7:05, MARTES, 13 DE MARZO DE 2012
Branch Place, Hackney, Londres N1.
—¿Dónde cojones has estado? —preguntó Dan mientras levantaba la vista de los informes que había estado leyendo, se quitaba los auriculares y apagaba la grabadora—. Son más de las seis.
—Dejándome crecer el pelo —respondió Skin—. Es mi nuevo disfraz.
Sonrió mientras se pasaba una mano por la coronilla.
—Skin, ¿dónde has dejado la furgoneta?
—Sí, pues por eso he tardado tanto. Se me ha ocurrido una idea.
—No me gusta que estés por ahí, pensando solo.
—¿Mientras tú estás aquí, empollando para participar en el programa El rival más débil?
—No, prefiero participar en el Mastermind, Skin —respondió Dan sin expresión alguna—. Especialidad: Alyshia D’Cruz. ¿Dónde está la furgoneta?
—Se la he llevado a un colega.
—¿Y qué va a hacer, pintarla de rosa y ponerle cortinillas?
—No. La ha metido en la prensa ante mis ojos. Ahora cabría debajo de la mesa.
—¿La has llevado a un desguace?
—Así no la encontrarán nunca.
—¿Y las matrículas?
—En el canal.
—¿Y dónde está el desguace de tu colega?
—En Three Colts Lane.
—Eso está en Bethnal Green —dijo Dan—, justo al lado de donde vive Pike. ¿Sabe tu colega mantener la boca cerrada?
—Por supuesto. Además, le he dado un buen «empujoncito» para que lo haga.
—Está demasiado cerca, no me jodas.
—Si hubiera conocido un desguace en Watford, habría ido allí, pero no es el caso —replicó Skin, molesto—. Además, aunque lo conociera, ¿cómo crees que iban a reaccionar a que llegue alguien y les pida que aplasten un coche, así, de golpe y porrazo? A este tipo lo conozco y podemos confiar en él.
—Siempre que te tenga más miedo a ti que a otro.
—¿A Pike? —dijo Skin con tono burlón—. Pike se pierde cuando cruza a este lado del río. Su navegador se estropea en el Támesis.
—Eso es lo que dices todo el rato. Te habrás acordado del periódico, ¿no?
—¿Cómo está la paciente? —Y le lanzó una copia de The Sun.
—No lo sé. Hace media hora que le he pedido que fuera a comprarme un bocadillo de bacon y todavía no ha vuelto.
—¿Qué mosca te ha picado, tío?
Skin abrió la puerta del dormitorio tan solo una rendija, lo suficiente para ver que había un bulto sobre la cama.
—Está durmiendo. La tensión, la temperatura y el pulso son normales. Está en perfecto estado. La he esposado a la cama. ¿The Sun es lo mejor que has encontrado? Van a pensar que somos idiotas.
—Ya habían vendido todos los ejemplares de The Daily Star. —Seguía mirando a la chica.
—¿Por qué no preparas una taza de té?
—Vale. —Cerró la puerta con suavidad—. ¿Por qué no me cuentas lo que has descubierto sobre nuestra especialidad?
—Léelo tú mismo.
—Se me queda mejor cuando me lo explican. En The Sun solo miro las fotos.
—Puedes hacerte el memo conmigo, pero no eres más que un vago.
—¿Qué estabas escuchando?
—Las cintas en las que Jordan habla con Alyshia. Ese tío… te lo aseguro, estaba muy bien entrenado.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he trabajado en hospitales mentales. He visto cómo trabajan tanto psicólogos como psiquiatras. Su estilo era más agresivo, lo que me lleva a pensar que era militar, de Operaciones Psicológicas o algo así. Pero estoy mirando la investigación que ha hecho y sus técnicas, y aquí hay un montón de perfiles psicológicos y análisis. Y las notas que ha tomado tienen un orden. Lo garabateaba todo y, después, lo reorganizaba con viñetas y preparaba preguntas que encajasen. La hostia de brillante.
—Entonces, ¿crees que eran todos militares? Excepto ese irlandés cabrón, que solo es un criminal.
