5:30, MIÉRCOLES, 14 DE MARZO DE 2012
Wycombe Square, Aubrey Walk, Londres W8.
Un suave toque en la puerta, sin usar el timbre, hizo que Charles Boxer levantara la mirada de la mesa.
Estaba sentado en la cocina, solo, con un vaso y una botella de whisky. Agotado. No tanto por la montaña rusa que suponía un secuestro, sino por haberse enterado de que Martin Fox sabía lo de sus servicios especiales. Le daba poder sobre él. Había sido muy inocente al pensar que era algo que podría mantenerse en secreto. La gente habla. La élite de los hombres de negocios se jacta de esa «pieza» que tiene en su colección de arte y que no está en la de nadie más. Al mismo tiempo, le resultaba tan intensamente personal que alguien como Martin Fox lo supiera y lo usara para propósitos comerciales, que estaba consumiéndolo.
Otro toque suave. Se levantó y miró por la mirilla. Un indio joven con sombrero de lana y un buen abrigo. Abrió la puerta.
—Soy Deepak Mistry —dijo mientras le tendía una mano y agachaba la cabeza a modo de educada reverencia asiática. Boxer le estrechó la mano y le hizo pasar.
—Llevo días esperando que apareciera —dijo Boxer.
—No sabía lo que estaba pasando —respondió Mistry con una sonrisa—. ¿Quién es usted?
—Era el especialista en secuestros hasta que la policía se ha hecho cargo del tema. Ahora soy un amigo de la familia. Charles Boxer. No estoy seguro de que este sea el lugar donde más le conviene estar.
—¿Está Frank? —preguntó de repente, con los ojos embargados por el miedo.
—No, está en su suite del Ritz, pero está buscándole. No estoy seguro del porqué, pero no tiene buena pinta.
—¿Trabaja usted para él?
—Trabajaba —respondió mientras cogía un abrigo con una mano y a Mistry con la otra—. Pero ya no. Se lo contaré todo en el coche. Será mejor que nos vayamos.
—¿Y por qué debería confiar en usted? —soltó Mistry mientras se zafaba del agarrón de Boxer.
—¿Por qué ha llamado a esta puerta?
Silencio.
—No pienso despertar a Isabel para que responda por mí. Esta noche ha vivido un infierno.
Mistry asintió. Boxer le guio hasta el coche y condujo por Holland Park Avenue.
—¿Adónde vamos?
—A un lugar seguro —dijo Boxer.
—¿Y Alyshia?
—No sabemos dónde está. Hemos estado a punto de recuperarla esta noche, pero se nos han adelantado.
Dejó atrás Royal Crescent y entró en la rotonda de Holland Park justo cuando empezaba a haber tráfico en la zona de la Torre de Agua del Támesis, medio llena de agua azul.
—Parece que usted es la clave, Deepak —dijo Boxer. Giró en Holland Road—. Desconozco lo que sabe o en qué bando está… aunque, desde luego, parece que no es en el de Frank. Así que quizá lo mejor sea que empiece a contarme su historia.
—Me fui de mi pueblo con mi único amigo, Yash, en 1994. Él se fue a Mumbai y se unió a una banda. La dirigía un tipo llamado Chhota Tambe, que había sido amigo de Frank en los años ochenta. Yo, en cambio, fui a Bangalore. Cuando necesité dinero para montar un negocio de tecnología informática, Yash intercedió por mí ante Chhota Tambe. El tipo me ofreció invertir y, como vi que era la única posibilidad que tenía, acepté. Pero no sabía dónde me estaba metiendo.
—¿Chhota Tambe quería algo a cambio?
—No mucho al principio. Se contentaba con la mitad del negocio y con hacer dinero. Pero un día me pidió que volara a Dubái para conocerle. Yo era inocente y no sabía nada de la calle, a diferencia de Yash. Hablamos. Vimos muchas películas y partidos de críquet. Al final de mi estancia, me facilitó un contacto en Konkan Hills Securities y me dijo que se trataba de un buen hombre al que venderle el negocio. Volví a Bangalore y le llamé. Cuatro semanas después, firmé el contrato con Konkan Hills.
—El inicio de una hermosa amistad —ironizó Boxer.
—Una cosa llevó a la otra —continuó Mistry—. Frank compró mi empresa y me nombró jefe de informática de Konkan Hills. Hasta más adelante, cuando finalmente entré en el círculo interno, no me di cuenta de que a Chhota Tambe no le caía bien Frank D’Cruz.
—¿Y eso?
—Por lo de los atentados de Mumbai en 1993.
—Pero eso fue un ataque musulmán y Frank es católico.
—Ya, pero creo que, tras conocer las conexiones que tiene Frank en los bajos fondos, como Anwar Masood y su red de militares pakistaníes, se puede decir que, a pesar de que no batee para los musulmanes, es hincha del equipo y recibe recompensas a cambio.
