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14:00, MIÉRCOLES, 14 DE MARZO DE 2012

Fairlawn Grove, Chiswick, Londres W4.

—He oído el informe de los artificieros. Las baterías se pasaron por una máquina de rayos X y no vieron nada anormal, por lo que no creyeron que hiciera falta sacarlas, desmantelarlas y realizar una inspección visual —le informó Simon Deacon a Charles Boxer—. Ahora, en cambio, dicen que las baterías son suficientemente grandes como para esconder en ellas algo que pareciera una célula, algo que no se vería con claridad con rayos X.

—¿Y ahora qué? —preguntó Boxer.

—Ya sabes cómo funcionamos en Inteligencia, Charlie —dijo Deacon—. Reunimos informaciones dispares e intentamos ponerlas todas en el orden adecuado para tratar de resolver el rompecabezas. Deepak Mistry podría verificar o aclarar algunas de esas piezas.

—¿Puedes decirme de qué se trata?

—De una irrupción en la fábrica de coches de Frank D’Cruz a principios de enero de este año.

Entraron por la puerta del jardín que había a un lado de la casa y recorrieron el caminito hasta un pequeño apartamento. Boxer llamó a la puerta. No respondió nadie. Sacó la llave y abrió. Estaba vacío.

—Mierda —soltó Boxer mientras miraban en todas las habitaciones.

—Está muy nervioso. Puede que, al saber que D’Cruz iba a por él, se sintiera como un blanco perfecto.

—Las manos en la cabeza —ordenó Deepak Mistry desde la puerta de entrada con una pistola en la mano—. No os giréis. Sencillamente, poned las manos en la cabeza. Los dos.

Mistry se acercó a Simon Deacon por detrás, le puso el cañón en la columna vertebral y lo cacheó. No encontró nada y volvió a la puerta.

—Giraos poco a poco con las manos en la cabeza. Tú, siéntate en el sofá, en el centro. Charles, tú quédate donde estás.

—Entiendo que esté nervioso —dijo Deacon mientras se sentaba en el sofá—. Lo único que puedo decirle es que no estamos engañándole y que creemos que puede tener usted información muy importante.

—Necesito pruebas.

—Solo puedo enseñarle la tarjeta identificativa que me da acceso al edificio del MI6.

Mistry asintió y Deacon sacó la tarjeta poco a poco.

—¿Cómo se conocieron?

—Era mi oficial superior en la Guerra del Golfo de 1991 —respondió Boxer.

Silencio. Le devolvió la tarjeta y bajó el arma.

—Lo siento —se disculpó—. Llevo varios meses a la fuga y estoy paranoico. —Se sentó y dejó el arma sobre la mesa.

—¿Me hablaría usted de Alyshia y Frank D’Cruz? —Simon Deacon sacó una grabadora, la encendió y la colocó sobre la mesa, entre ambos.

Boxer preparó té y sacó un plato con galletas.

—Trabajó usted en la acerera Konkan Hills —dijo Deacon—. ¿Visitó usted alguna vez otras empresas que fueran a comprar su acero, como fábricas de coches, por ejemplo?

—Sí. Estaba en contacto con los diferentes encargados para asegurarme de que producíamos la cantidad adecuada de acero para ellos.

—¿Incluía eso el negocio de los coches eléctricos?

—Me dieron un paseo guiado por las instalaciones y mantuvimos algunas charlas.

—¿Fabricaban las baterías en las mismas instalaciones?

—Sí, pero en un edificio diferente.

—Los coches que manufacturaban para el mercado europeo, ¿eran diferentes?

—Tenían algunas diferencias de estilo, nada más. La plataforma era la misma.

—¿Y las baterías?

—Eran las mismas.

—¿Se vendían esos coches en el mercado indio?

—Sí, pero a una minoría exclusiva. Eran caros en comparación con los de combustible fósil.

Deacon y Mistry hablaron bastante rato acerca de las grabaciones que había hecho en la casa de la playa Juhu en noviembre y diciembre del año anterior. No parecía que hubiera nada que interesase especialmente a Deacon hasta que Mistry empezó a hablar sobre una reunión entre Frank D’Cruz y un afgano llamado Jawid Sahar.

—¿Sabe cómo conoció Frank a Jawid Sahar?

—Qué curioso —respondió Mistry—, este es uno de los pocos nombres que también le llamaron la atención a Chhota Tambe. Frank lo conocía por medio de Amir Jat. Era un empresario con contactos en la familia del presidente Hamid Karzai, en Kabul. Frank quería vender su acero en Afganistán.