—Me da la impresión de que vamos a tener a un montón de mercenarios buscándonos —comentó Dan, intentando que no pareciera que se sentía muy abatido—. Dos bandas del East End, la policía y…
—Pues será mejor que cojas el teléfono cuanto antes y pidas el rescate —le interrumpió Skin.
—¿Yo?
—Sí, tú. Tú eres el negociador. Tú eres el que lee y el que piensa, así que también vas a ser el que habla y todo eso.
—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer tú?
—Yo soy el tipo duro.
—Eso lo has sacado de Uno de los nuestros, ¿no?
—Lo que digo es que yo me encargo de lo físico. Yo voy a correr todos los riesgos.
—Así que ahora resulta que lo estás haciendo todo.
—Hasta que negocies el rescate. Entonces seré el cabrón que va a buscarlo. El que asoma la cabeza por la trinchera.
—Así que, además de haber conseguido este sitio, ahora tengo que encargarme de la rehén, de la investigación y de la negociación —dijo Dan—. Mientras que tú lo haces todo, además de los episodios de violencia ocasionales.
—He sido yo el que se ha encargado de esos dos en el almacén. Tú has cuidado de la chica. A ti no van a matarte con lo que haces. Por cierto, una vez oí cómo Jordan le decía a Reecey que solo hablaba con la madre.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—Creía que se te daría bien hablar con mujeres.
—¿Ah, sí?
—Haces labores del hogar…
—Que te jodan, Skin.
—¿Ya has escuchado todas las grabaciones?
—No, hay la hostia de material.
—Quizá Jordan también haya grabado las llamadas.
—¿Por qué crees que haría eso de grabarlo todo?
—Eso es lo que le he preguntado a Jordan antes de dispararle y me ha dicho que al único a quien teníamos que tener miedo era al irlandés cabrón; que se llama McManus, por cierto. Ha dicho que vendría a por nosotros por haber matado a Reecey. Puede que no mañana, pero, ya sabes, sí antes o después.
—Eso me deja más tranquilo, más relajado…
—Tampoco te he contado lo que me ha dicho Alyshia cuando he disparado a Jordan, ¿verdad?
Ha dicho: «Creo que has cometido una enorme estupidez».
—Con eso no estaba sino constatando una obviedad.
—Enfermero, a mí me hablas en cristiano, ¡joder!
«A Amir Jat se le acaba el tiempo. Los estadounidenses tienen un expediente tan grueso como tu brazo y los últimos tres centímetros están dedicados a su involucración en la ocultación de Osama bin Laden en el complejo de Abbotabad, a cien kilómetros de mi despacho». Eso era lo que le había dicho el director general del ISI al teniente general Abdel Iqbal en una reunión secreta en Islamabad tres meses antes. Iqbal había salido de la reunión sin dudas de lo que se esperaba de él. Tenía que resolver el problema de Amir Jat. Los estadounidenses no podían cogerle, sería demasiado vergonzoso para el gobierno y para el ISI.
Lo que no sabía era cómo iba a conseguirlo sin hacer que lo asesinasen en su propio país. Porque eso era, entre líneas, lo que le había sugerido el director general. El problema era que Amir Jat salía de Pakistán en raras ocasiones y que, cuando lo hacía, era en secreto.
En el último mes, Mahmood Aziz, a quien había conocido a través de Amir Jat, se había acercado a él. Aziz le había hecho una propuesta que, de no saber las tortuosas maquinaciones de las que era capaz el ISI, le habría resultado creíble. Aziz sabía lo que le había pedido el director general. Cómo había llegado a oídos de un radical como él el contenido de una reunión secreta como aquella era algo que únicamente entendería con el tiempo. Aziz se había ofrecido no solo a ayudarlo, sino también a recompensarle, lo que había hecho que el combustible de la ambición de Iqbal empezara a poner en marcha todos los cilindros, al tiempo que sentía que se desgarraba por dentro una compleja red de lealtades al ISI y a su viejo amigo Amir Jat.
Ahora, Frank D’Cruz también estaba en la ecuación y entraba en juego otra compleja lealtad: D’Cruz había costeado la operación para extirpar un tumor del cerebro al hijo de Iqbal, operación que le había salvado la vida. Seguro que aquella deuda ya estaba saldada, aunque… ¿acaso tiene precio la vida de tu hijo mayor?
