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Autoestopistas desaparecidos

Las leyendas urbanas son más viejas que las polainas pero mucho más interesantes. He oído la mayoría: desde la del perro en el microondas hasta la de la esfera de rayos persiguiendo al ama de casa en Preston; desde la de la pata de dodo frita encontrada en Smiley Fried Chicken hasta la del Diatryma carnívoro supuestamente clonado y que ahora vive en New Forest. Lo he leído todo sobre la nave extraterrestre que se estrelló cerca de Lambourn en 1952; conozco la historia de que Charles Dickens era una mujer y la de que el presidente de la Corporación Goliath es en realidad un anciano de 142 años al que la ciencia médica mantiene con vida dentro de una botella. Abundan las historias sobre OpEspec, de las cuales mi favorita es la de que hay «algo extraño» excavado en las colinas Quantock. Sí, las he oído todas. Nunca me había creído ninguna. Y de pronto, un día, yo me convertí en leyenda urbana.

THURSDAY NEXT

Una vida en OpEspec

Abrí un ojo, luego el otro. Era un agradable día de verano en las colinas Marlborough. Un céfiro ligero traía consigo los delicados aromas de la madreselva y el tomillo silvestre. El aire era cálido y el sol que se ponía teñía de rojo las pequeñas nubes esponjosas. Yo estaba de pie junto a una carretera. En una dirección veía a un ciclista solitario; en la otra la carretera se perdía en la distancia entre campos donde las ovejas pastaban con tranquilidad. Si aquello era la vida tras la muerte, entonces mucha gente no tenía nada de qué preocuparse y la Iglesia, después de todo, había cumplido su papel.

—¡Eh! —siseó una voz muy cerca. Me volví para ver a una figura agachada tras una enorme valla publicitaria de la Corporación Goliath que anunciaba una oferta de dos al precio de uno en pianos de cola.

—¿Papá…?

Me hizo ponerme detrás del cartel también.

—¡Ahí de pie como una turista, Thursday! —me recriminó, un poco molesto—. ¡Cualquiera diría que quieres que te vean!

Yo consideraba a mi padre una especie de caballero errante en el tiempo, pero para la CronoGuardia no era más que un criminal. Diecisiete años antes había devuelto la placa y renunciado cuando se había metido en líos a causa de sus diferencias «históricas y morales» con la Alta Cámara de la CronoGuardia. El problema era que realmente él no existía. La CronoGuardia había interrumpido su concepción en 1917 por medio de una llamada, ejecutada con precisión, a la puerta principal de sus padres. Pero, a pesar de ello, papá seguía por ahí y mis hermanos y yo habíamos nacido. «Las cosas —solía decir papá— son mucho más raras de lo que podemos llegar a entender.»

Miró nervioso a un lado y al otro de la carretera.

—Por cierto, ¿cómo estás? —preguntó.

—Creo que un francotirador de OpEspec me acaba de matar accidentalmente.

Rió un rato y, de pronto, viendo que lo decía en serio, se calló.

—¡Por Dios! —dijo—. Vaya, pues sí que tienes una vida emocionante. Pero no temas. No puedes morir hasta no haber vivido y tú apenas has empezado. ¿Qué noticias hay de casa?

—Un agente de la CronoGuardia se presentó en la fiesta de mi boda deseando saber dónde estabas.

—¿Lavoisier?

—Sí, ¿le conoces?

—Supongo que sí. —Mi padre suspiró—. Fuimos compañeros durante casi siete siglos.

—Dijo que eras peligroso.

—No más peligroso que cualquier otro que se atreva a decir la verdad. ¿Cómo está tu madre?

—Está bien, aunque deberías intentar aclarar ese malentendido sobre Emma Hamilton.

—Emma y yo… quiero decir, lady Hamilton y yo no somos más que «buenos amigos». No hay nada más.

—Eso díselo a ella.

—Ya lo intento, pero ya sabes el humor que gasta. No tengo más que mencionar que he estado cerca de principios del siglo XIX y se pone de un borde impresionante. ¿Qué más pasa?

—Encontramos la trigésima tercera obra de Shakespeare.

—¿Trigésima tercera? —repitió mi padre—. Qué curioso. Cuando llevé la lista completa al actor Shakespeare para que distribuyese las obras, no había más que dieciocho.

—Hasta ayer, siempre había habido treinta y dos.

—Ja —respondió, frunciendo el ceño. A veces cuesta comprender el trabajo de papá en el cronoflujo.

—Quizás el actor Shakespeare se puso a escribir por su cuenta —propuse.

—¡Por todos los demonios, puede que tengas razón! —exclamó mi padre—. Se me antojó un tipo listo. Dime, ¿cuántas comedias hay ahora?

—Quince —respondí.

—Pero sólo le di tres. ¡Debieron de tener tanto éxito que él mismo se puso a escribir!

