15:00, MIÉRCOLES, 14 DE MARZO DE 2012
Whitehall, Londres SW1.
—El propósito de esta reunión es diseñar la estrategia con la que enfrentarnos a un posible ataque terrorista en la ciudad de Londres —dijo Natasha Radcliffe, ministra del Interior, presidenta de la reunión de emergencia del COBRA—. Ahora que todos hemos leído este informe sobre los coches de Frank D’Cruz, ¿hay alguna sugerencia acerca de cómo tratar el asunto?
—Lo primero que deberíamos hacer es una inspección remota de los dos coches de Stratford —dijo Joyce Hunter, del MI5—. Esos dos coches están bajo una cúpula, frente al estadio, al sur del parque olímpico, que permanece cerrado por las noches. No se ven desde fuera. Los artificieros pueden enviar un vehículo por control remoto con el que descubrirán si hay algo por lo que preocuparse. Si encuentran algo inusual, pueden sacar las baterías, llevarlas a un lugar seguro y desmantelarlas.
—Y si encuentran algo feo en Stratford, ¿qué vamos a hacer con los coches que están en Bank y en St. Mary Axe? —preguntó Mervin Stanley, alcalde de Londres—. No va a quedar bien que despleguemos unidades antibombas en las calles de la City. Los mercados se desplomarían. Podría tener consecuencias globales.
—Para empezar, debemos conseguir un apagón de los medios —intervino Barbara Richmond, la ministra de Seguridad y Contraterrorismo—. Y un procedimiento de evacuación de esas zonas.
—Solo nos preocupan las baterías, ¿no es así? —comentó Natasha Radcliffe—. Al leer el informe, me ha parecido entender que los coches en sí están limpios. ¿De qué tipo de artefacto estaríamos hablando si fuera algo que está contenido en las baterías?
—Si tenemos en cuenta que no se detectaron en la inspección anterior de los artificieros, que ya buscaron todo tipo de artefactos, tiene que ser algo pequeño y estar preparado para que parezca la célula energética de la batería del coche, carecer de olor y de suministro aparente de energía —dijo Simon Deacon—. Lo que sobre todo preocupa al MI6 es que hemos conseguido establecer una cadena de información acerca de estos coches, que va de Frank D’Cruz a un conocido agente terrorista llamado Mahmood Aziz, antiguo ciudadano británico que, ahora, pretende ser el próximo Osama bin Laden.
»Como todos ustedes saben, ha habido cientos de violaciones de seguridad por material radioactivo desde la caída de la Unión Soviética. La que nos interesa en particular es una que fue detectada en una caravana de mulas que llevaba armas de contrabando y que iba de Tayikistán al norte de Afganistán en enero de este año. Por suerte, los estadounidenses consiguieron sacar de allí el material en un vuelo a Kabul antes de que la insurgencia atacara su puesto, ataque que se saldó con la muerte de todos los contrabandistas que habían capturado. Las armas iban de camino a la fortaleza que Mahmood Aziz tiene en Waziristán del Norte. La CIA confirmó que el vial que les arrebataron a los traficantes contenía material radioactivo.
—Así que hablamos de la fabricación de una bomba casera… —dijo Mervin Stanley.
—Ahora mismo, esa es nuestra preocupación —contestó Deacon.
Silencio.
—Es probable que el artefacto, si es que existe —apuntó Joyce Hunter para subirles la moral—, esté preparado con temporizadores y que, por si acaso lo descubrimos, disponga también del detonador necesario para ser activado desde un móvil.
—Entonces, ¿debe de haber alguien que vigila los coches para detectan si estamos investigándolos y activar la bomba con un móvil? —preguntó Stanley.
—Efectivamente —confirmó Hunter—. Instalaremos inhibidores de señal por Stratford antes de que los artificieros empiecen a trabajar. Si detectan algo raro, recomendaría que clausuremos la red móvil para que no puedan poner en práctica un contraprocedimiento.
