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122:30, LUNES, 12 DE MARZO DE 2012

Londres.

—¿Qué ha sacado en claro? —preguntó Boxer.

Conferencia entre el superintendente Peter Makepeace y Martin Fox, en la sala de operaciones de Pavis, y Charles Boxer en la casa de Aubrey Walk. Hablaban del DVD con la ejecución falsa que Fox le había enseñado al psicólogo del MI5 que Pavis empleaba para valorar a nuevos reclutas.

—Está hecho por profesionales, no por principiantes —respondió Fox—. Una táctica demoledora para aturdir al secuestrado y prepararlo para más interrogatorios intrusivos, o a la familia para una petición económica muy alta. Cree que el que dispara tiene entrenamiento militar por la manera en la que se maneja y en la que sujeta el arma, una Sig Sauer P220. No tiene claro cuál es su naturaleza, si criminal o terrorista. Eso solo lo sabremos con seguridad cuando nos digan qué quieren. Si son terroristas, existe la posibilidad de que no estén hablando de exigencias porque no quieren que la División Antiterrorista se ponga en marcha; lo cual, sin lugar a dudas, subiría la temperatura.

—¿Y qué piensan ustedes dos?

—En mi opinión, son criminales, pero con un entrenamiento muy bueno y con misiones de tipo militar, que han hecho una investigación excelente tanto psicológica como de datos con la intención de exprimir al máximo a un hombre muy rico —respondió Fox—. No parece que tengan prisa, pero han aumentado el grado de violencia con la demostración extrema del DVD. Creo que las provocaciones van a cesar y que acabarán por exigir una enorme cantidad de dinero.

—¿Habéis hecho que alguien investigue al repartidor de pizzas?

—George Papadopoulos se está ocupando de ello —respondió Makepeace.

—Y usted, ¿qué piensa de los secuestradores?

—Mi mayor preocupación, cuando quedan poco más de cien días para la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos, es que haya un ataque terrorista —comentó Makepeace—. Mi análisis va más bien por ahí. Todavía no ha habido nada que sugiera con claridad que tienen intenciones terroristas, pero me preocupa un nivel tan alto de entrenamiento. Aunque bien es cierto que, si pretendes conseguir una enorme suma de dinero, este es el nivel de inversión y profesionalidad que necesitas. No me gusta nada esa insistencia en que esto no tiene nada que ver con el dinero. Y estoy tan preocupado como el señor D’Cruz por eso de la «demostración de sinceridad», pues tampoco entiendo a qué se refieren. Me inquieta que, a pesar de que hayan dicho que solo quieren hablar con Isabel Marks, lo confundan todo empezando a mantener conversaciones directas con Frank D’Cruz, que es su verdadero objetivo. Tras conseguir dejar bien clara la intención emocional mediante su exesposa, van a ponerse con lo que de verdad les importa y van a excluirnos. Si son terroristas, sabrán de su presencia como especialista en secuestros, señor Boxer, y es probable que supongan que estamos metidos y que no quieran desencadenar una gran operación antiterrorista. ¿Qué ha dicho el señor D’Cruz al respecto?

Boxer pensó que aquel era el punto en el que empezaba a mentir para Frank… o no.

—Hemos mantenido una conversación teórica sobre la posibilidad de que los secuestradores sean terroristas.

—¿Así que él sospecha que lo son? —preguntó Makepeace.

—Él es consciente de que en el pasado estuvo involucrado con gente que ha acabado teniendo lazos con terroristas —aclaró Boxer. Les hizo un pequeño resumen de los negocios de contrabando que había tenido D’Cruz—. También es consciente de que, dada su fortuna y todos los contactos que tiene, podría estar en posición de ayudarles, cosa que él mismo ha subrayado que no hace.

—Todo eso podría darle sentido a lo de la «demostración de sinceridad» —dijo Makepeace—. ¿Tiene alguna teoría?

—La impresión que me ha dado es que están presionándolo para que coopere. Lo que desconozco es la naturaleza de dicha cooperación. A mi entender, si el secuestro tiene tintes terroristas, se trata de algo que se está desarrollando todavía, no el siguiente paso de un ataque inminente.

—No me gusta —dijo Makepeace.

