1:00, MIÉRCOLES, 14 DE MARZO DE 2012
Hackney, Londres N1.
Alyshia estaba despierta, pero conmocionada y aterida de frío. Tenía los ojos abiertos como platos y no parpadeaba, pero tampoco veía nada.
Amir Jat les ordenó que le quitaran toda la ropa excepto la interior y que aquellos que no hubieran estado en el agua se desnudaran y la vistieran con sus ropas.
Mientras la vestían, la chica tenía la cabeza colgando. No sentía ni los pies ni las manos y tenía los brazos y las piernas fríos como el mármol. Jat ordenó a cuatro de los chicos que le masajearan las extremidades para calentarla. Le envolvieron la cabeza con un jersey para cubrirle los ojos. Solo le dejaron fuera la nariz y la boca para que pudiera respirar. Cheema puso la calefacción al máximo. Tarar, a quien todavía le castañeteaban los dientes, se cambió de ropa con otro de los del equipo.
Cheema condujo hasta Bethnal Green y dejó allí a Tarar y a los otros cuatro. Rahim se quedó en la furgoneta para ayudar a trasladar a Alyshia. Luego, fueron a Boleyn Road y la llevaron al sótano. Jat ordenó que bajaran una cama y que preparasen botellas de agua caliente y una tetera. Le preguntó a Cheema si tenía un termómetro. Alyshia tenía una temperatura de treinta y cuatro grados y medio.
—No está mal —dijo—. No se va a morir.
Rahim bajó las botellas de agua caliente. Jat le colocó una debajo de cada axila, otra entre los muslos y la cuarta entre los pies.
—¿Y el té?
—Ahora va —respondió Rahim.
—Con mucho azúcar.
Cheema siguió a Rahim hasta la cocina, donde prepararon el té.
—Dame tu pistola —dijo Cheema.
Rahim frunció el ceño.
—No hagas preguntas —añadió Cheema—. Tengo órdenes.
Rahim le tendió el arma.
—¿Está lista para disparar?
Rahim la revisó, vio que había una bala en la recámara, quitó el seguro y asintió.
—¿Tienes silenciador?
Rahim buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un cilindro grueso, le cogió la pistola a Cheema y atornilló el silenciador en el cañón. Le devolvió el arma.
—¿Qué está pasando? —preguntó.
—No lo sabemos. No lo entendemos —respondió Cheema—. Nosotros hacemos lo que se nos dice. Son órdenes dadas por la mayor de las autoridades. Directas de Pakistán.
—Le has dado tu palabra a Hakim acerca de la chica —le recordó Rahim.
—Lo sé. Pero fue antes de informar. Lleva el té. No deberíamos tardar.
Rahim bajó por delante con la bandeja. Cheema cerró la puerta. Llevaba el arma a la espalda.
—Bien —dijo Jat, inmerso en su proyecto—. Servid un poco de té. Echadle seis cucharadas de azúcar. Va a ponerse bien.
Rahim hizo lo que pedía el hombre.
—Tendrás que ayudarle a beber —dijo Jat—. Todavía no será capaz de aguantar nada. No estará demasiado caliente, ¿verdad?
Cheema estaba al lado de Jat, observando a Alyshia, cuya cabeza seguía cubierta por el jersey. Tenía la pistola a un lado.
—¿A qué esperas? —preguntó Jat.
Cheema se volvió, puso el cañón del arma en la sien de Amir Jat y disparó. A Rahim se le cayó la taza de té. Jat osciló hacia un lado. Mientras caía, de la herida salía humo. La sangre empezó a extenderse por el duro cemento y se mezcló con la mancha de orina que había dejado M. K.
El grito de Alyshia pareció el aullido y el posterior gemido de un perro.
—Pero ¡¿qué has hecho?! —soltó Rahim, horrorizado.
—Esa era la orden.
—Pero ¡si es uno de los nuestros! —Rahim constataba lo evidente—. Él… él… ¡planeó los ataques de Mumbai! ¡Es un héroe! Pensaba… que ibas a matar a la chica.