Iqbal no paraba de dar vueltas en la habitación, esperando a que sonase el teléfono, erguido, con los hombros hacia atrás, el estómago plano, las manos a la espalda y observando su jardín. Nervioso. Movía los ojos de un lado a otro en su cabeza rectangular y llevaba el pelo engominado hacia atrás sobre su arrugada frente, aunque ya empezaba a despeinarse. Por fin llegó la llamada que estaba esperando, a través de un teléfono seguro de otro despacho del ISI en Lahore.
Era Mahmood Aziz, que acababa de recuperar la compostura tras su corta conversación con Amir Jat, en la que había comprendido que cabía la posibilidad de que un maldito e imprevisto secuestro mandase al garete los dieciocho meses que llevaba planeando una operación.
Aziz le contó con calma la conversación que acababa de mantener con Amir Jat.
—Va a venir a verme por la mañana —dijo Iqbal.
—De camino a Londres —añadió Aziz.
—Eso no lo ha dicho.
—Pero es a donde va a ir.
—Está loco.
—Está desequilibrado, sí —confirmó Aziz—. Pero eso nos da la oportunidad perfecta para llevar a cabo el cambio del que hablamos el mes pasado.
Silencio. Aziz notaba la tensión de Iqbal a través de la línea.
—Me dijiste que los estadounidenses estaban acercándose a nuestro amigo. Te estoy diciendo que he encontrado una solución. Lo único que tienes que hacer es no disuadirle de que haga lo que quiere hacer. Yo estaré en contacto constante con él. Más tarde te diré cuándo puedes pasar la información que tiene que llegarle a Frank D’Cruz en Gran Bretaña. En ese momento, le persuadirás de que él es el responsable del secuestro de la chica.
—Espera, espera —dijo Iqbal—. No puedes entregar a nuestro amigo al MI5. Eso no sería muy diferente de que lo detuviera la CIA. Y van a estar vigilando cada paso que dé D’Cruz. De hecho, ya tengo al MI6 olfateando por aquí. Siguen a Anwar Masood hasta mi puerta cada vez que viene a verme.
—Sabiendo como sabes que estoy a punto de confiarte el considerable poder financiero de nuestras operaciones «agrícolas» en Afganistán, un poder que ahora mismo sujeta con puño de hierro nuestro antiguo amigo, deberías tener fe ciega en mis actos —dijo Aziz—. Es por nuestro mutuo beneficio.
—¿Y qué pasa con Alyshia D’Cruz?
—¿Qué es lo que te preocupa exactamente?
Iqbal había estado a punto de decir «su seguridad», pero dejó a un lado cualquier tipo de sentimentalismo.
—Frank D’Cruz podría sernos de gran utilidad.
—Me temo que no es esa la impresión que tenemos si nos basamos en cómo se ha comportado en el pasado. Tendrás que aceptar que su hija es prescindible.
La esposa de Jack Auber, Ruby, se despertó temprano. No tenía buen aspecto. Aunque tampoco es que lo tuviera antes de que asesinaran a Jack. Pero ahora estaba horrible. Enferma. El cabello —que había sido rubio— colgaba lacio sobre los omóplatos, y sin peinado alguno parecía más bien un montón de ceniza que el viento del norte había llevado hasta allí. Decidió recogérselo sobre la cabeza con una gran pinza. Tenía la cara ajada antes de tiempo, tras pasarse toda la vida bebiendo y fumando. Los pómulos se le habían descolgado y todos los dientes se le movían, pero sus ojos seguían siendo de un color azul acero que podía dejar paralizado a un hombre a veinte pasos. Nadie se metía con Ruby Auber. Puede que solo pesase algo más de cuarenta kilos, pero medía un metro setenta y cinco y tenía las uñas lo suficientemente largas como para dejarte la cara como si fuera un campo arado.
Aquella mañana no había nada que fuera a hacerla sentirse mejor, así que cuando Cheryl, su hija, gritó escaleras arriba que el taxi había llegado, se puso un poco de pintalabios y bajó.
Quince minutos después, el taxi ya las había dejado a ambas frente a la casa de Joe Shearing, en Voss Street, y Cheryl llamó al timbre. Algo se movió tras los cristales esmerilados y la puerta se abrió una rendija. Cheryl hizo una seña a Ruby, que se acercó desde la acera y, juntas, entraron en la casa y fueron al salón.
