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MARTES, 13 DE MARZO DE 2012

1:00 (HORA DE LONDRES), 5:00 (HORA LOCAL),

Lahore, Pakistán.

El agente especial de Amir Jat nunca entraba por la puerta principal. Le habían dado la llave de otra, una que había en la parte trasera de la propiedad y que daba a un jardincito. Por ella podía entrar y salir en secreto. Estaba nervioso mientras avanzaba por la casa para ir a ver a su jefe. Nervioso pero excitado ante la naturaleza catastrófica de las noticias que tenía.

Aunque el teniente general Amir Jat estaba retirado oficialmente del servicio de inteligencia pakistaní, el ISI, todavía trabajaba como había hecho siempre, levantándose a las cuatro de la madrugada para hacer el papeleo antes de recibir a sus invitados dos horas más tarde. Aquel día se había levantado a la hora habitual, pero no para hacer el papeleo. Estaba en la galería trasera para recibir a su agente especial, que solo iba a verle a aquellas horas cuando tenía información de Frank D’Cruz. Siempre le informaba oralmente, nunca mediante informes escritos, y solo cuando no había nadie más en la casa.

Frank D’Cruz ocupaba un lugar especial en el mundo de Amir Jat. Era la persona a la que más odiaba. No porque no fuera musulmán, ni porque fuera un antiguo actor inmensamente rico —alguien a quien, no obstante, sería normal envidiar, desdeñar y agraviar—. No. Lo odiaba porque conocía su única debilidad inadmisible. Y Amir Jat no había sobrevivido en ese mundo por ser débil. Era un hombre al que había que temer y sabía que D’Cruz le tenía miedo, pero también sabía, como astuto animal político que era, que eso podía cambiar en cualquier momento y que, de ser así, quedaría completamente expuesto. Aquella era la razón por la que tenía que saber tanto como pudiera sobre Frank D’Cruz, aunque, en realidad, no fuera asunto del ISI.

En la naturaleza del ISI estaba que nadie, ni siquiera el jefe del servicio ni sus oficiales, supiera en qué estaba trabajando la agencia o a quién estaba influyendo. Según la Constitución, se suponía que respondía ante el presidente como una unidad del ejército responsable de recopilar información tanto extranjera como nacional. Sin embargo, esa no era la realidad del día a día, donde sucedían muchas cosas que no se anotaban en informes ni llegaban a circular entre los políticos. Benazir Bhutto había dicho que el ISI era «un Estado dentro del Estado», y era verdad.

El ISI estaba compuesto por oficiales aparentemente bajo el control del Ministerio de Defensa, pero, en realidad, y aunque se comportaban como militares, también representaban, presionaban, apoyaban, daban acceso y financiaban a todas las facciones que existían en el complicado Estado de Pakistán, dividido en tribus y enfrentado por la religión. ¿Cómo era posible que los miembros de una agencia que había ayudado a la CIA a crear una insurgencia de muyahidines contra la ocupación rusa de Afganistán en la década de 1980 se olvidara de dicha insurgencia, como si estuviera compuesta por leprosos, una vez que la operación fue un éxito y les diera la espalda a sus compatriotas, que habían demostrado con sangre su lealtad?

Ni siquiera Amir Jat, después de treinta y siete años en el ISI, podía considerar que conocía el funcionamiento interno de toda la agencia, aunque conocía su propio rincón vital a la perfección.

Ni a la CIA y ni al MI6 les hubiera sorprendido que un oficial retirado del ISI siguiera manteniendo su poder e influencia, pero, en el caso de Amir Jat, era como si la vida no hubiera cambiado. Aún controlaba grandes sumas de dinero y, después de treinta y dos años en la División de Inteligencia del Norte, mantenía importantes conexiones con los talibanes afganos, al-Qaeda y Lashkar-e-Taiba. ¿Por qué iba a tener alguna relevancia si estaba o no en activo? Era el mismo hombre, con la misma mente aguda, y, claro está, una persona que había hecho de la acumulación de poder su modus vivendi.

El agente especial se acercó a la galería. Jat no se levantó y siguió sorbiendo el agua hervida, a la espera. El agente le transmitió todo el informe con un tono regular y oficial, a pesar de la emoción que le suponía la bomba que estaba soltando acerca de la marcha repentina de Frank D’Cruz a Londres debido al secuestro de su hija.

