Cinco coincidencias, siete Irmas Cohen
y un neandertal desconcertado
El experimento neandertal se concibió para crear lo que se denominaba de manera eufemística «contenedores de pruebas médicas», criaturas vivas lo más parecidas posible a los humanos sin que fueran legalmente humanas, recreadas a partir de células encontradas en un antebrazo de Homo Llysternef neanderthalensis conservado en un cenagal de turba cerca de Llysternef, Gales. El experimento fue un éxito rotundo. Por desgracia para la Goliath, incluso los técnicos médicos más crueles se negaron a realizar experimentos con seres inteligentes capaces de hablar, así que se entrenó al primer grupo de neandertales para ser «unidades de combate desechables», un proyecto que se desestimó en cuanto se descubrió la falta de instinto agresivo de los neandertales. Por consiguiente, se los liberó en la comunidad como mano de obra barata y se convirtieron en una forma apreciada de desgravar impuestos. Machos estériles con una esperanza de vida de unos cincuenta años pronto pasarán a formar parte de la creciente lista de «fracasos» de la industria genética.
GERHARD VON SQUIDM
Neandertales: de vuelta tras una breve ausencia
Las coincidencias son fenómenos extraños. Me gusta la referida a sir Edmund Godfrey, a quien en 1678 encontraron asesinado y abandonado en una cuneta de Greenberry Hill, Londres. Arrestaron y acusaron del crimen a tres hombres: el señor Green, el señor Berry y el señor Hill. Mi padre me había contado que, por lo general, no creaba ningún problema pasar de las coincidencias: no eran más que el descubrimiento aleatorio de un hecho pertinente entre un millón de posibles interconexiones diarias. «Para a un desconocido en la calle —me decía—, y rebuscad en vuestro pasado. No tardaréis en encontrar una coincidencia asombrosa imposible-de-atribuir-al-azar.»
Supongo que tenía razón, pero no explicaba cómo era posible que dos pinchazos frente a la estación, una radio rota, un billete caído del cielo y un Skyrail llegando en el preciso momento salieran juntos de la nada.
Entré en el único vagón del Skyrail y me senté delante. Las puertas se cerraron con un suspiro y nos deslizamos sin fricción sobre los lagos Cerney mientras atravesábamos Wessex. Estaba allí por alguna razón, me decía, y miraba a mi alrededor buscando cuál podía ser. El conductor neandertal del Skyrail tenía la mano sobre el acelerador y miraba el paisaje distraídamente. Se le agitaban las cejas y, ocasionalmente, olisqueaba el aire. El vagón iba casi vacío; siete personas, todas mujeres y ninguna conocida.
—Tres vertical —exclamó una mujer bajita que miraba un periódico doblado, a medias para sí y a medias para las demás—. ¿Dispuesta siempre a curiosear? Once letras.
Nadie respondió. Seguimos moviéndonos y dejamos atrás la estación Cricklade sin parar, para disgusto de una mujer enorme vestida con ropa cara que se enfadó visiblemente y apuntó al conductor con el paraguas.
—¡Eh, tú! —aulló como un capitán durante una tormenta—. ¿Qué haces? ¡Quería bajar en Cricklade, maldito seas!
El conductor no pareció notar el insulto y murmuró una disculpa. Lo que evidentemente no fue suficiente para la mujer chillona y ofensiva, que usó el paraguas para golpear en las costillas al pequeño neandertal. Él no gritó de dolor; se limitó a hacer una mueca, cerrar la puerta del conductor y asegurarla con el cierre. Le quité el paraguas a la mujer, que conmocionada y horrorizada por mi acción gritó:
—¿Qué…?
—No lo haga —le dije—, es desagradable.
—¡Majaderías! —dijo entre carcajadas, de forma estridente y molesta—. ¡No es más que un neandertal!
—Entrometida —dijo una de las pasajeras taxativa, mirando fijamente un anuncio de Gravetubo que se encontraba a la altura de los ojos.
La mujer desagradable y yo la miramos, preguntándonos a quién se refería. Nos miró, ruborizada, y dijo:
—No, no. Once letras. Tres vertical. Dispuesta siempre a curiosear. Entrometida.
—Muy buena —murmuró la dama del jeroglífico garabateando la respuesta.
Miré a la mujer bien vestida, quien me devolvió la mirada con malevolencia.