Joe Shearing había sido boxeador en el famoso club Repton Boys, en Bethnal Green. La sala de estar era un templo dedicado a sus logros sobre el cuadrilátero. Había logrado asaltar el título nacional de pesos medios en 1976, pero Alan Minter lo había noqueado en el quinto asalto, en Wembley. Seguía yendo al Repton Boys a ver entrenamientos y a dar charlas a grupos de niños discapacitados que llegaban allí de todo el mundo.
Ruby se quedó de pie junto a la chimenea. Cheryl se dejó caer en un sillón.
—No sabes de quién es ese sillón —dijo Ruby.
—Qué más da —le respondió su hija.
Ruby le echó una mirada gélida y Cheryl levantó poco a poco sus enormes posaderas del sillón justo cuando Joe Shearing entraba en la habitación. Ya no era un peso medio. Si tuviera que subirse al cuadrilátero en aquel mismo instante, tendría que enfrentarse al excampeón de los pesos pesados David Haye. La ligereza había desaparecido de sus pies hacía décadas, pero no había perdido su encanto. Le tomó la mano a Ruby —una mano pequeña— entre sus propias manos —duras losas de piedra— como si estuviera enseñándole una mariposa a un niño.
—Mi más sincero pésame, Ruby —dijo—. Jack no merecía morir así. Era un buen hombre. Voy a echarlo de menos. Si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en decírmelo.
Hizo lo mismo con Cheryl, e incluso dijo unas palabras sobre Vic Scully, a quien conocía del Repton Boys. Les indicó que se sentaran en los sillones y Cheryl lo hizo en uno de ellos resoplando mientras Shearing, cuya cadera le suponía una amenaza, se sentaba en una silla recta con cojín.
—Ruby, ¿qué tal vas de dinero? —preguntó Shearing—. Si necesitas ayuda con los gastos, me lo dices.
—Eres muy amable, pero no hemos venido por eso.
Shearing asintió e hizo un ruido muy fuerte al respirar por la nariz, debido a que la tenía rota.
—Quiero que descubras quién ha matado a Jack y a Vic.
—Sabes que yo no he tenido nada que ver. No estaba trabajando conmigo.
—Sé que hace años que no le dabas nada, Joe —dijo Ruby, que hubiera preferido que su frase no hubiera sonado tan amarga.
—Son cosas para jóvenes —respondió Shearing, que no se había ofendido—. Creía que le iba bien con el negocio de las ovejas que le di y lo de los muebles.
—Era demasiado generoso —dijo Ruby entre dientes—. Les daba demasiado. Le daban pena. Quería que pudieran enviar algo a casa.
—Bueno, así era Jack, ¿no, Ruby? Oí que se quedó hecho polvo cuando se cargaron a los dos tipos aquellos.
—Por eso quiso ir con Vic el domingo por la noche, cuando iban a pagarle —dijo Cheryl—. De no ser así, Vic seguiría vivo.
—¿Y qué quieres que haga cuando descubra quién es el culpable?
—Que nos lo digas.
—Puedo hacerlo ahora mismo, aunque no sé quién apretó el gatillo.
—Suéltalo —dijo Cheryl.
—Archibald Pike. Tiene una banda en Bermondsey —dijo Shearing—. ¿Qué hacía Jack con él?
—Lo único que me contó es que le habían propuesto un trabajo porque su taxi estaba en perfectas condiciones.
—Pero ¿por qué necesitaba el trabajo? No iba mal de dinero.
—Porque es una inútil —susurró al tiempo que señalaba con la cabeza a la malhumorada Cheryl—, pero necesita un techo. Scully dijo que haría el trabajo de la casa de Grange Road a precio de coste, pero había que pagar muchos materiales, un tejado nuevo…
—¿Cuánto iban a darle por ese trabajo?
—Diez mil.
—Eso habría estado muy bien, ¿eh? —comentó Shearing—. Pero, Ruby, hoy en día a nadie le ofrecen tanta pasta sin que el asunto conlleve algún riesgo.
—Por cómo se lo describieron, no era de ese tipo de trabajos.
