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10:15 (HORA DE LONDRES), 13:15 (HORA LOCAL),

MARTES, 13 DE MARZO DE 2012

Aeropuerto internacional de Dubái, Emiratos Árabes Unidos.

Amir Jat llegó a la atestada terminal de Sheikh Rashid únicamente con su equipaje de mano. Un conductor lo llevó a una casa en la calle Catorce A del distrito de Al Waheda, cerca del aeropuerto. No hablaron.

—No queda mucho tiempo antes de tu siguiente vuelo —dijo el agente de Jat, que le sirvió un vaso de agua hervida—. Mahmood Aziz me ha pedido que te confirme que ninguno de los grandes grupos de la red de al-Qaeda está llevando a cabo operaciones de ningún tipo en el centro de Londres.

—¿Y los grupos escindidos u oportunistas desconocidos que intentan obtener el reconocimiento de al-Qaeda?

—Determinar eso es más complicado. Mahmood Aziz está investigándolo y espera tener más información para ti cuando llegues a París.

—Dile que los secuestradores no han hecho ninguna petición financiera. Solo han pedido una «demostración de sinceridad».

—¿Qué significa eso?

—Esa es la cuestión —puntualizó Jat—, que nadie lo sabe.

—De acuerdo, lo haré —dijo el agente—. Mientras tanto, esta es la dirección del contacto que Mahmood Aziz te prometió en Londres. Tienes que ir al Centro Educativo Al Hira, en Plashet Road, en el distrito londinense de Newham. La estación de metro más cercana es Upton Park. Allí, pregunta por Saleem Cheema.

—¿Y si está cerrado cuando llegue?

—¿Te refieres a que quieres actuar de inmediato?

—Podría ser demasiado tarde —dijo Jat—. Dile a Mahmood Aziz que su grupo de Londres tiene que empezar a buscar ahora mismo.

—¿A buscar qué exactamente?

—Cualquier información acerca del secuestro de Alyshia, la hija de Frank D’Cruz —respondió Jat, frustrado ante la aparente indiferencia de todo el mundo—. Tienen que descubrir dónde está retenida y prepararse para entrar en acción. Y por entrar en acción me refiero a que vamos a encargarnos nosotros del secuestro.

—¿Qué datos tienes para que el grupo vaya actuando?

—Ninguno.

—He repasado todos los canales de noticias para conseguir información del secuestro, y nada —dijo el agente—. Las cadenas han debido de correr un velo acerca de la noticia.

—Mahmood Aziz me aseguró que su grupo era muy capaz.

El agente parecía un tanto inseguro. No tenía ni idea de sus capacidades, pero sabía, como todo el mundo, que Londres era una ciudad enorme y que con tan pocos datos era imposible encontrar a alguien escondido en ella. También era consciente de que no podía decirle aquello a Amir Jat. Él daba las órdenes y ellos las obedecían.

—Le haré llegar el mensaje.

—Necesito un número para llamar al tal Saleem Cheema en cuanto llegue a Londres —exigió Jat mientras sacaba un móvil británico.

El agente le dio el número y le tendió un pasaporte alemán. Jat comprobó que tuviera un sello de entrada válido para Dubái y estudió la fotografía. Fue al servicio, donde le habían dejado ropa. Se quitó el sherwani, el shalwar kameez y el taqiyah blanco y los metió en una bolsa de plástico negra. Se afeitó la barba y se cambió el peinado para parecerse al de la fotografía del pasaporte. Se puso los pantalones negros, la camisa blanca y el jersey con cuello en pico que le habían proporcionado. Al salir, el agente le dio una chaqueta deportiva, un abrigo de lana y un billete de avión con el mismo nombre que aparecía en el pasaporte.

A las dos menos cuarto, el conductor lo llevaba de vuelta al aeropuerto, y a las dos en punto, se registraba en el vuelo de Dubái a París, aún con el equipaje de mano encima.

