16:30, MARTES, 13 DE MARZO DE 2012
Restaurante The Pride of Indus, Green Street, Londres E7.
—Lo que tenemos que hacer —empezó diciendo Saleem Cheema—, y es algo que viene de las altas esferas, de nuestros hermanos de Pakistán, es encontrar dónde tienen retenida a Alyshia D’Cruz sus secuestradores.
Sus palabras provocaron el silencio. Se sentó y le dio un sorbo a su dulce té especiado con cardamomo. Tenía veintimuchos años, era delgado, llevaba un gorro de ganchillo de color crema y estaba atusándose su rala barba.
Había organizado aquella reunión en el taller que tenían en la parte trasera del restaurante The Pride of Indus. La estancia estaba inmaculada. En los colgadores había monos de papel de color blanco, balanzas electrónicas de laboratorio alineadas en una de las superficies de trabajo y cajas llenas de bolsitas de plástico amontonadas en una esquina. En los estantes había tarros con polvos blancos, cada cual con su etiqueta: cafeína, cloroquina, paracetamol y fenolftaleína. Allí se cortaban, se mezclaban, se pesaban y se embolsaban doscientos kilos de heroína cada mes y se enviaban a los camellos del East End londinense.
Las personas que había en la reunión no conformaban grupo organizado alguno, ni estaban afiliadas a células yihadistas clandestinas, pese a que todas ellas apoyaban los objetivos de alQaeda. Veían el tráfico de heroína como una manera de minar el Occidente cristiano y de financiar causas que merecían la pena tanto en Pakistán como en el caso de los pobres agricultores de Afganistán. Ninguno de ellos había recibido entrenamiento militar, aunque eso no significaba que les resultasen extrañas la violencia o las armas. Dos de ellos habían disparado a otras personas, pero se había debido a la necesidad de proteger su zona de bandas blancas locales con nombres como Beckton Man Dem o J. C. Boyz, que carecían de fervor religioso alguno.
—¿En serio? —dijo uno de los jóvenes—. ¿Quieres que encontremos a unos secuestradores en una ciudad de ocho millones de habitantes teniendo solo el nombre de la víctima?
—¿Y quién dice que están en Londres? —soltó otro.
—La población del área metropolitana de Londres, incluidas las afueras, debe de tener más de doce millones de habitantes.
—Ya, pero ¿quién dice que están en Londres?
—Tan solo os estoy comunicando las instrucciones que he recibido de nuestros hermanos musulmanes de Pakistán —dijo Cheema—. Es urgente. Y es nuestro deber encontrar a esa gente, a pesar de que tengamos tan poca información. Quiero ideas. Eso implica pensamiento positivo.
Se oyó una serie precisa de toques a la puerta. Cheema giró la cabeza con brusquedad y uno de los miembros más novatos se levantó de la mesa para dejar pasar al que llegaba tarde, que tomó asiento. Su vecino le puso al corriente mientras los demás esperaban en silencio.
—Creo que tengo algo que puede servirnos —anunció el recién llegado, que era un hombre callado y tímido con la cabeza cuadrada y afeitada por detrás y los lados y con el resto del pelo engominado en mechones, como si fueran puntas afiladas. Debía de tener veintipocos años y se llamaba Hakim Tarar.
Todas las cabezas se volvieron hacia él. Rara vez decía algo en esas reuniones.
—A ver, Hakim. Nadie más ha tenido ninguna idea.
—Como sabéis, vivo en Bethnal y entreno para ser boxeador en el club Repton Boys. Mi sparring es un tipo del barrio, un inglés. Después del entrenamiento me ha puesto al día de lo que está pasando. Por lo visto, están poniendo Bethnal Green y Stepney patas arriba porque un par de bandas están buscando a dos hombres que han robado a una chica.
—¿Qué bandas?
—Bandas blancas. De la vieja escuela. Nadie a quien conozcamos.
—¿Una chica robada?
—¿Qué significa eso? ¿Es algo de carácter sexual?
—Mi sparring no estaba seguro —dijo Tarar—. Creía que tiene algo que ver con unos tiroteos o un secuestro. No sabía muy bien la historia, pero dice que también está metida la policía. Y hay muchos agentes de paisano por la zona. Y eso es cierto, los he visto. Pensaba que era una barrida de drogas, pero, por lo visto, todo el mundo está buscando a esos dos tíos.