Cheema le devolvió la pistola. Le temblaban las manos. No sabía qué hacer con ellas. Nunca había matado a nadie.
—Pero ¿qué has hecho? —repitió Rahim, mirando su arma.
—Tal y como ordena el Centro de Mando de Gran Bretaña, he informado de la operación que nos había pedido que lleváramos a cabo Amir Jat —dijo Cheema con una terminología oficial que nunca antes había usado—. Me han devuelto la llamada porque habían recibido órdenes de las más altas autoridades de Pakistán y me han dicho que siguiera las órdenes de Amir Jat al pie de la letra y que, en cuanto la operación hubiera acabado y la chica estuviera a salvo, lo matara.
—Pero ¿por qué? —Era evidente que Rahim estaba enfadado, casi llorando, lo que extrañó a Cheema, que nunca había visto emoción alguna en el rostro de aquel hombre.
—Yo les he hecho la misma pregunta. Solo me han dicho que se trataba de una situación complicada que podría poner en peligro otra operación. Han dicho que era imprescindible que acatara las órdenes y que informara en cuanto… en cuanto lo hubiera hecho.
—¿Y la chica?
Miraron a Alyshia, que seguía temblando.
—Nos darán más instrucciones al respecto.
—¿Y el cadáver?
—Me han indicado el lugar en el que hay que deshacerse de él —dijo Cheema—. Tenemos que hacerlo esta noche.
Boxer llevó a Isabel de vuelta a su casa, a Aubrey Walk. Rick Barnes estaba esperándolos. Tenía noticias. Boxer levantó una mano, llevó a Isabel a su dormitorio y le dio una pastilla para dormir. De camino al piso de abajo cogió su portátil.
—Lo tenemos —dijo Barnes.
—Nosotros no hemos encontrado a Alyshia, ya que lo preguntas.
—Tenemos a Skin —siguió Barnes—. Lo han llevado a la comisaría de Rotherhithe.
—Quédate aquí —dijo Boxer, y salió de la casa.
Subió al Golf y llamó a Mercy mientras conducía.
—He oído que tenéis a Skin.
—Los de Homicidios están interrogándolo en estos momentos —respondió Mercy—. Soy la siguiente.
—¿Puedo observar?
—No lo sé. Deja que se lo pregunte al superintendente Makepeace. ¿Qué tienes en mente?
—Pensaba que podría serviros de ayuda.
—¿Cómo? Ya no estás en el caso.
—Siempre he pensado que el tal Jordan era un profesional y, de ser así, significa que lo han entrenado en alguna parte y que se ofrece en el sector privado. Me refiero a entrenamiento militar. Y ese es mi mundo. Creo que tengo más opciones de rastrearlo que vosotros, especialmente si es un mercenario con saldo a favor.
—¿Con saldo a favor?
—El tipo de mercenario que está dispuesto a trabajar en proyectos arriesgados, como golpes militares organizados con fondos privados en países del oeste de África, por ejemplo. O secuestros organizados.
—Hablo con el superintendente y te digo algo.
Media hora después, Boxer aparcó frente a la comisaría de Lower Road. Un agente le acompañó a las salas de interrogatorio, donde le recibió el superintendente Makepeace. Fueron hasta la ventana espejada desde donde podrían ver cómo Mercy interrogaba a Skin. Estaba tranquilo, con las manos entrelazadas sobre la mesa y las piernas extendidas hacia Mercy, que estaba poniéndose furiosa por los intentos del hombre de juguetear con los pies.
—Solo se ha perdido la introducción —le dijo Makepeace.
—¿Está hablando?
—Algo. Por cierto, hace unas horas hemos encontrado a su jefe, Archibald Pike, y al número dos de este, Kevin Heep. Muertos a balazos. Hemos investigado el lugar y hemos encontrado dos enormes arcones frigoríficos que alguien había dejado abiertos. Había restos de sangre humana en ambos.
—¿Suficiente para hacerles pruebas de ADN?
