22:30, MARTES, 13 DE MARZO DE 2012
Londres.
—¿Qué te ha contado Chico? —quiso saber Isabel.
—Que ha dado esquinazo a los del MI5 para poder ir a hablar con unos «intermediarios», como él los ha llamado. Podría ser gente que conoce en los bajos fondos o podrían ser sus contactos en el ISI. O quizás ambos.
Boxer le dio una explicación menos abrumadora de la versión de Chico. Cuando acabó, ella miraba por la ventanilla.
—Pero él no ha sido tan explícito —dijo Boxer.
—Nunca lo es.
—No estoy seguro de qué es real y qué es un guion —dijo Boxer—. ¿Será Amir Jat el responsable del secuestro original? No lo sé. Hay demasiados puntos que carecen de lógica. Pero la desesperación de Frank por recuperar a Alyshia parece sincera y cabe la posibilidad de que Amir Jat quiera castigarle por lo que ha hecho.
—Esa es la manera típica de actuar de Chico: contarte solo una parte. Recuperar a Alyshia. Nunca explicarle demasiado a nadie. Cada cual se hará su propia composición de lugar y le dará ideas que están más allá de sus competencias. Al menos, esa es su teoría.
Llegaron a Embankment y siguieron el gran río negro, que serpenteaba por la ciudad. Avanzaban por un tráfico peristáltico entre coches que contenían formas vagas de otras personas. Boxer observó la cara de Isabel, inmóvil, y se preguntó si su relación iba camino de convertirse en algo más permanente. Es lo que quería, pero le daba miedo lo que empezaba a crecer en su interior, y, al mismo tiempo, anhelaba que consiguiese oscurecer esa otra cosa que se expandía con la misma facilidad en su pecho.
—Háblame de Frank —dijo Boxer con la intención de encontrar pistas, pero también de evitar que se pusiera nerviosa—. ¿Era diferente cuando le conociste?
—Eso es lo que pensaba antes, pero ya no. Solo al conseguir liberarme de él, o liberarme tanto como es posible, logré ver su verdadera naturaleza, que ahora creo que siempre estuvo ahí, en el centro de su ser. Es curioso cómo los seres humanos…
Se calló, perdida en su reflexión fantasma mientras miraba por la ventanilla.
—¿Qué? —Con su pregunta, Charles Boxer la devolvió al presente.
—Sentimos una atracción irresistible hacia lo que es fuerte —dijo Isabel—. Lo triste de la bondad es que es insulsa. El mal tiene la capacidad de provocar emociones extraordinarias. Y nos sentimos atraídos hacia la emoción de lo extremo, en vez de hacia la monotonía del día a día.
—¿Y tú?
Lo miró en la penumbra del coche. Las luces del exterior alumbraban intermitentemente el interior del vehículo y revelaban un ojo, una mejilla, una boca, una nariz.
—¿Yo? —dijo Isabel—. Creo que he sido muy clara. ¿O en realidad estabas preguntándome por ti?
—De acuerdo, ¿qué ves en mí?
—Has tenido una infancia traumática. Tu padre te abandonó sin más, muy joven, y con esa terrible acusación pesando sobre su cabeza… lo que hace que, inevitablemente, pese también sobre ti. Eso sería suficiente para hacer que algo oscuro se alojase en el interior de cualquiera. Pero, bueno, a muchas personas les suceden cosas terribles y no todas se internan en la oscuridad. Tú has dado el siguiente paso, eso está claro. No quiero saber lo que has hecho. Has estado en la guerra, así que es probable que hayas matado gente, pero eso sucedió hace veinte años. Hay algo en ti que no veía en un hombre desde que…, bueno, desde que lo vi en Chico.
—¿Por eso no has tenido ninguna relación desde lo de Frank?
—¿Crees de verdad que después de estar con Chico podría sentirme atraída por alguien como ese pulcro banquero que vivía en la puerta de al lado en Edwardes Square? —respondió con un tinte burlón—. Lo he intentado poniéndome en el camino de personas normales y, lo creas o no, mi alma se ha ido marchitando. No podía besar a un hombre como ese. Habría sido como cambiar vida por muerte.