—Que no le gusta el qué —preguntó Fox—. Creía que seguíamos teorizando.

—Teorías basadas en fundamentos, como la involucración de D’Cruz con gente que tiene conexiones con terroristas.

—He trabajado en Pakistán —comentó Boxer—. En ese país, todo es ambiguo. El gobierno, los negocios, la política, la religión y el terrorismo se mezclan de maneras sorprendentes. Puede que uno considere que, sencillamente, está haciendo tratos con un oficial retirado del ejército, pero que, de hecho, el hombre tenga contactos con tribus que le exigen una atención que nosotros calificaríamos de criminal. Nada de eso sale en su tarjeta de presentación. Tiene que descubrirlo uno mismo.

—Si es que de verdad te interesa —apuntó Makepeace, sin paños calientes.

—Así es —dijo Boxer—. Y dirigir una empresa de acero durante una crisis económica puede volverte más reacio a investigar a tus colaboradores. La mayoría de los hombres de negocios buscan maneras de vender, no razones para no hacerlo.

—¿Trabaja con un confortable nivel de ignorancia o es un nivel en el que le viene muy bien mirar para otro lado? —preguntó Makepeace.

—Eso no lo sé.

—La pregunta es: ¿cómo tratamos este asunto? —dijo Fox—. ¿Como algo criminal o como algo terrorista?

—D’Cruz quiere que sigamos teniendo una aproximación abierta mientras reúne más información —dijo Boxer—. Soltar a la Antiterrorista podría asustar a los secuestradores y que eso conllevase la muerte de su hija. Todavía no hemos sufrido una verdadera amenaza terrorista.

—¿Qué opina, superintendente?

—No creo que debamos poner sobre aviso aún a los de la Antiterrorista. Pero deberíamos pasarle esta información al MI5. Nos han dicho que tienen un informe acerca de Frank D’Cruz. A ver qué sacan.

—¿Martin?

—Eso no pone en peligro la integridad de la chica y puede servir para aumentar lo que sabemos tanto de los buenos como de los malos.

—¿Quiénes son los buenos? —preguntó Boxer.

Se rieron, pero inmediatamente se hizo el silencio.

Mercy pensaba en Isabel. Le gustaba, pero también le daba miedo. Por primera vez en veinte años, había conocido a una mujer que había conseguido arrebatarle a Charlie. Nunca le había dado miedo ninguna de las otras. Ni siquiera las que parecían supermodelos con piernas interminables.

Charlie era la única persona que había conseguido que se sintiera protegida. Y ahora iba a prestarle su atención a otra. La inseguridad la recorría en forma de temblor, como las oleadas frías de un ataque vírico, y se vio a punto de perderlo todo. Su hija la odiaba y el único hombre al que había amado —y al que, en efecto, amaba todavía— se había enamorado de una mujer mejor que ella.

Y eso era lo peor, que Isabel era todo lo que ella no era. ¿O era la capacidad que tenía Isabel para demostrar todo eso que ella jamás podría demostrar?

Se veía como una persona solitaria, lo que le producía la necesidad imperiosa de arreglar su relación con su hija. No llamó a Esme para ver si iba todo bien y casi eran las once de la noche cuando aparcó frente al antiguo hospital de tísicos de Mount Vernon. Llamó al timbre y se colocó frente a la videocámara.

—Por Dios, Mercy, ¿eres tú? —dijo Esme por el interfono.

—Tengo que ver a Amy.

—¿Estás bien?

—Esme, por favor, ¿me dejas entrar?

La abuela abrió la puerta. Mercy subió al primer piso. Esme estaba esperándola en la puerta, fumando.

—¿Qué sucede, Mercy?

—Quiero ver a mi hija, nada más.

—Es tarde.

—He tenido mucho trabajo y seguro que ella todavía no se ha acostado.

—No sé si es muy buena idea. Todavía está cabreada contigo.

—Me importa una mierda. Quiero verla.

—Sé que estás molesta, Mercy, pero ¿de verdad crees que es el mejor momento?

—Es que hoy he visto algo terrible en el trabajo y no quiero… no quiero… Tengo que verla.

—De acuerdo, vale. Pasa. Tómate una taza de café.

