cuartos traseros.
—¡Alto ahí! —gritó una voz. Nos volvimos. Un agente de OpEspec había saltado el muro y corría hacia nosotras—. Agente Durrell, OE-13 —anunció sin aliento, mostrándole la identificación a mi madre—. Golpee a esa mamut y la arrestaré.
La furia de mi madre se concentró en el agente de OpEspec.
—¿Así que se come mi huerto y yo no puedo hacer nada?
—Se llama Buttercup —le dijo Durrell—. El resto de la manada fue al oeste de Swindon como estaba planeado, pero Buttercup es un poco soñadora. Y sí, usted no hará nada. Los mamuts son una especie protegida.
—¡Bien! —dijo mi madre indignada—. ¡Si usted hiciese su trabajo como es debido los ciudadanos normales y respetuosos de la ley todavía tendríamos huerto!
Miramos lo que parecía haber sido el blanco de un bombardeo de artillería. Buttercup, con su voluminoso vientre repleto de las verduras de mamá, pasó por encima del muro y se rascó contra una farola de hierro, partiéndola como si fuese una ramita. La farola cayó pesadamente sobre el techo de un coche y rompió el parabrisas. Buttercup soltó otro potente barrito, que disparó algunas alarmas de coche y, en la distancia, se oyó la respuesta. Se detuvo, prestó atención y luego recorrió feliz la calle.
—¡Tengo que irme! —dijo Durrell, entregándole una tarjeta a mamá—. Puede reclamar una compensación si llama a este número. Puede que le interese pedir nuestro folleto gratuito «Cómo hacer que su jardín sea desagradable para los proboscídeos». ¡Buenos días!
Se tocó el sombrero y saltó el muro para ir hacia donde su compañero había parado el Land Rover de OE-13. Buttercup emitió otra llamada y el Land Rover partió, dejándonos a mi madre y a mí mirando el jardín destrozado. Los dodos, presintiendo que el peligro había pasado, salieron de detrás del cobertizo e hicieron ploc-ploc mientras picoteaban y rascaban la tierra revuelta.
—Quizá sea hora de cambiar a un jardín japonés —comentó mi madre, arrojando el mango del rastrillo—. ¡Ingeniería inversa! ¿Dónde iremos a parar? ¡Dicen que hay un Diatryma viviendo en New Forest!
—Es una leyenda urbana —le aseguré mientras ella empezaba a arreglar el jardín. Miré la hora. Tendría que darme prisa si pretendía llegar a Osaka esa noche.
Fui en tren hasta la bulliciosa terminal internacional de Gravetubo de Saknussum, situada justo al oeste de Londres. Me abrí paso hasta la salida y examiné el tablón. Faltaba una hora para el siguiente Descenso-Extremo a Sydney. Compré un billete, corrí hasta facturación y pasé diez minutos oyendo una letanía de preguntas antiterroristas sin sentido.
—No llevo equipaje —expliqué. La mujer me miró de forma extraña y añadí—: Bien, lo llevaba, pero lo perdí en mi último viaje. Es más, creo que jamás he recuperado el equipaje tras pasar por el tubo.
Se lo pensó un momento y dijo:
—Si tuviese equipaje y si lo hubiese preparado usted misma, y si lo hubiese tenido controlado en todo momento, ¿podría contener alguna de estas cosas?
Me mostró una lista de artículos prohibidos y negué con la cabeza.
—¿Le gustaría tomar una comida durante el descenso?
—¿Qué se puede elegir?
—Sí o no.
—No.
Miró la siguiente pregunta de la hoja.
—¿Junto a quién preferiría sentarse?
—Junto a una monja o una abuelita que haga calceta, si es posible.
—Veamos —reflexionó la chica, examinando con cuidado la hoja de pasajeros—. Todas las monjas, abuelitas y hombres inteligentes sin intenciones amorosas ya están ocupados. Me temo que sólo queda tecnoplasta, abogado, borracho autocompasivo o bebé que vomita copiosamente.
—Entonces, tecnoplasta y abogado.
Me asignó al grupo de asientos y luego anunció:
—Habrá un ligero retraso en la recepción de la excusa para el retraso del DescensoExtremo a Sydney, señorita Next. La razón del retraso es que todavía no se ha podido decidir la excusa.
Otra de las encargadas de facturación le susurró algo al oído.