—¿Y con Alyshia?
—Siempre me lo he negado. Veo en Alyshia lo mismo que veo en mí. Nunca conocí al tal Julian, pero vi una fotografía en la que salían juntos y enseguida tuve claro que era malo y que ella estaba loca por él. Estaba dispuesta a romper el ciclo. Sabía que había pasado algo en Mumbai, algo emocional que la había cambiado de una manera más permanente que la experiencia con Julian. Cuando él desapareció, pensé que podría salvarla. Después de lo de Mumbai me preocupaba que estuviera perdida, pero no me rendí. He intentado que no se descompusiera actuando con naturalidad, hasta este mismo domingo, hace un par de días… que ahora parece tan lejano.
—¿Crees que el problema de Mumbai tiene que ver con Deepak Mistry?
—Sí. Deepak me preocupaba. Se parecía tanto a Chico… No tenía su carisma, pero eso lo convertía, de hecho, en alguien más peligroso. Chico vivía entre personas que alimentaban su carisma. Deepak era un solitario.
Boxer abandonó Upper Thames Street justo antes del puente de Londres. En Bank giró por Cornhill y redujo la velocidad.
—¿Qué estamos buscando?
—Los coches de Frank —dijo Boxer mientras señalaba algo más allá de Isabel. El centro estaba vacío a esa hora de la noche pero la ciudad seguía funcionando.
El coche eléctrico era un sedán plateado que estaba encima de una plataforma en una postura sorprendentemente dinámica, como si acabara de dar un salto sobre una loma. En una pantalla electrónica, una frase pasaba una y otra vez de derecha a izquierda: INVIERTA EN EL NUEVO COCHE ELÉCTRICO DECRUZ. Había cuatro guardas de seguridad alrededor de la plataforma, que, a aquella hora, no estaba iluminada.
Siguieron por el centro y giraron en St. Mary Axe. El segundo coche estaba en la plaza que había frente al edificio Aviva, una especie de deportivo con el mismo cartel electrónico y otros cuatro guardias de seguridad.
—Eso es típico de Chico —dijo Isabel—. Consigue permiso para poner sus coches frente al Banco de Inglaterra y entre sus mayores expresiones de riqueza: el huevo de Fabergé del Gherkin y la potencia industrial del edificio Lloyd’s. Hay que reconocérselo, sabe fardar.
Se dirigieron al norte, dejaron atrás la estación de Liverpool Street, cruzaron hacia Bethnal Green Road y aparcaron frente al cine Rich Mix cinco minutos antes de la hora indicada.
Skin se había tomado una anfeta e iba corriendo por Regent’s Canal. No dejaba de pensar en la buena idea que había sido tomar el camino de sirga, pues estaba vacío. Pasó corriendo junto a los botes estrechos que había atracados al lado de las vallas de Victoria Park. A su alrededor olía a comida y de ellos salían humo y voces apagadas.
Pasó por debajo de Commercial Road, subió las escaleras, dio la vuelta y miró por encima del muro de ladrillo que daba al camino de sirga. Volvió atrás para encontrar una marca adecuada y vio que el ayuntamiento había pintado algo a lo largo de la pared. Llamó a Dan.
—Estoy en el puente que hay sobre el canal de Commercial Road —le dijo—. Hay unos números pintados en el puente. Dile que tire la bolsa entre los números uno y dos.
—¿Ya tienes coche?
—Dame un respiro, joder.
—Consigue uno y me llamas otra vez.
Skin recorrió las calles de Commercial Road y encontró una vieja furgoneta blanca. Sacó la percha de alambre, la desdobló y la enderezó. Con los alicates hizo un gancho tosco. También con los alicates, agarró el sello de goma de la ventana y lo arrancó. Metió la percha por el hueco resultante y consiguió abrir la puerta al primer intento. Entró, rompió el seguro del volante, hizo un puente y condujo por Commercial Road. Llamó a Dan.