Amir Jat era un hombre tranquilo, pero aquella noticia indujo en él otro nivel de tranquilidad que el agente reconoció de inmediato como un interés inmenso. Estaba acostumbrado a la capacidad para controlarse que tenía Amir Jat. Incluso antes de que le asignara la investigación relacionada con D’Cruz, cuando le había relatado informes en los que se describían muertes y terribles heridas, interrogatorios y ajustes de cuentas tribales, nada había despertado el menor gesto de horror en él. Pero aquella situación en la vida de Frank D’Cruz hizo que el flujo sanguíneo de Jat se acelerara hasta tal punto que sus penetrantes ojos se tornaron más penetrantes si cabe, y los cientos de músculos menores afectados por la descarga de adrenalina le produjeron un incremento de la tensión que propició que Jat agarrara el brazo izquierdo de la silla.

—¿Fuentes? —preguntó.

El agente sabía que con una sola nunca era suficiente.

—Tuve noticias por primera vez ayer por la tarde gracias al infiltrado que tengo en el Departamento de Investigación y Análisis. Un agente del MI6 había estado haciendo preguntas para descubrir si cabía la posibilidad de que algún elemento del servicio de inteligencia pakistaní fuera el responsable del secuestro. Y, en caso afirmativo, determinar si estaban utilizando tal elemento para ejercer algún tipo de presión sobre Frank D’Cruz.

—¿Y quién más? —preguntó Jat, a quien nada le impresionaba.

—Anwar Masood estuvo ayer en Karachi. Fue a ver al teniente coronel Abdel Iqbal, que después me pidió que hiciera averiguaciones. Anwar Masood es el jefe de seguridad no oficial de D’Cruz

—Sé quién es. Es un gánster —le interrumpió Jat, cuyo cerebro iba a toda velocidad—. ¿Qué más?

El agente estaba acostumbrado a aquello. Jat nunca le alababa por nada. Lo único que le daba eran instrucciones específicas. La curiosidad era considerada sospechosa. Siempre tenía que guardarse cosas para mantener la atención de su jefe y asegurarse de que le invitaba a volver.

—Hay una cosa más —comentó el agente—, pero no quiero hablar de ello porque la imagen está incompleta. Estoy esperando a que me llegue el informe definitivo de Mumbai.

—Cuéntamelo.

—Solo tengo una fuente.

—¿Quién?

—La policía.

—Sí. Y ya sabemos lo fiable que es…

—Pasará algo de tiempo antes de que la Agencia de Inteligencia India lo corrobore.

—Cuéntamelo.

—Esta mañana han asesinado a un agente inglés.

—¿Dónde?

—En Mumbai, en la barriada de Dharavi.

—¿Quién le ha disparado?

—La policía está interrogando a uno de los hombres de Anwar Masood.

—¿Significa eso que creen que es el responsable?

—No está claro. No han encontrado el arma que se usó en el tiroteo.

—¿Por qué iba a matar Anwar Masood a un agente del MI6?

Aquel fue el punto en el que el agente especial decidió cerrar el grifo de la información. Había que dejar a Amir Jat con una pregunta a la que diera vueltas una y otra vez en su cabeza, siempre inmersa en maquinaciones.

—Ha pasado hace solo unas horas. Mi contacto en la policía acaba de llamarme. Lo único que sé es que los hombres de Anwar Masood se encontraron con una banda rival y que el inglés salió mal parado. Lo que no se sabe es qué estaba haciendo allí.

—¿Y la banda rival?

—No han cogido a nadie. La investigación de la policía sigue en marcha.

—Descubre más. Quiero saberlo todo —ordenó Jat—. Vete.

El agente se puso de pie y vaciló de la manera habitual. Amir Jat le dio un sobre y se quedó mirando el jardín, aún a oscuras, para indicarle que se retirara.

Amir Jat permaneció sentado tras las mosquiteras del porche. Sorbió su agua hervida, ahora tibia, mientras su cabeza jugaba al ajedrez tridimensional de la política y la inteligencia pakistaníes.

Se hacía preguntas. Algunas eran más directas que otras: ¿por qué había ido Anwar Masood a hablar con el teniente general Iqbal y no con él? A menos que sospecharan que estaba involucrado en el secuestro, claro. Quizás el interrogatorio de Masood era la manera de darle la oportunidad a Jat de dejar clara su posición. ¿O no? Siempre se comportaba de forma precavida ante una respuesta que se le presentaba inmediatamente. En ese mundo siempre había una o dos capas de subterfugios.