—No tenemos muchas esperanzas. —Makepeace se volvió y miró a Skin—. Ahora llegamos a lo interesante.
—Así que os llevasteis a Alyshia D’Cruz de casa de Jack Auber en Grange Road ¿y…?
—Dan la dejó fuera de juego con una inyección.
—¿Y adónde la llevasteis?
—A un almacén abandonado que Pike tiene en Deptford —contestó Skin.
Mercy le pidió que señalara el lugar en un mapa que había colgado en la pared. Makepeace anotó los detalles y avisó a una unidad móvil.
—Por favor, ¿puedes describirme el lugar? —le preguntó Mercy con educación.
—Una mitad del almacén está vacía. La otra es una vieja cámara frigorífica. Pike tenía que encargarse de la seguridad del almacén. Dan se quedaba en la parte vacía y patrullaba por fuera de vez en cuando. Había cámaras y todo.
—¿Y tú?
—Yo me quedaba en la cámara frigorífica porque ellos solo tenían un guardia de seguridad y a veces necesitaban a dos personas para ocuparse de Alyshia.
—¿Ocuparse?
—Ayudarle a hacer pis, vestirla, ese tipo de cosas.
—¿Solo había un guardia de seguridad acompañando al interrogador?
—Uno cada vez. En total eran tres, pero yo solo he conocido a dos de ellos. El que se hacía llamar Jordan era estadounidense. Era el líder del grupo y el que llevaba a cabo el interrogatorio. Una vez, durante un cambio de turno, oí que el irlandés llamaba Reecey a su colega.
—Descríbeme a Jordan.
—Era bajito y regordete. Con tripa. El pelo largo y grasiento, pelirrojo, y se estaba quedando calvo por la coronilla y por detrás. Esa es la vista que tenía de él la mayor parte del tiempo. Agachado sobre el micrófono, hablando. Ah, sí, y cojeaba. Tenía mal la pierna izquierda. Le pregunté la razón a Reecey y me dijo que tenía una herida de metralla de una bomba trampa que les pilló en una carretera de Iraq. Sí… y su voz no encajaba con su aspecto.
—¿A qué te refieres?
—Tenía una voz muy suave, ¿sabes? Parecía que le importara la chica. Ahora bien, Alyshia no era consciente de ello. He escuchado algunas de las grabaciones y distorsionaba su voz con un cacharro electrónico.
—Descríbeme su cara.
—No la vi mucho. Rechoncha. Con mal cutis.
—¿Manchas?
—No, solo no muy sano. La piel enrojecida en algunas zonas.
—¿Barba? ¿Bigote?
—No, nada.
—¿Y Reecey y el irlandés?
—Reecey estaba hecho un toro. Buena forma física, vaya. Entrenaba a menudo durante las sesiones. Me daba la impresión de que lo había contratado Jordan para secuestrar a la chica y que él había subcontratado a Pike para lo del almacén y lo del taxista.
—Y Reecey era británico.
—Sí, y era colega del cabrón del irlandés, que, según me dijo Jordan, se llamaba McManus.
—¿Y ese tipo al que no viste?
—Me dijeron que era estadounidense. Ni idea de cómo se llama. No eran una peña muy sociable. Reecey, cuando no estaba entrenando, estaba leyendo un libro.
—¿Peso? ¿Altura?
—Alto. Un metro ochenta y tantos. Y grande. Noventa o noventa y cinco kilos. Rubio, pelo corto. Ojos claros. Puede que grises. Dientes con fundas. A mí me parecía del ejército. No sé por qué, pero me lo parecía.
—¿Y fue a Jordan y a Reecey a quienes disparasteis para haceros cargo del secuestro?
Skin dudó un momento, como si pensase que era mejor no confesar tan a la ligera algo tan serio… Pero seguro que para entonces los de Homicidios ya habían comparado su ADN y la situación estaba muy chunga igualmente, así que qué más daba otra cosa más. Aquel pensamiento le tornó altanero y contrajo los pectorales ante ella.
—Sí, así es —respondió.
—¿Podrías describir al otro de seguridad, al tal McManus?