—Ese tiroteo, ¿es el de Grange Road del que todo el mundo habla? —preguntó otro de los miembros—. Lo he oído en la radio.
—¿Sabemos nombres? —preguntó Cheema.
—Solo sé el del jefe de una de las bandas —dijo Tarar—. Un tal Joe Shearing, uno que hace muchas actividades en el club Repton Boys. Lo conozco porque trajo a unos niños de Pakistán tras las inundaciones de 2010.
—Vuelve a hablar con tu sparring o con el propio Joe Shearing, si lo conoces suficientemente bien —dijo Cheema—. Consigue nombres. Escuchemos todas las noticias nacionales y locales. Si la policía está metida, es probable que vaya pidiendo información por todos lados. Necesitamos fotos. Necesitamos direcciones. Y rápido. Si alguno de vosotros consigue información, no quiero que la pase por el móvil, ni siquiera por los móviles de usar y tirar. Me mandáis un mensaje de texto con el código de esta semana, que yo estaré en casa, junto al fijo. Dejamos parado todo lo demás hasta que encontremos a la chica.
Dan estaba en la parte de atrás del pub Flask en Hampstead para ver las noticias de las seis en punto. Seguía con su exitosa estrategia de Bushmills y Young’s y estaba sentado en una de las zonas más tranquilas del local. En las noticias no dijeron nada.
—¡Mentirosos! —soltó en voz baja—. ¡Mentirosos de mierda!
Al ver que habían estado presionándole, una especie de maldad afloró en su interior. Tenían el dinero, puede que no los cinco millones, pero seguro que mucho más de cien mil. La dirección que le había dado ella era de Kensington. Iba a hacer sudar a esa puta rica. Eso es lo que le diría a Skin.
Le crujieron las rodillas cuando se levantó de la mesa. Le dolía el cuerpo de haber estado a la intemperie con aquel frío. El whisky y la cerveza habían ayudado un poco a sus músculos y habían dejado su cerebro como si le hubiesen abofeteado. Salió a Flask Walk y bajó por la calle principal hacia la estación de metro. Creía recordar que había un restaurante indio al pie de la colina en el que podría comer algo. Miró las lujosas tiendas de ropa, llenas de mujeres que, por lo visto, no tenían ninguna consideración por el dinero.
El Shahbagh Tandoori era más de su nivel. Pidió algo de pollo, arroz y verduras con curry, acompañado de una pinta de cerveza rubia. Le costaba admitirlo, pero estaba disfrutando de aquella libertad. Gran parte de él no quería volver con Skin y Alyshia al Colville Hyatt.
Después de comer y echar una larga meada en el cuarto de baño, volvió a salir a la calle y le azotó el viento helado que soplaba por Rosslyn Hill. Se dirigió a la parada de metro de Belsize Park a pesar de que había más trecho, pero así pasaría por delante del hospital Royal Free. Incluso le tentaba la idea de entrar, saludar a algunos viejos colegas y tomarse unas cervezas con ellos para hablarles de su nueva vida, contarles que ahora se dedicaba a matar y a secuestrar.
Eran algo más de las siete cuando se detuvo un tanto vacilante frente a la exclusiva tienda de electrónica Bang & Olufsen que había en Rosslyn Hill. Jon Snow le hablaba en silencio al escaparate en las noticias de Channel 4 desde un televisor que costaba seis mil libras. Sin más ni más, la imagen cambió y salió una mujer joven que parecía que estuviera dando una noticia de otro ámbito. De pronto, estaba mirando una fotografía suya con el nombre de Gareth Wheeler, alias «Dan», debajo, y a su lado había otra de un tal William Skates, alias «Skin».
Una pareja se le unió en el escaparate. Ellos también miraron el televisor y, un momento después, el hombre se inclinó lentamente hacia Dan y le dijo por lo bajinis:
—¡Puf!, será mejor que compremos la tele en el Dixons de Brent Cross.
El especialista en secuestros de la Sección 7 de Criminología Especializada llamó a la puerta principal.
—Soy Rick Barnes, de la Unidad de Secuestros de la Metropolitana —dijo.
Boxer y él se estrecharon la mano y el primero le cogió el abrigo.
—Ya nos conocemos —dijo Barnes.
—¿De verdad?
—En el pub, con Mercy.