Dan no recordaba haber estado tan paranoico en la vida. Ni siquiera cuando fue consciente de que iban a pillarle por robar drogas en el hospital había estado tan asustado. No era la muerte lo que le asustaba. La muerte en sí misma no sería mala cosa y había visto demasiadas cuando trabajaba de enfermero como para temerla. Lo que le aterraba era pensar en cómo moriría, en que le atrapasen y en quién le atraparía. Nunca había estado presente en ninguna de las sesiones de Kevin, pero había oído hablar de ellas y había estado dentro de la habitación insonorizada que tenía el tipo en el sótano del almacén de St. James Road. Había algo de homosexual en los gustos de Kevin, cosa que le hacía sospechar a qué dedicaba el tiempo libre.

Luego estaba la policía. Pensar en todo el proceso de ser arrestado, llevado a comisaría, interrogado una y otra vez hasta que hubieran oído y visto la historia desde todos los ángulos, hacía que se sintiera exhausto. Y después el juicio, la sentencia y la prisión de Vetetúasaberdónde, con todas sus luchas de poder, peleas internas, drogas, mezquindad, violencia, relaciones y comida de mierda. Y esa vez sería de por vida. Al menos, veinte años.

Ambas posibilidades le provocaban ese sudor frío, horrible y negro que llena el peritoneo de miedo.

Un par de niños negros jugaban al fútbol al otro lado de un enrejado azulado, frente a un enorme bloque de pisos de protección oficial que había al final de Branch Place. Envidiaba que se divirtieran de manera tan inconsciente con los regates heroicos y los fuertes disparos. Cruzó el puente de Bridport Place y bajó a un camino de sirga que había en la cara norte del canal. Caminó a toda prisa ante una interminable y nueva urbanización compuesta por estupendos apartamentos residenciales hechos de cristal y acero —los trabajadores de la City entraban a saco con sus excavadoras por el East End, a través de Dalston y De Beauvoir—. Se sentía más seguro fuera de las calles. Nadie caminaba por el canal con aquel frío.

Dejó el camino de sirga justo antes del túnel de Islington, el de casi un kilómetro de largo, tomó Duncan Street y giró a la izquierda en la estación de metro de Angel.

Había decidido ir al oeste, pero, tras un momento de inspiración, decidió ir a Hampstead. Llamaría entre los matorrales. Así se relajaría. Estaría en su terreno, pues había hecho las prácticas en el hospital Royal Free.

El ascensor lo regurgitó de las entrañas de Hampstead en, más o menos, el mismo estado en el que había entrado en él. Soplaba un viento cortante por la parte alta de la calle, donde los londinenses eran completamente diferentes, y dejó atrás una panadería con su pan integral y su tarta de queso en porciones. Se agachó para pasar por la zona estrecha de Flask Walk, más allá del pub. No le hubiera importado tomarse una pinta de Young’s para que le infundiera un poco de coraje. De hecho, ¿¡qué cojones!? Entró en el bar, pidió un chupito de Bushmills y una pinta de cerveza amarga. Se tomó el whisky de un trago y se bebió la mitad de la pinta. Había sido buena idea. Los nervios empezaron a replegarse. Pidió otro Bushmills y volvió a bebérselo de un trago, seguido del resto de la pinta de cerveza. Ahora se sentía como si tuviera a su alrededor todo un pelotón de colegas y que, juntos, fueran a enfrentarse a todo lo que se les pusiera por delante… ¡y a ganar!

Cruzó East Heath Road a las cuatro de la tarde y se internó entre los matorrales por el camino bordeado de árboles. Allí había gente, toda ella parapetada tras sus enormes abrigos acolchados, paseando a sus perros. Un musculoso jack russell con una chaqueta de lana roja trotó con garbo por delante de él, mientras un pesado labrador negro se tambaleaba poco a poco detrás de su amo —que no estaba mucho mejor—. Dos chicas jóvenes con coleta y las piernas enrojecidas por el frío pasaron por su lado mientras una de ellas le decía a la otra que el yoga kundalini le había cambiado la vida.