—Eso no supondría demasiados problemas en un lugar como Stratford, aunque imagino que a los contratistas que trabajan allí día y noche no les hará ninguna gracia —dijo Stanley—. Ahora bien, si hacemos eso en el centro, cundirá el pánico y el mercado puede sufrir una reacción catastrófica. Lo único que no puede permitirse la ciudad de Londres, después de todo lo que hemos pasado estos últimos tres años, es una caída del mercado.
—Si explota una bomba casera en Bank, St. Mary Axe o Stratford, no quedará ciudad de Londres ni habrá Juegos Olímpicos —advirtió Natasha Radcliffe—. Será el final del mercado y el final de miles de millones de libras de ingresos en impuestos para Londres y para Gran Bretaña; que es por lo que, Mervin, descubriremos tanto como nos sea posible de los coches de Stratford y no nos meteremos con los del centro si los artificieros no expresan algún tipo de preocupación.
—Puede que parezca una pregunta idiota, pero, en caso de que haya un temporizador, ¿serán capaces los artificieros de determinar el día y la hora en los que las bombas van a explotar? —preguntó Stanley.
—En la vida real, las bombas no están equipadas con temporizadores como en Hollywood, con grandes números rojos y una cuenta atrás —respondió Hunter—. Los artificieros tendrán que localizarlos e investigarlos después.
—Es de suponer que los temporizadores de los coches de Stratford estén preparados para el mismo momento que los del centro, para que exploten simultáneamente —dijo el comisario general de la Policía Metropolitana—. Si supiéramos a qué hora están dispuestos para Stratford, sabríamos cuánto tiempo tenemos para encargarnos de los otros vehículos. Mientras tanto, deberíamos determinar qué estancias de todos los edificios que hay en la zona de Bank y St. Mary Axe tienen vistas a los coches. Y deberíamos situar agentes de paisano por la zona para ver si hay observadores interesados en los coches dentro del radio de acción.
—Al principio de este informe pone que Alyshia D’Cruz está ahora en manos de una banda asiática dedicada al tráfico de drogas y que, según Contraterrorismo, podría tener lazos con alQaeda —dijo Mervin Stanley—. Lo que no se menciona es si hay alguna relación entre que la tengan retenida y el momento en que van a explotar las bombas.
—Porque lo desconocemos. Por eso tenemos que ir con sumo cuidado —comentó Barbara Richmond—. Si esos lazos existen y se enteran de que intentamos liberar a Alyshia D’Cruz, podrían alertar a los terroristas y provocar que estos activen los artefactos.
Boxer volvió a casa de Isabel. El día estaba nublado y empezaba a oscurecer. Fue Rick Barnes quien le abrió la puerta.
—¿Alguna noticia?
—De los secuestradores, nada.
—¿Cómo va la investigación? He oído que han detenido a algunos sospechosos. Seguro que ya tienen alguna pista. ¿Hay grabaciones de las cámaras?
Barnes no dijo nada. Le ignoró.
—¿Dónde está Isabel?
—En la cocina —contestó Banks—. No va a decirle nada, ¿verdad? Solo conseguirá que esté más ansiosa.
—¿Tan cerca estáis?
Barnes asintió. Boxer pasó por delante de él. Isabel miraba la mesa. No tenía nada delante. Levantó la vista un tanto azorada.
—Eres tú —dijo. La esperanza había abandonado su rostro.
—Todo va a salir bien.
—No sé cómo puedes decir eso después de lo que hemos pasado.
—Es la montaña rusa, pero vamos a llegar al final del viaje y todo va a salir bien.
—¿Dónde has estado?
—Contrastando fuentes de información —explicó Boxer—. ¿Sabes dónde está Frank?
—Se ha trasladado al Savoy. Renovaron la suite real hace un par de años y, con trescientos veinticinco metros cuadrados y por diez mil libras la noche, ahora dice que prefiere esa a la del Ritz —respondió muy seca—. ¿Has estado con Deepak?
—Se lo he presentado al MI6. Ha sido de ayuda.