—No le diga a Isabel que Mercy es policía —comentó Boxer, que ahora sí que se acordaba de él. El hombre se había encaprichado de Mercy y esta le había pedido a Boxer que le acompañase un día para asegurarse de que al otro se le quitaba la idea de la cabeza.
Guio a Barnes hasta donde se encontraba Isabel para presentársela, pero esta no mostró ningún interés, pues tenía la cabeza demasiado enfrascada en las llamadas de teléfono de aquella tarde como para preocuparse por otra persona. Barnes se sentó frente a la mujer. Tenía el pelo corto y oscuro —el de la coronilla empezaba a caérsele—, los ojos azules, los pómulos altos y los labios finos. Era esbelto y recio, como si entrenase mucho. Iba vestido con un traje gris, corbata roja y camisa blanca. Se inclinó hacia delante ligeramente, como si estuviera preparándose para dar un salto por encima de Isabel y varios muebles del salón. Su intensidad llenaba la atmósfera y casi desplazaba a Isabel de su propia casa. Boxer empezó a informarle acerca de los acontecimientos de la tarde.
—Si no le importa —dijo Barnes—, preferiría que me lo contase la señora Marks.
—He decidido que Charles sea mi gabinete de crisis —le explicó Isabel—. Será él quien le informe de todo lo que necesite.
Barnes le lanzó una mirada larga y dura a Boxer y recordó lo mal que le caía. El sentimiento era mutuo. A los cinco minutos de que Boxer hubiera empezado a hablar, Isabel le interrumpió:
—¿Por qué no ha llamado de nuevo? Ha pasado más de una hora desde la última vez que ha llamado. Dijiste que volvería a llamar en…
—Parecía un poco borracho —aclaró Boxer.
—¿En qué lo ha notado? —preguntó Rick Barnes.
—Por la mañana se mostraba nervioso y vacilante. Ha dicho que volvería a llamarnos en dos horas, que se han convertido en siete. Para entonces se le notaba más lanzado, como con la voz más gruesa —respondió Boxer—. ¿Ha escuchado las grabaciones?
—Pero ¿por qué no ha vuelto a llamar? —insistió Isabel.
—Seguro que ya ha visto las noticias de Channel 4. Está paranoico con la localización de llamadas. Creo que va a volver al lugar en el que están reteniendo a Alyshia para hablar con su compañero. Porque ahora que se le estará pasando el efecto de lo que ha tomado, tras asegurarle que le daremos cien mil libras, puede que no esté tan centrado.
—Me ha amenazado con enviarme un dedo.
—Eso ha sido por frustración.
—Y ¡¿dónde coño está Chico?! —gritó Isabel mientras golpeaba el cristal de la mesa con ambos puños.
—Se refiere a su exmarido, a Frank D’Cruz.
—Ya me han informado sobre ello —respondió Barnes.
—Supongo que Martin Fox ya no es el director de operaciones —dijo Boxer—. ¿Puede encontrar su jefe a Frank D’Cruz? Se suponía que venía a traernos el dinero y…
—Están en ello. —Rick Barnes no se sentía cómodo con la situación, con que un colega cuestionase su profesionalidad—. ¿Va a ser usted el recadero?
—Isabel Marks me ha confiado esa tarea —contestó Boxer, ignorando el desaire.
Saleem Cheema se levantó de su sillón como una exhalación cuando vio las noticias de Channel 4. Fue directo al ordenador, buscó las fotos, que encontró en una web de noticias, y las imprimió.
Le envió un mensaje de texto a Hakim Tarar con el código. Cinco minutos después, Tarar le llamó.
—¿Has visto las noticias de Channel 4? —le preguntó Cheema.
—Las he visto.
—¿Conoces a alguno de los dos?
—No. ¿Debería?
—Son de tu zona, de Stepney, de Bethnal Green.
—Nunca he tratado con ellos.
—Uno era enfermero; Gareth Wheeler, alias «Dan». Lo encarcelaron por robar medicamentos y venderlos en discotecas. Pasó una temporada en Wandsworth.
—Vale, voy a preguntar, a ver si está en el negocio. Pero no creo que sea de mi zona. Los conozco a todos, incluso a los que no trafican con lo nuestro.
—Busca también en otras zonas: Haggerston, Hoxton, Shoreditch, Dalston. La policía cree que no han ido muy lejos. Aplastaron su furgoneta en un desguace de Bethnal Green.
—Ambos han estado en la cárcel, así que es posible que sean consumidores y no traficantes.