¿Cómo había llegado a aquello? ¿Por qué no seguía siendo un enfermero camino del nuevo turno, con la seguridad de estar haciendo mucho bien y de tomarse unas pintas en el bar del hospital con los colegas el día de cobro? El instante en el que le disparó una bala en la nuca al taxista se le apareció en el pensamiento. Tras un encontronazo con la policía cuando tenía dieciséis años, su padre, cartero, le había aconsejado que resistiera siempre el impulso de dar el primer paso porque eso le daría la oportunidad de pensar.

Aquel primer paso había sido robar drogas para ganar un poco más de dinero. Y ahora había matado a dos personas. Pero ¿por qué? Miró el techo catedralicio de ramas desnudas que tenía sobre la cabeza. Había sido él quien había pedido trabajar con Skin. Esa era la razón. Y cuando lo hizo ya sabía cómo era Skin. No podía decir que hubiera nada que le hubiera atraído inexorablemente hacia el aura de indestructibilidad de este.

Quizá debiera dejarlo todo. Desaparecer y empezar una nueva vida. Tenía el poco dinero que quedaba de lo del taxista, dos mil libras. Eso le serviría para coger un vuelo a otra parte, lejos de aquella locura.

Pero ni se detuvo ni dio media vuelta. Era como si estuviera establecido que tenía que hacer aquella llamada a Isabel Marks y no fuera capaz de enfrentarse al destino, a pesar de que la palabra «desastre» aparecía escrita en él por todos lados. Cuando llegó al banco del parque de Parliament Hill, desde el que se veían las luces de la ciudad en el horizonte, brillando con ese color azul grisáceo que tiene el metal de las armas y que adquiere el día cuando está llegando a su fin, el sol empezaba a esconderse tras una cortina de nubes y derramaba una luz de color rosa anaranjado por toda la ciudad. Al este, en Canary Wharf, el rascacielos de One Canada Square recogía todo ese colorido en su fachada de cristal y parecía un lingote de oro vertical que dijera: «Soy tuyo, ven a por mí».

Puede que fuera lo inspirador de la vista, más los dos chupitos de Bushmills y la pinta de Young’s, lo que hizo que el codo de Dan se sacudiera involuntariamente. Se sentó en el banco y llamó.

—¿Isabel Marks? —preguntó con seguridad—. Tan solo quiero decirle que su hija no solo está viva, sino que está en muy buen estado de salud a pesar del estrés que ha padecido.

—Me alegro mucho de que haya llamado —respondió Isabel—. Estaba muy preocupada. No sabía si había sucedido algo. Han pasado más de cinco horas desde la hora en la que dijo que llamaría. ¿Ha habido algún problema, Dan?

—¿Cómo ha dicho?

—Dan. Se llama usted Dan, ¿no es así? El enfermero. Estoy muy aliviada porque mi hija se encuentre en las manos profesionales y atentas de un enfermero del Sistema Nacional de Salud.

Silencio. Aquella confidencia le removió las tripas y sintió como si desapareciera en forma de diarrea. Juntó las manos como si aquello fuera a conseguir que no perdiera la cabeza.

—¿Tiene el dinero?

—No hemos podido reunir cinco millones, a pesar de que nos ha dado tiempo adicional. Ya le advertí que sería complicado. Mi exmarido cree que le llevará otros cinco días laborables reunir tanto dinero.

—¿Qué han conseguido reunir?

—Hasta ahora, ochenta mil libras.

—Sabe lo que eso significa, ¿verdad?

—Estamos haciendo cuanto podemos, pero ya sabe cómo son los bancos…

—Significa que están ustedes cuatro millones novecientas veinte mil libras por debajo de lo que queremos.

—De momento. Necesitamos más tiempo —comentó Isabel—. Aunque imagino que no están ustedes en situación de esperar mucho, ¿verdad?

