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Cardenio desencadenado

Cardenio se representó en la corte, en el año 1613. Se inscribió en el registro en 1653 como «obra del señor Fletcher y Shakespeare» y, en 1728, Theobald Lewis publicó su Double Falsehood, obra que afirmaba haber escrito basándose en una vieja copia para el apuntador de Cardenio. Dada su mediocridad y su negativa a presentar el manuscrito original, la afirmación parece dudosa. Cardenio era el nombre del personaje de ficción del Don Quijote de Cervantes que se enamora de Luscinda, cuya historia narraba supuestamente la obra de Shakespeare. Pero jamás lo sabremos. No se conserva ni un solo fragmento.

MILLON DE FLOSS

Cardenio: fácilmente llega, fácilmente se va

Unos minutos más tarde doblábamos por una calle cercana al nuevo estadio de cróquet de treinta mil localidades.

—¿Cuántos textos originales de Shakespeare existen actualmente en el planeta? —le pregunté a Bowden.

—Cinco firmas, tres páginas de revisiones de Tomás Moro y el fragmento de El rey Lear que se descubrió en 1962 —me dijo—. Para ser alguien tan influyente, no sabemos casi nada sobre él. De no haberse completado el primer folio cuando se completó, nos faltarían dieciséis obras más.

No pensé en contarle a Bowden lo que mi padre me había dicho sobre la verdadera autoría del canon de Shakespeare; era una revelación que el mundo podía seguir ignorando.

Bowden aparcó el coche en una calle de casas adosadas. Lo cerró y llamamos al timbre del número 216. Al cabo de un instante una mujer rubicunda de mediana edad nos abrió la puerta. Iba recién peinada y emperifollada con lo que ella pero nadie más debía considerar sus mejores galas.

—¿Señora Hathaway34? —¿Sí?

Le mostramos la placa.

—Cable y Next, detectives literarios de Swindon. ¿Nos ha llamado esta mañana?

La señora Hathaway34 sonrió y nos hizo pasar entusiasmada. No había un palmo de pared que no estuviera ocupado por un retrato de Shakespeare, un cartel enmarcado, un grabado o una placa conmemorativa. Estaba claro que era una verdadera aficionada. Si no fanática, poco le faltaba.

—¿Les apetecería una taza de té? —preguntó Hathaway34.

—No gracias, señora. ¿Dice que tiene un ejemplar del Cardenio?

—¡Claro que sí! —dijo entusiasmada, para añadir con un guiño—: La obra perdida de Will apareciendo de pronto como salida de una caja sorpresa debe de haber sido desconcertante para ustedes, ¿no?

No le dije que la frecuencia de la estafa del Cardenio era semanal.

—Nos pasamos el día desconcertados, señora Hathaway34.

—¡Llámenme Anne! —dijo mientras abría un cajón y delicadamente sacaba un libro envuelto en papel rosa. Con reverencia nos lo puso delante—. Lo compré en una venta callejera la semana pasada —nos confió—. No creo que el propietario supiese que tenía un ejemplar de la obra perdida de Shakespeare entre novelas sin leer de Daphne Farquitt y ejemplares atrasados de revistas. —Se inclinó—. Me hice con él por un precio irrisorio, ¿saben? —Rió—. Creo que es el hallazgo más importante desde el del fragmento de El rey Lear —añadió jubilosa, llevándose las manos al pecho y mirando con adoración el grabado del Bardo que había sobre la chimenea—. El fragmento, escrito de puño y letra por Will, abarcaba sólo dos líneas de diálogo entre Lear y Cordelia. ¡Se subastó por 1,8 millones! ¡Piensen en lo que podría valer el Cardenio!

—Un Cardenio auténtico no tendría precio, señora —dijo Bowden con amabilidad, recalcando lo de auténtico.

Cerré la tapa. Había leído lo suficiente.

—Lamento decepcionarla, señora Hathaway34

—Anne. Llámeme Anne.

—Anne. Me temo que se trata de una falsificación.

No se inmutó.

—¿Está segura, querida? No ha leído mucho.