Jat se dio cuenta enseguida de que necesitaba información y que, por desgracia, la mayor parte de ella solo podría conseguirla en Londres. Cuando empezó a salir el sol, era consciente de lo irónico de la situación. Entendía aquel ataque a Frank D’Cruz, el hombre al que más odiaba en el mundo, como un ataque hacia su propia persona. Aquello le llevó a recorrer el sendero del continuo antagonismo que sentían los talibanes pakistaníes hacia su autoridad, hacia sus conexiones, hacia su control de los vitales fondos de las drogas de Afganistán. Tenía que enterarse de en qué estaban metidos.

Una vez en su despacho, mientras buscaba entre sus pasaportes uno que fuese indicado para viajar de Dubái a París, ordenó a su infiltrado entre los talibanes afganos que fuera a verle. Después, reservó un vuelo de Karachi a Dubái, tras lo que decidió no reservar de momento el vuelo de Dubái a París. Por el contrario, envió un correo electrónico encriptado a un operativo de Emiratos Árabes Unidos para pedirle que se encargase de hacerlo con un nombre falso.

Por último, llamó al teniente general Iqbal, en Karachi, y le pidió que recopilase toda la información posible, ya fuera de Anwar Masood o directamente de Frank D’Cruz, acerca del secuestro de Alyshia D’Cruz. También le dijo que iba a tomar el primer vuelo militar que saliera de Lahore a Karachi y que se encontrase allí con él, en la pista de aterrizaje, antes de que saliera hacia el aeropuerto internacional.

Después, se sentó y esperó a que el agua volviera a hervir.

Dan estaba pasmado por los dos cadáveres que tenía ante él y por los pedacitos del ventanal roto mezclados con sangre que había en el suelo de cemento. De alguna manera, esperaba encontrarse a Skin atado a una silla, con la cabeza ensangrentada, los labios partidos y los ojos hinchados.

—Abre la puerta lateral y trae la furgoneta. Luego, cierra la puerta. ¿Me has oído, enfermero? —dijo Skin con un extraordinario tono de mando—. ¡Enfermero!

—Lo has hecho…

—¡Joder, haz lo que te he dicho y vuelve con el vodkatini!

Dan se marchó eufórico, fascinado, impresionado por la repentina transformación de Skin en un hombre duro y decisivo. Deslizó la puerta lateral, se subió a la furgoneta y la metió marcha atrás en el almacén. Era como si Skin estuviera colocado. Aunque, claro, eso era justo lo que le había dicho que hacía antes de cada trabajo. Pero aquello parecía diferente. Un subidón mejor que el de las anfetaminas. Un subidón de verdad. Sí. Era eso. Estaba haciéndose el chulo. ¿Y para quién podría estar haciéndose el chulo? Desde luego, no para él. No para Dan, el enfermero. Estaba haciéndose el chulo delante de la chica. Hasta ese momento no se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad. Aparcó la furgoneta, cerró la puerta, sacó la caja con la jeringuilla y abrió las puertas de atrás del vehículo. De camino a la cámara frigorífica, cogió la alfombra enrollada y la arrastró hasta la habitación. Cuando miró a través del marco vacío y vio a Skin con la cabeza ladeada y admirando a Alyshia, que seguía en ropa interior, consideró que la situación había tomado otro cariz.

—Vamos a taparla —dijo Dan mientras se quitaba los guantes de látex, se los metía en el bolsillo y sacaba otro par.

—¿Con qué? —preguntó Skin mirando en derredor—. Drógala.

—Conozco vuestras voces —dijo ella—. Estabais en la casa… cuando el taxista me raptó.

—¡Calla! —rugió Skin.

—No me droguéis —suplicó—. Por favor, no me droguéis.

—No podemos arriesgarnos —le dijo Dan mientras le inyectaba el líquido por la cánula que ya tenía en el brazo. La chica cayó redonda en la cama.

La levantaron y la pusieron sobre la alfombra.

—No va a pasarle nada aquí dentro, ¿verdad? —dijo Skin—. No se va a asfixiar o algo así, ¿no?