—Voy a decirle lo que puedo hacer para que el proceso avance un poco más rápido —soltó Dan. La presión a la que pretendían someterlo sacó lo peor que llevaba dentro—. Algo que animará a su exmarido a ser un poco más exigente cuando vaya a ver al director de sus extensos fondos.

—Dígame.

—Deme su dirección.

—¿Por qué?

—Voy a enviarle una cosa.

Se la dio.

—¿Y cómo va a enviarla? —le preguntó—. Ya sabe cómo funciona el correo hoy en día. No la recibiremos antes del jueves. Y si la envía por mensajero se expone a todo tipo de riesgos.

Dan no entendía cómo podía ser tan dura. Era como si nada la afectase. Sintió un tremendo deseo de abofetearla. Se la imaginaba como el tipo de persona que saldría de la estúpida panadería por la que había pasado antes con una puta porción de tarta de queso en las manos.

—Parece que no esté interesada en saber qué es lo que voy a enviarles para animarlos a que se den más prisa en reunir el dinero… ¡con el que salvarán a su puta hija!

—No necesito motivación para agilizar el proceso. Ni mi exmarido —respondió farfullando por el miedo, porque no quería, bajo ninguna circunstancia, saber qué iba a mandarle—. Pero es que no tiene liquidez en Gran Bretaña en este momento. Tiene que vender acciones, para lo que necesita encontrar compradores, cosa que no es sencilla. Cuando se han vendido, el dinero ha de ser transferido. En este país, para eso se tardan tres días laborables. Cuando los fondos están disponibles, hay que convertirlos en dinero de verdad. Los billetes usados de veinte que pidió, no números en la pantalla de un ordenador. Eso significa que las furgonetas de Securicor tienen que recorrer todo Londres para recoger el dinero y llevarlo después a un puesto central. Cada vez que el metálico pasa de un lugar a otro, ha de ser procesado. Eso implica que lo cuenten y lo verifiquen. Eso no va a suceder antes del fin de semana. Así que, ya ve, no es que yo me esté demorando. Recuperar a mi hija es lo que más quiero, pero el mundo financiero no se mueve a la misma velocidad que mis deseos maternales… o que sus necesidades.

—Pero —empezó a decir Dan, rabioso por el balbuceo ininterrumpido de la mujer— ¿y si le envío uno de sus dedos en un paquete o hago que se lo lleven a casa? No el meñique, sino el índice de la mano derecha. No se considerará una carnicería. Sé cómo hacerlo. He sido enfermero de quirófano. Puedo darle anestesia local, amputárselo limpiamente a la altura del nudillo, cauterizar la herida y darle antibióticos. ¿Cree que eso persuadiría a su exmarido para que vaya ahora mismo al banco y diga que necesita un préstamo por ese dinero AHORA MISMO?

Colgó. Ignoraba si tenían manera alguna de rastrear la llamada, pero no iba a arriesgarse. Dejaría que la mujer se inquietase un poco, él se tranquilizaría y, después, vería si podía sacarle un poco más de ochenta mil libras de mierda.

—Escúchate —se dijo en alto—: Ochenta mil libras de mierda. Es mucho mejor que lo que te daban por traficar con medicamentos con receta. Las cien libras que ganabas de uvas a peras te llevaron a pasar tres años en Wandsworth. Gracias por los jodidos Bushmills.

Se puso en pie de un salto con ambos brazos levantados, como si hubiera ganado algo. No había nadie entre los matorrales, solo los cuervos, que cruzaban el cielo oscuro de camino a algún bosque lleno de grajos. Notaba la cara caliente a pesar del viento cortante y los dedos no le respondían bien mientras cambiaba la tarjeta SIM del teléfono. Tiró la anterior en una papelera cercana. Respiró hondo para combatir los nervios y miró la ciudad una vez más. El lingote de oro de Canary Wharf había desaparecido. La noche caía y aquello le envalentonaba. Se secó las lágrimas de la comisura de los ojos, apretó el puño y pegó un puñetazo al aire como si estuviera dándole el golpe de gracia a alguien que ya había caído al suelo.