—¿Y qué tipo de información buscaba Chhota Tambe?
—Cualquier cosa que sirviese para hundir a Frank —dijo Mistry.
—Así que es usted un espía —concluyó Boxer.
—Tardé en madurar.
—Se le tiene que dar bien para haber engañado a Frank tanto tiempo.
—Puede que Chhota Tambe esté obsesionado, pero no es idiota. Se aseguró de que no empezaba a espiar a Frank hasta que fuimos uña y carne. Cuando estás tan cerca de Frank como lo estaba yo…
—¿Como padre e hijo?
—Casi.
—Así que, además de traicionado, Frank se siente dolido.
—Sin duda.
—¿Y cómo llegó tan lejos?
—Por los sirvientes —respondió Mistry—. Viniendo de Bihar, uno de los estados más pobres de la India, yo también debería haberlo sido. Y eso significaba que los conocía.
—¿Y le contaban cosas?
—No, eso era asunto mío. No quería que me contaran secretos. Cuando has traicionado a tu señor… este acaba dándose cuenta. Descubrí que los secretos se contaban en la casa de la playa Juhu, cerca del aeropuerto, adonde los invitados podían ir sin que los vieran y Frank podía hacer que se sintieran a gusto, si eres de esos invitados a los que les gusta que los corrompan.
—¿Qué es lo que quería Chhota Tambe?
—Quería que todo Mumbai se enterase de hasta qué punto Frank se «acostaba» con los musulmanes. Que su imperio empresarial se basaba en el apoyo que les había dado y en lo que había recibido a cambio. Los sirvientes me contaban que, a veces, Frank pedía a todo el mundo que se fuera. Nada de sirvientes. Solo el portero de la entrada. Cuando la casa estaba cerrada, no se le permitía el paso a nadie excepto a Alyshia.
—¿Por eso empezó a tener una historia con ella?
—No es algo tan sencillo —dijo Mistry—. Alyshia tenía a sus pies a lo más granado de la sociedad de Mumbai: jugadores de críquet, actores, los hijos de las mejores familias… Todos ellos comían en su mano. Pero a ella no le interesaban.
—¿Qué tenía el pobre chico de Bihar que ellos no tuvieran?
—Ni el más mínimo interés en ella. Eso y que podía demostrárselo en cualquier momento, dado que trabajábamos juntos. A pesar de que la había conocido aquí, en Londres, una vez que vine con Frank, trabajamos en la misma planta durante un año o más antes de volver a encontrarnos.
—Tomarte tu tiempo solo es una buena estrategia si notas que hay cierto interés.
—Descubrí que Alyshia había empezado a ir a la playa Juhu los fines de semana, así que yo también empecé a ir siempre que podía.
—Hasta que se encontraron.
—Por casualidad. Fue algo completamente imprevisto.
—¿Fue entonces cuando empezó la relación?
—Oh, no. Ya por aquel entonces me constaba que no le interesaban las relaciones, cosa que ponía nervioso a Frank. El hombre podría haber puesto delante de ella al jugador de críquet más guapo que hubiera pisado jamás un campo y ella ni siquiera se hubiera fijado en él. Así que cuando me topé con ella en la playa Juhu la saludé, intercambiamos unas cuantas palabras y la dejé allí. Ningún hombre en su sano juicio habría sido capaz de hacerlo.
—¿Y cómo lo consiguió usted?
—Noté que estaba mirándome. Entonces empezó a ponerse en mi camino. A partir de ese momento, solo era cuestión de llevarla al límite de su paciencia antes de atacar.
Mistry levantó el antebrazo y encorvó la mano para imitar a una cobra amenazante que a continuación se lanzó contra el salpicadero.
—Menuda sangre fría, Deepak.
—Tenía que protegerme —explicó Mistry, y abrió las manos—. Ya sabe qué les pasa siempre a los espías al final. Si me hubiera enamorado de ella, ¿cree que habría podido traicionarla? Si hubiera descubierto lo que estaba haciéndole a su padre, ¿cree que me habría perdonado o que nos habríamos reconciliado? No, eso lo tenía claro desde el principio. Era un juego y tenía que jugar.
—¿Y? —preguntó Boxer, casi entretenido.
—Fallé. Me enamoré de ella por completo.
Boxer miró al hombre en la penumbra del coche. Las luces de las farolas dibujaban relámpagos amarillentos en Mistry, que tenía el rostro tenso y cuyas pupilas no veían nada porque se limitaban a concentrar la desesperación de un hombre que lo ha perdido todo.