—Desenrollaré la alfombra cuando la hayamos metido dentro y a ella la pondré en posición de recuperación para el viaje. No le pasará nada.

—Iré detrás con ella.

—Creía que el enfermero era yo.

—Sí, pero…

—Pero ¿qué? —le interrumpió Dan con una mirada severa.

—Vale, vale. ¿Qué vamos a llevarnos de aquí?

—Para empezar, todo lo que hay en el escritorio.

Skin cogió un par de cajas de plástico y descubrió que una de ellas estaba medio llena de teléfonos móviles baratos y tarjetas SIM. Tiró todo el equipo electrónico de la mesa encima de los móviles. Luego, abrió el cajón y lo vació también en la caja. En la otra caja, que contenía esposas, mordazas y máscaras, metió algunos archivos y la libreta que usaba Jordan.

—Registra los cadáveres —le dijo a Dan.

Dan se ocupó primero de Reecey, tirado en el suelo con un brazo a la espalda. Tenía los bolsillos vacíos. Nada. Ni una moneda. Luego registró a Jordan y encontró un teléfono móvil apagado, nada más.

—Mierda —dijo—, estos tipos…

—¿Qué?

—Que no llevan nada encima. Ni identificación, ni cartera… nada personal.

—Coge esa caja y luego volvemos a por la chica.

Cargaron las cajas, metieron a Alyshia en la parte de atrás de la furgoneta y Dan se quedó junto a ella para comprobar sus constantes vitales.

—Toma —le dijo Dan a Skin mientras le tendía un par de guantes de látex y el alcohol—. Limpia todo lo que hayas tocado. Puede ser muy importante.

Skin se puso los guantes de camino a la cámara frigorífica y echó una última ojeada alrededor. Se quedó un rato allí para hacerle creer a Dan que estaba limpiando, dio media vuelta, apagó las luces y cerró la puerta de la cámara.

—Qué rápido.

—Es que no he tocado muchas cosas en las que se pudieran quedar huellas.

—¿Así que vas a irte a Río con tu parte?

—¿Qué?

—Esta isla es muy pequeña y hay mucha gente en ella. No durarás mucho con la policía pisándote los talones. ¿Quieres que me encargue yo de limpiarlo?

—Bah, estoy jodido de todas formas.

—¿Y yo qué? Ahora estamos en el mismo barco.

Skin arrancó, sacó el vehículo fuera, volvió para cerrar la persiana y se agachó por debajo de ella mientras bajaba. Dejaron atrás el almacén, tomaron una ruta diferente por el túnel de Blackwall y subieron por la zona norte hacia Mile End, donde giraron hacia el oeste camino del estudio de Branch Place. Eran las cuatro y media de la madrugada cuando Skin aparcó la furgoneta con el culo contra las puertas dobles. Cogieron a la chica y la subieron al apartamento.

—Será mejor que te lleves de aquí la furgoneta —dijo Skin.

—¿Yo? ¿Qué pasa con mi paciente? No pienso dejarla sola hasta que esté consciente. Luego le haré un chequeo médico completo. Llévate tú la furgoneta… y no la dejes a la vuelta de la esquina. Nadie debe relacionar la furgoneta con que estamos aquí.

—¿Quieres que me pase un par de horas limpiándola?

—No es mala idea. Y deberías deshacerte de ella. No podemos volver a acercarnos siquiera a ella. En cuanto la encuentren, la tendrán vigilada.

—¿Qué es lo que te preocupa?

—El tiempo —respondió Dan—. A las nueve de la mañana, Pike ya sabrá que pasa algo malo. ¿La policía? Bueno, aún no sabemos qué es lo que tienen.

—¿La policía? —preguntó Skin, como si aquello acabase de hacerle bajar de la nube.

—Te recuerdo que ha habido unos cuantos asesinatos.

Amir Jat estaba preparado y listo para partir. La pequeña maleta con la que viajaba estaba en el asiento posterior del coche y el conductor, al volante. Jat se encontraba en la galería trasera, esperando a su último visitante. Le sorprendió descubrirse ansioso, un estado que era muy raro en él. Había sucedido algo que le había arrebatado el control de sus poderosas manos.