—¿De qué hablaron?

—No hablaron mucho de acero. Hablaron del preacuerdo que tenía Frank con el gobierno británico para abrir las fábricas en Gran Bretaña. Parecía que no se le escapara ningún detalle. Creo que Frank fue tan comunicativo con Jawid Sahar porque era un contacto de Amir Jat. Quería estar el primero en la cola cuando empezase la reconstrucción de Afganistán y la familia Karzai era una ruta directa de lo más apetecible.

—¿Hablaron de los prototipos?

—Hablaron de todo. Frank estaba muy satisfecho de sí mismo porque había conseguido permiso del alcalde de Londres para instalar sus coches a modo de anuncio en la City y en Stratford, frente al estadio olímpico. Aquello le daba la oportunidad de jactarse de sus contactos en los ministerios.

—¿Volvió a encontrarse con Jawid Sahar?

—No en las siguientes dos semanas que yo seguí en Konkan Hills.

—¿Escuchó usted el nombre de Mahmood Aziz en alguna conversación con Frank o en alguna de las cintas de la casa de la playa Juhu?

—No.

Sonó el móvil de Simon Deacon. El hombre respondió y escuchó unos minutos. Colgó.

—Creo que, de momento, tengo todo lo que necesito —dijo—. Ha sido usted de gran ayuda. Una última cosa, Deepak: ¿sabe usted quién disparó al inglés que se reunió con usted en la barriada de Dharavi?

—Supongo que fue uno de los hombres de Anwar Masood. Estaban buscándome a mí, pero dispararon sin preguntar.

—Era mi agente. Y un buen hombre.

—Entonces, lo siento mucho —dijo Mistry.

Intercambiaron los números de móvil por si necesitaba ponerse en contacto con él más adelante y el agente del MI6 se fue. Boxer le acompañó al coche.

—¿Cuál es la relevancia de Jawid Sahar?

—Es un socio conocido y simpatizante de Mahmood Aziz, que es el contacto principal de Amir Jat con los talibanes afganos. Aziz es responsable de varias campañas de atentados. También tiene conexiones en Gran Bretaña. Nació y vivió aquí hasta los doce años. Y tiene ambiciones internacionales como las de Osama bin Laden.

—¿Y todas esas preguntas acerca de las fábricas de coches?

—Todavía estamos esperando el informe de la policía india acerca del asalto a la fábrica. Nos han comunicado que entraron en el almacén en el que se guardaban los prototipos eléctricos para el mercado británico, pero que no robaron nada de valor.

—Tienes que hacer que los artificieros se pongan de nuevo con eso.

—Lo positivo es que, si tienen algún artefacto, no lo han detonado, lo que quizá signifique que dispone de un temporizador o que están esperando un momento concreto —dijo Simon Deacon—. Y si tienen un control manual, no lo han activado porque no saben qué sabemos y qué no.

—¿Qué crees que sabe Frank de todo esto?

—Todo y nada. Es evidente que sabe con quién ha estado hablando, pero no tiene por qué saber qué conexiones tienen esas personas. Es posible que sepa lo del asalto a su fábrica, pero no a qué vino. Seguro que no conoce los detalles, porque sería muy arriesgado que tuviera información concreta. Yo creo que, sencillamente, le han dicho que mantenga la boca cerrada en general acerca de un tema que es muy delicado y que, si tiene suerte, liberarán a su hija.

—Yo ya no estoy en el caso, pero sigo teniendo la sensación de que soy responsable de Alyshia. Aunque soy consciente de que ocho millones de londinenses son más importantes que una joven.

Mercy fue a la sala de interrogatorios, llamó a la puerta y se sentó. Unos segundos después, abrió el sargento de guardia. Con él estaban en el umbral Xan Palmer y la chica, aún más pálidos y asustados después de ver el cadáver de M. K.

—¿Es este el hombre que visteis ayer en el apartamento de M. K.? —les preguntó Mercy.

Ambos asintieron.

—No os oigo.

—Sí —respondieron.

—Gracias, eso es todo —dijo Mercy, y les cerró la puerta en las narices.

—No me interesa encerrarte por tráfico de drogas, Hakim, lo único que quiero es saber dónde está la chica. Si no me lo dices, ahora que tenemos el cadáver de M. K., ten por seguro que te condenarán a la máxima pena. Nunca te enfrentarás a Amir Khan en el cuadrilátero y para cuando salgas tendrás que boxear con veteranos.

—No puedo decírselo.