—Si es necesario, haz alguna oferta especial. Tres por dos. Algo que les aclare la mente a los traficantes.
—Hablas como si esto fuera muy importante.
—Eso es lo que me han dicho, pero no sé la razón.
Dan compró una linterna y volvió por el camino por el que había salido, por el canal, solo que siguió un poco más adelante y llegó al otro lado de las torres de apartamentos de Colville Estate. El viento era muy frío y arrastraba calle abajo la basura que había por la calle. Un pedazo de papel se estrelló contra unos barrotes y se quedó pegado a ellos. Dan lo cogió y tardó un momento en darse cuenta de lo que veía. Era una octavilla de la policía en la que aparecían fotografías de Skin y suyas, tanto de frente como de perfil. El tatuaje de Skin era inconfundible. Se metió la octavilla en el bolsillo y se dirigió al trote por la urbanización hasta llegar a Branch Place. Entró por las puertas dobles y subió las escaleras del estudio a todo correr.
Frente a la puerta del apartamento se serenó e introdujo la llave en la cerradura poco a poco. Oyó voces mientras cerraba la puerta tras de sí, recorrió el pasillo, entró en la sala de estar para ponerse la capucha y se quedó escuchando ante la puerta del dormitorio.
Se estaban riendo.
Abrió la puerta de golpe.
Skin no llevaba puesta la capucha. Estaba tumbado en la cama junto a Alyshia; ambos fumaban marihuana.
—¡Es el hombre enmascarado! —dijo Skin—. ¿Quieres una calada?
—¿¡Qué cojones está pasando aquí!?
Skin miró en derredor, como si ocurriese algo raro de lo que no se hubiera dado cuenta.
—Poca cosa.
—¿¡Por qué no llevas la puta capucha!?
—Hace demasiado calor.
—Me sorprende que no la hayas mandado a la tienda a por algo de comer.
—Con el montón de comida preparada que compraste no era necesario.
Dan vio dos platos vacíos en el suelo, junto a la cama, cuatro colillas y otra oscura y aceitosa de canuto apagada en un resto de salsa blanca. Y dos latas de Stella.
—Si ella hubiera ido, podría haberte traído una de estas para que le echases una ojeada —dijo Dan, que le tiró la octavilla hecha una bola.
—No hace falta ponerse así —dijo Skin—. Dale una calada a esto, tío… y relájate.
Skin abrió la bola de papel, la alisó sobre el pecho y la levantó por encima de la cabeza.
—¿Gareth Wheeler? —se sorprendió—. ¿A qué viene toda esa mierda de Dan entonces?
—Uno de los viejos a los que trataba me dijo que me parecía a Dan Dare y se me pegó. Y odio que me llamen Garry.
—¿Quién es Dan Dare? —preguntó Alyshia.
—Es de antes de que nacieras —respondió Skin—. Y de que naciera yo.
—¿Por qué sigues llevando la capucha? —preguntó Alyshia—. Ahora ya sabemos que eres Dan Dare.
—Parece jerga rimada Cockney —dijo Skin—. Me siento un poco Dan Dare.
—Vamos a hablar fuera —dijo Dan mientras se quitaba la capucha.
Skin saltó por encima de Alyshia y fueron a la habitación de al lado.
—Llevas un montón de horas fuera, tío. Y es evidente que has bebido. ¿Qué está pasando? ¿Cuándo me toca a mí?
—La familia sabe que tenemos problemas. Sabe que la banda de Pike y la gente del taxista nos buscan. Y la policía también. Hemos salido en las noticias de Channel 4. Así que… estamos jodidos.
—¿Me estás diciendo que llevas fuera tanto tiempo y ni siquiera has vuelto con una oferta?
—Oh, no, sí que me han hecho una oferta. —¿Es más de las cinco libras que he dicho antes?
—Cien mil.
—¡Joder! —Skin le dio una palmada en el hombro—. ¡Eso son cincuenta mil! ¡Son cincuenta mil más de lo que tenía esta mañana! ¿A qué viene esas mala cara? Vuelve y acéptalo. No podemos ir con ella de un lado para otro y tenemos que largarnos de aquí, así que coge lo que te ofrecen y nos piramos. No pensarías realmente que iban a darnos un millón a cada uno, ¿verdad?
—Estás colocado.
—No tanto como para no saber cuál es la diferencia entre cincuenta mil y un carajo. ¿Dónde vamos a decirles que nos hagan la entrega?