—Vuelva a chinchar al neandertal y la arrestaré por agresión.
—Resulta que sé que a los neandertales se los considera legalmente animales —dijo la mujer mordaz—. ¡Puedes agredir a un neandertal de la misma forma que puedes agredir a un ratón!
Empezaba a ponerme furiosa… lo que es siempre mala señal. Probablemente acabase cometiendo alguna estupidez.
—Quizá —respondí—, pero puedo arrestarla por crueldad, por alteración del orden y por lo que se me vaya ocurriendo.
Pero la mujer no se dejó intimidar en lo más mínimo.
—Mi esposo es juez de paz —anunció, como si aquello fuese un as en la manga—. Puedo ponerle las cosas muy difíciles. ¿Cómo se llama?
—Next —le dije sin vacilar—. Thursday Next. OE-27.
Parpadeó mínimamente y dejó de rebuscar papel y lápiz en el bolso.
—¿La Thursday Next de Jane Eyre? —preguntó, cambiando abruptamente de humor.
—La vi en la tele —dijo la mujer del crucigrama—. Debo decir que parece un poco obsesionada con su dodo. ¿Por qué no habló de Jane Eyre, la Goliath y sobre acabar con la guerra de Crimea?
—Créame, lo intenté.
El Skyrail dejó atrás la estación Broad Blunsdon y las pasajeras suspiraron al unísono, emitieron ruiditos de desaprobación y se encogieron de hombros.
—En la administración del Skyrail me van a oír —dijo una mujer corpulenta y con un dedo de maquillaje que sostenía un pequinés con cara de pocos amigos—. Una buena cura para la insubordinación es…
Tuvo que cortar el discurso cuando el neandertal aceleró de pronto. Llamé a la pesada puerta de plástico y grité:
—¿Qué pasa, amigo?
—¡Abre la puerta de inmediato! —exigió la mujer bien vestida, blandiendo el paraguas. Pero ese día el neandertal se había cansado de que le pinchasen con un paraguas.
—Ahora nosotros nos vamos a casa —se limitó a decir, mirando hacia delante.
—¿Nosotros? —repitió la mujer—. No, no vamos a casa. Yo vivo en Crick…
—Quiere decir yo —le dije—. Los neandertales no usan el pronombre en primera persona del singular.
—¡Vaya una estupidez! —respondió, y profirió algunos insultos más antes de arrastrarse de regreso a su asiento. Yo me acerqué más al conductor.
—¿Cómo te llamas?
—Kaylieu —respondió.
—Vale. Bien, Kaylieu, quiero que me digas cuál es el problema.
Hizo una pausa mientras llegaba a la parada de naves aéreas de Swindon y pasaba de largo. Vi otro tren que habían desviado a un lado y a varios empleados de Skyrail haciéndonos gestos, por lo que sólo era cuestión de tiempo que las autoridades supiesen qué pasaba.
—Queremos ser reales.
—¿Day’s hurt? —murmuró la mujer rechoncha del fondo, todavía chupando el extremo del lápiz y mirando el crucigrama.
—¿Qué ha dicho? —dije.
—¿Day’s hurt? —repitió—. Nueve vertical; ocho letras… creo que es un anagrama.
—No tengo ni idea —respondí, antes de volver a concentrarme en Kaylieu—. ¿Qué quieres decir con reales?
—No somos animales —anunció la pequeña y en su día extinta variedad de humano—. Queremos ser una especie protegida… como el dodo, el mamut… y vosotros. Queremos hablar con el jefe máximo de la Goliath y con alguien de Toad News.
—Veré qué puedo hacer.
Fui al fondo del vagón y descolgué el teléfono de emergencias.
—¿Hola? —le dije a la operadora—. Al habla Thursday Next, OE-27. Tenemos una emergencia en el tren número, eh, 6-1-7-4.
Cuando le conté a la operadora lo que pasaba, respiró hondo y me preguntó cuánta gente había conmigo y si alguien estaba herido.
—Siete mujeres, yo y el conductor; todos estamos bien.
—No olvide a Pixie Frou-Frou —dijo la mujer grande.
—Y un pequinés.
La operadora me dijo que estaban dejando libres todas las vías que teníamos por delante; tendríamos que intentar mantener la calma y nos volvería a llamar. Intenté decirle que la situación no era mala, pero ya había colgado.