—Me temo que sí. La rima, la métrica y la gramática no coinciden con las de ninguna obra conocida de Shakespeare.

—Will era muy adaptable, señorita Next… ¡No creo que una ligera desviación de la norma tenga demasiada importancia!

—Creo que no lo comprende —respondí, intentando ser todo lo delicada posible—. Ni siquiera es una buena falsificación.

—¡Bien! —dijo Anne, indignada por el agravio—. El proceso de autentificación es muy difícil. ¡Tendré que buscar una segunda opinión!

—Tiene todo el derecho a hacerlo, señora —respondí lentamente—, pero, consulte a quien consulte, obtendrá la misma respuesta. No se trata sólo del texto. Verá, Shakespeare jamás escribió sobre papel pautado a bolígrafo, e incluso en caso de haberlo hecho, dudo que hubiese situado a Cardenio buscando a Luscinda en Sierra Morena al volante de un Range Rover.

—¿Y eso qué importa? —respondió furiosa la señora Hathaway34—. En Julio César salen muchos relojes y el reloj no se inventó hasta mucho después; creo que Shakespeare introdujo el Range Rover por la misma razón; un anacronismo literario, ¡de eso se trata!

Nos acompañó a la puerta.

—Nos gustaría que viniese con nosotros y realizase una declaración. Le mostraremos algunas fotografías de fichados, a ver si podemos identificar al responsable de esto.

—¡Tonterías! —dijo con altanería—. Lamento comprobar que los detectives literarios de Swindon son claramente incapaces de reconocer una verdadera obra maestra. Buscaré una segunda opinión y, si es necesario, una tercera y una cuarta… o las que hagan falta. ¡Buenos días, agentes!

Y abrió la puerta, nos echó y la cerró de un portazo.

No tenía nada de raro. La semana anterior casi me habían pegado por sugerir que una grabación ruidosa de William Hazlitt era casi con seguridad una falsificación porque los dispositivos de grabación no existían a principios del siglo XIX. El propietario, molesto, me explicó que sí, que sabía que era raro que estuviese grabada en ocho pistas, pero incluso así tuve que mostrarme firme.

—Nace uno por minuto —murmuró Bowden mientras íbamos hacia el coche.

—Y que lo digas. Vaya… qué interesante.

—¿Qué?

—No mires, pero calle arriba hay un Pontiac negro. Cuando hemos salido hacia aquí estaba aparcado delante del edificio de OpEspec.

Bowden dio un vistazo rápido en esa dirección mientras entrábamos en el coche.

—¿Lo has visto? —pregunté una vez dentro.

—¿La Goliath?

—Podría ser. Probablemente siguen cabreados por haber perdido a Jack Schitt en «El cuervo».

—Probablemente —respondió Bowden, tomando por la carretera.

Miré por el espejito el automóvil negro del que nos separaban otros tres vehículos.

—¿Sigue con nosotros? —preguntó Bowden.

—Sí. Veamos qué quieren. Gira a la izquierda, luego otra vez a la izquierda y déjame bajar. Continúa unos cien metros y para.

Bowden dejó que me apeara como le había pedido, aceleró hasta pasada la siguiente esquina y se detuvo, bloqueando la calle. Me metí detrás de un coche aparcado y, como esperaba, el enorme Pontiac negro me dejó atrás. Dobló la siguiente esquina, se detuvo de pronto al ver a Bowden y dio marcha atrás. Di unos golpecitos en la luna tintada y enseñé la placa. El conductor, evidentemente, pensó que engañarme sería lo más práctico.

—Aquí estoy —le dije tan pronto como bajó la ventanilla—. ¿Qué queréis?

El conductor me miró.

—Parece que nos hemos equivocado al girar, señorita. ¿Puede indicarnos el camino al Emporio Dodo de Pete y Dave?

No me impresionó nada la trola, pero aun así sonreí. Eran tan OpEspec como yo.

—Podemos perderos con toda facilidad, chicos. ¿Por qué no me decís quiénes sois? Nos llevaremos todos mucho mejor, creedme.

