21:40, MARTES, 13 DE MARZO DE 2012
Casa de Isabel Marks, Aubrey Walk, Londres W8.
Frank D’Cruz seguía sin aparecer.
Los tres estaban sentados a la mesa con la bolsa de deporte vacía como elemento central. Isabel Marks estaba tan tensa que Boxer podía oír el zumbido de los cables invisibles que la estiraban. Quería decir algo que relajase el ambiente, pero, al principio de su carrera, había aprendido que el humor nunca funcionaba en un secuestro. Quería abrazarla, besarla en el cuello, decirle algo íntimo, pero Rick Barnes estaba allí, con los auriculares, aunque Boxer no tenía claro que estuviera escuchando las grabaciones.
El Golf GTI plateado estaba fuera. Listo.
El tiempo avanzaba inexorablemente hacia las diez y media, que era lo más tarde que podían salir para llegar a tiempo al punto de reunión, el cine Rich Mix de Bethnal Green.
Boxer estaba acostumbrado a esas situaciones y nunca dejaba que lo superaran. Había hablado con Martin Fox y le había pedido que hiciera lo imposible para conseguir el dinero de otra manera.
Rick Barnes estaba sentado con las manos en los brazos de la silla, mirando hacia delante, haciendo ejercicios de respiración, escuchando las palabras que cruzaban su cabeza. No había tomado parte en el problema del dinero. Los fondos públicos nunca están abiertos para pagar rescates.
Sonó el timbre de la puerta, lo que hizo que Isabel se sobresaltara, como si los cables se hubieran desenredado y hubieran vuelto a ponerse tensos.
Barnes no reaccionó.
Boxer fue a la puerta.
Era Frank D’Cruz. Por fin. Parecía estar acabado. Su carisma estaba roto en pedazos.
—Aquí lo tiene —dijo mientras adelantaba el maletín.
—¿Cuánto hay?
—Doscientos cincuenta mil. Es todo lo que he podido conseguir en este tiempo.
—Está bien. Isabel y el especialista de la Metropolitana pueden contarlo y empaquetarlo. Usted y yo vamos a tomar algo. Parece que esté agotado.
Boxer lo acompañó a la cocina y sacó una botella de whisky y una cubitera. Luego llevó el dinero a la sala de estar y lo dejó sobre la mesa. Barnes, que se había quitado los auriculares, estaba de pie pero un poco flexionado, como si estuviera a punto de dar un salto.
—Voy a matarlo —gruñó Isabel.
—Por eso vais a ser Rick y tú quienes contéis el dinero hasta cien mil libras y lo dispongáis en diez fajos, tal y como ha pedido Dan. Yo voy a hablar con Frank en privado.
—Voy a llamar al superintendente.
—Seguro que el MI5 también quiere un informe —comentó Boxer.
Cuando volvió a la cocina, comprobó que D’Cruz no se había movido, ni siquiera para servirse un whisky. Boxer puso hielo en un vaso, sirvió tres dedos de la bebida e hizo repiquetear el vaso frente a Frank para que el hombre dejase de mirar la mesa fijamente.
—Beba y hablemos.
D’Cruz le dio un trago al vaso. Luego lo dejó sobre la mesa, se cogió las manos y las escondió entre las rodillas. Se le agitaban los hombros. Estaba llorando.
—Aparte de lo que le ha hecho pasar a Isabel, el MI5 está, por usar una palabra lo más suave posible, preocupado. ¿Qué ha estado haciendo y por qué lo ha hecho sin que ellos le vigilasen?
—Tenía que descubrir el motivo del secuestro. Tenía que hacer indagaciones entre un tipo de gente que, de haberle llevado el MI5 a su puerta, nos habría aniquilado a mí, a mi familia, mi negocio… todo.
—¿Está hablando de terroristas organizados?
—No, solo gente que está en el ajo. Imagino que podría considerarlos intermediarios —respondió D’Cruz mientras asentía y le hacía un gesto para que le pusiera más whisky—. ¿Me acompaña?
—Soy yo quien va a conducir esta noche —contestó mientras le servía más whisky. Sospechaba que D’Cruz estaba sobreactuando.
—Tiene que devolverme a mi niña —dijo. De repente, estaba desesperado, lo que confirmaba las sospechas de Boxer—. Tiene que conseguir que se la entreguen los que la tienen ahora.
—Es mi intención. Y ha llegado usted justo a tiempo. Media hora más y no podría habérselo garantizado. ¿Qué es lo que ha descubierto en su pequeño interludio alejado del MI5?
