5:45 (HORA DE LONDRES), 9:45 (HORA LOCAL),
MARTES, 13 DE MARZO DE 2012
Base aérea militar de Shahrah-e-Faisal, Karachi, Pakistán.
Debido a la tensión que se respiró durante el proceso estándar de saludos, el teniente general Abdel Iqbal sabía que Amir Jat estaba en un estado de excitación extrema, incluso lo notaba en sus manos. La tarea que le había encomendado Mahmood Aziz iba a ser fácil: no hacer nada para aliviar los miedos de aquel hombre.
El vuelo militar que había emprendido Amir Jat de Lahore a Karachi había durado dos horas, pero la base aérea estaba cerca del aeropuerto internacional Jinnah, lo que le daba tiempo suficiente para reunirse con Iqbal antes de que tuviera que coger el vuelo de las doce y diez a Dubái.
Se reunieron en un edificio prefabricado cercano a la pista de despegue, a la vista de un Hércules C-130 camuflado que estaban cargando. Había una mesa y dos sillas. El ventilador del techo no funcionaba y hacía calor.
—¿Has conseguido hablar con Frank D’Cruz? —preguntó Jat.
—He hablado con él esta mañana, pero solo unos minutos y no se oía muy bien. Estaba muy cansado. Era de madrugada para él. Hemos mantenido un intercambio codificado en el que le he dicho que estábamos haciendo investigaciones y él me ha confesado que a su hija le había pasado algo malo, pero no mortal. Más allá de eso, no ha habido mucho más.
—¿Y Anwar Masood?
—Le he llamado por la mañana para que nos reuniéramos.
—Háblame primero del encuentro que mantuviste con él, cuando te contó que habían secuestrado a la chica —pidió Jat—. ¿Cuál crees que era la intención de darte esa información?
—¿La intención?
—¿Por qué no vino a verme directamente a mí?
Yo tengo mucho mejor acceso al tipo de información que busca.
—Pero yo estoy en Karachi, estoy más cerca. Estas no son las típicas cosas de las que se habla por teléfono.
—¿Crees que eso es todo?
—¿Intentas decirme que quizá Anwar Masood piense que estás implicado en lo que ha sucedido en Londres? —le preguntó Iqbal.
—Anwar Masood sabía que hablarías conmigo. Soy el centro de todas las operaciones. Pero, aun así, por algo tan importante como el secuestro de la hija de su jefe… va a verte a ti. Aquí hay algo raro.
—Pues no sé lo que es.
—No es un comportamiento trasparente —aclaró Jat.
—¿Y qué comportamiento es trasparente en este mundo? —repuso Iqbal.
—Lo habría sido si hubiera venido a verme a mí. Sus acciones han servido para plantar en nosotros la semilla de la duda.
—No en la mía, al menos —respondió Iqbal, que estaba bastante sorprendido por el nivel de paranoia que aquel incidente había provocado en su camarada—. Frank D’Cruz ha hecho unas preguntas usando a Anwar Masood, cuyo punto de acceso más cercano a nuestras operaciones de inteligencia soy yo, aquí, en Karachi, y no tú, en Lahore, a dos horas de avión. Tengo la capacidad de enviarte a un agente con la información necesaria en cuestión de horas. No quieras ir más allá, amigo.
—Aquí hay algo raro y voy a descubrir lo que es.
—¿Hay alguien llevando a cabo operaciones en Londres? —preguntó Iqbal.
—No, que yo sepa.
He hecho unas investigaciones preliminares y no parece probable, debido a que la proximidad de los Juegos Olímpicos hace que las medidas de seguridad sean mayores cada día. Pero estoy esperando la confirmación. En cualquier caso, solo las organizaciones poderosas tienen capacidad para llevar a cabo algo internacional, no los grupos escindidos. Y estoy casi seguro de que nuestra gente no está involucrada.
—Pues eso es lo que le diré a Anwar Masood. Lo que le preocupa, mejor dicho, lo que le preocupa a Frank D’Cruz es que los secuestradores no han hecho ninguna petición. Vamos, ninguna petición financiera. Podríamos decir que han pedido algo abstracto y que eso ha hecho que Frank D’Cruz se preocupe, porque no sabe…
—¿Abstracto? —preguntó Jat mientras estiraba el cuello, indignado—. ¿Qué tipo de secuestradores quieren cosas abstractas? Son los criminales más físicos del mundo. ¿De qué estás hablando?