Esme la llevó a la cocina e hizo que se sentase. Mercy estiraba el cuello para ver la habitación en la que acostumbraba a dormir Amy. Esme le sirvió un café. Mercy tenía las manos cerradas con fuerza. Se inclinó hacia delante y apoyó la frente en los puños mientras su cuerpo se desgarraba y se estremecía por los sollozos. Se incorporó. Las lágrimas le surcaban el rostro.

—Lo siento —dijo—. Se me está yendo de las manos.

Esme estaba paralizada. Nunca había visto a Mercy en aquel estado.

Mercy se levantó de improviso, se enjugó las lágrimas y cruzó la sala de estar hasta el dormitorio de Amy. La chica estaba sentada en la cama, en pijama, escuchando música en un MP3. Levantó la mirada, se arrancó los auriculares y observó a su madre con tal desdén que Mercy no se atrevió a dar un paso más.

—¿¡Qué quieres!? —le espetó.

Y Mercy no lo sabía. No sabía lo que quería. Solo sabía que quería que las cosas fueran bien.

Pero no sabía cómo conseguirlo.

—Yo solo… —¿¡Qué!?

—Yo solo quería decirte que te quiero mucho.

—Pues ya lo has dicho —se mofó Amy.

Mercy dio media vuelta, salió de la habitación, dejó atrás a Esme, que seguía fumando, y se marchó del apartamento.

—¿Seguro que no eres mariquita? —le preguntó Skin, de pie en mitad de la habitación, con las persianas bajadas, los pulgares en los bolsillos y una lata de Stella en la mano.

—¿Porque estoy pasando la aspiradora? —se sorprendió Dan mientras empujaba un pie de Skin para que lo levantara, y luego el otro.

—Lo de la aspiradora y lo de esas comidas preparadas que has comprado, lo de las sábanas limpias, la alfombra nueva, las preciosas cortinas, que te hayas tirado media hora limpiando el cagadero y poniéndole una taza nueva. Los otros cabrones la tienen atada a la cama en ropa interior, sobre un colchón, apenas le dan de comer y la obligan a mear en un cubo. En cambio, nosotros somos como el Colville Estate Hilton, con servicio de habitaciones y todo.

—Somos como el Hyatt, no me jodas. Como el puto Grand Hyatt.

Skin se rio resollando mientras le daba un trago a la Stella.

—Esto reduce mi margen de beneficios —soltó.

—Para empezar, ha salido del dinero que no le dimos al taxista. Segundo, nosotros también vamos a vivir aquí… y deberían importarte una mierda doscientas libras cuando dentro de poco vas a tener un millón sobre el que sentarte.

—Ya, pero todavía no lo tengo. Y como esto salga mal, encima vamos a palmar pasta con todo eso del alquiler, los linguini de marisco para diez personas, las putas persianas, el trono nuevo y la aspiradora.

—Si esto sale mal, descubriremos si es verdad que existe Dios —respondió Dan—. En cualquier caso, puedes quedarte la aspiradora cuando esto acabe. Pase lo que pase. En serio.

—No sé cómo funciona —dijo Skin, malhumorado.

—Si te pones esta parte en la polla, es la hostia.

—Nunca he estado tan desesperado.

—Ya, es verdad. Tienes que quitarte de encima a las tías con un tridente.

—¡Y tú qué sabes!

—No creo que la cabeza rapada y ese tatuaje sean de gran ayuda. ¿A qué viene tu declaración de principios en el mundo de la moda capilar?

—En el cole me llamaban Gabriel.

—¿Gabriel?

—Como el ángel —aclaró Skin—. Tenía el pelo rubio y rizado.

—Qué mono. ¿Y también participabas en la representación de Navidad?

—Que te jodan, enfermero —dijo Skin con los ojos en blanco.

—¿Y el tatuaje?

—Empezaron a llamarme Carita de Bebé.

—Y no podías soportarlo, ¿verdad?

—El tatuaje hacía que esos cabrones se callaran —explicó Skin—. Y acuchillé a un profesor en la pierna.

—¿Qué hora es? —preguntó Dan mientras pensaba que ya estaba bien de batallitas.

—Acaban de dar las doce y cuarto.

—Tenemos que estar allí a la una.

