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19:20, MARTES, 13 DE MARZO DE 2012

Regent’s Park, Londres.

—Siento mucho la muerte de tu amigo —dijo Chhota Tambe, sentado ante el enorme escritorio de su casa (que daba al Regent’s Park) y fumando un Wills Insignia mientras le indicaba al estadounidense que tomase asiento. Este iba vestido con pantalones tejanos negros y una chaqueta de aviador con forro.

—Quiddhy conocía los riesgos que se corren en este negocio —respondió Dowd, que se había visto atraído hasta ese lugar ante la perspectiva de ganar mucho dinero. Era incapaz de apartar la vista de los fajos de billetes que había delante del indio.

—¿Has encontrado una manera satisfactoria de encargarte de los cadáveres? —preguntó Tambe mientras se sacudía la ceniza que le había caído sobre su traje de raya diplomática confeccionado a medida y que, a su entender, lo hacía parecer cinco centímetros más alto que el metro cincuenta y siete que medía.

—McManus tiene un contacto irlandés. Él se ha encargado de ambos por nosotros —dijo Dowd mientras le enseñaba la fotografía que les había hecho a ambos cadáveres con el móvil.

Chhota Tambe esbozó una mueca.

Enseñarle los cadáveres a Tambe había sido premeditado. Dowd quería dejarle claro que se merecía el dinero. Rechazó un cigarrillo y sonrió con suficiencia mientras miraba la corbata a rayas de colores naranja, verde lima, lamé dorado y rosa de su empleador y que hacía de menos a este —si no en estatura— a ojos de su sastre.

—¿Y dónde está McManus? —preguntó Tambe, mientras se recostaba en el sillón de imitación de terciopelo con rebordes dorados y se acicalaba su bigote de lápiz con el pulgar y el índice constantemente y siempre en dirección hacia la comisura de los labios.

—Se ha ido de la ciudad.

—¿Y adónde vas a ir tú? —preguntó sin verdadero interés, mirando por encima de la cabeza del hombre a la pared que había detrás y echando humo por dentro.

—Había pensado perderme por ahí unos meses antes de volver a Dubái.

En la pared que había detrás de Dowd, en un marco dorado, colgaba un cuadro del hermano mayor de Chhota, Bada Tambe (Gran Tambe). No se parecían en nada. Gran Tambe había sido todo lo que su hermano pequeño no era: alto, guapo y carismático. Ese retrato, del que tenía una copia tanto en su casa de Dubái como en la de Mumbai, le había servido para mantenerse centrado durante casi veinte años. Amaba a su hermano mayor y aún sentía la puñalada del dolor con la misma intensidad como el día de 1993 en que le dijeron que había muerto.

Sin embargo, había una persona más que había ocupado los pensamientos de Chhota Tambe, además de su hermano mayor, durante el mismo periodo de tiempo: Frank D’Cruz. Odiaba a Frank D’Cruz con la misma pasión con la que quería a su hermano. Era uno de los grandes factores que equilibraban su vida.

—¿Y la chica? —preguntó Tambe—. Dices que el cristal del ventanal estaba hecho añicos, pero que estás seguro de que ha sobrevivido.

—No había sangre en la habitación donde la reteníamos.

—La policía les sigue la pista, ¿sabes? A los que dispararon a tus amigos. —Chhota Tambe enderezó el paquete de cigarrillos hasta alinearlo con el dinero porque era un hombre muy ordenado—. Ha salido en Sky News.

—Pues entonces será mejor que me marche —dijo Dowd mientras se ponía de pie.

—Esto es para ti —comentó Tambe mientras adelantaba un fajo de billetes por el escritorio.

Dowd lo aceptó con un asentimiento y se lo metió en la bolsa.

—Mis hombres te llevarán a donde quieras —dijo Tambe, que se levantó y rodeó el escritorio. No era más alto que cuando estaba sentado—. Te sugiero que cojas el Eurostar a París. Es la manera más rápida de salir del país.

Dowd estrechó la mano pequeña y blanda de su empleador y los dos pesos pesados que había junto a la puerta lo acompañaron al garaje.

—¿Os importa que os haga una pregunta? —dijo Dowd, cuando ya estaban los tres apiñados en el ascensor—. ¿Desde cuándo sucede esto entre vuestro jefe y Frank D’Cruz?