—He oído lo que les pasó a las dos ovejas que envió Scully. Cuando has visto algo así, tienes que buscarte a un pistolero con algo más de experiencia que el joven Vic.
—¿Qué quieres decir, Joe? —le preguntó Ruby, que intentaba que aquel comentario no la sacara de quicio—. ¿Vas a hacer algo o vas a dejar que ese tal Archibald Pike te pise?
—Me han dicho que, dado su tamaño, no sería lo más indicado. Lo que voy a hacer, Ruby, es hablar con el señor Pike para que me explique algunas cosas. Después, os llamaré y decidiremos qué camino tomar.
—¿Así que sí vas a hacer algo?
—Veamos primero qué es lo que dice el señor Pike.
Durmieron separados tras haber acordado, dado el intenso sentimiento de culpabilidad que había sentido Isabel la última vez, que no dormirían juntos hasta que Alyshia fuese liberada. Boxer se había levantado temprano, había hecho sus ejercicios habituales y se había dado un baño en la piscina del sótano. Estaba en la cocina, sentado, tomando un café, cuando llegó Isabel, completamente vestida. Se besaron.
Ella se sirvió un poco de muesli, le añadió manzana y plátano, se sentó a la mesa frente a él y abrió The Guardian.
—Sabes que Mercy sigue enamorada de ti, ¿verdad? —dijo como si estuviera leyéndolo en uno de los artículos del periódico.
Boxer se sirvió otro café y la frase le hizo parpadear.
—No creo —respondió—. Ya te conté que pasamos por todo eso y que llegamos al otro lado. Hace años.
—Puede que tú sí, pero te aseguro que ella no.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. A mí me pasó lo mismo. Acabé con Chico cuando todavía no me había desenamorado de él. Esa es la razón de que seas la primera persona con la que me acuesto en diecisiete años. ¿Y Mercy? ¿Ha tenido otras relaciones?
—No, que yo sepa —respondió Boxer mientras negaba lentamente con la cabeza y pensaba en ello.
—Pero lo sabrías, ¿no es así?
—¿Qué intentas decir?
—Que el tema no está acabado. Sabe lo nuestro. Está haciéndole daño. ¿Por qué crees que vino anoche?
—Es la especialista de apoyo del secuestro. Tenemos que ponernos al día de todos los acontecimientos.
—¿En serio? Yo creo que vino para vernos juntos de nuevo. Para ver cómo estábamos. Para confirmarlo. Para descubrir a qué se enfrenta en realidad.
—¿A qué se enfrenta?
—No había perdido la esperanza.
—Creo que te estás imaginando cosas. No he tenido la más mínima sensación de que así sea desde que lo dejamos.
—Lo esconde porque sabe perfectamente que, si lo muestra, todo se acabará. Pero a mí no puede engañarme porque yo también lo he vivido.
—¿Y Sharmila?
—Sharmila era y sigue siendo una esposa trofeo. Es una pareja con una intimidad cohibida.
—Entonces, ¿significa eso que tú tampoco has perdido la esperanza?
—No la perdí durante un tiempo, incluso a pesar de que conocía a Chico. Por eso me quedé con él tres años antes de que nos divorciáramos. Es muy difícil dejar marchar a tu primer amor. Esa intimidad se recuerda mucho tiempo. Ya lo verás. Cuando Chico se dé cuenta de lo que hay entre tú y yo, no va a aceptarlo de buena gana.
Había dos cosas de Archibald Pike, aparte de la más evidente, que hasta los miembros menos avispados de su equipo podían ver. Una, el movimiento constante; la otra, el ruido constante. Y ambas cosas eran secundarias, pero necesarias, en la que no requería capacidad de observación alguna: la tremenda obesidad de Pike.