—Bueno, eso es un progreso. Ya no es un «no voy a decírselo», sino un «no puedo decírselo». ¿Por qué no puedes decírmelo? ¿Va contra tu religión?

—Más o menos.

Se abrió la puerta y el sargento de guardia volvió a entrar justo en el momento en que por el pasillo pasaban los cuatro miembros de la banda de Hakim Tarar, que miraron hacia dentro y le vieron. Él también los vio. El sargento le dio un pedazo de papel a Mercy y se retiró. Esta lo leyó y sonrió.

—¿Sabes qué es esto, Hakim? —dijo Mercy—. Es el informe de las imágenes de las cámaras de seguridad de Rosemary Works que hay al final de Branch Place.

—¿Y a mí qué?

—Se ve la matrícula de la Volkswagen Transporter que usasteis anoche. Pertenece a Ali Wattu, del restaurante The Pride of Indus, en Green Street. Eso es un grave error. Deberíais saber que cada centímetro cuadrado de Londres se vigila con cámaras de seguridad. Hasta un lugar tan insignificante como Branch Place. Quienquiera que planeara lo de anoche, no estaba pensando como es debido. ¿Quieres añadir algo? ¿Algo que atenúe tu terrible situación?

—¿Qué posibilidades crees que tengo de conseguirlo? —preguntó Deepak Mistry mientras compartía con Boxer un curry para llevar y una botella de cerveza en el apartamento de Chiswick.

—Probablemente, más con Alyshia que con Frank. Al menos, Alyshia sabe cómo es su padre: un corruptor de hombres y mujeres. Como tú mismo has dicho, la escena con Amir Jat, Sharmila y aquellas niñas es algo que nunca olvidará. Tú traicionaste a Frank, pero no tenías más opción que hacer lo que te pedía Chhota Tambe. Yo diría que hasta Isabel Marks tiene buena disposición hacia ti, porque es una de las personas que ha descubierto el lado oscuro de Frank D’Cruz. Es con él con quien tienes menos posibilidades. Y, a menos que consigas su apoyo, buscará cualquier manera de complicarte la vida… si es que no acaba contigo.

—Parece que confía en ti. ¿Podrías hablar con él?

—Puedo intentarlo, pero no esperes que el perdón de Frank sea gratis. Tendrás que pagar, y no con dinero.

—Querrá controlarme.

—Y tendrás que decidir si Alyshia lo vale —respondió Boxer mientras consultaba su reloj—. Debo ir a ver a Isabel. ¿Estás bien aquí?

—Sí —respondió mientras cogía el arma.

—¿De dónde la has sacado?

—Yash le ha pedido a una de las bandas de Southall que me dejara una. He ido a buscarla esta mañana. —¿Sabes usarla?

—He disparado una vez.

—Pues ten cuidado.

—Yash me ha dicho que no deben pillarme con ella. Es la pistola con la que intentaron matar a Frank hace tres días.

Saleem Cheema estaba sentado en el sótano con Rahim. Miraba a Alyshia, que aún tenía el jersey alrededor de la cabeza. Parecía que estuviera cómoda, a pesar de encontrarse en un estado de gran tensión. Le llegó un mensaje de texto y estaba tan ansioso que el pitido hizo que saltara sobre la silla como un resorte. Rahim miraba hacia delante, sin moverse. Cheema no tenía ni idea de lo que se le pasaba por la cabeza. El mensaje codificado decía que llamase al Centro de Mando, de Gran Bretaña desde un teléfono fijo. Subió. Las manos le temblaban y sudaban. Cada vez que había llamado al Centro de Mando le habían dado unas órdenes que hacían que transgrediese sus límites morales. Llamó y dio su nombre en clave.

—Mata a la chica.

—¿¡Cómo!?

—Ya me has oído.

—¿Por qué? —preguntó Cheema, desesperado—. Ella ha resultado útil. ¿Por qué hay que…?

—El alto mando de Pakistán lo cree un castigo adecuado para Frank D’Cruz y eso es lo único que tienes que saber.

—No sé si podré hacerlo.

—También existe el peligro de que comprometa tu red si la liberamos —dijo la voz—. ¿Dónde estaba ella cuando te encargaste de nuestro amigo?

Silencio.

—Creo que ya entiendes lo que quiero decir —afirmó la voz—. La decisión está tomada y esto es lo mejor.

Más silencio como respuesta. Cheema luchaba contra sí mismo.

—Me sorprendes. Pensaba que la misión anterior te resultaría más difícil.

—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó Cheema.

—Hasta esta medianoche.