Los hombretones se miraron entre sí y sonrieron, no pudieron evitarlo.

—Depende de a quién se lo preguntes.

—Os lo pregunto a vosotros.

—Te diríamos que fue cuando Sharmila abandonó a Chhota Tambe y se fue a trabajar para Frank D’Cruz.

—¿Y si se lo pregunto al jefe? —inquirió Dowd tras pensárselo unos instantes.

—Entonces te contará una historia muy diferente.

Ambos se carcajearon mientras se abrían las puertas del ascensor. En el garaje había tres coches. Se acercaron a un Range Rover, le abrieron la puerta de atrás a Dowd y este entró. Los hombretones se sentaron a cada uno de sus lados. No había conductor. Al principio, Dowd no supo qué era ese dolor de los costados que le dejaba sin respiración. Miró a ambos hombres. Se apretaban contra él, volcados sobre sus hombros, empujando su costillar, y tenía la extraña sensación de que se le escapaba la vida.

Dan se sentía más seguro a oscuras. Ahora no tenía que ir tan lejos. Bajó por el canal hasta el mercado de Broadway y recorrió el centenar de metros que había hasta London Fields, donde desapareció en la oscuridad central, se sentó en un banco e hizo la llamada.

—Hola, Dan —respondió Isabel Marks como si este jamás hubiera amenazado con amputarle el dedo a su hija o hubiera prolongado un interludio en un momento vital de las negociaciones. A él le sorprendió la fuerza de su voz, le intimidó.

—Buenas noches, señora Marks.

—No he podido reunir más dinero. Si quieres más, vas a tener que esperar hasta mañana.

—Estamos dispuestos a aceptar cien mil en metálico, pero tiene que ser esta misma noche.

Dan notó cómo la emoción se apoderaba de la garganta de la mujer. Parecía que estuviera a punto de darle las gracias, pero que no hubiera llegado a articularlo, o a soltar un «que te jodan», pero que se hubiera refrenado a tiempo.

—Voy a pasarte con un amigo de la familia. Se llama Charles. Será él quien os lleve el rescate. Dale las indicaciones a él.

—No, no, no, no, no —saltó Dan—. El dinero va a entregarlo usted.

—No creo que pueda hacerlo. Aunque no lo parezca, estoy agotada.

—No pienso hacer negocios con otra persona a estas alturas. Confío en usted.

—No puedo hacerlo sola. Necesito ayuda.

—Quiero que vaya usted en el coche —exigió Dan después de pensar un rato—. Aceptaré que otra persona vaya con usted.

—Pero prefiero que le des las indicaciones a Charles. No quiero equivocarme en nada. Es un buen amigo de la familia.

—De acuerdo. Buenas noches, señora Marks. —De pronto, se sentía tremendamente apenado por lo que le había hecho pasar a aquella mujer—. Su hija está muy bien y le manda recuerdos. No le hemos hecho ningún daño… a diferencia de los anteriores.

—Gracias, Dan. Se pone Charles.

—Hola, Dan —dijo Boxer—. No hemos recibido ninguna prueba de vida de Alyshia desde la primera que nos enviasteis. Queremos una prueba antes de entregar el dinero.

—Cinco minutos antes de que dejéis el dinero, le permitiremos a Alyshia llamar a su madre. Ella confirmará que está bien y, entonces, procederéis con la entrega.

—¿A qué hora?

—A medianoche.

—¿Por qué no antes?

—Necesitamos tiempo.

—¿Dónde queréis que hagamos la entrega?

—Dame tu número de teléfono y aparcad frente al cine Rich Mix de Bethnal Green Road. Estad allí a las once y os indicaré dónde hacer la entrega.

—¿En qué parte del coche quieres que deje el dinero?

—En el maletero —indicó Dan—. Y quiero saber la marca, modelo, color y matrícula del coche que vayáis a usar.

—Eso no lo sé.

—Pues entérate. —Colgó.

Corrió alrededor del banco durante cinco minutos con la intención de no quedarse frío.

Cambió de móvil y volvió a llamar.

—Llevaré un Volkswagen Golf GTI plateado con matrícula LF59-XPB —dijo Boxer, que también le dio el número de teléfono que iba a usar—. Dime cómo vamos a recuperar a Alyshia.