—Tengo una furgoneta, así que nos sentiremos como en casa.
—Quiero que crean que estamos controlando que no les siguen —dijo Dan—. Aparca en Bethnal Green Road, junto a Brick Lane, y llámame.
Así lo hizo. Apenas había tráfico. Tenía la adrenalina al máximo, pero iba con cuidado. No se saltó ningún semáforo y respetó el límite de velocidad. Aparcó y llamó a Dan.
—Escribe en un papel: «Id al metro de Stepney Green» y dáselo a un niño para que se lo dé a la pasajera del Golf GTI plateado que hay aparcado junto al cine.
Amir Jat estaba en la estación de metro de Upton Park, donde había quedado con Saleem Cheema. Un chico que llevaba una parka con una capucha forrada de pelo y un shalwar kameez por debajo se le acercó y le guio de la mano por Green Street. Pasaron por delante de tiendas de ropa pakistaníes, zapaterías femeninas, joyerías y una enorme tienda de DVD. A esas horas estaba todo cerrado, pero Amir Jat se sentía como en casa en aquella versión británica de Lahore, con aquel pavimento y las farolas Belisha, los pubs y las anguilas en gelatina Duncan. El chico le llevó por las casas adosadas de Boleyn Road hasta una que se alzaba tras un muro bajo y que tenía un garaje rojo a un lado. El chico tenía la llave. Fueron hasta una puerta que había bajo las escaleras. El chico pulsó dos veces un timbre oculto y la puerta se abrió.
Cruzaron otra puerta acolchada y, antes de marcharse, el chico le señaló unos escalones de ladrillo que descendían al sótano. En la habitación había tres hombres y, en medio de ellos, un cuarto desnudo, con los ojos vendados y auriculares en las orejas, y atado a una silla. Estaba hecho polvo. Había un charco de orina a sus pies. Le temblaban las piernas. Amir Jat oía el sonido lejano de la música heavy metal que estaban poniéndole a todo volumen por los cascos.
Los tres hombres saludaron a Amir Jat con sumo respeto.
—¿Quién es? —preguntó Jat.
—Uno de nuestros camellos. Les ha alquilado un estudio a los dos hombres que se han apoderado de la chica secuestrada. Está en la otra punta de la ciudad, a unos cuantos kilómetros —dijo Saleem Cheema—. Lo tenemos vigilado.
—¿Cuántas personas retienen a la chica?
—Dos, pero la mayor parte del tiempo solo hay uno. Los que vigilan acaban de llamarnos para informarnos de que uno de ellos, el tal Skin, se ha marchado, por lo que la chica está con el exenfermero, el tal Dan —dijo Cheema mientras le daba una patada en la pierna a M. K.—. El amigo de este tío.
—¿Os ha hecho un plano? —preguntó Jat mirando a M. K., que estaba agachado y tembloroso.
—El apartamento tiene grandes ventanales que dan al canal —dijo Cheema al tiempo que asentía—. Solo hay una ventana que dé a la calle, es alta y está en la cocina. Dice que lo más probable es que tengan a la chica en el apartamento que hay encima del estudio.
—¿Tenemos llaves?
—Las dos: la del taller y la del apartamento.
—Tenemos que cubrir tanto la zona del canal como la de la calle —dijo Jat.
—¿Cómo dice?
—El canal es una vía de escape. Tenemos que cubrirlo.
—No, me refiero a que nosotros no realizamos ese tipo de operaciones —dijo Cheema—. Hay grupos entrenados para hacer esos trabajos.
—¿Puedes contactar con ellos?
—No, solo puedo contactar con la gente que contacta conmigo.
—¿De quiénes se trata?
—Gente a la que conozco por medio de mis suministradores. Se hacen llamar Centro de Mando de Gran Bretaña.
—No hay tiempo para eso. Tenemos que actuar ahora —los apremió Jat.
—Pero no nos han entrenado para ese tipo de operaciones —insistió Cheema—. Además, tendría que darnos permiso el Centro de Mando.