—¿Todo listo? ¿Te vas a echar atrás? Hablabas de dudas, como si fueras tú quien las tuviera.

—No quería traerla aquí y que no tuviéramos ni una cama a la que atarla. Quedaríamos como principiantes la primera noche.

—¿Ya tienes preparado el zumo noqueante?

Dan sacó la jeringuilla de la caja y le dio unos golpecitos para agitar el contenido.

—¿Y las armas?

Sacaron las pistolas, echaron hacia atrás el cargador, se enseñaron el uno al otro que estaban cargadas y se dirigieron a la furgoneta.

—¿Te has acordado de meter la alfombra detrás junto con algunos cojines? —preguntó Skin.

—¿Quién es ahora el que está mirando por el bienestar de la chica?

—Es que cuando esté en nuestras manos valdrá dinero. No quiero que vaya dándose golpes de un lado a otro como un mueble viejo.

Dan abrió la puerta y le enseñó que allí estaban. Se sentaron delante y se miraron el uno al otro.

—¿Qué podría salir mal? —preguntó Dan.

Skin levantó la cabeza y puso cara de estar haciendo grandes cálculos.

—Bueno —dijo Dan mientras encendía el motor—, tampoco hay por qué estudiarlo en profundidad.

—Joder, cómo me alegro. —Puso los pies en el salpicadero y sacó los cigarrillos.

Se dirigieron al sur por el túnel de Rotherhithe y giraron al este siguiendo el meandro del Támesis. Llegaron a Deptford, junto a unos edificios abandonados que rodeaban Convoy’s Wharf.

—Repasémoslo una vez más —dijo Dan—. Asegurémonos de que sabemos qué hay que hacer.

—Nos comportamos de manera normal. Charlamos y nos echamos unas risas con el turno anterior. Saludamos a Jordan y a su colega. Ocupamos nuestra posición. Yo dentro. Tú fuera. Todo igual que lo hemos hecho siempre. La única diferencia es que no voy a cerrar la puerta interior de la cámara frigorífica.

»No hago nada la primera media hora para que tú te relajes. No empezaremos hasta la una y media. No hagas nada hasta que me oigas a mí. Entonces, entras con la alfombra enrollada. Nos ponemos la capucha. Entramos en la habitación y sedas a la chica. La enrollamos en la alfombra. Nos llevamos todo lo que podamos de lo que tiene montado Jordan. Sales y metes la furgoneta en el almacén, como hiciste cuando la entregamos. La metemos detrás con el equipo que hayamos cogido. Yo conduzco. Tú cierras las puertas. Volvemos al Colville Estate Hyatt. Está chupado.

—¿Sabes algo de Jordan y de su colega? —preguntó Dan.

—¿Como qué?

—Como quiénes coño son, qué coño hacen con la chica, a qué vino lo de fingir la ejecución…

—Ahí se pasaron. Ese irlandés de mierda… Estaba claro que se lo estaba pasando en grande. Es mejor no estar a malas con él… Bueno, es mejor no estar con él.

—¿Y si es el irlandés el que cubre hoy a Jordan?

—Pues pasamos. No sería capaz de hacerlo. Se queda ahí sentado, acunando la pistola como si fuera un recién nacido. Con Reecey no me importa. Piensa que soy memo, pero eso me viene bien.

—¿Has oído las cosas que le dice Jordan a la chica?

—Nada. Habla muy bajito al micrófono y lleva auriculares para escuchar las respuestas. La única vez que he oído algo es cuando me ha tocado entrar en la habitación porque quiere mear o por la locura de ayer. Y te aseguro que lo único que quiere Jordan es que se quiebre en pedazos.

—Eso debería hacer que te resultase más sencillo encargarte de ellos.

—¿Te he dicho que Reecey va armado?

—No.

—¿No? —dijo Skin—. ¿Por qué será?

—Cuéntame tus chorradas cuando hayas tenido que hacer un turno de fin de semana en las urgencias de un hospital de Londres.

—Sé que se te da bien lo de la sangre y las tripas, enfermero, pero esto es distinto. Sé que Reecey va armado porque me la ha enseñado, igual que se la ha enseñado a los de los demás turnos. Por si acaso se nos pasa alguna idea peregrina por la cabeza. Sí, exacto, veo que lo estás pillando. Esta situación no le inspira confianza. Está entrenado, y en muchas disciplinas.