Volví a sentarme junto al neandertal. Con la mandíbula apretada, miraba fijamente al frente. Aferraba la palanca de aceleración con los nudillos blancos. Nos aproximamos al cruce de Wanborough, atravesamos la M4 y nos dirigimos al oeste. Una de las pasajeras jóvenes me miró a los ojos; tenía miedo.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Irma —respondió—. Irma Cohen.
—¡Bobadas! —dijo la mujer del paraguas—. ¡Yo me llamo Irma Cohen!
—Yo también —dijo la mujer del pequinés.
—¡Y yo! —exclamó la delgada del fondo. Quedó claro, tras un breve intercambio de gritos frenéticos y de «¡oh, vaya cosas!» y «¡nunca lo hubiese creído!», que en el Skyrail, excepto yo, Kaylieu y Pixie Frou-Frou, todas se llamaban Irma Cohen. Algunas incluso eran parientes lejanas. Era toda una coincidencia… la mejor de todas las de ese día.
—Thursday —dijo la mujer rechoncha.
—¿Sí?
Pero no me hablaba a mí; apuntaba la respuesta: Day’s hurt — Thursday. Era un anagrama.
Sonó el teléfono de emergencia.
—Habla Diana Thuntress, negociadora de OE-9 —dijo una voz metódica—. ¿Con quién hablo?
—Di, soy yo, Thursday.
Una pausa.
—Hola, Thursday. Anoche te vi en la tele. Parece que los problemas te persiguen, ¿no? ¿Cómo está la cosa?
Miré al pequeño y despreocupado grupo de viajeras, que se estaban enseñando fotos de sus niños. Pixie Frou-Frou se había quedado dormido y la Irma Cohen del crucigrama se concentraba en el seis horizontal: la despedida.
—Están bien. Un poco aburridas, pero sin problemas.
—¿Qué quiere el responsable?
—Quiere hablar con alguien de la Goliath sobre la autoposesión de especies.
—Espera… ¿es un neandertal?
—Sí.
—¡No es posible! ¿Un neandertal está siendo violento?
—Aquí no hay violencia, Di… sólo desesperación.
—Mierda —murmuró Thuntress—. ¿Qué se yo de tratar con neandertales? Tendremos que llamar a uno de los neandertales de OpEspec.
—También quiere ver a un periodista de Toad News. —Silencio al otro lado—. ¿Di?
—¿Sí?
—¿Qué le digo a Kaylieu?
—Dile que… eh… que Toad News pone a su disposición un coche para llevarle al laboratorio genético de la Goliath en las montañas Preselli, donde el jefe de la Goliath, el genetista jefe y un equipo de abogados le esperan para acordar las condiciones.
En lo que a mentiras se refería, era toda una artista.
—¿Hacer eso es lo correcto? —pregunté.
—No hay nada «correcto», Thursday —respondió Diana—. No desde que tomó el control del Skyrail. Ahí hay ocho vidas. No hace falta ser el ganador de ¡Nombra esa fruta! para darse cuenta de lo que tenemos que hacer. Sea un neandertal pacífico o no, cabe la posibilidad de que haga daño a una pasajera.
—¡No seas ridícula! ¡Ningún neandertal le ha hecho nunca daño a nadie!
—No nos vamos a arriesgar, Next. Así lo haremos: vamos a desviaros por la línea de Cirencester. En Cricklade tendremos apostados agentes de OE-14. Tan pronto como se detenga, me temo que no tendremos más alternativa que dispararle. Quiero que te asegures de que las pasajeras están todas al fondo del vagón.
—¡Diana, eso es una locura! ¿Vais a matarle porque se llevó a un puñado de viajeras descerebradas a dar una vuelta por Swindon?
—La ley es muy estricta con los secuestradores, Next.
—Él no es un secuestrador, Di. ¡No es más que un extinguido confundido!
—Lo lamento… Esto no está en tus manos.
Colgué justo cuando desviaban el tren hacia Cirencester. Pasamos volando por la estación de Shaw, para sorpresa de los viajeros que esperaban, y pronto nos dirigíamos de nuevo al norte. Volví con el conductor.
—Kaylieu, debes parar en Purton.
Gruñó una respuesta, pero dio muy pocas señales de estar feliz o triste; nosotros apenas podíamos entender las expresiones faciales neandertales. Me miró un momento y me preguntó.
—¿Tiene hijos?