Amir Jat no estaba acostumbrado a que la gente le replicara. Miró a su alrededor, a los jóvenes con ropa y corte de pelo modernos, y no le gustó lo que vio.
—No sois distintos de las personas a las que pretendemos derrotar —dijo—. Habéis desarrollado una mentalidad occidental, con intrigas políticas, y eso os ha paralizado. Tenéis que aprender a tomar la iniciativa.
Nadie dijo nada.
La paranoia estaba haciendo efecto en Jat. Analizó su propio y complejo mundo de asociaciones y redes y se preguntó en qué punto se estaba rompiendo todo y quién era el responsable. No le daba la sensación de ser quien controlaba los mandos. Era incapaz de salir de la espiral de pensamientos que le decían que no podía confiar en nadie. Y, aun así, tenía que depender de aquella gente.
—¿Y tú? —dijo Jat señalando a Rahim, que, dada la baja altura del techo, tenía que permanecer agachado. Jat reconoció de dónde procedía y le habló en pastún, con lo que excluyó a los demás. Le preguntó si estaba preparado para llevar a cabo una operación así—. Solamente hay un hombre y la chica —insistió—. ¿Cuántos sois vosotros?
—Seis —respondió Rahim.
—Dos en la calle, dos al otro lado del canal y dos entran. Tú y… —Jat señaló con un dedo a Hakim Tarar— y ¿él? Parece que sepa luchar.
—Es boxeador. No ha disparado un arma en su vida.
—¿Alguno de vosotros ha disparado alguna vez?
—Solo dos.
—Llévate a uno de ellos. Enséñame el plano y te diré cómo vamos a hacerlo.
—¿Qué le estás diciendo? —exigió saber Cheema.
—Está de acuerdo en llevar a cabo la operación —respondió Jat.
—Estos son mis hombres —replicó Cheema—. Operan en mi red. No están entrenados para este tipo de cosas.
—No necesitan entrenamiento si yo planeo el asalto. No es una operación complicada, como la de Mumbai de 2008, que yo diseñé. Estos chicos solo tienen que enfrentarse a un enfermero y a una chica que estará atada.
Era evidente que Rahim y Tarar estaban impresionados por Amir Jat. Empezaron a hablar entre ellos.
—Pero son miembros valiosos de mi red. ¿Qué pasa si hieren o matan a alguno de ellos? Perderemos la capacidad de financiar otras operaciones.
—¿Cuánta financiación quieres? —preguntó Jat—. Te daré todos los fondos que necesites. Te lo garantizo.
—Lo haremos —dijo Tarar.
Miraron a Cheema.
—Lo haremos con la condición de quedarnos con la chica y con el rescate. Con eso tendremos los fondos que necesitamos —dijo Tarar.
Cheema miró a Tarar por encima del hombro de Jat y asintió para mostrar su conformidad.
—Quiero interrogar a la chica en cuanto la tengamos —dijo Jat—. Necesito saber por qué ha sucedido esto y ella me proporcionará la capacidad para presionar. En cuanto obtenga las respuestas, será vuestra. ¿De acuerdo?
Todos asintieron.
—¿Qué hacemos con este? —preguntó Tarar, señalando a M. K.
—Solo se puede hacer una cosa —respondió Jat.
—Pero que no se ensucie nada más —dijo Cheema, disgustado por el charco de orina.
Una adolescente con un anorak negro caminaba por la acera hacia el cine Rich Mix. Se detuvo junto al Golf GTI plateado y llamó a la ventanilla. Boxer la bajó. Le dio una nota y siguió adelante.
Boxer la leyó y se la tendió a Isabel. Arrancaron y recorrieron Bethnal Green Road. Siete minutos después, estaban frente al metro de Stepney Green. Boxer escrutó la zona. Nada. Permanecieron sentados. Pasó un niño y dejó un papel en el parabrisas. «Id a la estación de metro de Mile End y esperad». Boxer giró a la izquierda en Mile End Road y aparcó junto al metro unos minutos después.