—Yo estaré con ella. Mi compañero recogerá el dinero. En cuanto haya verificado que nos habéis dado la cantidad que hemos acordado, me llamará. Yo os llamaré a vosotros y os daré la dirección en la que está. La soltaré y le dejaré un móvil por si acaso.

—¿Quieres que dejemos el coche en alguna parte con el dinero en el maletero?

—Sí. Cuando os llame para daros la dirección, podréis volver a por el coche. Os diré dónde esperar mientras tanto. Quiero que llevéis ropa blanca para que podamos reconoceros con facilidad. Los dos.

—¿Puedes darnos un número de teléfono por si acaso tenemos que ponernos en contacto contigo?

—No —respondió Dan, paranoico con los móviles, que consideraba meros aparatos de rastreo—. El dinero tiene que estar en diez fajos de diez mil libras cada uno. Los fajos tienen que estar en una bolsa de deporte con cremallera. Blanda, no la queremos dura. Si encontramos algún dispositivo de rastreo o explosivos de tinta de algún tipo, Alyshia no verá amanecer y nunca volveréis a saber de nosotros.

—Tranquilo, estará limpio.

—Nada de policía —subrayó Dan—. Y que no os siga nadie. Como sospechemos siquiera que os están siguiendo, no habrá trato. Os pediré que conduzcáis por la zona para cerciorarnos de que no os siguen.

—¿Cuánto tiempo necesitáis entre que recibáis el dinero y nos digáis dónde se encuentra Alyshia?

—Un máximo de dos horas. Con suerte, menos.

—Quiero que nos deis una prueba de vida provisional a las diez y media —exigió Boxer.

—¿Como qué?

—Llámanos, te hacemos una pregunta, consigues la respuesta y vuelves a llamarnos.

—¿Para qué lo queréis si su madre va a verla en una hora o así?

—Para mantener el nivel de confianza. Tu contacto con nosotros ha sido bastante errático. Estamos llegando al momento crucial e Isabel quiere saber que vais completamente en serio.

—Vamos en serio —aseguró Dan—. Os llamaré a las diez y media. Hasta entonces.

Boxer colgó. Consultó su reloj. Acababan de dar las ocho y media. Se volvió hacia Rick Barnes.

—Tenemos dos horas para encontrar a Frank D’Cruz, asegurarnos de que el dinero está bien y meterlo en la bolsa de deporte —dijo Boxer—. Voy a recoger el Golf y a por unos abrigos blancos a Pavis.

—Podemos encargarnos nosotros.

—No se ofenda, pero quiero asegurarme de que todo está limpio.

—Es un farol, ¿verdad? —dijo Rick Barnes—. Solo están ellos dos. Ha dicho «mi compañero». No van a seguirlos por la ruta, no tienen capacidad para hacerlo.

—¿Significa eso que pretende poner en peligro la entrega del rehén llevando a cabo un arresto al mismo tiempo?

—Se les busca por asesinato.

—¿Cuánto tiempo cree que van a durar ahí fuera? Lo más probable es que tengan que robar un coche, o varios, ahora que no tienen la furgoneta. Los buscan dos bandas y la Policía Metropolitana. Ha habido una alerta nacional en las noticias. Yo diría que no duran ni veinticuatro horas. Por mucho que tengan un lugar donde esconderse.

—Pero queremos que nos den información acerca del secuestro original cuanto antes —insistió Barnes—. Está en juego la seguridad nacional.

—En ese caso, da igual lo que yo diga —dijo Boxer—. Esta es una decisión que tomará su jefe y la gente que está en Thames House. Aun así, a mí me gustaría que Alyshia estuviera a salvo primero. Ella podría tener la información más importante de todas, a menos que no me haya enterado bien, y Skin y Dan no sean un par de tipos sin más, sino operativos de lo más profesionales.

Barnes no dijo nada. Llamó al superintendente Makepeace y le contó la oferta y los detalles de la entrega del rescate. Preguntó por Frank D’Cruz. Escuchó y colgó. Boxer seguía sentado, a la espera de que Barnes le contara la conversación.

—Frank D’Cruz estaba bajo vigilancia del MI5.

—No me gusta su uso del verbo en pasado —dijo Boxer.

—No lo han visto desde las cuatro y media.