—Lo que explicaría por qué todas son en el fondo la misma —añadí—. Hechizos, gemelos, naufragios…

—… duques usurpadores, hombres travestidos —añadió mi padre—. Es posible que tengas razón.

—Pero un segundo… —empecé a decir. Mi padre, sin embargo, previendo mi inquietud por las paradojas aparentemente imposibles de la situación, me hizo callar con una mano.

—Un día lo comprenderás y todo será muy diferente de lo que imaginas en el presente.

Debí de poner cara de boba, porque añadió:

—Recuerda, Thursday, que el pensamiento científico, es más, cualquier forma de pensamiento, ya sea religioso, filosófico o de otro tipo, es simplemente como la moda que vestimos, sólo que dura más. Se parece un poco a un grupo musical de jovenzuelos.

—¿El pensamiento científico es como un grupo musical de jovenzuelos? ¿Cómo se explica eso?

—Bien, periódicamente aparece un grupo musical nuevo. Nos gusta, compramos sus discos, sus pósteres, lo vemos en la tele, convertimos a sus componentes en ídolos hasta que…

—¿… aparece el siguiente grupo musical de jovenzuelos? —propuse.

—Exacto. Aristóteles era un grupo musical joven. Muy bueno, pero sólo el sexto o séptimo. Fue el mejor grupo hasta que llegó Isaac Newton, y a Newton le superó a su vez un nuevo grupo todavía mejor. El peinado es el mismo… pero los pasos de baile diferentes.

—Einstein, ¿no?

—Exacto. ¿Comprendes a qué me refiero?

—Creo que sí.

—Magnífico. Ahora intenta situarte treinta o cuarenta grupos juveniles más allá de Einstein. En ese momento le veríamos como alguien que vislumbró una verdad, tocó un buen acorde en siete álbumes que merecen caer en el olvido.

—¿Adónde quieres llegar, papá?

—Ya termino. Imagina un grupo tan bueno que jamás de los jamases haga falta otro que lo sustituya. ¿Te lo imaginas?

—Me cuesta. Pero sí, vale.

—Ahora piensa en un grupo tan bueno que jamás hiciera falta más música… ni cualquier otra cosa.

Calló un momento para que yo asimilara la idea.

—Cuando llegas a ese grupo, cariño, la comprensión del todo se vuelve mucho más sencilla. ¿Y sabes lo mejor? Todo es diabólicamente simple.

—¿Cuándo descubriremos ese grupo?

De pronto papá se puso serio.

—Por eso estoy aquí. Quizá nunca. ¿Has visto a un ciclista en la carretera?

—Sí.

—Bien —dijo, mirando su enorme cronógrafo de muñeca—, dentro de diez segundos arrollarán y matarán a ese ciclista.

—¿Y? —pregunté, con la sensación de estar perdiéndome algo.

Miró alrededor furtivamente y bajó la voz.

—Bien, parece que aquí y ahora se encuentra la clave que nos permitirá evitar lo que sea que destruirá hasta el último rastro de vida del planeta.

Miré sus ojos serios.

—No estás de broma, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—En diciembre de 1985, tu 1985, por una razón desconocida, toda la materia orgánica del planeta se convierte en… esto.

Se sacó una bolsita de muestras del bolsillo. Contenía un espeso cieno, opaco y rosado. Agité la bolsita con curiosidad mientras oíamos un frenazo súbito y un golpe brutal; un instante después caían cerca de nosotros un cuerpo descoyuntado y una bicicleta retorcida.

—El 12 de diciembre, a las 20.23, uno o dos segundos arriba o abajo, toda la materia orgánica… todas las plantas, todos los insectos, peces, pájaros, mamíferos y los tres mil millones de humanos de este planeta… empezarán a convertirse en eso. Es el fin para todos nosotros. El fin de la vida… y no llegaremos al grupo juvenil del que te hablaba. El problema —siguió diciendo mientras oíamos las portezuelas del coche y el sonido de pies corriendo hacia nosotros— es que no sabemos por qué. En este momento la CronoGuardia no está actuando tiempoarriba; el trabajo tiempoabajo no parece estar afectado.

—¿Por qué?

—Una acción sindical. Los agentes de tiempoarriba están en huelga porque reclaman la reducción de las horas. No quieren menos horas, verás, lo que quieren es trabajar horas que sean, eh, más cortas.

—Por tanto, mientras ellos están en huelga el mundo podría acabarse. ¿No es una situación demencial?

—Desde el punto de vista sindical —dijo mi padre, pensando con cuidado—. Creo que es muy buena estrategia. Espero que lleguen a un acuerdo a tiempo.

—Pero ¡es una locura!

Papá se encogió de hombros.

—Ya no pertenezco al gremio del tiempo, garbancito. Renuncié, ¿recuerdas?

—¿Qué podemos hacer? —pregunté.