—¿Tiene algo que ver con lo de Alyshia?
—No exactamente. Ha venido a Londres a por ella, pero la información que nos ha dado tiene que ver con otra cosa.
—De nuevo me ocultas algo.
—Solo porque no guarda relación contigo —se justificó Boxer—. No tiene relevancia para la liberación de Alyshia.
—Así que Deepak está enamorado de ella. Por eso ha venido, ¿no?
—¿Tienes alguna objeción?
—Me caía bien, pero eso no quiere decir nada. Lo que importa es que le caiga bien a Frank.
—Yo me encargaré de eso.
—Eres un negociador nato.
—Piensa en positivo y mira hacia el futuro —dijo Boxer—. Ya te dije que me gusta estar donde las cosas importan.
—¿Ya has conseguido hablar con Amy?
La pregunta de la mujer lo cortó en dos.
—Se niega a hablar conmigo. La llamé a casa de mi madre, pero me colgó.
—Ella es lo que importa, Charles. Nada más. Te concentras en cosas que puedes controlar, mientras ese otro asunto se te va de las manos.
Después de ver que los demás miembros de su banda también estaban detenidos, de que Mercy le pusiera las imágenes de las cámaras de seguridad en las que aparecía la furgoneta Volkswagen Transporter en Branch Place y de que la fiebre le hubiera subido un grado más, la firmeza de Hakim Tarar acabó por quebrarse y le dio a Mercy la dirección de Boleyn Road en la que estaba la casa de Saleem Cheema. La policía estaba contenta. A Mercy no le habría gustado tener que ir a buscar a Ali Wattu, el dueño del vehículo. Habría sido arriesgado porque suponía que The Pride of Indus estaba cerca de donde tenían retenida a Alyshia y no quería alertar a los nuevos secuestradores bajo ninguna circunstancia.
A las seis de la tarde, una furgoneta de color azul con el rótulo DECORACIONES JACK ROMNEY en los lados entró en Boleyn Road y condujo hasta la casa donde vivía Saleem Cheema. Aparcó en la acera de enfrente, en un hueco que había un poco más allá de la casa. El conductor salió, se puso un abrigo sobre el mono lleno de pintura y se fue. En la parte de atrás había un equipo de vigilancia de la Policía Metropolitana.
Los dos hombres que estaban sentados dentro observaban un monitor en el que se veían las imágenes que transmitía la cámara dispuesta en la O de Romney. Durante la primera media hora no sucedió nada. Entonces se abrió la puerta de entrada de la casa y Saleem Cheema salió y giró a la derecha. El equipo de vigilancia avisó a los equipos de seguimiento de a pie, que se turnaban para seguir al hombre, que fue a la frutería y compró algo de fruta y verdura. Nadie se acercó a él.
La precaución de Mercy se vio recompensada porque el siguiente movimiento de Saleem Cheema fue dirigirse a la parte trasera del restaurante The Pride of Indus y coger la Volkswagen Transporter que había conducido la noche anterior. Avisaron a una unidad móvil para que le siguiera, pero fue a su propia casa, donde dio marcha atrás, la metió en el garaje, apagó el motor y entró en el interior del edificio.
A las seis y cuarto de la tarde, los cuatro miembros de la unidad de artificieros se pusieron los uniformes de seguridad G4S y los micros y, con inhibidores electrónicos, caminaron hasta los dos coches que estaban en las plataformas, bajo la cúpula que había fuera del estadio olímpico. Mantuvieron una conversación breve con el anterior turno de guardias de seguridad y dispusieron los inhibidores.
Habían decidido inspeccionar simultáneamente ambas baterías. Los dos equipos de artificieros estaban conectados entre ellos y también a la sala de operaciones que había montada en un vehículo aparcado a la entrada del parque olímpico. Abrieron las puertas delanteras de los coches y echaron los asientos hacia delante. Abrieron las puertas traseras, desanclaron los asientos de atrás y los doblaron hacia delante primero y hacia el suelo después. Aquello dejó a la vista las baterías, que eran la fuente de energía del coche. La inspección visual no reveló nada extraordinario y se retiraron al puesto de mando.