Los dos hombres se miraron, asintieron con resignación y me enseñaron la placa. Eran de OE-5, la misma Unidad de Búsqueda y Confinamiento a la que yo pertenecía cuando nos enfrentamos a Hades.

—¿De OE-5? —pregunté—. ¿El antiguo grupo de Tamworth?

—Me llamo Phodder —dijo el conductor—. Mi compañero se llama Kannon. Los de OE-5 hemos sido transferidos.

—¿Significa eso que Acheron Hades está oficialmente muerto?

—Ese caso nunca estará cerrado del todo… Pero Acheron no era más que la tercera mente criminal en importancia del planeta.

—¿Entonces a quién o qué buscáis?

—Es confidencial. Tu nombre apareció en la investigación preliminar. Dime, ¿recientemente te ha sucedido algo raro?

—¿A qué te refieres con eso de raro?

—Inusual. Fuera de lo corriente. Algo que se salga de los parámetros de la normalidad. Un suceso sin precedentes.

Pensé un momento.

—No.

—Bien —dijo el señor Phodder—, si te pasa algo así, ¿querrías llamarnos a este número?

—Claro.

Miré la tarjeta, les deseé buenos días y volví con Bowden. Al cabo de poco íbamos en dirección norte por la carretera de Cirencester. Al Pontiac no se lo veía por ninguna parte. Le expliqué a Bowden quiénes eran y él alzó la ceja para decir:

—Qué siniestro. ¿Alguien peor que Hades?

—Cuesta creerlo, ¿verdad? ¿Adónde vamos ahora?

—A Vole Towers.

—¿En serio? —respondí, un tanto sorprendida—. ¿Por qué alguien tan eminente y respetable como lord Volescamper iba a implicarse en una estafa de Cardenio?

—Ni pajolera idea. Es compañero de golf de Braxton, así que puede que se trate únicamente de política. Será mejor que no lo rechacemos de inmediato ni le hagamos quedar como un idiota… de otro modo sólo conseguiremos que el jefe nos machaque.

Entramos por las puertas ajadas y oxidadas de Vole Towers y avanzamos por el largo camino de entrada, más de hierbajos que de gravilla. Paramos delante de la impresionante mansión neogótica que pedía a gritos una restauración y lord Volescamper salió a recibirnos. Era un hombre alto y delgado de pelo gris y porte grave. Vestía un par de viejos pantalones de espiguilla y blandía unas tijeras de podar como si fuesen un sable de caballería.

—¡Malditas zarzas! —murmuró cuando nos estrechaba la mano—. Miren, crecen hasta cinco centímetros por día, ¿lo sabían?; sinvergüenzas inexorables que amenazan con tragarse todo lo que conocemos y amamos… La verdad es que se parecen un poco a los anarquistas. Usted es Next, ¿verdad? Creo que nos conocimos en la boda de mi sobrina Gloria… ¿Con quién se casó?

—Con mi primo Wilbur.

—Ahora me acuerdo. ¿Quién fue aquel viejo patético que se puso en evidencia en la pista de baile?

—Creo que fue usted, señor.

Lord Volescamper se lo pensó un momento y se miró los pies.

—¡Por amor del cielo! Fui yo, ¿no? La vi en la tele anoche. Mire, fue difícil lo del libro de la Brontë, ¿eh?

—Muy difícil —le aseguré—. Este es Bowden Cable, mi compañero.

—¿Cómo está usted, señor Cable? Se ha comprado uno de los nuevos Griffin Sportina, por lo que veo. ¿Cómo lo encuentra?

—Suelo encontrarlo donde lo dejo, señor.

—¿En serio? Pero pasen. Victor los envía, ¿no?

Seguimos a Volescamper mientras entraba arrastrando los pies en la decrépita mansión. Pasamos al salón principal, generosamente decorado con las cabezas de varios antílopes, disecadas y montadas sobre escudos de madera.