—¿Y dónde estaba cuando lo vieron por última vez? —preguntó Isabel Marks, haciendo hincapié en aquel verbo en pasado.

—Parecía que estuviera haciendo unos preparativos para la presentación de los coches eléctricos que pretende construir en las Midlands. Dando charlas, llevando a inversores potenciales a los lugares donde se exponen los prototipos.

—¿Dónde exactamente?

—Hay dos lugares en la City: uno ante la Royal Exchange, frente al Banco de Inglaterra, y el otro en St. Mary Axe, entre el Gherkin y el edificio Lloyd’s. Los otros dos están frente al estadio principal de la cita olímpica, en Stratford.

—Sí, me lo contó —dijo Isabel—. Pretende crear conciencia y atraer inversores para su causa. ¿Y qué ha sucedido?

—El MI5 le ha perdido la pista entre la City y Stratford. La limusina del señor D’Cruz ha llegado a su destino, pero él no iba en ella y no lo han visto desde entonces. Su móvil está apagado y no pueden rastrearlo.

—¿Había alguien en el coche?

—Su consejero particular en Gran Bretaña, un joven indio que llevaba el abrigo de Frank, y Nicola Prideaux, la mujer que dirige su entramado de propiedades residenciales.

—¿Y el dinero que dijo que iba a reunir para el rescate? —preguntó Boxer.

—Por lo visto, ninguno de los que iban en el coche sabe nada al respecto. El conductor lo había visto antes con un maletín, pero desconoce el contenido.

—¿A qué estará jugando? —se planteó Isabel Marks.

—Sea lo que sea, esperemos que haya sido muy cuidadoso —dijo Boxer—. Ya han intentado matarle una vez.

Hakim Tarar trabajaba con su equipo de cinco personas. Había sido metódico, empezando por su propio territorio de Bethnal Green y siguiendo hacia el norte, hacia Haggerston y Dalston; luego al oeste, hacia De Beauvoir; y ahora iba por el sur, por Hoxton y Shoreditch. Hasta el momento, parecía que solo los camellos de Bethnal Green supieran algo acerca de los dos secuestradores buscados por asesinato, pero se debía a que estaban un nivel por encima, suministrándoles a los banqueros de inversiones y a otra gente del centro que se había mudado al este. Cuando Tarar habló con ellos, se mostraron de lo más suspicaces, ya que habían recibido la visita de dos bandas y tenían a la policía peinando toda la zona. Nadie más había visto las noticias y no sabían nada de las octavillas que el frío viento nocturno llevaba de un lado para otro.

El equipo de musulmanes no estaba contento. Sabían que todavía les quedaba hablar con los camellos de Spitalsfield, Whitechapel y Stepney antes de que Tarar les permitiera marcharse. Pero Hoxton y Shoreditch estaban dándoles mucho trabajo. Había más consumidores de heroína entre la gente joven de estos dos distritos que en los cuatro que ya habían visitado.

En Colville Estate solo había dos camellos: Delroy Dread, un jamaicano enorme que se la pasaba a los negros, y M. K., que se la pasaba a los blancos. Tarar se llevó con él a Rahim, un tipo de un metro noventa cuya familia era originaria de Peshawar y que estaba acostumbrado a llevar pistola y disparar a la gente.

Tarar decidió ir a ver a M. K., puesto que Delroy Dread no tenía blancos entre sus socios más cercanos. No obstante, para asegurarse, mandó a dos de la banda para que hablaran con el jamaicano.

M. K. vivía en un bloque de los años sesenta. Subieron al tercer piso y llamaron.

Un chaval con cara blanca y el pelo que parecía una explosión abrió la puerta. Sabía quiénes eran por la manera en la que estaba plantado Tarar y por la presencia amenazadora de Rahim detrás de él.

—Hemos venido a ver a M. K.

—Pasad, pasad. —Hablaba bien, no era de la zona.

En el apartamento hacía calor. El chaval iba descalzo y llevaba una camiseta del grupo musical Vampire Weekend y unos tejanos negros desgastados y ajustados. Les acompañó a la sala de estar, donde, además de M. K., había una quinceañera con el pelo largo y rubio echado a modo de cortina sobre la cara. Movía la cabeza al ritmo de la música que estaba escuchando en el reproductor MP3 que tenía en el regazo. M. K., que tenía el pelo rizado, estaba tumbado en el sofá, con una camiseta negra, tejanos y zapatillas deportivas. Miraba al techo y escuchaba la música trance que sonaba en la estancia. En cuanto vio a Tarar, se levantó de un salto, como si hubiera cobrado vida.