Dos técnicos, sentados hombro con hombro en el puesto de mando, empezaron a manejar por control remoto unos vehículos conocidos como carretillas. Eran laboratorios móviles dispuestos sobre unas orugas estrechas. Desde las carretillas, cada uno de los técnicos veía cuatro imágenes en cuatro pantallas, además de todos los monitores de detección, donde se reflejaba desde si había material radioactivo hasta el pulso electrónico, el sonido, la radiofrecuencia y el olor.
—Primero —dijo el supervisor—, vamos a pasarlas de nuevo por los rayos X y compararlas entre sí. A ver qué encontramos.
Las nuevas radiografías aparecieron en las pantallas. Los técnicos y el supervisor las analizaron. Uno de los técnicos señaló una parte central de la batería del coche de la izquierda.
—Las baterías deberían ser exactamente iguales, ¿no es así? —preguntó el técnico.
—Eso es lo que nos han dicho —respondió el supervisor—. ¿Tenemos la imagen de los fabricantes de las baterías?
La imagen apareció en la pantalla y el técnico volvió a señalar la parte central de la batería del coche de la izquierda.
—La batería del coche de la derecha es igual que la imagen enviada por el fabricante —comentó—, pero esta otra tiene algo diferente en la parte central.
—¿Qué ha sido eso? —intervino el otro técnico.
—No he visto nada.
—En el monitor electrónico. Ha habido una pulsación.
Reprodujeron la grabación de la carretilla y, en efecto, había una pequeña pulsación electrónica en la batería del coche de la izquierda.
—Se supone que estas baterías están desactivadas —dijo el supervisor.
El técnico consultó las terminales de salida. Nada.
—Pues ahí hay algo —confirmó el supervisor—. Vamos a sacarla.
Boxer subió a la suite real del Savoy, que ocupaba toda la quinta planta. La ayudante india de D’Cruz le guio hasta la sala de estar, cruzando la oficina con paredes forradas de madera. D’Cruz estaba de pie frente a una de las ventanas, observando el Támesis. Su estado de ánimo no había cambiado. Tenía la cara flácida y una expresión de desánimo. Parecía sentirse inmensamente solo. Boxer no tenía intención de contarle nada de lo que había deducido de las palabras de Simon Deacon. Era evidente que ahora toda la presión era para D’Cruz, que podía sentirse inclinado a proporcionarles cualquier información a los «intermediarios».
—Anoche conocí a un antiguo colega suyo —dijo Boxer.
—¿De quién se trata? —preguntó D’Cruz, que ni siquiera se dio la vuelta.
—De Deepak Mistry.
El rostro de D’Cruz cobró vida. Boxer lo vio en el reflejo de la ventana. Sus ojos se estrecharon, los labios se tensaron y sus músculos faciales temblaban de ira bajo la flácida piel. Se volvió con cara de asesino.
—¿Y qué está haciendo aquí? —preguntó con calma.
—Me explicó quién está detrás del secuestro y por qué.
—¿Y quién es?
—Chhota Tambe.
Silencio. D’Cruz parpadeó, confuso.
—¿Chhota Tambe? Hace veinte años que no nos vemos.
—Pues él ha estado siguiendo su carrera muy de cerca. Y de forma obsesiva.
—¿Sabe quién lo conoce muy bien o, al menos, lo conocía? Sharmila.
—Sí, la novia del gánster —comentó Boxer—. Me lo explicó Isabel.
—Se conocieron en Dubái. Él no la dejaba en paz, pero la situación tenía un aliciente financiero. Hasta que ella se dio cuenta de cuáles eran sus intenciones, algo en lo que no estaba interesada. Vino a verme. Le di un trabajo. Nos liamos.
—Vaya, una obsesión doble.
—¿Doble?