—Ni te acercarías a él. Yo no lo hacía.
—¿Por qué?
—Era evidente que era un asesino y que le gustaba su trabajo. Se prestó voluntario para hacer lo de la ejecución falsa. «No me lo habría perdido por nada», comentó. Y luego: «Qué pena que no fuera de verdad». Menudo cabrón.
—¿Qué aspecto tenía?
—Muy común. Altura media. Un metro setenta y cinco. Pelo negro y rizado bastante corto. Un bigote fino. Ojos marrones. Creo, vamos, porque es un tipo al que es mejor no quedarse mirando mucho tiempo. La cosa se ponía negra, ¿sabes a qué me refiero?
—¿Por qué decidisteis haceros cargo del secuestro si sabíais que esa gente era tan profesional? Estabais corriendo muchos riesgos por cien mil libras.
—No empezamos pensando en cien mil.
—Así que la motivación era el dinero.
—No toda.
—¿Qué más había?
—No nos gustaba cómo la trataban… a Alyshia.
—Pues a mí me ha dado la impresión de que estabais involucrados en lo que estaban haciéndole. Le ayudabais a ir al baño. ¿Y qué me dices de la ejecución fingida? ¿Estuviste involucrado en ella?
—Eso fue demasiado, joder. Fue ir demasiado lejos. Fue ahí cuando nos decidimos.
—Así que erais los buenos —dijo Mercy—. ¿O es que te gustaba la chica?
—Venga ya —respondió Skin, tras lo cual, le lanzó un beso.
—Ya, claro. —Mercy se encogió de hombros—. Yo diría que estaba fuera de tu alcance.
—Lo que le estaban haciendo… —Skin se mostró animado de repente y agitó un dedo—. ¡Lo que le estaban haciendo era demasiado, joder! Por eso nos metimos de por medio.
—Vale, Skin, no te sulfures.
—Ya tengo suficiente para empezar —comentó Boxer, que seguía observando desde la estancia de al lado.
—Nos mantendrá informados, ¿verdad? —le dijo el superintendente Makepeace.
Después del tiroteo en la barriada de Dharavi, a Deepak Mistry se lo habían llevado de Mumbai hacia el norte, en coche, hasta un pueblo a las afueras de Bhopal, donde uno de los miembros de la banda tenía familia. Yash le dio un pasaporte británico con un nombre falso. También le entregó un billete para volar de Nueva Delhi a Frankfurt.
Al día siguiente, Mistry subió a un tren que iba a la capital. En Nueva Delhi se hospedó en un hotel barato y se mezcló con hippies alemanes. Pasó la noche fumando hierba con ellos y fueron juntos al aeropuerto a la mañana siguiente, donde cogieron el avión a Frankfurt.
En Frankfurt hacía mucho frío. Deepak se deshizo de las ropas hippies y se compró un abrigo cálido, un sombrero de lana y unos guantes de esquiador. Después, compró un billete a Londres en la terminal de autobuses. Le habían dicho que en Gran Bretaña el control de pasaportes era menos férreo en los autobuses que por otras rutas. Llegó a la estación de autobuses de Victoria a las once de la noche del 13 de marzo. Cogió un taxi para ir a la dirección de Southall que le había dado Yash. Dos horas después, cogió otro taxi, esa vez a Notting Hill Gate. Poco después de que diera la una, caminaba por Holland Park Avenue y subía la colina hacia Aubrey Walk. Conocía la casa por una visita anterior, pero no estaba seguro de quién habría en ella. Se quedó observando y esperó en la fría noche.
A eso de la una y media llegó un Golf GTI y aparcó frente a la casa. Del coche salió un hombre y le abrió la puerta del pasajero a una mujer que Mistry reconoció como la madre de Alyshia. El hombre le pasó un brazo por los hombros y la guio hasta la puerta de entrada. Diez minutos después, el hombre salió de la casa, se subió al coche y se marchó hablando por el móvil.