—Me acaban de informar de que la razón para la excusa del retraso también ha sido retrasada. Tan pronto como sepamos por qué la razón para la excusa ha sido retrasada se lo comunicaremos… siguiendo las normas gubernamentales. Si no le parece correcta la velocidad a la que se le ofrecen las excusas, es posible que pueda solicitar un reembolso de un uno por ciento. Que tenga un descenso agradable.
Me entregó la tarjeta de embarque y me dijo que fuese a la puerta cuando se anunciase el descenso. Le di las gracias, compré café y galletas y me senté a esperar. Parecía que en el Gravetubo abundaban los retrasos. Había muchos viajeros sentados con expresión de aburrimiento, esperando sus salidas. En teoría, cada descenso llevaba menos de una hora, independientemente del destino; pero si hubiesen desarrollado un DescensoExtremo acelerado de veinte minutos al otro lado del planeta, aun así habría tenido que pasar cuatro horas en cada extremo del trayecto esperando el equipaje, pasando la aduana o lo que fuera.
La megafonía se activó.
—Atención, por favor. Los pasajeros del DescensoExtremo de las 11.04 a Sydney se alegrarán de saber que el retraso se debía a que la Instalación de Fabricación de Excusas del Gravetubo estaba generando demasiado excusas. En consecuencia, nos alegra anunciar que ahora que hemos dado uso al exceso de excusas, el DescensoExtremo 11.04 a Sydney está listo para embarcar por la puerta seis.
Me acabé el café y atravesé la multitud para llegar a la cápsula. Ya había viajado en varias ocasiones en Gravetubo, pero nunca en el DescensoExtremo. Mi reciente viaje por el mundo había sido en Sobre-mantos, que se parece más al tren. Pasé el control de pasaportes, entré en la cápsula y una azafata, con una sonrisa fija de nadadora sincronizada, me mostró mi asiento. Me senté junto a un hombre con un mechón de pelo negro revuelto que leía un ejemplar de Astounding Tales.
—Hola —dijo en voz baja—. ¿Alguna vez ha hecho un DescensoExtremo?
—Nunca —respondí.
—Es mejor que ninguna montaña rusa —anunció con rotundidad, y volvió a leer la revista.
Me puse el cinturón de seguridad mientras un hombre alto con un traje de grandes cuadros se sentaba a mi lado. Tendría unos cuarenta años y llevaba un exuberante bigote pelirrojo y un clavel en el ojal.
—¡Buenos días, señorita Next! —dijo con voz amistosa, y me ofreció la mano—. Permita que me presente: soy Akrid Snell.
Le miré sorprendida y se rió.
—Necesitábamos tiempo para hablar y nunca he ido en uno de éstos. ¿Cómo funciona?
—¿El Gravetubo? Es un túnel que atraviesa el centro de la Tierra. Vamos en caída libre hasta Sydney. Pero… pero… ¿cómo me ha encontrado?
—Jurisficción tiene ojos y oídos por todas partes, señorita Next.
—En lenguaje sencillo, Snell… o podría acabar resultándole el cliente más difícil que haya tenido nunca.
Snell me miró con interés un momento mientras una azafata nos ofrecía un monótono discurso de seguridad que culminaba con la advertencia de que las instalaciones sanitarias no estarían disponibles hasta que la gravedad volviese a ser del 40%.
—Trabaja en OpEspec, ¿no es cierto? —preguntó Snell tan pronto como nos pusimos cómodos y todas las posesiones sueltas estuvieron metidas en bolsitas con cierre.
Asentí.
—Jurisficción es el servicio que tenemos en el interior de las novelas para mantener la integridad de la ficción popular. Puede que a usted la palabra impresa le parezca sólida, pero de donde yo vengo, tipo móvil tiene un sentido mucho más profundo.
—El final de Jane Eyre —murmuré, comprendiendo de pronto de qué iba todo—. Lo cambié, ¿no?
—Eso me temo —admitió Snell—, pero no lo admita ante cualquier otro. Fue la mayor Infracción de Ficción en una obra importante desde que alguien trasteó tanto con Gigantesca desesperación de Thackeray que tuvimos que borrarla por completo.
—Descenso en D menos dos minutos —dijo la voz—. Que todos los pasajeros ocupen sus asientos; comprueben sus agarres y asegúrense de que los niños estén bien sujetos.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Snell.
—¿Realmente no sabe nada sobre el Gravetubo?
Snell miró a su alrededor y bajó la voz.