—Le robó a su chica y piensa que es usted el responsable de la muerte de su hermano mayor.
—¿De Bada Tambe? —D’Cruz estaba perplejo—. Pero ¿es que está loco? Bada Tambe murió en un atentado frente a la Bolsa en los ataques de Bombay de 1993.
—Esa bomba estaba hecha con un explosivo militar denominado RDX, explosivos del Departamento de Investigación de Pakistán. Cree que los introdujo usted de contrabando cuando trabajaba para Dawood Ibrahim.
—Yo no trabajaba para Dawood Ibrahim en 1993, ¡ya estaba haciendo películas!
—Chhota Tambe no piensa lo mismo. Dice que sabe que estaba usted involucrado en el tráfico para sacar la heroína de Pakistán. Un negocio que, por lo visto, le habría pasado Amir Jat a Dawood Ibrahim. Y creo que a Jat lo conoce usted muy bien.
—¿A eso se refería con la «demostración de sinceridad»? ¿Pretendía que admitiese mi culpa? Porque, si eso es lo que pretendía, yo no lo habría descubierto ni en un millón de años.
—Deepak sospecha que quiere castigarle.
Parecía que D’Cruz estuviera anclado en su sitio. Tenía la cara oculta por la penumbra. Solo había una lámpara en la habitación. Detrás de él, las luces del Royal Festival Hall y del Teatro Nacional brillaban en el incesante fluir negro del Támesis. Era como si no pudiera mover los pies, como si toda su potencia de procesamiento se estuviera usando en otra parte de su ser.
—Frank, soy la única persona en la que puede confiar. No voy a hablar con nadie.
—¿Por qué iba a confiar en usted? —le preguntó D’Cruz, que acababa de reanimarse.
—Porque quizás eso le haga más feliz.
—¿¡Cree usted que me importa la felicidad!? —exclamó D’Cruz mientras se golpeaba el pecho con un dedo—. La felicidad es para la gente que cree en los sueños. Para aquellos a los que no les importa vivir engañados. Un mero concepto que está reflejado en la Constitución de los Estados Unidos de América.
—¿Qué es Alyshia para usted?
Se volvió de nuevo hacia el cristal. Su aliento empañaba la ventana.
—Mírese —dijo Boxer—. Está usted así porque teme perderla.
—La perdí cuando se fue de Bombay.
—¿Y por qué se fue de allí?
—Porque descubrí que el hijo de puta con el que tenía una relación estaba espiándome.
—Y se lo contó a ella. ¿Le dijo que Deepak no la amaba? ¿Que lo único para lo que la quería era para espiarlo con mayor facilidad?
D’Cruz asintió y todo su cuerpo se estremeció.
—¿Y le explicó ella lo que había visto? ¿A Sharmila llevándole dos niñas a Amir Jat para que este abusara de ellas?
—¡Cállese! —rugió D’Cruz, que levantó los brazos y golpeó el cristal con ambos puños—. ¡CÁLLESE!
Se apartó de la ventana, caminó por la sala, se sentó frente a Boxer con las manos enlazadas entre las rodillas y buscó aire en su interior para responder.
—Chhota Tambe —murmuró—. Chhota Tambe. ¿Sabe?, suponía que Deepak espiaba para alguien muy importante, como la familia Mahale, pero ¿Chhota Tambe? No es más que un estafador. Un matón. Un goonda.
—La envidia y los celos son emociones muy fuertes para el ser humano. ¿Recuerda lo que le dije acerca de las mujeres cuando nos conocimos?
—Pero eso pasó hace mucho tiempo. Después de todo lo que ha sucedido en los últimos veinte años en India, eso es como remontarse a la antigüedad.
—Se queda con su chica, es usted un actor famoso, se convierte en un hombre de negocios exitoso gracias a sus conexiones musulmanas, y, mientras tanto, Chhota Tambe sigue en Dubái, lamentándose, golpeando el brazo de su sillón con el puño —resumió Boxer.