Cuando Pike recibió las noticias del turno de seguridad de la mañana —el que había llegado a las ocho y había encontrado los dos cadáveres en la cámara frigorífica, el ventanal roto en pedazos, ni rastro de la chica y la ausencia de Skin y Dan en las inmediaciones—, se apoderó de él un miedo que lo dejó helado. Se acabó el estirar el brazo, los crujidos, el masticar, el untar o el chupar. Los dos dedos que acababa de lamerse permanecieron frente a sus labios amoratados, y sus ojos, profundamente enterrados entre la grasa de su rostro, miraban con el cuidado de una gacela que acaba de darse cuenta del malévolo tufillo del guepardo en la llanura. Incluso el gorjeo subterráneo de su sistema digestivo se quedó paralizado durante un momento. En Radio 2 sonaba Do the strand, de Roxy Music. Resultaba una exhortación tan inadecuada que Kevin, la mano derecha de Pike, apagó el aparato. El silencio zumbó durante treinta segundos más antes de que Pike tragara saliva, lo que volvió a arrancar su perístasis e hizo que el incesante trajín de comida de su sistema digestivo comenzara de nuevo.
—¿Debo entender que Skin y Dan han matado a esos dos pavos y se han escapado con la chica? —preguntó Pike, subiendo el tono hasta casi ser falsete.
—Todavía no hay nada confirmado —respondió Kevin—, pero creemos que si hubiera sido cosa de otros también nos habríamos encontrado a Skin y a Dan en el suelo. Así que partimos de la idea de que han tenido algo que ver.
—¿Y qué estás haciendo exactamente? —preguntó Pike sin mirarlo a los ojos, parpadeando y a la espera de una muy buena respuesta.
—Tengo a toda la banda buscándolos. Ya te dije que Skin nos daría problemas. Se hace el tonto, pero está todo el tiempo observando y pensando.
—¿Y Dan? ¿Qué hay de Dan? No me lo imagino implicándose en algo así. No está en su naturaleza. Es enfermero. Piensa las cosas antes de hacerlas. No se arriesga. ¿Quién va a ponerme ahora las inyecciones de insulina?
Kevin no dijo nada. Nunca le había gustado Dan. No le inspiraba confianza. No era londinense. Hablaba con deje de marica. Tenía títulos. Tenía todo el pelo. Seguro que era maricón. Para Kevin, cumplir uno solo de aquellos requisitos era suficiente para partirle las costillas al sujeto en cuestión. Todo junto lo convertía en alguien a quien merecía la pena asesinar. Solo la relación especial enfermero-paciente que mantenía con Pike lo había protegido de las botas de Kevin. Pero, en aquel momento, Kevin ansiaba encontrar a Dan y bajarlo al sótano para una representación típica de los Tudor en la que interviniera un atizador al rojo vivo.
—¿Dónde están los cadáveres? ¿Qué habéis hecho con ellos?
—Todavía nada.
—Limpiad el almacén. Limpiadlo todo inmediatamente. Limpiadlo. A fondo. No paréis hasta que todo brille. ¿Cuándo llega el próximo turno?
—A las diez —respondió Kevin—. La sangre se ha filtrado en el suelo de cemento.
—Desconchadlo. No quiero que quede nada.
—¿Y los cadáveres?
—Traedlos aquí. Metedlos en los congeladores de abajo.
Entró el portero y miró a Pike y a Kevin. Se dio cuenta de que algo raro estaba pasando.
—¿Es un buen momento?
—¿Para qué? —preguntó Kevin.
—Los de Bethnal Green están en la puerta. Dicen que son una delegación de Joe Shearing y que quieren aclaraciones acerca de un incidente que tuvo lugar en Grange Road el domingo por la noche.
—¿¡De qué coño van!? —exclamó Kevin.
—Los de Bethnal son de la vieja escuela —comentó Pike mientras suspiraba y cogía una bolsa enorme de patatas Kettle—. Joder, las desgracias nunca vienen solas.
Cogió el vaso de medio litro de leche, vio que estaba vacío y golpeó la mesa con él. El portero fue a la nevera y se lo rellenó. Pike se bebió la mitad de un trago y se detuvo. Sobre el labio superior tenía dibujado un bigote blanco. El portero comprendió que había tenido una idea. Luego, se le enrojecieron las mejillas, que era lo que le pasaba cuando se sentía inspirado.
—Diles que pasen —ordenó mientras se limpiaba el bigote con la manga de su chándal de la selección inglesa.