Al salir de la comisaría de Rotherhithe, Boxer fue a la oficina de Pavis, que estaba en Victoria, en Buckingham Palace Road. Entró y pulsó el botón de encendido del portátil bajo una lamparita de escritorio, que era la única luz que encendió. Tenía algunos números de teléfono que guardaba en dos sitios: en un archivo encriptado en su ordenador y bajo los tablones del suelo de su apartamento, en Belsize Park. El hombre al que iba a llamar vivía normalmente en Worcester, Massachusetts, y se llamaba Dick Kushner. De día regentaba un centro de retiro y rehabilitación para veteranos de guerra para el que obtenía dinero dando trabajo a exsoldados capaces —que la prensa denominaría mercenarios—. Boxer llamó al número de teléfono especial que Dick solo le daba al puñado de escogidos que, a su entender, compartían con él su ético modo de ver aquel negocio.
—Vaya, Charles Boxer —dijo Kushner con su suave acento estadounidense—. Todo un inesperado placer.
—Hola, Dick. Perdona por no haberte llamado hace tiempo.
—Sé que no me necesitas para encontrar trabajo, así que ¿qué puedo hacer por ti?
—Estoy buscando a alguien.
—¿Tienes un nombre?
—No, pero tengo una descripción.
—¿Por qué necesitas ese nombre? —preguntó Kushner—. Ya sabes cuáles son mis reglas, Charlie.
—Lo necesitamos para ponerlo en la tumba del tipo. Le han disparado en Londres.
—Lamento oír eso. ¿En Londres? ¿Estaba haciendo algo malo?
—Tan solo puedo decirte que se había juntado con malas compañías, nada más. —Le dio la descripción de Jordan.
—¿Crees que es de Operaciones Psicológicas? —preguntó Kushner—. Solo hay una persona que encaje con esa descripción y no me importa decirte de quién se trata. Nunca me han gustado ni él ni su amigo.
—¿También conoces al amigo? ¿Un estadounidense?
—Efectivamente. Eran especialistas en interrogatorios. Exagentes de la CIA. Estaban involucrados en la parte más siniestra del programa de «rendición extraordinaria», hasta que lo cancelaron al final de la era Bush. Dirigían uno de los centros clandestinos de detención que había cerca de Rabat. El bajito y gordo es Sean Quiddhy y su amigo es Mike Dowd. Ambos son de Boston, de ascendencia irlandesa. Se conocieron en la universidad. Fueron a la Politécnica de Virginia y después entraron en la CIA.
—¿Siempre trabajaban juntos?
—Por lo que sé, sí. Pero nunca les he dado trabajo. Esa gente no me gusta. No los tengo en mis archivos, así que solo puedo darte sus nombres.
—Es genial, Dick. Me ha sido de gran ayuda.
Boxer colgó, llamó al superintendente Makepeace y le dio los dos nombres.
—¿Y Reecey y McManus?
—Con esos voy a ponerme ahora.
Colgó, empujó la silla hacia atrás y caminó a oscuras por la oficina de Pavis pensando en la descripción que había hecho Skin del inglés: «Parecía del ejército». Boxer se detuvo en el umbral de la puerta del enorme despacho de Martin Fox pensando que Pavis debía de tener un archivo de reclutamiento con el currículo de todos los empleados posibles. Pavis no era como GRM, la anterior empresa de Boxer, donde solo había empleados asalariados. Esta era una empresa de autónomos a la que llegaban muchos currículos, tanto de buena como de mala gente. Encendió el ordenador de Fox.
Introdujo la contraseña de acceso al sistema de Pavis. Intentó abrir el archivo de reclutamiento, pero en la pantalla apareció la demanda de otra contraseña, que desconocía. Consultó el reloj: las tres y media de la madrugada. Era un poco pronto para llamar a la ayudante personal de Fox, pero solo podía llamarla a ella o al jefe, y este no se tomaría muy bien que le despertasen a aquella hora. La ayudante respondió al tercer timbrazo. Estaba adormilada, pero le dio la contraseña.