—Los secuestradores han pedido una «demostración de sinceridad».
—¿Qué es eso? —preguntó Jat instantáneamente—. ¡No me gusta!
—Frank D’Cruz tampoco sabe lo que significa, a qué alude. Está preocupado porque alguien pretenda ir en su contra, restarle poder. La información que ha recibido de sus empresas indias indica que el tema no va por ahí, que no tiene de qué preocuparse por eso, así que ha empezado a pensar en sus aliados más peligrosos.
—¿Peligrosos? ¿Así es como nos ha definido? ¿Ha usado esa palabra? —inquirió Jat.
—No, la palabra la he usado yo. Quizá debiera haber dicho «sus aliados envueltos en el teatro de operaciones más peligroso, con una red internacional capaz de llevar a cabo un secuestro en Londres». Disculpa si te he confundido.
—Tenemos que llegar al fondo de este asunto —dijo Jat, molesto por no haber pillado a D’Cruz en un renuncio.
—¿No crees que ya hemos llegado hasta él? Es decir, desde nuestro punto de vista. Frank D’Cruz ha hecho una investigación y tú me has dicho que no hay operaciones en la actualidad. Fin de la historia, ¿no? ¿Por qué no va a tratarse de una banda londinense que pretende ganar muchísimo dinero secuestrando a la hija de un multimillonario?
—Porque, como tú mismo has dicho, no han hecho ninguna petición en cuatro días. Y la única que han hecho es muy abstracta. Seguro que tú también entiendes que un ataque a Frank D’Cruz es un ataque en potencia a nuestra organización.
—En potencia —subrayó Iqbal, al tiempo que se daba cuenta de que mencionar la «demostración de sinceridad» había sido un golpe maestro.
—Y para responder a tu pregunta: no, no creo que hayamos llegado todavía al fondo. Creo que tan solo somos piedras rebotando por la superficie de un lago muy oscuro y profundo.
Era un día nublado en Bethnal Green Road, de los que dejan asomar las primeras luces de la mañana y poco más. Mercy y George Papadopoulos estaban sentados al mismo lado de una mesa de E Pellicci, bebiendo un té fuerte y dulce mientras Nelson se sentaba enfrente, con el tenedor cargado de bacon, salchicha, huevo y alubias. La luz de la estancia era cálida y amarillenta, lo que hacía que diera la impresión de que fuera era de noche. Voces en italiano llegaban hasta sus oídos desde la caja registradora y la cocina. Mercy, con la cara apoyada en una mano, cerró los ojos y, por un instante, se imaginó que estaba en otra parte.
—¿No lo oís? —les preguntó Nelson—. ¡Menudo zumbido, joder!
Mercy, aún con los ojos cerrados, describió un círculo con un dedo.
—Venga, Nelson, entra ya en harina.
—No, en serio, en las dos últimas horas el lugar ha cobrado vida. ¿Sabéis qué significa? —dijo Nelson—. Que Joe Shearing ha salido de caza. Y eso no es lo único que he oído.
Pausa dramática mientras el almirante se llenaba la boca y masticaba. Mercy abrió los ojos de golpe.
—No le des más vueltas, almirante. Es importante. Tenemos que saberlo. El tiempo corre.
—Los dos tipos a los que están buscando se han establecido por su cuenta. Pertenecían a una banda del sur de Londres que dirige un tal Archibald Pike, de Bermondsey. ¿Lo conocéis?
—Sí, conozco a Pikey —dijo Mercy—. Imposible olvidarlo. ¿A qué te refieres con que se han establecido por su cuenta?
—Lo que he oído viene de la gente de Joe, porque yo al tal Pike no lo conozco. Me han contado que los dos que mataron a Jack Auber y a Vic Scully y que se largaron con los cinco mil de Jack han disparado a otros dos y se han llevado una mercancía de Pike.
—¿Mercancía? —preguntó Papadopoulos.
—Ni idea de lo que están hablando —respondió Nelson con cara de no haber roto un plato—. Y mi informador tampoco lo sabía.
—¿Sabes los nombres de ese dúo de rebeldes, aparte de Bonnie y Clyde?
—No creo que os sirvan de mucho. Skin y Dan.
—Supongo que el primero llevará la cabeza rapada, como un millón de personas más en todo Londres —dijo Papadopoulos.