—En tiempos pasados en la familia había prodigiosos cazadores —explicó Volescamper—. Pero yo no me dedico a eso. A mi padre le encantaba matar y disecar todo tipo de bichos. Insistió en que cuando muriera también lo disecaran. Está ahí mismo.

Nos detuvimos en el descansillo y Bowden y yo pudimos admirar con interés al conde fallecido. Con su arma favorita apoyada en el brazo y su fiel perro a los pies, miraba con ojos inexpresivos desde el armero. Se me ocurrió que lo apropiado hubiese sido que montaran su cabeza y hombros sobre un escudo de madera, pero no me pareció cortés decirlo. En lugar de eso dije:

—Parece muy joven.

—Es que lo era. Tenía cuarenta y tres años y ocho días. Lo arrolló un antílope.

—¿En África?

—No. —Volescamper suspiró nostálgico—. En la A30, cerca de Chard, una noche del año 1934. Paró el coche porque había un venado con una cornamenta espléndida tendido en medio de la carretera. Mi padre salió a echar un vistazo y… bien, no tuvo la más mínima oportunidad. La manada surgió de la nada.

—Lo lamento.

—Es irónico —dijo Volescamper—, pero ¿saben?, lo realmente extraño es que cuando la manada de antílopes hubo pasado, el imponente ciervo también había desaparecido.

—Debía… debía de estar simplemente aturdido —aventuró Bowden.

—Sí, sí, supongo —respondió Volescamper con voz ausente—. Supongo que sí. Pero bueno, mi padre no es lo que les interesa a ustedes. ¡Vengan!

Y diciendo esto avanzó decidido por el pasillo que llevaba a la biblioteca. Tuvimos que ir al trote para alcanzarle, pero cualquier duda sobre el valor de la colección Volescamper se esfumó con rapidez. Las puertas de la biblioteca eran de acero reforzado.

—Oh, sí —dijo Volescamper siguiendo mi mirada—. Miren, la vieja biblioteca vale unos cuantos peniques… Me gusta tomar precauciones. No se dejen engañar por el revestimiento interior de roble… a todos los efectos la biblioteca es una enorme caja fuerte.

No era algo inusual; la biblioteca Bodleian era como Fort Knox… y el propio Fort Knox había sido reconvertido para proteger las obras más importantes de la Biblioteca del Congreso.

Entramos y noté que a Bowden se le iluminaban los ojos cuando vio la colección de antiguos libros y manuscritos.

—Entonces, usted no ha comprado Cardenio recientemente ni nada parecido, ¿verdad? —pregunté, sintiendo de pronto que quizá mí rechazo inicial había sido precipitado.

—Por amor de Dios, no. Miren, lo encontramos el otro día mientras catalogábamos parte de la biblioteca privada de mi tatarabuelo Bartholomew Volescamper. Yo ni siquiera sabía que lo tuviera. Éste es el señor Swaike, mi asesor de seguridad.

Un hombre corpulento con expresión seria había entrado en la biblioteca. Nos miró con suspicacia mientras Volescamper nos presentaba. Colocó luego sobre la mesa un volumen de páginas mal cortadas encuadernado en piel.

—¿En qué tipo de cuestiones de seguridad asesora usted, señor Swaike? —preguntó Bowden.

—En personal y seguros. La biblioteca está sin catalogar y no está asegurada. Las bandas criminales podrían considerarla un blanco deseable a pesar de las medidas evidentes de seguridad. El Cardenio no es más que uno de los doce libros que ahora mismo conservo en una caja de seguridad dentro de la biblioteca cerrada.

—No se lo reprocho, señor Swaike —respondió Bowden.