—Tiene razón —concedió D’Cruz, que levantó la mirada de repente y miró a Charles Boxer a los ojos—. Tiene razón con lo de la heroína. Hice un viaje para Dawood Ibrahim. No tenía elección. Era lo que me pedía a cambio de haberme abierto camino en el mundo del cine.
—Su primera lección sobre control de personas. Quizás eso debería ayudarlo a entender por qué Deepak Mistry tuvo que espiar para Chhota Tambe.
—Deepak Mistry me traicionó. Se lo di todo y me traicionó —se lamentó D’Cruz mientras levantaba un dedo en el aire—. Y también traicionó a mi hija.
—¿Y qué hay de la acusación de Chhota Tambe de ser el responsable de introducir en India el explosivo pakistaní?
—¿El RDX? No tuve nada que ver con eso. Dawood Ibrahim solo usó musulmanes para aquel trabajo. Era una batalla religiosa. Una yihad. No habrían dejado que un católico se acercara al RDX. Puto Chhota Tambe.
—Cuando Alyshia salga de esto, va a necesitar a alguien —dijo Boxer.
—Estaba loca por Deepak. No quería creerme. Creía que yo lo había preparado todo. Lo de que el electricista encontrase el instrumental de grabación, que Deepak se escondiera, las grabaciones de su ordenador, sus notas manuscritas… Creía que yo, su padre, lo había montado todo. Y sí, me contó lo que había visto en la casa de la playa Juhu. No, no exactamente… No es que me lo contara, es que me fustigó con ello. Me fustigó hasta hacerme sangre porque le quería tanto a él… y me odiaba tanto a mí… Después de todo lo que había hecho por ella. Y la mentira que había urdido él para acercarse a ella.
—¿Quiere que su hija vuelva a quererle?
—Nunca volverá a hacerlo.
—No, no como antes, pero eso es lo que tiene el descubrir cosas. Ambos han de llegar a un acuerdo.
—¿Qué es lo que propone?
—Que cuando suelten a Alyshia no se interponga entre Deepak y ella, si eso es lo que su hija quiere.
—No, no, no. No puedo aceptarlo. Nunca volverá a acercarse a ella. Ya la salvé una vez de un hijo de puta y no pienso dejar que otro la destroce.
—Entonces no volverá a ser usted feliz, ni tampoco Alyshia. No hay nada más destructivo que el amor que no llega a cuajar. Estará esperando que usted muera.
Silencio.
—¿Por qué hace esto? —preguntó D’Cruz, perplejo de pronto ante el nivel de intimidad de la conversación—. ¿Qué es lo que quiere?
—Mi propia felicidad.
D’Cruz soltó un gruñido de reconocimiento.
—Le he advertido a Isabel acerca de usted, ¿sabe?
—¿Y qué le ha dicho? —quiso saber Boxer, que se quedó frío ante la posibilidad de que le hubiera contado su secreto.
D’Cruz se dio cuenta y entendió el poder que tenía.
—Tranquilo —dijo con una sonrisa en los labios—. Solo le he dicho que no se líe con un hombre cuyos problemas son mayores que los de ella.
—Repito: ¿qué quiere decir con eso? —insistió Boxer, que ya odiaba a aquel hombre.
D’Cruz levantó la vista y se miraron fijamente a los ojos.
De repente, el hombre parecía más animado. El carisma no había vuelto todavía, pero su cara había recuperado algo de forma. Boxer había visto aquello antes, jugando a las cartas con gente que había tenido una mala racha muy larga antes de conseguir un par de manos ganadoras.
—¿Sabe dónde está Chhota Tambe? —preguntó D’Cruz.
—Deepak dice que está en Londres.
D’Cruz se levantó, volvió a la ventana y se quedó mirando el río con las manos cruzadas a la espalda. Asentía para sí mismo.
—Si Deepak Mistry quiere mi perdón, yo quiero una «demostración de sinceridad» por su parte. Si quiere volver a ver a Alyshia, dígale que tiene que matar a Chhota Tambe.