—Pero tiene un rasgo distintivo. El tatuaje de una telaraña que le sube por el cuello hasta la mejilla derecha —les explicó Nelson.
—Va a arrepentirse de habérselo hecho.
—Si queréis vérselo, será mejor que os deis prisa, porque van a despellejarlo vivo en cuanto lo pillen.
—¿Sabes algo del otro?
—Pues que es enfermero. Nada más —dijo Nelson—. Ah, y marica.
—¿Según quién? —preguntó Mercy con cara de aburrimiento.
—Para que un golpe de inteligencia tenga éxito, cuanta menos gente lo conozca, mejor —dijo Simon Deacon al superintendente Makepeace y a Martin Fox.
—Estamos intentando aliviar sus preocupaciones —explicó Joyce Hunter—. Hemos estado observando muy de cerca a Frank D’Cruz desde el atentado, lo que significa que le seguimos a todas partes, que tenemos pichado su teléfono móvil y los fijos, que controlamos su uso de Internet, que rebuscamos en su basura y que tenemos agentes muy cerca de las personas con las que se reúne, además de someterlas a una vigilancia de nivel dos.
»Lo que sé a partir de los informes que he leído es que los secuestradores no se han puesto en contacto directamente con el señor D’Cruz. Eso no significa que no esté cooperando con la amenaza velada de los secuestradores para que mantenga la boca cerrada.
Silencio mientras ambos bandos sopesaban si habían llegado a un callejón sin salida en el que ya no había más información.
—¿Con quién se ha puesto en contacto Frank D’Cruz desde que está en Londres? —preguntó el superintendente Makepeace para ver si así conseguían llegar a alguna parte.
—Fuera de su círculo más íntimo, con su asesora de la propiedad, Nicola Prideaux, que ya no se encarga tanto de encontrarle propiedades residenciales como de mantenerlo caliente por las noches de vez en cuando. Es su amante —aclaró finalmente Hunter—. Y parece que ha aprovechado el viaje para involucrarse en el lanzamiento de esos nuevos coches eléctricos que pretende construir en las Midlands, por lo que ha estado en contacto con los organizadores de los eventos en la City y en Goldman Sachs, que son los que se ocuparán de la oferta pública de venta.
Fox y Makepeace encendieron su teléfono móvil. La reunión había terminado. Los teléfonos empezaron a vibrar enseguida. Se excusaron y salieron al pasillo. Fox fue en una dirección y Makepeace en la otra. Ambos se dieron la vuelta al mismo tiempo.
—¿Ha recibido lo mismo que yo? —preguntó Makepeace.
—Tengo un mensaje de Charlie diciendo que la chica ha cambiado de manos.
—Yo de Mercy, diciéndome lo mismo y que ha descubierto, gracias a su informador, que los dos hombres responsables de los asesinatos de Grange Road se han escindido de una banda de Bermondsey, que han matado a otros dos y que se han llevado a Alyshia con ellos.
—¿Nombres?
—Solo tenemos Skin y Dan.
—No está mal —dijo Fox—. Seguro que Charlie puede sacarle provecho a eso. ¿Algo más?
Makepeace repitió la descripción de los dos hombres que Nelson le había dado a Mercy.
—Genial. Nos vemos en la oficina —dijo Fox—. ¿Puede explicarles usted a los de ahí dentro lo que ha sucedido? Tengo que escuchar esta llamada telefónica e informar a Charlie.
Dan se despertó de golpe chillando como un niño, como si acabase de salir de darse un gran chapuzón en el mar del olvido.
—¡Mierda! —exclamó al consultar su reloj. Las notas que había estado leyendo acerca de las investigaciones se le cayeron al suelo.
—¿Qué pasa? —preguntó Skin mientras se quitaba los auriculares—. Deberías escuchar esta mierda, tío. ¡Es puta dinamita!
—¿Por qué no me has despertado?
—Parecías muy cansado. Hay que estar fresco para negociar por un par de millones.
—He tenido una pesadilla —rezongó Dan mientras se ponía de pie, todavía atormentado por el sueño.
—Alegra esa cara, amigo. Parece que estés cagado de miedo.
—¿Qué es lo que te dijo la chica en el almacén?
—¿Lo de que estábamos cometiendo una gran estupidez? Bueno, pues ya está hecha, ¿no? Ya no hay vuelta atrás. —Skin sacó su pistola, desatornilló el silenciador, lo dejó sobre la mesa y añadió—: Pues si vamos a caer, ¡caigamos haciendo ruido!