—Has estado genial —dijo Boxer—. Perfecta, de verdad. Estoy orgulloso de ti.

Isabel no abrió la boca. Estaba tumbada en el sofá, agotada. Los músculos del estómago se le empezaron a agitar con extraños espasmos, como si su estado emocional hubiera decidido entrar en erupción desde sus temblorosas entrañas, sin emisión alguna de sonido.

—Estoy hecha polvo —dijo ella—. Me he quedado sin energía.

—No, ni mucho menos. Esto solo acaba de empezar. Va a llamar de nuevo. En cuestión de minutos. Te lo prometo. Y vas a demostrarle lo fuerte que eres. De nuevo. Nada de echarse atrás. Dale las otras veinte mil si quieres. Pero recuerda: están desesperados. Puede que vaya de duro, pero sabe que el tiempo los tiene contra las cuerdas. Me ha parecido que estaba un poco borracho. Había en su voz cierta viscosidad que no he detectado en la primera llamada. Siéntate, Isabel.

Se sentó recta y lo miró a los ojos.

—¿¡Dónde coño está Chico!? —gritó como si quisiera asesinarlo.

—Eso es. Eso me gusta más. Voy a llamarle.

Boxer llamó al móvil de Frank D’Cruz. No respondió. Dejó un mensaje de voz. También le envió un mensaje de texto: «¡TE NECESITAMOS AQUÍ Y CON EL DINERO AHORA!».

Isabel lloraba en silencio mientras se sujetaba la frente con las manos. De vez en cuando dejaba aflorar a raudales las emociones, que amenazaban con asfixiarla. Boxer la agarró por los hombros.

—Bajo ningún concepto va a poner en práctica sus amenazas. Pretendía mostrarse valiente y agresivo, pero no está en su naturaleza.

—Has dicho que ya ha matado a gente. Y he visto los borradores de los comunicados de prensa. Ambos lo han hecho.

—Han matado a otros criminales por orden de Archibald Pike. No conocemos las circunstancias. Puede que sintiera que debía hacerlo. O que le presionara Skin, que, muy probablemente, sea un animal muy distinto. Hay una gran diferencia a la hora de tratar a un rehén. Para empezar, lo quieres vivo para conseguir el dinero. Segundo, al cuidar del rehén, como Dan ha dicho que estaban haciendo, trabas una relación con él que nos conduce al tercer punto: que, a consecuencia de esta relación, llevar a cabo las amenazas se vuelve más complicado. Además, requiere tiempo. Has estado genial al hacerle ver que si usaba un mensajero quedaría muy expuesto.

—Es lo que tú me has pedido que diga.

—Pero lo has dicho. Lo has introducido en tu discurso como si fuera tuyo y lo has hecho en un momento muy complicado. —Boxer le soltó los hombros y le cogió las manos—. Lo estás haciendo mejor de lo que esperaba.

—Debería haberte hecho caso.

—Lo has hecho. Te has acercado al plato y se lo has ofrecido.

—Me refiero a que tenías razón acerca de que debería ser otra persona la que estuviera haciendo esto. Es demasiado… demasiado visceral para mí.

—Pero lo estás haciendo y vas a llegar hasta el final —se reafirmó Boxer mirándola a los ojos—. Recuerda, estás actuando. Es un papel muy duro, pero has encontrado en tu interior la resistencia que necesitabas para seguir adelante. Agárrate bien a la barra de hierro de la voluntad que hay en ti y no dejes que ese mierda, el tal Dan, tome la iniciativa.

Sonó el teléfono. Boxer le agarró las manos con fuerza para evitar que respondiera inmediatamente. La besó y la soltó. La mujer no se abalanzó sobre el teléfono.

—Si lo crees necesario, háblale de las bandas y de la policía.

La mujer miró el teléfono con frialdad estudiada y dejó que sonara un par de veces más.