—¿Por qué me cuentas esto justo antes de entrar?

—Para que sepas que no va a ser como ir a mear.

—¿Jordan también va armado?

—Creo que no, pero no estoy seguro.

—¿Tu hombro está bien? —preguntó Dan para cambiar de tema.

—Está bien. Además, es el izquierdo y no el del brazo con el que disparo.

Silencio. Dan ya solo veía problemas.

—No te preocupes, me llevo bien con Reecey —dijo Skin—. Me enseñó el láser de su pistola. Así, cuando te ves el punto rojo encima sabes que tienes que salir corriendo.

—Gracias por el consejo. Aunque no sé si me va a dar tiempo a comprobar si tengo o no tengo el punto rojo encima.

—Mira, enfermero, yo soy el que lucha en el frente, no tú. Intenta mantener la calma. Si aún no te he llamado a las dos y treinta y cinco, sal corriendo como alma que lleva el diablo.

—Con el punto rojo en la puta espalda.

—Al menos no la verás venir —soltó Skin entre risas. Luego tiró la colilla por la ventanilla.

Algo frío se instaló en el estómago de Dan.

—Háblame de tu padre —dijo la voz—. ¿Cómo se desarrolló tu relación con él en este nuevo mundo? Dejaste Inglaterra bajo una nube negra. ¿Qué pasó en Mumbai? Cuéntamelo desde el principio.

—Si hay algo de lo que me he dado cuenta durante las conversaciones con mi padre es que nunca habla del pasado. Ni del suyo ni del mío. En Inglaterra, los amigos de mis padres lo hacen a menudo y, ya sabes, con nostalgia y eso. Fue un detalle en el que me fijé en su momento. Eran, en comparación con los indios que conocí al llegar, complacientes. Es como si lo hubieran hecho todo ya y estuvieran encaminándose a una vida en la que cada vez hacían menos pero de la que cada vez obtenían más beneficio. Veían el futuro a través de sus hijos. En cambio, mi padre y la gente que le rodeaba siempre se movían hacia delante, miraban hacia el futuro, imaginaban ese nuevo mundo que estaban creando. Era emocionante. Liberador. No te encontrabas con indios que rememorasen el lugar donde nacieron. Siempre se hablaba del último centro comercial o de los nuevos cines. El pasado quedaba atrás y eso me venía bien.

—¿Admirabas a tu padre?

—Sí, le estaba agradecida por lo que había hecho por mí en Inglaterra y me impresionaba lo que estaba consiguiendo en India.

—¿Eras feliz?

—No tenía tiempo para pensar en eso. Me mudé a un apartamento. Mi padre decía que quería que fuera independiente desde el principio. Empecé a trabajar y diferentes expertos fueron enseñándome todos los aspectos del negocio.

—Pero no Deepak Mistry.

—No. Solo vi en qué trabajaba cuando se marchó.

—¿Y qué hacías cuando no trabajabas?

—Me invitaban a todas las fiestas. Tenía una vida social de locura entre la alta sociedad de Mumbai. No tuve tiempo para mí misma durante los primeros seis meses. Estaba todo programado. Mi padre quería abrir un paréntesis entre el tiempo que había pasado en Gran Bretaña y mi vida en India. Además, era la manera que tenía de atraerme a su esfera de influencia. Controlaba mi trabajo y la gente a la que conocía, pero siempre a distancia. Al principio no me di cuenta, pero no tardé en ver un patrón. Me ponía en contacto con familias con las que tenía poca o ninguna influencia, pero que consideraba importantes para la trayectoria de Konkan Hills Securities. Sharmila era su cómplice y, conforme fuimos haciéndonos más amigas, me preguntaba acerca de mis preferencias y lo que menos me gustaba… e informaba a mi padre.

—Tu actitud debía de resultarle de lo más frustrante.

—Le dije que no estaba interesada en tener una nueva relación. Se lo hice saber a través de Sharmila, a quien no creyó. Entonces se lo dije a la cara. Se lo tomó bien, pero solo porque no me creyó. Era cuestión de encontrar a la persona indicada.