Acerqué una silla y miré el manuscrito. A primera vista, tenía buen aspecto, por lo que rápidamente me puse un par de guantes de algodón, algo que ni siquiera me había molestado en hacer con el Cardenio de la señora Hathaway34. Examiné la primera página. La letra era muy similar a la de Shakespeare y el papel, no cabía duda, fabricado a mano. Olí la tinta y el papel. Todo parecía muy auténtico, pero ya había visto buenas falsificaciones otras veces. Muchos académicos eran lo suficientemente versados en Shakespeare, historia isabelina, gramática y ortografía como para intentar realizar una falsificación, aunque ninguno de ellos había poseído nunca el ingenio y el encanto del propio Bardo. Victor solía decir que falsificar la obra de Shakespeare era imposible porque el acto de copiar era inherentemente incompatible con la creación inspirada; digamos que la mente aplastaba al corazón. Pero cuando volví la página y leí la lista de personajes, algo se agitó en mi interior: los nervios de la anticipación mezclados con cierta aprensión. Ya había leído cincuenta o sesenta Cardemos, pero… Volví la página y leí el monólogo inicial de Cardenio.

—«Debes saber tú, mi amor, los pesares que soporto…»

—Es una especie de Romeo y Julieta de treintañeros y en España, pero con aspectos cómicos y un final feliz —explicó Volescamper amablemente—. Venga, ¿les apetece un poco de té?

—¿Qué? Sí… gracias.

Volescamper nos dijo que nos dejaría encerrados por motivos de seguridad, pero que podíamos llamar al timbre si necesitábamos algo.

La puerta de acero se cerró con un golpe y nosotros leímos con creciente interés cómo el caballero Cardenio le hablaba al público de su primer amor, Luscinda, y de cómo había huido a las montañas, después de que ella se casase con el mentiroso Ferdinand, para convertirse en un desgraciado indigente harapiento.

—Dios bendito —murmuró Bowden por encima de mi hombro, un sentimiento con el que yo estaba completamente de acuerdo.

La obra, falsificación o no, era excelente. Seguía al monólogo inicial una visión retrospectiva de Cardenio, todavía sin harapos, y Luscinda escribiendo una serie de apasionadas cartas de amor en una versión isabelina de la pantalla dividida Rock Hudson/Doris Day, con Luscinda a un lado reaccionando a lo que Cardenio escribía al otro y viceversa. También tenía mucha gracia. Efectivamente, el mundo era un lugar más pobre sin la obra. Seguimos leyendo y supimos de los planes de Cardenio para casarse con Luscinda, luego de la exigencia del duque de que Cardenio se convirtiese en acompañante de su hijo Ferdinand, del desesperado encaprichamiento de Ferdinand por Dorothea, del viaje al pueblo de Luscinda, de cómo el amor de Ferdinand se transfirió a Luscinda…

—¿Qué opinas? —le pregunté a Bowden cuando llegamos a la mitad.

—¡Asombroso! Nunca había visto nada parecido.

—¿Es auténtico?

—Eso creo… Pero ya se han cometido errores en otras ocasiones. Copiaré la parte en la que Cardenio descubre que le han engañado y que Ferdinand planea casarse con Luscinda. Lo pasaremos por el Analizador de Métrica en la oficina.

Seguimos leyendo. Las frases, la versificación, el estilo… todo era puro Shakespeare. Estaba emocionada, pero también preocupada. Mi padre solía decir que cuando algo es demasiado increíble para ser cierto normalmente lo es. Bowden comentó que el manuscrito original de Eduardo II de Marlowe no había aparecido hasta los años treinta, pero aun así me sentía incómoda.

Aparentemente se habían olvidado del té y, a mediodía, justo cuando Bowden terminaba de copiar la escena de cinco páginas, una llave giró en la pesada puerta de acero. Lord Volescamper asomó la cabeza y anunció, un poco sin aliento, que debido a «compromisos anteriormente adquiridos» tendríamos que retomar el trabajo al día siguiente. Cuando salíamos de la casa llegaba una limusina Béntley. Volescamper nos dedicó un apresurado adiós antes de ir rápidamente a recibir al pasajero del coche.

—Bien, bien —dijo Bowden—. Mira quién es.

Un joven flanqueado por dos enormes guardaespaldas se apeó del automóvil y le estrechó la mano al entusiasmado Volescamper. Le reconocí al instante. Era Yorrick Kaine, el joven y carismático líder del marginal partido whig. Él y Volescamper subieron los escalones hablando animadamente y desaparecieron en el interior de Vole Towers.