—Hola, Dan —respondió mientras miraba a Boxer a los ojos.

—Estoy limitando el tiempo que duran las llamadas por si intentan localizarla.

—Aquí no disponemos de ese tipo de equipo.

—Sí, seguro —se mofó Dan—. Su marido debe de tener una solvencia crediticia de triple A con varios bancos. Lo único que tiene que hacer es ir a ver al director y pedir un préstamo temporal hasta que consiga vender lo que tenga que vender. Cualquiera que disponga de cuatro mil quinientos millones de dólares ha oído hablar de esa posibilidad. Hasta yo, que soy un exenfermero sin pasta, he oído hablar de ello.

—Ha llamado justo después de que colgara. Ha conseguido otros veinte mil y viene de camino con el dinero. Es dinero que ha sacado de cuentas corrientes, que le han prestado amigos de Londres, y es el tope al que puede llegar esta noche. Sé que es difícil que nos den más margen, dada la presión a la que están sometidos por cuestiones de tiempo.

—¿Quién le ha dicho que estamos presionados?

—Tengo entendido que hay mucha gente buscándoles en estos momentos. La banda del East End a la que le han robado a Alyshia y los amigos de los dos hombres a los que asesinaron en Grange Road. Además, alguien me ha dicho que deberían ver las noticias de la noche. Si no la BBC a las seis, Channel 4 a las siete… o Sky News a cualquier hora. Estoy ofreciéndole cien mil libras ahora mismo. Dígame un lugar y le pediré a un amigo de la familia que se las lleve. Si acepta, todo podría haber acabado en una o dos horas…

—No se preocupe por nosotros, señora Marks. Estamos muy seguros. Su hija está en un lugar donde nadie, ni siquiera las ratas de Londres, podrían oír sus gritos. Así que no se preocupe porque puedan encontrarnos.

—Espere…

Pero Dan ya había colgado.

Charles se alegraba de que Dan hubiera colgado. Era evidente que Isabel estaba a punto de romperse en pedazos. Una frase más y podría haberlo hecho. Estaba tumbada de lado, con la cara hacia el sofá, y se le agitaban los hombros. Boxer llamó a Fox. Aquellas llamadas se transferían de inmediato a la sala de operaciones.

—Parece que estés tenso —comentó Boxer—. Creía que era yo quien tenía que estarlo.

—Me gustaría verte aquí —respondió Fox con tranquilidad.

Boxer le oyó respirar y cómo se alejaba de las voces que le rodeaban.

—¿Algún problema? —preguntó.

—El superintendente Makepeace acaba de hacer lo que quería hacer desde el principio: encargarse del secuestro. Dice que las circunstancias han cambiado y que esto ha pasado a ser una operación de la Sección 7 de Criminología Especializada. Acabo de hablar con el comisario general de la Metropolitana y me lo ha confirmado. Quieren que sigas implicado, pero ya no eres el negociador oficial del caso.

—¿A pesar de que estamos a punto de terminar? ¿Has oído las últimas conversaciones?

—A pesar de ello.

—Y no vas a poder usar a Mercy porque Isabel no sabe que es policía, por lo que el superintendente tendrá que informar desde cero a un nuevo especialista.

—Ya lo están haciendo.

—¿Cuál es el protocolo? —preguntó Boxer—. Es decir, ¿se lo digo a Isabel Marks? ¿Me marcho sin más? Que el superintendente Makepeace me dé unas pautas.

—Lo hará, Charlie. ¿Cómo vas a llevarlo siendo el segundón?

—Lo haré por el bien de Isabel Marks. No voy a dejar a un cliente en la estacada sin más ni más. Haré lo que se me pida. Otra cosa es cómo va a tomárselo ella. Como bien sabes, aquí no solo he sido el especialista en secuestros. Lo he sido todo.

—Bueno, quizá podría pedir que fueras su gabinete de crisis. Eso resolvería el asunto fácilmente.