—Y así fue, ¿no? —dijo la voz—. Solo que no era la persona que Frank esperaba.

—Antes de eso pasó algo. Algo terrible que hizo que necesitara a alguien. Alguien en quien pudiera confiar ciegamente. Como él me dio eso y mucho más, me enamoré perdidamente de él.

Dan aparcó la furgoneta donde siempre, delante del viejo BMW de los del turno anterior. Se bajaron y se acercaron a la puerta de la pequeña oficina lateral que tenía el edificio. Skin abrió con llave y cerró en cuanto entraron. Llamó a la puerta del almacén, miró a la cámara y esperó. Los del turno anterior abrieron la puerta.

—¿Todo bien? —preguntó Skin.

—Sí, sin problemas.

—Entonces, ¿todavía no han encontrado el túnel?

—¿Qué? —dijo uno de ellos, atontado por la falta de sueño y entretenimiento.

La gran evasión.

—Ah, vale. No, no creo que la chica haya tenido mucho tiempo para hacer túneles. Han estado todo el rato encima de ella. Nos vemos.

Les dieron los radioteléfonos. Skin se quedó con uno de ellos y fue a la cámara frigorífica. Dan dejó salir al turno anterior y esperó a que el BMW desapareciera de la vista para volver a entrar. Mientras cerraba la puerta principal, oyó voces débiles en el interior de la cámara. Ahora no se oía nada excepto el zumbido suave del aire acondicionado. Se puso unos guantes de látex, sacó una botella de alcohol etílico y, de acuerdo con su manera de ser obsesivo-compulsiva, metódicamente limpió cada uno de los picaportes y superficies que podía haber tocado.

El aire frío se le colaba como cuchilladas por el jersey cuando fue a la furgoneta a sacar la alfombra. La metió en el almacén y cerró la puerta. Disfrutaba de la actividad rutinaria. Se quedó junto a la puerta de la cámara frigorífica. Esperó. Consultó el reloj. Solo habían pasado dieciocho minutos y ya estaba preparado. Se puso a caminar por el helado y enorme almacén con la esperanza de que sus pasos, lentos y pesados, hicieran que los pensamientos negativos se desvanecieran. No fue así. Por cada imagen que se le presentaba en la cabeza en la que Skin y él estaban sentados sobre dos bolsas de deporte con un millón de libras cada una, veía otras diez completamente contrarias en las que, por ejemplo, Reecey buscaba pistas que delataran a un terrorista suicida en Bagdad.

El tiempo pasaba cada vez más despacio. Llegó un momento en que estaba convencido de que se había detenido. Tenía que escuchar su reloj para convencerse de que todavía avanzaba de la forma habitual.

—Mi padre tiene una casa cerca de la playa Juhu —dijo Alyshia—. Hace muchos años que la tiene, desde que trabajaba en Bollywood. A veces, si no me apetecía volver a la ciudad, me quedaba allí a pasar la noche. El complejo tenía estudios y el portero era un viejo amigo que me conocía desde pequeña y que no me negaba nada. Me dejaba entrar y yo me quedaba a dormir. Una vez, mi padre se enteró y me dijo que debía avisarle si pretendía pasar allí la noche. A veces tenía invitados que querían total privacidad.

—¿Qué quería decir con eso?

—Por aquel entonces yo ya no era tan inocente. Mi madre me había explicado que uno de los quehaceres de Sharmila era dirigir una agencia de acompañantes para aquellos que hacían negocios con mi padre. En la casa de la playa Juhu se hacían fiestas. Era consciente de ello. Sencillamente, cerraba la puerta, me iba a dormir y me marchaba por la mañana. No tenía intención de llamar a mi padre cada vez que me apeteciera quedarme allí. Pero no sabía qué otras cosas sucedían.

—¿Fiestas privadas especiales?

—A veces, mi padre ofrecía la casa para temas muy privados. Para una sola persona. Sin sirvientes. Solo el portero.

—¿Sabes para quién lo hacía?