—Hay una persona que viene de camino a Londres. Una persona muy importante. Se trata del teniente general Amir Jat. Está retirado, pero es un oficial muy activo del ISI que vive en Lahore. Ha llegado a Dubái con ese mismo nombre a la una y cuarto de la tarde, hora local, en el vuelo EK601 de Emiratos, proveniente de Karachi. No ha salido ningún Amir Jat en los vuelos internacionales del aeropuerto de Dubái, pero me han dicho que hay un hombre que viaja con pasaporte alemán que ha aterrizado en el aeropuerto Charles de Gaulle a las siete y media, hora local, de esta tarde y que responde a la descripción de Amir Jat, a pesar de que lleva otra ropa, se ha cambiado el peinado y se ha afeitado la barba. Le esperaban en el aeropuerto y creen que le han dado otra identificación, probablemente un pasaporte británico y un billete para otro transporte a Londres. La hora de su llegada aquí es desconocida.
—¿Y para qué viene ese tal Amir Jat?
—No estoy seguro, pero me han sugerido que el secuestro lo ordenó él —contestó D’Cruz.
—¿Ha venido a hacerse cargo de la situación ahora que Alyshia ha cambiado de manos?
—Es imposible que lo supiera en el momento en que ha salido de Pakistán. Aunque estoy seguro de que ya le habrán informado y que será una de sus prioridades.
—¿Por qué iba a usar una banda inglesa y no agentes del ISI para el secuestro?
—Porque el secuestro está pensado como un ataque personal hacia mí por una razón que él quiere mantener en secreto.
—¿Va a decirme cuál es?
—Si quieres hacer negocios en Pakistán vendiendo el tipo de material industrial pesado que yo vendo, debes tener contactos entre los militares. Amir Jat es el cerebro. Si él te acepta, todos los demás oficiales militares veteranos lo hacen.
—¿Cómo es que tiene tanto poder?
—Aparentemente, controla fondos del gobierno pakistaní. Cantidades enormes.
—¿Aparentemente?
—El asunto es tan complicado y se mueve por tantos canales distintos que debemos suponer que parte de lo que tiene proviene de su fuerte relación con los talibanes afganos.
—¿Opio?
—No lo sabemos con exactitud, pero creemos que así es.
—¿Y cómo trabó usted relación con Amir Jat?
—Incluso conseguir una audiencia con él lleva tiempo. Solo puedes llegar hasta él a través de una línea de comunicación aprobada. En mi caso, fue gracias al teniente general Abdel Iqbal, de Karachi.
—¿Y qué tuvo que hacer para demostrar a Iqbal que podía confiar en usted?
—Conocía a su hermano, que vivía en Dubái. Estábamos en el mismo grupo durante la anterior… etapa de mi carrera. Él es la razón por la que soy tan importante entre la comunidad musulmana de Bombay —explicó Frank D’Cruz—. Y cuando al hijo mayor de Abdel Iqbal le detectaron un tumor cerebral muy raro, fui a buscar a un cirujano estadounidense de Los Ángeles, que era el único capaz de extirpar dicho tumor. Pagué los doscientos cincuenta mil dólares que costaba todo. Ha sido la mejor inversión de mi vida.
—Y eso le puso en la órbita de Amir Jat —concluyó Boxer—. No parece que sea una persona que regala las cosas.
—No sé cuánto sabe usted sobre relaciones de negocios —dijo D’Cruz—. En resumen, todas tienen que ver con el poder. Parece obvio, pero si permites que una persona mantenga una posición de poder por encima de ti, eso te debilitará para siempre en esa relación. Por tanto, a la hora de desarrollar una relación de negocios, lo que quieres es que el poder de ambas partes esté equilibrado.
—Parece que esté describiendo la racionalidad que existe detrás de la corrupción. Pero, si Amir Jat tiene tan buena relación con los talibanes afganos, es probable que sea un musulmán muy devoto.
—Sí. Y aunque controla grandes cantidades de dinero, no está interesado en que acabe en su cuenta. Tan solo lo utiliza para demostrar lo alargada que es su sombra. Sus necesidades personales son muy pocas. Bebe agua hervida. Se comporta como si fuera ramadán cada día. Vamos, que solo come por la mañana, antes de que amanezca, y por la noche, después de que se ponga el sol. Y, evidentemente, reza cinco veces al día.
—Así que no puede ser fácil menoscabarlo.
—Pero yo conseguí corromperle —dijo D’Cruz—. Encontré su mayor debilidad y la exploté.
—¿Y cuál es? —preguntó Boxer.
—No necesita conocerla —respondió D’Cruz, impasible.
Boxer entendió que admitirlo conllevaría el pago de un peaje muy caro.
—Es algo que aprendí muy pronto —dijo D’Cruz—. Ningún hombre es incorruptible.
A Boxer no le gustaba cómo le miraba D’Cruz. Empezó a comprender cómo se sentían Amir Jat, Isabel Marks y todo aquel que hubiera entrado en contacto alguna vez con el seductor carisma de Frank D’Cruz. Le mantuvo la mirada sin pestañear.