—Todo su mundo me resulta un poco extraño, Next. Yo vengo de una tierra de gabardinas largas y sombras profundas, tramas argumentales complejas, testigos asustados, jefes criminales, amiguitas de gánsteres, bares cutres y revelaciones asombrosas a seis páginas del final.
Debí de poner cara de confundida, porque bajó aún más la voz y susurró:
—Soy un personaje de ficción, señorita Next. Coprotagonista en la serie de novelas de crímenes de Perkins y Snell. ¿Me ha leído?
—Me temo que no —admití.
—Una edición limitada. —Snell suspiró—. Pero recibimos buenas críticas en Crime Book Digest. Me describieron como «un personaje redondo y divertido… con algunas frases memorables». The Mole nos colocó en su lista semanal de lecturas pero The Toad se mostró menos entusiasta… Aunque, por otra parte, ¿a quién le importan los críticos?
—¿Es un personaje de ficción? —dije al fin.
—Pero no lo vaya contando por ahí, ¿vale? —me instó—. Bien, en cuanto al Gravetubo…
—Bien —respondí, ordenando las ideas—, en unos minutos la cápsula entrará en la escotilla y comenzará la despresurización…
—¿Despresurización? ¿Por qué?
—Para caer sin fricción. No hay resistencia del aire… y un potente campo magnético nos impide tocar los lados. Luego, simplemente, recorremos en caída libre los trece mil kilómetros hasta Sydney.
—Entonces, ¿todas las ciudades tienen un DescensoExtremo que las conecta con las demás ciudades?
—Sólo Londres y Nueva York conectan con Sydney y Tokio. Si uno quisiese ir de Buenos Aires a Auckland, primero tendría que tomar el Sobremanto a Miami, luego a Nueva York, DescensoExtremo a Sydney y finalmente otro Sobremanto a Auckland.
—¿A qué velocidad va? —preguntó Snell, algo nervioso.
—La velocidad punta es de unos veintidós mil kilómetros por hora —dijo mi vecino mientras seguía leyendo la revista. Caeremos con velocidad creciente pero aceleración decreciente hasta que lleguemos al centro de la Tierra, punto en el que alcanzaremos la velocidad máxima. Una vez pasado el centro, nuestra velocidad decrecerá hasta que lleguemos a Sydney, donde nuestra velocidad se habrá reducido a cero.
—¿Es seguro?
—¡Claro que sí! —nos aseguró.
—¿Y si hay otra cápsula en dirección contraria?
—No puede ser —le aseguré—. Sólo hay una cápsula por túnel.
—Lo que dice es cierto —confirmó mi vecino plasta—. De lo único que podríamos preocuparnos es de un fallo del sistema de contención magnética que evita que el tubo cerámico y nosotros nos fundamos al atravesar el núcleo líquido de la Tierra.
—No le escuche, Snell.
—¿Eso es probable? —preguntó.
—Nunca ha pasado —respondió sobriamente el hombre—. Pero claro está, si hubiese pasado, no nos los dirían, ¿verdad?
Snell se lo pensó durante unos momentos.
—Descenso en D menos diez segundos —dijo la voz.
Se hizo el silencio en la cabina y todos se pusieron tensos, siguiendo la cuenta atrás inconscientemente. El descenso fue un poco como pasar por un puente peraltado largo a gran velocidad, pero la sensación desagradable inicial —que arrancó gruñidos a los pasajeros— dio paso a una extraña y curiosamente agradable sensación de ingravidez. Mucha gente hace el descenso sólo por esa razón. Vi cómo el pelo me flotaba lánguidamente delante de la cara y me volví hacia Snell.
—¿Está bien?
Asintió.
—Por tanto, se me acusa de Infracción de Ficción, ¿no?
—Infracción de Ficción Clase II —me corrigió Snell—. No es que lo hiciese a propósito. Aunque podría argumentarse que mejoró la narración de Jane Eyre, aun así tendremos que procesarla; después de todo, no podemos dejar que la gente ande a ciegas por Mujercitas intentando evitar que Beth se muera, ¿verdad?
—¿No pueden?
—Claro que no. No es que no lo vayan a intentar. Cuando se presente ante el magistrado, simplemente niéguelo todo y hágase la tonta. Trato de lograr un aplazamiento del caso debido a la aprobación del público.
—¿Eso saldrá bien?
—Funcionó cuando Falstaff realizó su salto ilegal a Las alegres comadres de Windsor. Pensábamos que lo enviarían derechito a Enrique IV, segunda parte. Pero no, aprobaron su traslado; el juez era fan de la ópera, así que a lo mejor eso influyó. Ni Verdi ni Vaughan Williams han escrito óperas sobre usted, ¿verdad?