—Lo he estado pensando. Es preferible que a ti no te vean por la calle; con ese tatuaje, es mejor que vayas por el canal.
—Hay un problema: no tenemos barca —dijo Skin.
—Si pillas una barca, no llegarás a Limehouse Basin ni el fin de semana. Por lo menos hay una decena de esclusas. Tienes que ir andando.
—¿Hasta dónde?
—Unos cinco o seis kilómetros.
—Eso es una hora.
—¿Tienes algo más que hacer, aparte de cumplir con tus deberes como paje de la princesa Alyshia?
—Solo digo que tardaré una hora. Debemos tenerlo en cuenta cuando hagamos los horarios.
—De acuerdo, perdona. Estoy un poco tenso con eso de que Londres esté en alerta roja buscando nuestros culos.
—Dale una calada —le invitó Skin mientras le tendía lo poco que quedaba del porro—. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
Dan dio una calada larga y retuvo el humo hasta que empezó a escapársele y los ojos se le vidriaron. La droga se coló en su torrente sanguíneo y, de pronto, ya no se sentía perseguido.
—Lo peor que puede pasar —continuó Dan, animado— es que tengamos una muerte larga y horrible después de que nos torture alguna banda de Londres.
—Te pegaré un tiro antes de que eso suceda —repuso Skin—. Te lo prometo.
—¡Qué detalle tan bonito! Eres un gran amigo.
—Es lo menos que puedo hacer. Bueno, hablemos de la entrega.
—Limehouse Basin es como un puerto deportivo rodeado de bloques de bonitos apartamentos llenos de gente que trabaja en Canary Wharf y que gana en bonificaciones más de lo que nosotros ganaremos por arriesgar la vida en este puto secuestro.
—Venga, Garry, al grano.
—No me llames Garry, coño, señor Skates.
Le enseñó el camino a seguir hasta Limehouse Basin en un callejero de Londres y le explicó los detalles.
—¿Cómo sabes tanto de calles, joder?
—Salgo a pasear. He recorrido el canal un centenar de veces.
—Coño, eres un tío de lo más triste, ¿sabes?
—Pero por fin mi tristeza va a servir de algo —respondió Dan—. Le diré a la madre de Alyshia que venga en coche hasta Limehouse Basin y que lo deje debajo de los arcos del tren ligero de Docklands con el dinero en el maletero. Tendrías que poder verlo desde el túnel que pasa por debajo de Commercial Road. Vamos, que verás cómo deja el coche y se marcha. Le diré que siga por la vía de acceso y que espere junto a la estación del tren. Tú coges el dinero y, o vuelves por el canal, por Commercial Road o rodeando los bloques de apartamentos por Narrow Street. Desde ahí puedes seguir por la orilla del Támesis en dirección a Shadwell o por el otro lado hasta Canary Wharf. Allí podrías coger el tren hasta Bank, el metro a Angel o volver aquí por el canal.
—¿Por qué coño iba a volver aquí?
Silencio.
—¿Para darle un beso de despedida a la princesa?
—Estás borracho y fumado —dijo Skin—. En cuanto tenga el dinero y lo haya contado, te llamo. Tú avisas a la madre, le dices dónde está su hija, sueltas a la chica y te marchas.
—¿Dónde nos encontramos?
Silencio de nuevo.
—Esa es buena —dijo Skin—. No tenemos adónde ir.
—Fuera de Londres.
—¿A qué hora va a ser la entrega?
—¿A medianoche? No habrá ni tren ni metro, así que tendremos que pillar un autobús nocturno.
—Eso es ridículo, joder —se quejó Skin—. No vamos a escapar con cincuenta mil libras cada uno en el puto autobús nocturno. Ni loco. Robaré un coche.
—¿Sabes robar coches?
—Crecí «aivemando» y ayudando en alunizajes.
—¿«Aivemando»?
—¡Ajajá! ¡Por fin he encontrado una palabra que desconoces! —saltó Skin—. Apropiación Indebida de Vehículos de Motor. Para ti: ir a dar un paseo.
—¿Cuándo fue la última vez que lo hiciste?
—Es un delito de chavales. Hace veinte años.
—Las cosas han cambiado mucho en el mundo de las alarmas de coches desde entonces.
—Así que no te parece bien que robe una furgoneta, tiene que ser un puto Porsche Cayenne, ¿no?