El portero volvió con dos hombres. El más pequeño de ellos, de pelo cano, iba elegante con un abrigo de color piel de camello y un traje marrón a rayas, camisa blanca, corbata roja y un sombrero de fieltro de color chocolate en las manos. Su compañero era enorme, tenía el pelo oscuro, una expresión tremendamente melancólica en el rostro y las cejas y el pelo a los lados tan despeinado que habría que entrar ahí con machete. El hombre llevaba una chaqueta de color azul oscuro que parecía de antes de la guerra y que le aplastaba los hombros por el peso. No hablaba y sonrió una sola vez, en la que dejó al descubierto un cementerio de dientes descoloridos e insertados en encías enfermas, y una lengua de buey entre estos.
Antes de que el tipo elegante llegara siquiera a presentarse y a explicar qué los llevaba hasta allí, Pike se puso de pie. Le temblaban tanto las tetas que las letras de inglaterra retemblaron sobre su pecho.
—¿Venís a buscar explicaciones? —Se apuntó al pecho con sus dedos rechonchos—. Nosotros sí que queremos explicaciones. No sabemos qué coño les ha pasado a esos dos. Se han vuelto locos, joder. Tienen el cerebro podrido de tanta droga. Los envié a Grange Road a que le pagaran a Jack los segundos cinco mil y le pegan un tiro a él y a otro tipo y se escapan con el dinero. No me vengáis con esas. No, no, no. Acabamos de oírlo en la radio. No los hemos visto desde entonces. Kevin me estaba contando que se han cargado a otros dos en Deptford y que han huido con nuestra mercancía. ¿¡Qué coño les pasa a los jóvenes hoy en día!? Esto de la recesión les ha jodido el cerebro.
—No son tan jóvenes —comentó Kevin.
—Estamos buscándolos —dijo Pike, que hizo callar a Kevin con la precisión de un lanzador de cuchillos—. En cuanto los encontremos y nos hayan dado todas las explicaciones que necesitemos, serán vuestros. Kevin los hará bailar sobre carbones al rojo.
—¿Por qué no nos das sus nombres? —dijo el elegante—. Quizá podamos ayudaros.
—No sé si eso os va a servir de mucho —dijo Kevin—. Uno de ellos se hace llamar Skin y el otro se llama Dan.
—¿No sabemos los apellidos? —soltó Pike.
—Lo consultaré en sus declaraciones de Hacienda —dijo Kevin muy seco.
—¿De dónde son? —preguntó el tipo elegante.
—De vuestra zona —contestó Kevin—. De Stepney. Skin nació y se crio allí. El otro es de fuera de la ciudad.
—¿Tienen algún vehículo?
—Una Transit blanca.
—¿Sabéis la matrícula?
—Llama al garaje de Beadle —dijo Kevin—. Pasaron la ITV allí el mes pasado.
El portero se largó. Los cuatro intercambiaron su sensación de incomodidad entre sí.
—Si los encontráis antes que nosotros, queremos pegarles la primera patada en el culo —dijo Kevin—. Estamos muy preocupados por la mercancía que nos han robado.
El tipo elegante miró a su decaído compañero, que a primera vista no pareció que reaccionara, pero seguro que lo había hecho.
—Queremos estar presentes en el interrogatorio —dijo.
El portero volvió con el número de matrícula de la furgoneta.
—Lo mejor es que busquéis a Skin —dijo Kevin—. Tiene la cabeza rapada, carita de niño, los ojos azules y el tatuaje de una telaraña que le sube por el cuello y la mejilla derecha. Es imposible equivocarse. El otro parece mariquita y habla como tal.
—Era enfermero —añadió Pike casi con nostalgia.
Ambos hombres asintieron y se marcharon.
—¿Qué vamos a hacer con los cadáveres del almacén? —preguntó Kevin—. No podemos guardarlos en los congeladores para siempre.
Silencio. Pike se zampó dos panecillos de Chelsea, y se chupó todos los dedos.
—¿Pike?
—Estoy pensando.
—Tenemos que recuperar a la chica.
—Deja de recordarme lo que ya sé, joder. ¿Quién ha apagado la radio?
Pike hizo pucheros, como un niño consentido.
Golpeó la mesa con el vaso para que le sirvieran más leche. La radio empezó a sonar de nuevo. Esta vez, Simon & Garfunkel cantaban Somewhere they can’t find me, un lugar donde no pueden encontrarme.