—Cuando entres, encontrarás una lista de especializaciones. Una vez dentro, verás que están repartidos por los idiomas que hablan. Finalmente, llegarás a un listado de nombres.
—¿Está toda la gente que ha mandado su currículum vítae a Pavis?
—No, Martin los filtra y los clasifica en categorías. Habrá archivos que no podrás abrir: los que contienen información confidencial. Martin es el único que tiene la contraseña de esos archivos.
—¿Y los currículum vítae de los candidatos que no se consideran válidos?
—Se destruyen de inmediato.
Tal y como había dicho la ayudante, el archivo de reclutamiento estaba dividido en especializaciones. El archivo más grande, con diferencia, era el de Seguridad Física —el que daba de comer a Pavis—. Empresas que necesitaban seguridad para los trabajadores que tenían en lugares peligrosos, como ingenieros de telecomunicaciones en Chechenia o programadores informáticos en Iraq. Aquel archivo estaba dividido en los idiomas que hablaba cada uno. La mayoría hablaba inglés. Los nombres estaban en orden alfabético. Decidió comprobarlos todos por si alguno estaba mal colocado. El primero era el de un amigo del regimiento de Staffords y el segundo pertenecía ya a la D: Michael Dowd. Lo abrió. No había fotografía y el currículo solo tenía seis líneas:
Fecha de nacimiento: 1967, Boston, Massachusetts, EE. UU.
Ciencias Matemáticas, Politécnica de Virginia
CIA: 1990-2005
Idiomas: Inglés
Contacto: Schwab
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Boxer pinchó en «Leer más», pero se necesitaba otra contraseña. Cerró el archivo, volvió a la lista de especializaciones y fue bajando, pero no encontró Operaciones Psicológicas. Repasó las especializaciones una a una. Mientras lo hacía, pensó que con aquel grupo de expertos se podría tomar un país pequeño: Asesoría, Consulta de Riesgos, Corporación por Diligencia de Cuidado, Detectives, Entrenamiento de Especialistas, Exploración, Investigación e Inteligencia, Marina, Secuestros, Seguridad Física, Sistemas de Seguridad y Tecnología. Fue en la categoría de Entrenamiento de Especialistas donde encontró el nombre de Sean Quiddhy, en «hablantes de inglés» y con las mismas seis líneas de currículo que Dowd y también sin fotografía:
Fecha de nacimiento: 1966, Boston, Massachusetts, EE. UU.
Psicología, Politécnica de Virginia
CIA: 1989-2005
Idiomas: Inglés, alemán, ruso, árabe, urdu y pastún
Contacto: Schwab
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De nuevo, la sección «Leer más» también necesitaba contraseña. Volvió al archivo principal. ¿Qué hacían aquellos nombres en el sistema de Pavis? Martin Fox siempre estaba dándoles la lata con lo limpio que estaba su barco, con que había gobiernos para los que nunca trabajaría y personal que ni siquiera incluiría en sus archivos… Pero ahí estaba el nombre de aquellas dos personas que, en cambio, Dick Kushner no hubiera tocado ni con un palo.
Se le ocurrió algo y volvió al archivo de Seguridad Física, donde encontró a su viejo colega del regimiento de Staffords. Pinchó el nombre y salió todo su currículo, con fotografía incluida. Lo cerró y fue a la sección de Secuestros. Allí abrió el archivo que contenía los hablantes de inglés y bajó hasta «Reece, Gerry». Abrió el archivo: sin fotografía y con las mismas seis líneas de currículo. Subió hasta su propio nombre y abrió el archivo: sin foto y con esas mismas seis líneas. Fox lo sabía. De ahí había salido la filtración sobre sus «servicios especiales».
—¿Has encontrado lo que estabas buscando? —preguntó Martin Fox, apoyado en la jamba de la puerta. Era una presencia oscura a la que no llegaba luz desde ningún lado.
Entró y se sentó en la silla de visitantes del despacho.
—No creía que estuvieras despierto a estas horas —repuso Boxer.
—Tecnología. Recibo un mensaje de texto si alguien enciende mi ordenador sin que yo esté aquí.