—Alyshia y yo volvimos a encontrarnos cuando di una charla a los equipos de ventas y promociones. Aquella vez fue diferente. No hubo reticencia. De repente, parecía que quisiera algo de mí. No tuve que mantener las distancias y así es como comenzó todo. Confió en mí de inmediato… y yo en ella. Empezamos a contarnos cosas que jamás le habíamos contado a nadie.
—¿Le contó lo que le había sucedido en Mumbai? —quiso saber Boxer—. Allí sucedió algo de lo que ni siquiera le ha hablado a su madre.
—Sí, claro. Esa era la razón de que se hubiera vuelto tan vulnerable, así, de repente. Una noche fue a la casa de la playa cuando estaba cerrada. El portero se mostró especialmente reacio a dejarla pasar, pero, al final, consiguió convencerlo. Aquella noche iba a quedarse allí un cliente muy importante de Frank.
—¿Amir Jat?
—Alyshia estaba intrigada —prosiguió Mistry mientras asentía—. Había conocido a Jat en uno de los viajes de negocios que había hecho con su padre a Pakistán y sabía que tenía muchísimo poder. A medianoche llegó un coche a la casa de la playa y Alyshia lo reconoció. Era el de Sharmila. Aparcó frente a la casa y no salió nadie hasta que el portón se cerró del todo. Sharmila no abandonó el coche hasta ese momento. Era ella quien conducía, lo que resultaba sorprendente porque tenía un chófer que la llevaba a todas partes. Siempre.
»Se acercó a la puerta de atrás del coche e hizo salir a dos niñas. Alyshia me contó que era difícil calcular su edad, pero que le llegaban a Sharmila por la cintura. Unos seis o siete años. Las cogió de la mano y subieron las escaleras hasta la puerta principal, que se abrió antes de que llegaran. Sharmila empujó a las niñas a través de la rendija, dio media vuelta y se marchó. Alyshia dijo que, más bien, huyó.
»La luz interior del coche seguía encendida cuando este pasó a la altura de Alyshia, que dice que jamás olvidará la cara de Sharmila. Tenía los ojos como platos y la boca abierta como si fuera a gritar, pero sin hacer ruido, como en un sueño. Era como si… Después, Alyshia pensó mucho en ello… Era como si, en vez de estar marchándose del escenario en el que se había corrompido por completo, condujera eternamente hacia él.
»Fue entonces cuando Alyshia se dio cuenta del tipo de hombre que era su padre —dijo Mistry—. No solo alguien que descubría debilidades y las explotaba, sino alguien dispuesto a usar la corrupción para mantener un lazo perpetuo con los que lo rodeaban.
Mercy acabó el interrogatorio con Skin y durmió unas horas en una celda de la policía. Se despertó con calambres y se sentó contra la pared. Estaba desolada. «Esta es mi vida», pensó. Estaba destinada a la soledad y su trabajo era lo único que tenía significado para ella. Sin pareja. Sin hija. Nada más pensar eso, su cabeza pasó a ocuparse del caso y su cerebro se convirtió en un terrier preocupado por cada detalle. Llamó a George Papadopoulos, al que no le hizo ninguna gracia que lo molestasen a aquellas horas, ni tampoco a su novia, que se dio media vuelta y se llevó la colcha con ella.
—Mercy, son… son las cuatro de la madrugada —dijo Papadopoulos mientras se ponía la bata de su novia e iba al salón.
—No puedo dormir. Quiero ir a echar una ojeada al estudio de Hackney en el que tenían a Alyshia.
Una hora después, un policía uniformado les dejaba pasar al local. Les informó de que era propiedad del Centro Infantil Rosemary Works y que estaba alquilado a alguien de la zona, un tal Michael Keane, que lo usaba como taller. Mercy llamó a la División Antidrogas local y preguntó si conocían a M. K. Efectivamente, lo conocían.
—Estamos buscándolo —dijo ella—. ¿Tiene algún socio por la zona?
—«Socio» es una bonita manera de decirlo. Lleva Colville Estate con un jamaicano llamado Delroy Dread y trafica con pastillas a través de un chaval llamado Xan, Alexander Palmer.
—¿Tenéis alguna dirección?
Le dieron las direcciones de ambos y le advirtieron de que se anduviera con cuidado con Delroy Dread, conocido por su brutalidad.
—¿Podéis detener a Xan para interrogarlo? Para saber cuándo fue la última vez que vio a M. K.
—Será un placer.
Mercy y Papadopoulos fueron a la torre de apartamentos de Colville Estate, dieron con la dirección de Delroy Dread y se toparon con las escaleras que subían a la casa bloqueadas por un grupo de negros jóvenes, todos ellos con posturitas afectadas. Parecía que no sintieran emoción alguna, pero eran capaces de reconocer a la pasma nada más verla. Mercy les dijo que quería hablar con Delroy Dread.
—Ehtá’u’miendo.