Cambié rápidamente de tema. Haber sido secuenciados estériles era la principal causa de queja de los neandertales contra sus amos sapiens. En unos treinta años el último de los neandertales experimentales moriría de viejo. A menos que la Goliath secuenciase algunos más, ahí acabaría todo. Volverían a extinguirse… Era poco probable que ni siquiera nosotros lográsemos algo así.
—No, no, no tengo —respondí con rapidez.
—Ni nosotros —respondió Kaylieu—, pero usted puede elegir. Nosotros no. Nunca tendrían que habernos traído de vuelta. No para esto. No para llevar bolsas para los sapiens, sin tener hijos y para recibir golpes de paraguas.
Miró desolado a la nada… quizá contemplase una vida mejor treinta mil años antes, cuando era libre para cazar grandes herbívoros desde la relativa seguridad de una cueva ventosa. Para Kaylieu el hogar era volver a la extinción… al menos para él. No quería hacernos daño a ninguna de nosotras y jamás lo haría. Tampoco podía hacerse daño a sí mismo, así que confiaría en que OpEspec lo hiciese por él.
—Adiós.
Me sobresaltó la contundencia de la despedida pero, al volverme, comprobé que no se trataba más que de la señora Cohen apuntando la última palabra de su crucigrama.
—La despedida —murmuró feliz—. Adiós. ¡Se acabó!
No me gustaba; no me gustaba en absoluto. Las tres respuestas a las pistas del crucigrama habían sido «entrometida», «Thursday» y «adiós». Más coincidencias. Sin el pinchazo por partida doble y sin el imprevisto billete ni siquiera habría estado allí. Todas las pasajeras se apellidaban Cohen y, para remate, lo del crucigrama. ¿Pero adiós? Si todo salía según los planes de OpEspec, la única persona que merecería esa palabra sería Kaylieu. A pesar de todo tenía otras cosas de las que preocuparme cuando pasamos Purton de largo. Les pedí a todas que se trasladaran al fondo del vagón y, una vez que lo hubieron hecho, regresé con Kaylieu a la parte delantera.
—Escúchame, Kaylieu. Si no hace ningún gesto amenazador es posible que no abran fuego.
—Ya lo hemos pensado —dijo el neandertal, y se sacó de la túnica una automática de imitación—. Dispararán —dijo mientras la estación Cricklade aparecía a la vista, a menos de un kilómetro—. La tallamos a partir de una pastilla de jabón… de jabón Dove[13] —añadió—. Nos pareció irónico.
Nos aproximábamos a Cricklade a toda velocidad; veía los vehículos de OpEspec 14 aparcados en la carretera y los equipos especiales vestidos de negro esperando en el andén. A cien metros, la energía del Skyrail se cortó de pronto y el tren se deslizó, sin potencia, hacia la estación. La puerta del compartimento del conductor se abrió y entré, agarré la pistola jabonosa de Kaylieu y la lancé al suelo. No iba a morir… no mientras yo pudiese evitarlo. Entramos en la estación. Los agentes de OE-14 abrieron las puertas y evacuaron con rapidez a todas las Irmas Cohen. Rodeé a Kaylieu con los brazos.
—¡Aléjese del tal! —dijo una voz a través de un megáfono.
—¿Para poder dispararle? —grité.
—Ha amenazado la vida de las viajeras, Next. ¡Es un peligro para la sociedad civilizada!
—¿Civilizada? —grité con furia—. ¡Mírense!
—¡Next! —dijo la voz—. Apártese. ¡Es una orden directa!
—Debe hacer lo que dicen —dijo el neandertal.
—Por encima de mi cadáver.
En respuesta se oyó un ligero chasquido y un solitario agujero de bala apareció en el parabrisas de la cabina. Alguien había decidido que podía encargarse de Kaylieu. Me puse furiosa e intenté gritar de rabia, pero no surgió nada de mis labios. Sentí las piernas débiles y caí al suelo convertida en un guiñapo, el mundo se volvió gris a mi alrededor. Ni siquiera sentía las piernas. Oí a alguien gritar:
—¡Un médico!
Y lo último que vi antes de que la oscuridad me rodease fue el ancho rostro de Kaylieu mirándome. Tenía lágrimas en los ojos y con la boca formaba las palabras: «Lo lamentamos. Lo lamentamos mucho, mucho.»