—Hakim —dijo, sorprendido de recibir la visita del mismísimo jefe, ya que eso significaba problemas. Bajó el volumen de la música con el mando a distancia.

Tarar miró a la quinceañera y al chaval. M. K. le pegó una patada a la chica, que se quitó los auriculares y salió de detrás de la cortina de pelo. Entendió el mensaje. El chaval se puso unas Converse grises, luego una chaqueta y desapareció del apartamento en cuestión de segundos, tirando de la chica.

—¿Quieres un té? —preguntó M. K.

Tarar negó con la cabeza y se sentó. Rahim se quedó en la puerta, con sus aterradores ojos pastunes fijos en M. K.

—¿Has visto las noticias? —le preguntó Tarar.

—No veo mucho la tele. Me deprime.

«Pero venderles heroína a los drogadictos, que tienen que robar o prostituirse para pagarte, no te deprime, ¿verdad?», pensó Tarar. Sentía gran antipatía hacia los camellos que compraban su producto. No eran creyentes, carecían de moral y sacaban dinero de la miseria humana. Los despreciaba.

—¿Has salido?

—No salgo ni los lunes ni los martes. Trabajo mucho los fines de semana. Son los días en que me relajo.

—Hemos encontrado estas octavillas en la calle —dijo Tarar, que sacó una y la desdobló—. La policía está buscando a dos personas que han asesinado a gente. Rahim y yo queremos que nos digas si conoces a alguno de los dos.

—¿Están en el negocio? —preguntó M. K. mientras se adelantaba para coger el papel que le enseñaba su jefe, que prefirió no dejárselo.

—Podría ser. Pero no necesariamente en el nuestro.

—Si está buscándolos la policía, ¿por qué estáis interesados? —preguntó M. K., más tranquilo desde que sabía que la visita no estaba relacionada con su negocio de heroína.

—Han robado algo que un amigo muy importante que tenemos considera de su propiedad.

—¿Y si puedo ayudaros a dar con ellos?

—Te mostraremos nuestro agradecimiento.

—¿Cómo exactamente?

Tarar tuvo que controlar el odio que sentía hacia aquel hombre. Con él, todo se reducía a dinero. El concepto del honor le resultaba tan extraño como un texto escrito en árabe.

—Producto gratis.

—¿De cuánto estamos hablando?

Y, así, de pronto, estaba negociando, calculando mentalmente cuánto tenía que esforzarse y a cambio de qué.

—Dos por uno en el siguiente trato —respondió Tarar, que apenas enmascaró su desprecio.

—¿Me dejas verlos? —dijo M. K. mientras alargaba una mano.

Mientras le tendía la octavilla, Tarar y Hakim se fijaron en la cara de M. K. en busca de algún signo delator o pequeño tic, porque sabían que los camellos estaban tan versados en la naturaleza humana como los jugadores de póquer.

M. K. se quedó blanco por dentro cuando reconoció la cara de su viejo amigo mirándolo desde la octavilla.

—¿Puedo quedármela? —dijo con la intención de que las palabras restituyesen el flujo sanguíneo de sus órganos.

—¿No los conoces? ¿Nunca los has visto en tu zona?

—A mí no me compran, desde luego —respondió M. K., asegurándose de no mentir, dando cada uno de sus pasos en el firme suelo de la verdad. Ya no era un pipiolo.

—Vendes pastillas, ¿verdad? —le preguntó Hakim Tarar.

M. K. se encogió de hombros, como si se avergonzara de llevar a cabo trapicheos de menor nivel.

—El tipo de la izquierda era enfermero —prosiguió Tarar—. Lo encarcelaron por robar medicamentos del hospital. Por eso estamos preguntando a los camellos de la zona. Quizás esté metido en ese negocio o sea consumidor. Sabemos que tiene alquilado un apartamento en Stepney.

—¿Habéis hablado con los distribuidores de allí?

—En Stepney ya no se puede dar ni un paso. Estamos esperando a que las cosas se relajen antes de probar allí.