—No salgas de casa —dijo Dan mientras miraba el silenciador—. Vigila a la chica. Vigila la parte delantera cada cierto tiempo. Voy a salir por delante, pero volveré por el canal.
—Venga, enfermero, vamos a acabar con esto. No tiene por qué ser un millón para cada uno, ya lo sabes.
—¿Cuánto aceptarías?
—Con esa cara que llevas… me conformaría con uno de cinco y saldría corriendo. Anímate, Danny Boy. Siéntelo. ¡Puedes hacerlo!
Dan cogió uno de los teléfonos móviles de la caja, le insertó una tarjeta SIM, encontró el número y lo introdujo en otro móvil.
—Tienes tu móvil personal apagado, ¿verdad?
—Sí, no me apetece que el enano de Pike me cuente lo que nos tiene preparado.
—Tíralo. Solo voy a llamarte a este móvil. Y solo lo usaré si es una emergencia. Si te digo que corras, corre. Deja a la chica y cruza el canal. Gira a la izquierda y acabarás en Angel; gira a la derecha e irás a Haggerston… y hasta Limehouse si quieres.
—Parece como si no fueras a volver.
—Voy a volver. Es mi intención. Pero escucha, Skin, esto va en serio. Hemos dejado un rastro de destrucción: los dos ilegales, el taxista y su amigo y, ahora, los dos tipos del almacén de Pike. Tenemos a una rehén. Pero no tenemos transporte. Nos persiguen Pike, dos mercenarios y, pronto, la poli.
—Dijiste que tardarían tres días en dar con mi ADN.
—Estamos casi al final del segundo y, además, ya sabes cómo es la poli. Tiene gente por todos lados. Alguien en algún lugar les habrá dicho quién nos está buscando. ¿Crees que a la gente le caes tan bien como para no venderte?
Skin no parecía nada preocupado. Dan tenía claro que estaba deseando que se marchara para empezar a hacer lo que le apetecía: pensar con la polla.
—Si no nos vemos —dijo Dan al tiempo que le daba una palmadita en el hombro—, ha estado bien. Gracias.
Cuando llegó a la puerta, Skin le dijo a sus espaldas:
—Te has olvidado de una cosa.
—¿De qué?
—De que también nos persigue la peña del taxista.
La oficina y el almacén de Pike estaban en un edificio con arcadas dobles bajo la vía de tren en St. James Road, en Bermondsey. La oficina estaba en un entrepiso sobre uno de los arcos y la luz entraba por una ventana semicircular que había en una esquina. A Pike no le gustaba mucho la luz del día. Había creado otra estancia con las paredes acolchadas al lado de la oficina en la que no entraba luz natural, solo una mezcla de iluminación amarilla, verde y roja. Debido a ello, al entrar allí a veces a Kevin le daba la impresión de que estaba dentro del propio Pike, escuchando sus ruidosos, asquerosos e intranquilos hábitos, que eran como los de un perro tremendamente repulsivo que no dejaba de lamerse las partes una y otra vez.
En aquella habitación no había ni traza del mundo exterior. Ni siquiera sabían quién llegaba al aparcamiento y tenían que confiar en el portero, que subía las escaleras para decírselo porque el interfono estaba estropeado. Aquello no solía ser un problema, ya que siempre había gente por allí, ya fuera en la oficina o abajo, en el almacén, donde había una cocina y un lavavajillas. Sin embargo, en aquel momento todo el mundo estaba en las calles, por Stepney y Bethnal Green, a la caza de Skin y Dan.
Era algo más de mediodía cuando sonó el móvil de Kevin. Descolgó, escuchó con atención y colgó. Pike se había quedado quieto con un nacho cargado de guacamole Tesco a unos centímetros de sus brillantes labios.
—Ya no tenemos que buscar la furgoneta —dijo Kevin—. La gente de Shearing ha encontrado un desguace en Bethnal que la ha aplastado esta misma mañana.
—Vaya. Eso podría significar que siguen por la zona. Avisa a los chicos. Que no pierdan el tiempo buscando la Transit.