Nos alejamos de la mansión enmohecida con sentimientos encontrados sobre lo que habíamos estado examinando.

—¿Qué opinas?

—Me da mala espina —dijo Bowden—. Muy mala. ¿Cómo es posible que algo como el Cardenio aparezca de pronto?

—¿En qué medida te da mala espina en la escala de mala espina? —le pregunté—. El uno es una sardinita y el diez un tiburón ballena.

—Las ballenas no son peces, Thursday.

—Un tiburón ballena lo es… más o menos.

—Vale, me da tan mala espina como un pececillo de plata.[12]

—Un pececillo de plata no es un pez —le dije.

—Entonces, una estrella de mar.

Sigue sin ser un pez.

—¿Un lepisma?

—Vuelve a probar.

—Mantenemos una conversación muy extraña, Thursday.

—Te estoy tomando el pelo, Bowden.

—Oh, ya veo —respondió cayendo en la cuenta—. Niñerías.

El escaso sentido del humor de Bowden no era necesariamente algo malo. Después de todo, nadie de OpEspec tiene realmente mucho sentido del humor. Pero él consideraba socialmente necesario tenerlo, por lo que yo hacía lo posible por contribuir a su causa. El problema radicaba en que Bowden podía leer Tres hombres en una barca sin sonreír en ningún momento y consideraba a P. G. Wodehouse infantil, por lo que yo sospechaba que su enfermedad venía de lejos y era permanente.

—El tensionólogo me propuso que probase con monólogos cómicos —dijo Bowden, observando mi reacción con atención.

—Bien. «¿Cómo encuentra el Sportina?/Suelo encontrarlo donde lo dejo, señor», ha sido un buen comienzo —le dije.

Me miró extrañado. No había sido un chiste.

—Me he apuntado a la noche de talentos de la Sepia Feliz, el lunes. ¿Quieres oír mi número?

—Soy todo oídos.

Se aclaró la garganta.

—Vienen tres osos hormigueros, sabes, y entran en…

Se oyó un estallido, el coche escoró y oí un golpeteo rápido.

—¡Maldita sea! —murmuró Bowden—. Una rueda pinchada.

Se oyó otro estallido como el primero. Entramos en el aparcamiento de la parada de South Cerney del Skyrail.

—¿Dos pinchazos seguidos? —murmuró Bowden mientras salíamos. Nos miramos con curiosidad y luego estudiamos la carretera. No parecía que nadie más tuviese problemas; el tráfico iba y venía con toda tranquilidad.

—¿Cómo es posible que dos ruedas estallen al mismo tiempo?

—Simple mala suerte, supongo. —Me encogí de hombros.

—La radio está muerta —anunció Bowden, dándole al micro y girando el botón—. Qué raro.

—Buscaré una cabina —le dije—. ¿Tienes suelto…?

Me detuve porque me di cuenta de que había un billete junto a mi pie. Cuando lo recogía un tren del Skyrail se acercó sobre sus raíles de acero, como si todo estuviese previsto.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Bowden.

—Un pase de día para el Skyrail —repuse, pensativa—. Voy a subirme al Skyrail a ver qué pasa.

—¿Por qué?

—Un neandertal tiene problemas.

—¿Cómo lo sabes?

Fruncí el ceño.

—No estoy segura. ¿Qué es lo opuesto a déjà vu; cuando ves algo que todavía no ha sucedido?

—No lo sé… ¿avant voir?

—Eso es. Va a pasar algo… y yo estoy implicada.

—Iré contigo.

—No, Bowden; si tú tuvieses que venir conmigo habríamos encontrado dos billetes. Te mandaré una grúa.

Dejé a mi compañero con expresión de confusión y corrí hacia la estación, le enseñé el billete al revisor y subí los escalones de acero hasta la plataforma situada a quince metros del suelo. Hubiese estado sola de no ser por una joven que sentada en un banco se repasaba el maquillaje en un espejito. Me miró un momento antes de que las puertas del tren silbasen al abrirse y yo entrase, preguntándome qué iba a pasar a continuación.