—Siempre he sido un poco ludista.
—¿Lo has descubierto ya, Charlie?
—Estoy a punto.
—¿Cómo?
—Sean Quiddhy y Michael Dowd. Skin ha proporcionado muy buenas descripciones físicas y he hablado con Dick Kushner.
—Sí, el superintendente Makepeace me ha contado que han detenido a ese idiota. ¿Ya has mirado tu propio archivo?
—Estaba en ello ahora mismo.
—Así que has descubierto… que sé lo de tus «servicios especiales». Pincha en «Leer más» y teclea «CBE» en mayúsculas, «sme» en minúsculas y los números «7042». Usé el nombre de pila de tu madre porque tú usabas su apellido de soltera.
Aparecieron su archivo y su fotografía. El currículum vítae completo, incluidos los trabajos que había hecho para Zhang Yaoting y Bruno Dias, junto con un comentario del hombre de negocios ruso.
—¿Qué es esto? —preguntó Boxer.
—Hay algunos trabajos que solo encomendaría a gente que sé que se irá a la tumba sin abrir la boca.
Silencio.
No le gustaba que Fox supiera aquello acerca de él; era peor que tener una desviación sexual.
—¿Por qué? —preguntó Boxer—. Siempre me estás diciendo lo limpísimo que está Pavis.
—Tengo que pagar las facturas —se excusó Fox—. Hasta que las aseguradoras de riesgos especiales empiecen a contar con Pavis, seguiré quedándome solo con las sobras. Algunas de esas sobras están muy bien pagadas si estás dispuesto a… proporcionar un servicio especial.
—Ya. ¿Vamos a poner las cartas sobre la mesa?
—Si quieres. Pero preferiría ver las tuyas primero.
—Sabemos lo de Quiddhy y Dowd —dijo Boxer—. Hay un inglés al que, según Skin, el irlandés llamaba Reecey. Supongo que se trata de Gerry Reece. Skin cree que Quiddhy lo había contratado y que este, a su vez, había subcontratado a una banda de Bermondsey liderada por Archibald Pike para que, por lo menos, les proporcionara un lugar en el que retener a la secuestrada y un equipo de seguridad.
—Nunca he trabajado con él. —Fox levantó una mano como para dar peso a sus palabras—. No obstante, el trabajo de Gerry consiste en organizar secuestros. Principalmente en Sudamérica y Centroamérica. Y estoy seguro de que le encantaría que te dijera que no es tan malo. Por ejemplo, no secuestra a nadie por debajo de los veinticinco años. Además, ha secuestrado a gente muy mala: políticos corruptos, traficantes de droga, matones de la mafia y gente por el estilo. Tendría que comprobarlo, pero yo diría que el único problema que ha tenido en este caso es que nunca había realizado ningún trabajo en Londres.
—Quiddhy le dijo a Skin que el compañero irlandés de Reece se llamaba McManus.
—Lo conozco. James McManus. Por lo que dicen, no es un tipo agradable. Era del UDA, la Asociación de Defensa del Ulster. Le pilló el gusto a matar durante el conflicto de Irlanda del Norte.
—A Reece se lo han cargado, ¿lo sabías?
—Skin y Dan, ¿no? —dijo Fox moviendo la cabeza de lado a lado—. Vaya par.
—Desde luego, profesionales consumados no son. Aunque han conseguido hacer lo que no hemos logrado ninguno de nosotros: arrebatarles la chica a un operativo de profesionales muy entrenados que iba a matarla.
—A mi entender, tuvieron mucha suerte.
—Por lo visto, parte de su motivación para arrebatarles a la secuestrada ha sido que no les gustaba lo que Quiddhy y compañía estaban haciéndole a Alyshia: interrogatorios durísimos, una ejecución falsa. ¿Qué pretenderían conseguir de ella para hacerle todo eso? —Boxer tamborileó con los dedos en la mesa—. ¿A qué venían esas tácticas brutales? Quiddhy iba ganando en el frente psicológico; no tenía por qué darnos ese susto de muerte con lo de la ejecución falsa. Es decir, no en ese momento en concreto.