—No somos de antidrogas —dijo Papadopoulos—. Tan solo queremos hablar con él acerca de M. K.
—Volv é po’a ta’de. Se despie’ta’tonces.
—No podemos esperar tanto —dijo Mercy.
—Po' vas a tené q’sperá.
Mercy dio un paso adelante y los negros reforzaron la pose y le bloquearon el paso.
—No querréis que toda la División Antidrogas le caiga encima a Delroy porque no nos habéis dejado hacerle unas preguntitas, ¿verdad? —dijo Papadopoulos.
—No querréis que os puteemos el negocio por un par de preguntas, ¿verdad? —añadió Mercy.
Silencio. Ni parpadeaban. Uno de los chicos que había detrás subió las escaleras. Silencio y ojos bien abiertos hasta que volvió. Relajaron la pose. Mercy y Papadopoulos tuvieron que abrirse paso a empujones. Dos de los jóvenes iban por delante y dos les seguían. Los escoltaron hasta una puerta abierta de color azul. Uno de ellos le puso una mano en el pecho a Papadopoulos y le indicó que esperara fuera.
—No’e gustan loh blancoh.
Delroy Dread estaba sentado en un gran sofá de cuero de color crema y llevaba una camiseta blanca y negra de ska y un par de tejanos negros. En la habitación hacía muchísimo calor. El olor a marihuana era muy fuerte. Sonaba música reggae a todo volumen y hasta las paredes vibraban. La estancia estaba iluminada con lámparas rojas. Delroy Dread debía de medir un metro noventa y cinco y pesar unos cien kilos —ninguno de ellos de grasa—, y era como si su enorme y bonita cabeza representase el diez por ciento de su peso. Se pasó una mano por el pelo, que llevaba muy corto, y se le marcó el bíceps, enorme y lleno de venas. Encendió un cigarro. Hablaba por un lado de la boca, como si tuviera cosido el otro, como, en efecto, lo tuvo desde que sufrió una cuchillada en Kingston, su ciudad natal, cuando era un niño.
—Disculpa por despertarte tan pronto —dijo Mercy.
—Todavía no me había acostado.
Esbozó una sonrisa torcida, como si hubiera una nueva posibilidad.
—No pretendo robarte mucho tiempo.
—Eres una mujer muy educada. ¿De dónde eres?
—De Ghana. Me llamo Mercy Danquah.
—Estrella Negra. —Delroy levantó su enorme mano y se estrecharon un dedo a la manera de Ghana. El hombre era tan fuerte que casi se lo rompe—. ¿En qué puedo ayudarte, Mercy?
—Estoy buscando a M. K.
—En ese caso, no puedo ayudarte —respondió con una mueca de decepción real.
—Desapareció anoche.
—Sigo sin poder ayudarte.
—¿Sabes que ha habido un problema por aquí, a la vuelta de la esquina?
—Algo he oído.
—En un apartamento de Branch Place.
—Ya te he dicho que algo he oído.
—Era el taller de M. K.
—¿Y?
—Unas personas tenían allí secuestrada a una chica.
Delroy Dread levantó su enorme cabeza como si acabara de ocurrírsele algo. Se hizo a un lado para coger un papel.
—¿Esos dos que aparecen en la octavilla que revoloteaba por aquí, ensuciando la zona?
—Sí, esos dos —respondió Mercy mientras asentía. Tenía la impresión de que sabía algo.
La agudeza del hombre titilaba en sus ojos negros. Se recostó todavía más en la esquina del sofá mientras evaluaba a la mujer, la posibilidad de llegar a algún trato. Se pasó las manos por detrás de la cabeza y la camiseta se tensó a la altura de los pectorales. Mercy se sorprendió al darse cuenta de que, inconscientemente, se había echado hacia atrás y había cruzado las piernas. Le contó lo que creían que había pasado aquella noche. Él la escuchó fumando y sin hacer comentario alguno.
—Anoche vino alguien preguntando por estos dos —dijo Delroy mientras miraba la octavilla e inspeccionaba las caras de Skin y Dan.
—¿Quién?
—¿Cuánto vale?
—No soy de la División Antidrogas. No sé cómo puedo ayudarte.
Delroy lo pensó unos instantes.
—¿Vas a la iglesia? —le preguntó.
—Cuando puedo. No siempre es fácil con mi trabajo.
—Me gusta la iglesia —dijo Delroy Dread—. Me gusta cantar. Mi padre era predicador.
—¿Aún vas?
—No tanto como debería, dado todo lo que peco —respondió con una sonrisa.
—Pues peca un poco menos y ve un poco más a la iglesia.
—Puede que tengas razón. —Y se rio como resollando—. Los que buscaban a estos dos eran de una banda musulmana de Bethnal, los que proporcionan la heroína. La dirige un boxeadorcito llamado Hakim Tarar.