Mientras Kevin empezaba a mandar mensajes a la banda, una furgoneta Toyota Hiace sin ventanas laterales giró en Jamaica Road, llegó por el sur de St. James Road y aparcó frente a los dos arcos del edificio. Salieron dos hombres. El irlandés McManus, vestido con una chaqueta tejana, un jersey grueso de cuello vuelto y pantalones tejanos; y Dowd, con una chaqueta de aviador con forro y pantalones negros. Ambos llevaban un gorro de lana negro calado sobre la frente y las orejas. Venían de la antigua cámara frigorífica del almacén desierto de Convoy’s Wharf, donde, nada más entrar, habían visto los cristales rotos del ventanal y, a pesar de los intentos de alguien por limpiarlos, los restos de sangre de sus camaradas. Llamaron al timbre. El portero se tomó su tiempo en llegar y abrió la puerta, pero sin quitar la cadena.
—Tenemos información sobre la chica —dijo McManus.
—¿Qué chica?
—La que está buscando el señor Pike.
—Esperad.
El portero subió y se lo explicó a Pike.
—¿Quién coño son?
—No lo han dicho —respondió el portero.
—¿Y no se lo has preguntado? —se quejó Kevin.
—Diles que suban —ordenó Pike.
—Espera —dijo Kevin—. Primero, a ver quiénes son. Podría ser cualquier cabrón.
—Pregúntales cómo saben que estamos buscando a una chica.
El portero bajó las escaleras, abrió la puerta una rendija y allí estaban las dos caras de antes, duras y frías, con los ojos entrecerrados y exhalando nubes de vapor. Les preguntó lo que le habían mandado.
—Trabajábamos de porteros en el hospital de Dan —dijo McManus—. Hemos visto a vuestra gente preguntando por él en la calle y hemos venido a contaros lo que sabemos. A cambio de algo, claro está.
—¿A cambio de qué?
—Eso lo discutiremos con el señor Pike.
El portero volvió a subir. Los dos hombres de fuera escucharon y memorizaron cada uno de los lastimeros pasos del portero, más y más furiosos cuanto más arriba llegaba. Este repitió el diálogo.
—Que suban —dijo Kevin, que se puso en la esquina de la habitación con la pistola en la mano.
El portero volvió a bajar, quitó la cadena, les señaló las escaleras y se volvió para cerrar la puerta. Dowd le golpeó en la nuca con una bolsa de cuero llena de rodamientos y lo sujetó por el cuello de la camisa antes de que cayera contra la puerta. McManus lo cogió de la frente con una mano y de la nuca con la otra e hizo un giro violento. Se oyó un chasquido sordo y dejaron que cayera al suelo.
McManus empezó a subir fatigosamente las escaleras para imitar los pasos del portero. Una vez arriba, vio la oficina vacía y la puerta que daba a la habitación acolchada a la derecha. Tenía una pistola en la mano y, sin perder ni un segundo, se acuclilló, entró por la puerta y se tiró al suelo mientras Dowd iba hasta la habitación acolchada, también con la pistola en la mano.
Una bala atravesó la puerta como a un metro del suelo, salió por la ventana arqueada y se perdió en la gris lejanía. McManus apuntó desde el suelo y disparó a Kevin en el hombro para que soltara la pistola. Dowd se arrodilló, rodó hacia la puerta y, sujetando el arma con ambas manos, le metió dos balas más al hombre, que salió despedido hacia la esquina. La primera le dio en la mejilla y la segunda, en el pulmón.
Era imposible no saber quién era Pike. Un metro cúbico de diana con la palabra INGLATERRA escrita con letras grandes en el pecho. Estaba tan asustado que los nachos salieron volando por todos lados. Kevin fue deslizándose por la pared hasta el suelo. El silencio solo era roto por el burbujeo de la sangre en el pulmón y en el cuello. McManus se puso de pie, comprobó los signos vitales de Kevin y, al ver que eran débiles, le disparó en la cabeza con la pistola silenciada. Dowd se acercó a Pike, que estaba cubierto de nachos y tenía una mancha de guacamole en el pecho. Le preguntó qué había sucedido en la cámara frigorífica. Pike le contó lo que le habían dicho.
—¿Y dónde están los cadáveres de los del almacén?
Pike tragó saliva con dificultad. Su cuello, gordo como si tuviera bocio, temblaba.
—Abajo, en los congeladores.
McManus apartó a Dowd y disparó dos veces a Pike en el pecho y una en la cabeza.
—Estoy atrapado en mitad del tráfico —explicó Martin Fox—. He pedido a los de la sala de operaciones que me desvíen la llamada.