Permanecieron sentados y en silencio, pensando.
—Tiempo —dijo Fox—. Quizá, de pronto, el tiempo se convirtió en un factor importante.
—¿El tiempo?
Mahmood Aziz estaba esperando en la tienda de piezas para coches y motores eléctricos que su hermano tenía en el mercado de Sher Shah Kabari, en la zona occidental de Karachi. A las cuatro y media de la madrugada, la mayoría de los talleres y vendedores estaban cerrados todavía, pero su hermano había llegado pronto para empezar a desguazar un viejo camión que había entrado a última hora de la noche anterior. Aziz estaba en la oficina trasera, que tenía vistas a la calle adyacente, donde había torres de neumáticos que llegaban hasta el alero. Después de unos minutos, su invitado llegó por la calle y Aziz le dejó pasar sin que su hermano ni los demás trabajadores se dieran cuenta.
Preparó té, se sentaron en el mobiliario desvencijado y hablaron de lo fría que estaba la noche.
—Puede que no te hayas enterado todavía, pero puedo confirmarte que nuestro amigo común ha tenido un desafortunado accidente esta noche en Londres —dijo Aziz.
—¿Amir Jat ha muerto? —preguntó el teniente general Abdel Iqbal, deseoso de que se lo confirmara claramente en vez de decirlo entre líneas.
—Le dispararon en la cabeza.
—¿Dónde está el cadáver?
—Aparecerá mañana en algún lugar de Londres.
—¿Y Alyshia D’Cruz?
—Está a salvo.
Iqbal había estado esperando aquella noticia y creía que iba a satisfacerle escucharla, pero, de repente, ahora que era una realidad, se dio cuenta del vacío de poder que dejaba la ausencia de Amir Jat.
—No hay por qué ponerse nerviosos —dijo Aziz—. Tienes todo nuestro apoyo y nuestros amigos afganos apreciarán unas manos firmes, sobre todo tras la feroz tenacidad y paranoia de tu predecesor, a quien habían empezado a referirse como «el trastornado».
—Recibí una llamada de Frank D’Cruz a primera hora de la tarde. Seguía muy preocupado por su hija, a pesar de que ya no estaba en manos de los secuestradores originales.
—¿Le hablaste de la inminente llegada de Amir Jat?
—Sí, y le dije que podía informar a las autoridades británicas.
—¿Cree que Amir Jat era el responsable del secuestro de su hija?
—No lo sé.
—Pero ¿le has señalado que había debilitado la posición de Amir Jat al corromperle e infiltrar a gente de su entorno? —preguntó Aziz—. Amir Jat no iba a sentirse seguro nunca más.
—Lo he hecho, pero no parecía convencido de ello. Puede que su relación estuviera bien equilibrada en ese frente. Desconozco qué es lo que sabía Amir Jat acerca de él cuando se conocieron en los años noventa. Lo que más le preocupaba a Frank D’Cruz es que la llegada de Amir Jat implicase un inminente ataque terrorista.
—Espero que hayas aplacado sus miedos.
—De eso sí que le he convencido.
El teniente general Abdel Iqbal acabó su té y ambos hombres se estrecharon la mano y se abrazaron antes de que el oficial del ISI se marchara. Mahmood Aziz volvió a sentarse. La oficina estaba en silencio. Entró su hermano, limpiándose las manos con un trapo grasiento.
—¿Todo va bien? —le preguntó.
—Lo único que podemos hacer es esperar que esta interferencia repentina no haya dañado el plan original —dijo Aziz.
—¿Cuándo lo sabrás?
—Muy pronto. En menos de treinta y seis horas obtendremos la mayor victoria sobre las fuerzas del mal y sobre el Noveno Gran Pecado. Y así, por fin, el mundo tendrá otro nombre del que preocuparse ahora que Osama bin Laden está muerto.
—¿A qué hora programaste los detonadores?
—A las ocho y media de mañana por la mañana, la hora punta de Londres.