—¿Y cuál es la demostración de sinceridad que ha estado pidiéndole?
—Eso sigo sin saberlo con certeza. Podría ser, simplemente, que mantenga la boca cerrada, pero, aparte de eso, si no es acerca de su terrible debilidad, desconozco sobre qué podría ser. Quizá solo esté recalibrando el equilibrio de poder a su favor. Estoy muy bien protegido en la comunidad musulmana de Bombay y habría sido imposible que hiciera esto allí, a menos que se lo hubiera pedido a las bandas hindúes, pero eso es imposible. En Londres es más sencillo.
—Pero, por lo general, la gente instiga secuestros por alguna razón en particular. La de obtener un rescate es la más obvia. O para garantizar el silencio de alguien, pero solo hasta que pasa un momento clave. Comprar su silencio acerca de cómo lo corrompió parece una razón demasiado amplia para un secuestro. ¿Cuánto tiempo va a tener retenida a Alyshia para conseguir que mantenga la boca cerrada? ¿Toda la vida? Tiene que ser algo más específico. Algo como, digamos, un ataque terrorista inminente.
—No, mis intermediarios me han asegurado que no es el caso. Es demasiado arriesgado durante los Juegos Olímpicos. Las organizaciones terroristas establecidas aquí no quieren arriesgarse a que un fallo comprometa todas sus redes.
—Bueno, Frank, a mi modo de ver, este escenario carece de lógica. Y si yo lo veo así, tenga por seguro que el MI5 pensará lo mismo.
—Mire, Charles, como Amir Jat es una persona con la que hago negocios, convertí en una obligación aprender de él todo lo que fuera posible. No opera solo… y yo tengo los medios para extraer información de los que le rodean. No pienso revelar mis fuentes, ni siquiera al MI5, pero le aseguro que las tengo. La naturaleza de este tipo de relaciones exige que siempre se intente ir más allá del nivel que se ha alcanzado. Así que, en cuanto tuve a Abdel Iqbal de mi parte, traté de llegar a Amir Jat. Y cuando lo conseguí, fui a por el siguiente eslabón de la cadena. Amir Jat es un hombre que mantiene a sus enemigos tan cerca como a sus amigos. Ni siquiera tengo claro que distinga entre unos y otros. Fui capaz de discernir quiénes eran sus amigos y, por ende, quiénes sus enemigos, y, para mi desgracia, él también descubrió quién fue uno de ellos. Sí. Fue. Amir Jat no es de los que toleran la traición.
Boxer estaba extasiado por la enrevesada lógica que había en las palabras de Frank D’Cruz. Parecía que, en parte, tenía sentido, pero, en realidad, no le había dado información alguna a la que agarrarse.
—¿Así que piensa que ha hecho que secuestren a Alyshia para vengarse de que usted convirtiera a uno de los amigos de Jat en su espía? —resumió Boxer—. Eso tampoco tiene sentido.
—A menos que, como ha dicho usted al principio, pretenda castigarme por corromperle y por poner a su gente en su contra.
Silencio. D’Cruz se sirvió otro whisky y lo apuró sin quitarle la vista de encima a Boxer.
Sonó el timbre de la puerta y se rompió el hechizo que había entre ambos. Barnes fue a abrir y apareció en la cocina momentos después.
—Es la limusina del señor D’Cruz para llevarle a Thames House —dijo—. Y, Charles, es hora de irse. El dinero está listo.
Dan volvió al apartamento por una ruta diferente. Estaba emocionado. Se le habían ocurrido algunas ideas acerca de cómo tenía que ser la entrega. Tomó un camino diferente: enfiló por Canal Walk, cruzó el puente y llegó a Branch Place por el oeste. No vio a nadie. Pero uno de los hombres de Hakim Tarar, escondido tras un murete coronado con las típicas barandillas azules del ayuntamiento que se encontraba frente a un bloque de pisos, lo vio a él. Vio cómo entraba en el apartamento y llamó enseguida para informar.
La zona del estudio estaba a oscuras y había un extraño silencio en ella. Dan subió las escaleras preguntándose qué es lo que se encontraría esta vez. Nada más entrar en la vivienda, supo que algo iba mal. No se oía ni conversación, ni risas, ni flirteos. Skin estaba sentado junto a la mesa, fumando un porro y mirando la pared vacía. Dan miró a Alyshia, que le devolvió la mirada pero no dijo nada. Tenía la otra muñeca atada a la cabecera de la cama y el pelo húmedo. Cerró la puerta y se acercó a Skin.
—¿Qué ha pasado?
Skin se encogió de hombros.
—Pensaba que estabais intimando —dijo Dan—. ¿Cómo va el marcador?
—Igual. He dejado que se dé una ducha.