—Fui la conciencia de Frank durante los diez años de nuestro matrimonio —comentó Isabel—. Luego nos separamos. En los siguientes quince años, no tuvo conciencia. Corrompía a todo aquel que entraba en su órbita.
—¿Y Sharmila?
—Pertenece a ese mundo. Abandonó a un gánster para estar con Chico. Él la puso al frente de su «agencia de acompañantes». Les proporciona putas a los clientes de su marido. Y, ¿sabes?, Chico la obligará a hacer cosas terribles hasta que esté tan negra como él. El corruptor no está contento hasta que sus víctimas se hallan tan sumergidas como él en la oscuridad.
—Pero, ahora, has dejado eso atrás.
—¿Seguro? —dudó ella—. ¿A qué quedaré expuesta contigo?
—No soy rico. No pretendo estar por encima de los demás. No corrompo.
—¿Eres cruel?
Pensó un rato antes de responder. No quería mentirle.
—Sí, pero solo con los que han hecho el mal.
Un anciano con un abrigo y un gorro de lana bajo el que asomaba su pelo largo y gris cruzó la calle frente a ellos cojeando. Se detuvo junto al coche.
—¿Adónde? —le preguntó Boxer.
—¿Tienes un cigarro? —repuso el viejo. Entonces vio a Isabel y se agachó más. Su aliento apestaba a alcohol y tabaco—. ¿Está casada?
—No, no lo estoy —dijo ella, y sonrió.
—Debería. Es usted guapa. ¿Y él?
—No —respondió Boxer.
—¿No tenéis un cigarro?
—No fumamos.
—Una mujer guapa. —Se quedó mirándola—. ¿Adónde queréis ir ahora?
—No lo sabemos —respondió Isabel—. Estamos esperando a que nos lo digan.
—¿Tiene algún mensaje para nosotros? —le preguntó Boxer.
El anciano miró a Boxer y dijo:
—Qui nunc it per iter tenebricosum illuc, unde negant redire quemquam.
—¿Disculpe? —dijo Boxer.
—Él va ahora por el camino oscuro hacia ese lugar del que dicen que nadie vuelve —dijo el viejo—. Buenas noches.
Se fue. Se dieron la vuelta hacia el interior del coche y miraron por la luna trasera.
—¿Un loco? —preguntó Boxer.
—Eso creo. O un retornado.
—¿Un qué?
—Una especie de fantasma. Alguien que vuelve para decirte algo.
—Esperemos que estuviera hablando de sí mismo con eso del «camino oscuro». —A Boxer le preocupaba haber ido tan lejos que ya no hubiera vuelta atrás.
Se sentaron mirando al frente. Una de las octavillas de la Policía Metropolitana revoloteó bajo el limpiaparabrisas. Estaba un tanto mojada. Boxer la cogió.
—Lo más importante que has de recordar en este país —le dijo a Isabel mientras le mostraba la octavilla— es que nunca debes perder el sentido del humor.
En la octavilla aparecían la cara de Skin y la de Dan, solo que a Skin le habían dibujado pelo rizado, negro y abombado y un bigote, y a Dan, gafas. Debajo ponía: «Id a la estación de Shadwell. Sinceramente suyos, Bala y De Cañón». Isabel empezó a reír de forma involuntaria, presa de la histeria. Boxer giró en redondo.
—Cuando lleguemos a Shadwell, alguien nos dará un mensaje con gatos chillones —dijo Boxer.
A los diez minutos estaban en la estación de tren de Shadwell. Eran las once y media.
—¿Por qué miras por el retrovisor todo el rato? —le preguntó Isabel.
—Con la Metropolitana hay que estar prevenidos. Van a su rollo. No sé lo que saben, pero seguro que más que nosotros. No quiero que nos jodan la entrega. Quiero acabar con esto antes de que alguien más dé con Skin y Dan.
—Pero ¿no se supone que hacían todo esto para ver si nos seguían?