—No está claro cuál es el epicentro del desastre —respondió mi padre mientras buscaba la pipa en los bolsillos—. Todos mis esfuerzos por saltar directamente a él han fracasado. He ejecutado miles de billones de modelos de cronoflujo y el resultado es siempre el mismo: lo que sea que sucede aquí y ahora de alguna forma está relacionado con la crisis. Y dado que la muerte del ciclista es el único acontecimiento de cierta importancia que se produce durante horas en ambas direcciones, tiene que ser el desencadenante. El ciclista debe vivir para garantizar la salud del planeta.

Salimos de detrás de la valla para encararnos con el conductor, un joven que sufría un claro ataque de pánico.

—¡Oh, Dios mío! —dijo mientras miraba el cuerpo contorsionado del suelo—. ¡Oh, Dios mío! ¿Está…?

—Por ahora, sí —respondió mi padre imperturbable cebando la pipa.

—¡Debo llamar una ambulancia! —dijo el hombre—. ¡A lo mejor todavía vive!

—En cualquier caso —añadió mi padre, pasando por completo del conductor—, evidentemente el ciclista hace algo o no lo hace, y ésa es la clave de todo este embrollo.

El conductor dejó de retorcerse las manos un momento y nos miró con suspicacia.

—No iba a demasiada velocidad, ¿saben? —dijo con rapidez—. Puede que el motor fuese revolucionado, pero iba en segunda…

—¡Espera! —dije, confusa—. Has estado más allá de 1985, papá… ¡tú mismo me lo has dicho!

—Ya lo sé —respondió mi padre muy serio—, así que será mejor que lo resolvamos exactamente tal como debe ser.

—El sol estaba bajo —añadió el conductor, concentrado en pensar—, ¡y él se me ha metido delante!

—El síndrome masculino de elusión de la culpa —me explicó mi padre—. En 2054 es una enfermedad reconocida. —Me agarró del brazo y se produjeron varios destellos rápidos seguidos de un estallido sonoro, tras lo cual nos encontramos como a un kilómetro de distancia y cinco minutos antes en la dirección por la que había venido el ciclista. Pasó junto a nosotros y nos saludó con alegría.

Le devolvimos el saludo y le vimos irse pedaleando.

—¿No le detienes?

—Ya lo he intentado. No sirve de nada. Le robé la bicicleta… se la ha prestado un amigo. Pasó de los carteles de desviación y los charcos tampoco le detienen. Lo he probado todo. El tiempo es el engrudo del cosmos, Thursday, y hay que retirarlo con cuidado; si intentas forzar los acontecimientos acaba dándote en los lóbulos frontales como una col arrojada desde dos metros de altura. Lavoisier ya me habrá localizado a estas alturas. El coche llegará dentro de treinta y ocho segundos. Súbete y haz lo que puedas.

—¡Espera! —dije—. ¿Qué hay de mí?

—Te llevaré de vuelta cuando el ciclista esté a salvo.

—¿De vuelta adónde? —pregunté súbitamente. No me apetecía en absoluto volver al momento del que había partido—. El francotirador de OpEspec, papá, ¿recuerdas? ¿No puedes dejarme, digamos, treinta minutos antes?

Sonrió y me dedicó un guiño.

—Dile a tu madre que la quiero. Gracias por tu ayuda. Bien, el tiempo no espera por nadie, nosotros…

Pero había desaparecido disuelto en el aire que me rodeaba. Recapitulé un momento y saqué el pulgar para llamar al Jaguar que se aproximaba. El coche frenó y se detuvo, y el conductor, evidentemente ignorando el accidente que estaba a punto de producirse, sonrió y me pidió que subiese.

No dije nada, subí y salimos.

—Lo he recogido esta misma mañana —comentó, más para sí mismo que para mí—. Tres coma ocho litros con triple carburador DCOE Webers. Seis cilindros de motor… ¡Una belleza!

—Cuidado con el ciclista —dije cuando tomamos la curva. El conductor pisó el freno y esquivó al hombre que iba en bicicleta.

—¡Malditos ciclistas! —exclamó—. Son un peligro para sí mismos y para todos los demás. ¿Adónde va usted, señorita?

—Voy a… eh… a visitar a mi padre —le expliqué, bastante sinceramente.

—¿Dónde vive?

—En todas partes —respondí.

—La radio está muerta —anunció Bowden, dándole al micro y girando el botón—. Qué raro.

Recogí el billete de Skyrail mientras el vagón se aproximaba por la vía.

—¿Qué haces? —preguntó Bowden.

—Voy a subir al Skyrail; hay un neandertal con problemas.

—¿Cómo lo sabes?

Fruncí el ceño.

—En esta ocasión, digamos que es un déjà vu. Va a pasar algo… y yo estoy implicada.

Dejé a mi compañero y caminé con rapidez hacia la estación, le mostré el billete al revisor y subí los escalones de acero hasta la plataforma. Las puertas del vagón se abrieron con un silbido y entré, sabiendo exactamente qué hacer en esta ocasión.