—Joder, qué lujos.
—El agua estaba fría y se ha quejado. Eso es todo.
—¿Eso es todo?
—Sí —respondió Skin mientras sus ojos se fundían en negro, como si quisiera pasar página—. ¿Alguna noticia?
—He estado dándole vueltas a cuál es la mejor manera de hacerlo.
—Me alegro de que hayas vuelto. —Skin le dio una larga calada al porro y cerró los ojos—. Y que pienses.
Silencio de nuevo.
—Skin, ¿estás conmigo?
—Soy todo oídos.
—Espero que el paseo por el canal saque toda esa mierda de tu cuerpo.
—No te preocupes, me tomaré una anfeta y llegaré en la mitad de tiempo.
—Bueno, escúchame bien porque estas son las instrucciones. Cuando llegues al final del canal, pasa por el túnel que va por debajo de Commercial Road. Te encontrarás entre la carretera y los arcos del tren ligero de Docklands que hay frente al puerto deportivo de Limehouse Basin. Allí hay una esclusa. Sube las escaleras de la izquierda y ve hacia el sur de Commercial Road. ¿Entendido?
—Entendido.
—Quiero que mires por encima del muro del puente hacia el camino por el que has ido y que dejes una marca.
—¿Una marca?
—Algo en el puente. Una marca. Para decirle a la madre de Alyshia que pare allí, salga y tire la bolsa con el dinero por encima del muro. Tú estarás debajo, esperando a que caiga para recogerla. De esa manera, nadie te verá, y si están siguiéndola será más difícil que te persigan. Tendrán que pararse, encontrar la manera de bajar hasta allí y, luego, dar contigo. Te conseguiré unos minutos de ventaja para que corras hasta el coche que hayas robado y te internes en el túnel de Blackwall.
—¿El túnel de Blackwall?
—Será mejor que el coche que robes tenga navegador.
Skin consultó su reloj y empezó a comprender todo lo que tenía que hacer en ese tiempo.
—No te preocupes mucho por el tiempo, puedo retrasarlos hasta que estés listo —dijo Dan, y le dio un teléfono—. Este es el móvil que tienes que utilizar. Ya he metido mi número en él. Compruébalo.
Skin buscó el número y llamó. El móvil de Dan vibró.
—Bien, está todo listo —comentó Dan.
Skin se puso de pie y se dio una palmadita en el abdomen. Dan lo observó atentamente para ver si estaba preparado para hacer su parte.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Skin con agresividad.
—Algo ha cambiado. Intento determinar qué es.
Nada más.
—Pues déjalo.
—Antes había química y ahora…
—¿¡Qué!? —soltó Skin, molesto—. ¿Geografía?
—Ahora que lo dices, sí.
—Esa Alyshia… Lo vi desde el principio. Le gustan los chicos malos. Conozco a ese tipo de tías.
—¿Pero…? —dijo Dan.
—Pero no tíos como yo —concluyó Skin.
Dan se encogió de hombros. Sus miradas se cruzaron. Se dio cuenta de que Skin estaba dolido, lo que le sorprendió.
—Bueno, pues dile khuda hafiz y a la mierda.
Piensa que está haciéndote cincuenta mil libras más rico.
—¿Que le diga qué?
—Khuda hafiz. Significa «adiós» en urdu.
—Joder, sabes de todo.
—Y suéltale la otra muñeca mientras lo haces, que de esas esposas no tengo la llave.
—Bien pensado.
—No queremos que tenga que estar atada a la cama hasta mañana por la mañana.
—Mejor hazlo tú —dijo Skin mientras le daba la llave—. Y tráeme una percha.
Dan se acercó a Alyshia y le abrió las otras esposas mientras ella le miraba como si pretendiera encontrar una debilidad que explotar.
Cogió una percha y volvió a la sala con ella. Skin estaba comprobando la pistola. Se puso el pasamontañas y se lo enrolló hacia arriba hasta que pasó a ser un simple gorro de lana. Dan se aseguró de que se llevaba el móvil y papel y boli.
—¿Para qué es esto?
—Vas a hacerlos ir de un lado para otro antes de que realicen la entrega.
Skin bajó al estudio, rebuscó entre las cosas hasta que encontró un par de alicates de punta larga y se fue.
Dan llamó a Isabel Marks un poco antes de las diez y media.
—¿Cuál es la pregunta?
—Alyshia y yo pasamos un fin de semana en Granada en Semana Santa —dijo Isabel—. Pregúntale dónde nos hospedamos.
Dan oyó ruido de tráfico por el teléfono y se dio cuenta de que ya estaban de camino. Le hizo la pregunta a la chica y levantó el teléfono.
—En el Parador —dijo Alyshia.
—¿Lo ha oído?
—Lo he oído —contestó Isabel y empezó a llorar.