—Bah, esto es más aparente que real. Solo son dos y uno de ellos está con Alyshia. Quieren hacernos creer que nos están controlando. La Metropolitana lo sabe. He visto cómo la cabeza de Rick echaba humo.
Permanecieron sentados en silencio y a oscuras en el Golf, bajo las luces amarillas de Cable Street. Boxer levantó la palma de la mano. Ella puso la suya encima. El hombre la cogió y se la acercó a los labios.
El teléfono de Isabel empezó a sonar y ella dio un respingo.
—Su amigo, ¿cómo se llama?
—Charles Boxer.
—Dígale que saque el dinero del maletero y que lo ponga en su regazo. Vamos.
Colgó.
Permanecieron en silencio. La bolsa de deporte estaba sobre su regazo. La tensión nublaba su mente hasta el punto de que era incapaz de mantener una conversación. Apenas había tráfico. El ordenador del coche les decía que la temperatura exterior era de cero grados.
Sonó el teléfono. Dan les dijo que fueran a Lowell Street.
—Esperen ahí hasta que vuelva a llamarlos.
—Ya falta poco —dijo Boxer.
—¿Por qué lo sabes?
—Es Dan quien llama. Skin está en el punto de entrega para recoger el dinero y por eso ya no le pide a la gente que nos ponga mensajitos en el limpiaparabrisas.
Boxer subió hasta Lowell Street. Vacía. Ni siquiera había coches aparcados. Ahora ya estaban bajo cero. La tensión iba en aumento a medida que se acercaba el momento de la entrega, ese terrible punto en el que los secuestradores lo tenían todo y la familia nada.
—Todavía deben darnos una prueba de vida —dijo Boxer—. No dejes que se les olvide.
Sonó el teléfono.
—Hola, mamá, soy yo. —Era, sin lugar a dudas, la voz de Alyshia.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Isabel—. ¿Eres tú? ¿Estás bien?
—Estoy bien, mamá. Haz lo que Dan te diga y todo saldrá bien. Estos dos son majos. Puedes confiar en ellos.
—Isabel, escuche con atención —dijo Dan—. Voy a darle las instrucciones y quiero que las sigan al pie de la letra.
Dan le comunicó los detalles de la entrega.
—Cuando haya tirado la bolsa de deporte, no mire al otro lado del muro, márchense directamente con el coche, sin volver la vista atrás. Su amigo, Charles, tiene que permanecer al volante. Quiero que vuelvan al cine Rich Mix. Esperen ahí hasta que hayamos contado el dinero y les daré la dirección. ¿Lo ha entendido?
La espera en los semáforos del final de Lowell Street resultaba interminable. Giraron en Commercial Road, encontraron el lugar de la entrega y aparcaron. Nada más salir, Isabel Marks empezó a respirar de forma entrecortada por culpa del viento bajo cero que atravesaba con facilidad su traje, fino como el papel. Trepó por la barandilla y caminó a paso rápido hasta el lugar del puente en el que estaban pintados los números. Tiró la bolsa a la oscuridad. No se oyó nada. Volvió corriendo al coche. Dos hombres aparecieron de repente y fueron corriendo hacia ella a toda velocidad. Isabel se encogió cuando pasaron a su lado. Saltó por encima de la barandilla y miró hacia atrás para ver adónde iban. Uno bajó por las escaleras que había en el lateral de un edificio de apartamentos, mientras que el otro cruzó el puente a todo correr y desapareció por un hueco que había en la pared y que daba al camino de sirga. Boxer estaba fuera, apoyado en el coche, y los observaba negando con la cabeza.
Dos coches pasaron a todo correr por el otro lado de Commercial Road. Uno de ellos aparcó frente a la urbanización Tequila Wharf. Dos hombres bajaron de él a la carrera y bajaron por las escaleras que daban al canal. El otro coche siguió a toda velocidad por el otro lado del canal en dirección a los bloques de apartamentos que rodeaban el puerto deportivo.
—¿Qué está pasando? —preguntó Isabel.
—La Metropolitana —le informó Boxer—. En busca de su gran momento.