—Tengo tres químicos del norte que me suministran lo que necesito en cuanto a medicinas. Idean la fórmula y prueban los prototipos; luego, se fabrica en China y me la envían aquí —dijo M. K.—. No estoy en ningún mercado abierto de ese estilo. El chaval que acaba de marcharse es quien me lo mueve casi todo en fiestas y discotecas de Londres. No trafico con medicamentos que requieran receta, que es donde se necesitaría un enfermero, o un exenfermero.

—¿Conoces a alguien en ese mercado?

—El único tipo que conozco vive en Dalston. Le llamo y le digo que vais a pasaros.

Tarar asintió. M. K. le llamó y les escribió el nombre y la dirección. Se levantaron, listos para marcharse. Hakim Tarar se volvió hacia la puerta. Rahim tenía sujeto el pomo con su peluda mano.

—Como te he dicho, nuestro amigo mostrará su agradecimiento a los que lo ayuden a encontrar a estos dos hombres. Ya sabes cuál es la recompensa. Lo que no te he dicho es lo que hará si descubre que alguno de nuestra red de camellos le ha ocultado algo. Tiene una habitación especial, insonorizada, en un sótano que ha excavado debajo de su casa, en Upton Park. La gente a la que baja allí nunca vuelve a hablar. Las últimas cosas que dicen, las dicen en esa habitación. ¿Me has entendido?

Rahim lo miró, le hizo un gesto asertivo y abrió la puerta.

Ninguno de los dos dijo nada mientras bajaban las escaleras ni al salir del edificio. Caminaron por la calle en silencio hasta que doblaron la esquina.

—Sabe algo —dijo Rahim en urdu.

—Estoy seguro de que conoce a alguno de los dos —repuso Tarar—. Puede que al enfermero. ¿Has visto con qué precaución respondía?

—Deberíamos volver antes de que les advierta.

—Voy a llamar a Saleem.

Rahim se quedó en la esquina, vigilando la salida del bloque, mientras Tarar llamaba a Saleem Cheema. M. K. salió del edificio a los pocos minutos. Rahim le dio un toquecito a Tarar en el hombro. Observaron cómo M. K. se alejaba en dirección a Colville Estate. Tarar colgó a Cheema y salieron corriendo detrás del camello. M. K. giró a la izquierda en Branch Place y dobló la esquina en un edificio que parecía un taller. Rebuscó en el bolsillo y sacó un manojo de llaves.

—¡Ve a por él! —dijo Tarar.

Para ser tan grande, Rahim se movía rápido y con extraordinario sigilo. Tarar vio que a M. K. se le doblaban las piernas de miedo nada más sentir la dureza del 38 de Rahim en los riñones. El grandullón lo rodeó con un brazo y lo guio hasta Tarar. Le hicieron doblar la esquina, donde no se los viera desde el taller.

—Creía que no salías los lunes y los martes —le soltó Tarar.

—Es mi estudio —dijo M. K. con voz temblorosa—. Iba a pintar un poco.

—¿Tienes algún modelo interesante para nosotros? —preguntó Tarar antes de asentir con la cabeza a Rahim, que le pegó una patada fortísima en la pierna a M. K. El traficante cayó de golpe al asfalto.

Le tenía cogido por el brazo y le puso un pie en el hombro y empezó a girarle la muñeca hasta que la articulación del hombro comenzó a salirse. M. K. gritaba.

—Están ahí, ¿verdad? —preguntó Tarar.

A M. K. le dolía tanto que no podía hablar. Tenía la cara contra el frío suelo. Asintió.

—Sabes adónde vamos ahora, ¿verdad? —dijo Tarar.

Rahim lo soltó y tiró de él para ponerlo de pie. M. K. volvió a gritar, se agarró el hombro y se quedó doblado. Rompió a llorar del miedo que sentía y Rahim, molesto, le pegó un golpe en la nuca. Fueron hasta el coche y Tarar llamó a dos de su equipo, que apostó a cada una de las entradas de Branch Place y a los que les dijo que llamaran si alguien salía o entraba del estudio.

Rahim se sentó detrás con M. K. Tarar se puso al volante. El camello se desplomó contra la ventana y lloró más fuerte que cuando era un niño e iba al internado.