—Lleva dos horas de retraso sobre la hora que él mismo nos ha dado —dijo Boxer, que estaba solo en la habitación—. Estoy preocupado. Pensaba que esta sería nuestra gran oportunidad. Creo que alguien ya ha dado con ellos. ¿Dónde está el superintendente Makepeace?
—Lo he dejado en Thames House. Acabamos de salir de una reunión para hablar sobre Frank. Tengo ganas de llegar a la sala de operaciones.
—Según Mercy, la Policía Metropolitana va a hacer público lo de estos dos en cuanto encuentren fotos.
—¿Han confirmado la identidad de Skin y Dan?
—Mercy me ha dicho que están seguros al noventa por ciento de que Skin se llama William Skates. Estuvo en la cárcel, tiene un largo historial, lleva la cabeza rapada, tiene los ojos azules y, eso es lo más importante, lleva un tatuaje de una telaraña. Solo les falta confirmar que su ADN coincide con las muestras de sangre que encontraron en Grange Road. Les llevará unas horas. Quizá las noticias de la noche empiecen con él. El segundo, Dan, está siendo más complicado. Suponen que tiene un historial corto, por lo que están repasando todos los informes de enfermeros que hayan estado en la cárcel. Hasta el momento no han encontrado a ningún Dan. También están comprobando si hubo algún enfermero que coincidiera en la cárcel con William Skates o con algún otro miembro de la banda de Archibald Pike.
—¿Tienes definida la estrategia para la siguiente llamada?
—Lo tengo todo preparado. Quiero moverme rápido y duro con la siguiente. Si llama, voy a hacer que Isabel llegue a un trato.
—Has dicho que estaban pidiendo cinco millones.
—Créeme, si le presiono como es debido, aceptará cien mil y me dará dos besos —respondió Boxer.
—¿Tienes el visto bueno de D’Cruz?
—Dice que viene de camino. Le he preguntado cuánto dinero puede conseguir ahora mismo y me ha dicho que podría sacar esos cien mil y que los traería consigo.
—Nuestra preocupación principal sigue siendo Alyshia —dijo Fox—. ¿Sabes con cuál de los dos secuestradores estás hablando?
—Los del equipo de audio han trabajado en la llamada y me han confirmado que la habían hecho desde la calle, en un lugar en el que pasa gente. Se oye el viento entre los árboles, lo que significa que estaba en un parque. Así que parece que uno de ellos sale para hacer las llamadas, lejos de donde tienen retenida a Alyshia. O está paranoico con que rastreen la llamada o no hay cobertura allí donde están, lo que resulta improbable en Londres. El que llama no es londinense. Tiene acento de clase media, inglés del sudeste. De William Skates sabemos que nació y creció en Stepney, así que estamos bastante seguros de que hablamos con Dan, el enfermero.
—Si Skates se queda con la chica, ¿qué es lo que sabemos de él? —preguntó Fox—. ¿Es inestable? ¿Cabe la posibilidad de que le haga daño o la mate si se siente presionado?
—Tiene un largo historial de violencia. Empezó siendo hooligan de fútbol en los años ochenta y apuñaló a uno de sus profesores. Ha estado en la cárcel por provocar daños físicos graves. Sin embargo, no tiene ningún registro de violencia de género ni de delitos sexuales. Todavía estoy esperando a que Mercy me envíe un informe completo.
—De acuerdo, sopesaremos los riesgos cuando tengamos más información. Cuéntame cómo vas a encargarte de Dan en la próxima llamada.
—Voy a hacer que Isabel le diga algo que probablemente ya sepa: que al hacerse cargo del secuestro ha cabreado a mucha gente. Si necesitamos más presión, le diremos que la policía también los busca, pero tampoco quiero que se quede con la sensación de que no tiene escapatoria. Quiero que piensen que pueden salir de esta para que hagan un trato con nosotros.
—¿Vas a hacer tú la entrega del rescate?
—Esa es mi intención —dijo Boxer mientras leía algo que Mercy acababa de enviarle al ordenador—. Acaban de informarme de que su transporte ha sido aplastado en un desguace esta mañana.
—Eso significa que siguen por la zona y que se están quedando sin opciones —dedujo Fox.
—Sobre todo, si su intención es escapar con cinco bolsas de deporte de cincuenta kilos de peso cada una. En estos momentos, cien mil libras van a parecerles de lo más adecuadas y transportables.