—No.
—Una pena.
La sensación de ingravidez era extraña, pero no duró mucho, ya que la desaceleración creciente nos devolvió una vez más el peso. Al alcanzar el 40% de la gravedad normal, las luces de advertencia de la cabina se apagaron y pudimos movernos si queríamos.
El tecnoplasta de mi derecha volvió a hablar.
—Pero la verdadera belleza del Gravetubo es su simplicidad. Dado que la fuerza de gravedad es la misma independientemente de la inclinación del túnel, el viaje a Tokio llevaría exactamente el mismo tiempo que el viaje a Nueva York… y sería el mismo a Carlisle si no tuviese más sentido usar el ferrocarril convencional. Vamos —añadió—, si pudiésemos emplear el sistema de inducción de ondas para seguir acelerando hasta la superficie del otro lado, la velocidad superaría ampliamente los once kilómetros por segundo de escape.
—Ahora me dirá que lo próximo será volar a la Luna —dije.
—Ya lo hemos hecho —respondió mi conspirativo vecino—. Experimentos secretos gubernamentales de viaje espacial han permitido construir una base en la cara oculta de la Luna donde han montado transmisores para controlar nuestros pensamientos y actos desde estaciones repetidoras situadas en la cima del edificio Empire State empleando comunicaciones de radio interestelares provenientes de una forma de vida extraterrestre que pretende dominar el mundo con el acuerdo expreso de la Corporación Goliath y un grupo secreto de líderes mundiales conocido como SPORK.
—Y no me diga —añadí—, hay Diatrymas viviendo en New Forest.
—¿Cómo lo sabe?
Pasé de él y sólo treinta y ocho minutos después de partir de Londres atracamos delicadamente en Sydney. Se oyó un ligerísimo clic cuando los cierres magnéticos retuvieron la cápsula para evitar que volviese a caer. Cuando se apagaron los pilotos de seguridad y la esclusa se hubo presurizado salimos, evitando al tecnoplasta, que intentaba decirle a todo el que le escuchase que la Corporación Goliath era la responsable de la viruela.
Snell, quien sinceramente pareció disfrutar del DescensoExtremo, me acompañó hasta el control de pasaportes, miró la hora y anunció.
—Bien, ya está. Gracias por la charla. Tengo que irme a defender a Tess por enésima vez. Tal y como lo escribió originalmente Hardy, escapa. Escuche, intente buscar algunas circunstancias atenuantes para sus acciones. Si no puede, entonces intente pensar en algunas mentiras descomunales. Cuanto más grandes, mejor.
—¿Ése es su consejo? ¿El perjurio?
Snell tosió educadamente.
—El abogado astuto tiene muchas cuerdas en su arco, señorita Next. Tienen a la señora Fairfax y a Grace Poole para testificar en su contra. No pinta muy bien, pero un caso no está perdido hasta que no lo está. Decían que no podría librar a Enrique V de la condena por crímenes de guerra cuando ordenó el asesinato de los prisioneros franceses, pero lo logré… lo mismo que con los cargos de asesinato de Max DeWinter; nadie pensó que ni en un millón de años fuera a librarse de ésa. Por cierto, ¿puedes entregarle esta carta a la exuberante Flakky? Te estaré eternamente agradecido.
Se sacó una carta arrugada del bolsillo, me la entregó y echó a caminar.
—¡Espere! —dije—. ¿Dónde y cuándo es la vista?
—¿No se lo he dicho? Lo lamento. La acusación ha escogido al magistrado de El proceso de Kafka. No es el que hubiese elegido yo, créame. Mañana a las nueve y veinte. ¿Habla alemán?
—No.
—Entonces nos aseguraremos de que haya traducción al inglés. Déjese caer al final del capítulo dos; vamos después de Herr K. Recuerde lo que le he dicho. ¡Hasta otra!
Y antes de que pudiese preguntarle cómo iba a entrar en la obra maestra de Kafka sobre la burocracia frustrantemente circular, desapareció.
Media hora más tarde tomé el Sobremanto hasta Tokio. Iba casi vacío y subí a bordo de un Skyrail a Osaka. Llegué al distrito comercial a la una de la mañana, cuatro horas después de salir de Saknussum. Cogí una habitación de hotel y me quedé sentada toda la noche mirando las luces parpadeantes y pensando en Landen.