Era consciente de que, cuando dos animales machos eran vistos el uno en compañía del otro constantemente, no era porque, según la sensiblera manera de pensar occidental, se cayesen bien, sino todo lo contrario. Eran inseparables porque no querían quitarse el ojo de encima por si se presentaba la posibilidad de aparearse o de conseguir comida. El odio era el factor que los unía. Con el secuestro de la hija de D’Cruz, Jat se sentía expuesto, como si hubiera perdido de vista a su aborrecible amigo y eso fuera a derivar, de alguna forma, en una catástrofe.

Su siguiente invitado era su protegido, Mahmood Aziz. Venía dando un paseo por el caminito del jardín, como si en la vida no hubiera nada más importante que anotar un par de carreras en un partido de críquet. Pero Jat sabía que había sido el cerebro de un par de campañas de atentados bomba desde la vuelta de Benazir Bhutto a Pakistán y que incluso había reivindicado el asesinato de la mujer, cosa que no era imposible, puesto que hacía muchísimo tiempo que tenía contactos con al-Qaeda. Jat y él habían trabajado mano a mano desde que planearon los ataques a los convoyes de combustible de la OTAN como venganza por los ataques estadounidenses con drones.

Mahmood Aziz ni siquiera parecía pakistaní. Llevaba el pelo corto, iba bien afeitado y su rostro tenía facciones occidentales. Nunca sospecharías siquiera que tenía ideas islámicas radicales. Pero lo que más le gustaba de aquel hombre de treinta y siete años era que había pasado los primeros doce años de su vida en Upton Park. No solo hablaba inglés, sino que lo hacía con acento londinense. Esperaba que Aziz tuviera contactos de lo más útiles para él.

Antes de decir nada, Jat le tendió a Aziz un sobre con diez mil dólares. No dijo para qué. Era, sencillamente, una manera clara de decirle que apoyaba lo que fuera que Aziz tuviera en mente. El hombre recibió el regalo con ambas manos.

As-Salaam Alaikum —dijo Jat.

Wa-alaikum As-salam —respondió Aziz.

Mantuvieron una conversación de varios minutos acerca de la salud de familiares y amigos. La conducta de Jat era muy diferente con aquel hombre. Lo respetaba profundamente. Por fin, se sentaron. Había té preparado y Jat sirvió a Aziz.

—¿Estás al corriente de las operaciones que se están llevando a cabo en Londres? —preguntó Jat.

—Mi gente no está con nada —respondió Aziz—. Los Juegos Olímpicos son un objetivo demasiado evidente. La seguridad se ha puesto imposible. El MI5 ha incrementado su reclutamiento desde el 7 de julio y el nivel de vigilancia es muy alto en todas nuestras comunidades. Solo hemos conseguido desenmascarar a los tres agentes dobles que nos traicionaron con lo de los planes para los ataques coordinados de 2010 en Londres, París y Berlín. No queremos que el MI5, la DGSE y el BND sepan más de nuestra estructura interna. Nuestra política sigue siendo la misma: buscar objetivos fáciles y atacar siempre con el factor sorpresa. Me sorprendería que algún otro grupo se hubiera embarcado en una operación en un momento como este.

—La operación que ha llegado hasta mis oídos no es un ataque directo contra un objetivo activo, sino una actuación auxiliar, una táctica de distracción, una estrategia de presión.

—¿Podrías ser más concreto? Es decir, tenemos en marcha varios proyectos de investigación, de búsqueda de objetivos para el futuro…

—No, no, esto es algo completamente diferente —dijo Jat—. Un secuestro.

—¿Para obtener un rescate?

—Podría ser.

—¿O para obtener información? —conjeturó Aziz—. ¿Para poner al gobierno en una posición embarazosa? ¿Para presionarle para que sucumba a las exigencias? Pero en Londres… nunca se había hecho nada así, que yo sepa. No es tan fácil retener a alguien allí, con tanta gente y con todos los informantes de la policía, además del MI5.

—Entonces, ¿crees que no es probable que sea alguno de tus grupos el que está metido en esa operación?

—Tendría que confirmarlo, pero, en efecto, creo que no es probable.

—¿Conoces algún grupo en Londres que pudiera llevar a cabo algo así?

—¿De qué tipo de figura estamos hablando? ¿Un político, un hombre de negocios…?

—No es tanto la persona en sí, que no es nadie importante. Es más la situación. La cuestión sería descubrir dónde se encuentra el rehén y arrebatárselo a ese otro grupo.