—Había estado de aquí para allá con mi padre en viajes de negocios. Me había presentado a toda su red de contactos pakistaníes, gran parte de los cuales están en Karachi, aunque también hay gente en Hyderabad, Multan, Lahore e Islamabad. Todos ellos eran hombres y militares, bueno, militares retirados u oficiales del gobierno. La mayoría de ellos estaban dispuestos a aceptarme como alternativa a mi padre, pero me presentó a dos que jamás harían negocios conmigo, como él mismo ya me había avisado de antemano. Se trataba de musulmanes muy estrictos. Con ellos tenía que llevar la cabeza cubierta en todo momento. El contacto quedaba restringido a lo mínimo imprescindible. Se comportaban como si ni siquiera estuviera allí. Pero me alegraba de no tener que tratar con ellos, y con uno en particular.

—¿Con quién?

—Amir Jat. Era un oficial militar retirado, pero a mí me daba la impresión de que seguía muy en activo. Había algo… no sé… en la manera en la que observaba a las personas que me hacía pensar que había sido de Inteligencia. Nada más mirarle me dije: «Este es el típico hombre que podría ordenar que te matasen y no tendría el menor reparo». Seguro que a mi padre también le daba miedo o, si no él personalmente, al menos su poder. Amir Jat tenía una presencia tremenda, pero no era nada atractivo. Era una persona que no se detenía ante nada. Sería capaz de torturarte de la manera más horrible si lo necesitara para alcanzar su objetivo. Aquella fue la única vez que vi que el carisma de mi padre disminuía, aunque tampoco mucho.

—¿Y fue Amir Jat uno de los invitados a la casa de la playa Juhu una de las noches en que te quedaste a dormir?

—Fue la única vez que el portero insistió en no dejarme pasar. No solo eso, sino que me dijo que no me gustaría nada estar allí. Se lo imploré. No me apetecía lo más mínimo viajar hasta la ciudad. Prometí no hacer ruido y no encender ninguna luz. Como ya he dicho, el hombre no podía negarme nada, aunque quitó el fusible principal de la caja de luces por si acaso se me olvidaba lo de no encenderlas. Él no sabía quién era el invitado, no lo conocía por su nombre. Estaba tan intrigada que me quedé despierta para ver quién era.

»Fue horrible —dijo Alyshia con la cara entre las manos—. En realidad no vi nada realmente terrible, nada… gráfico. Pero lo que vi era la expresión del verdadero horror.

—¿Qué es lo que viste?

Skin estaba sentado en una repisa vacía, con las rodillas levantadas, mirando la nuca de Jordan, con ese pelo rojizo que iba remitiendo hasta desaparecer por completo en la coronilla. Tenía los hombros anchos y estaba encorvado sobre el escritorio, con los auriculares puestos. Skin se moría por un pitillo, pero Jordan les tenía prohibido fumar. Estaba esperando a que Reecey empezase con sus ejercicios de cada día, lo que, a su entender, le daría la ligera ventaja que necesitaba. El tiempo volaba camino de la una y media y, por lo visto, Reecey no tenía prisa alguna en acabar de leer un libro de tapas duras que había perdido las cubiertas. Tenía los pies en el suelo y el libro entre las manos.

—¿Qué estás leyendo? —le preguntó.

Reecey no respondió y agitó la cabeza, como si aquella lectura estuviera muy por encima del nivel intelectual de Skin.

Este se encogió de hombros, bajó de la repisa y se quitó la chaqueta. Empezó a hacer los ejercicios que le había visto practicar a Reecey: medias sentadillas, sentadillas y flexiones, pero no como las que hacía Reecey con un solo brazo, que, por lo visto, eran su especialidad.

—Eres un chiste —dijo Reecey.

—De algún modo tendré que empezar.

—Como sigas haciendo esas sentadillas… no podrás andar en una semana.

—Ya te entiendo. Te joden el músculo de la cara interior del muslo.

—Tienes que ejercitarlo. No se entrena para maratones corriendo maratones.

—Vale. Entonces, ¿qué debería hacer?

—Para empezar, calentar —respondió Reecey mientras dejaba el libro.

—Hago esto porque me aburro. Eso de calentar suena más aburrido todavía que quedarse sentado sin hacer una mierda. Así que vamos de golpe a por lo chungo.

—Si empiezas de golpe, mañana tendrán que levantarte de la cama con grúa.

—Venga, vamos.

Reecey le enseñó algunos ejercicios de estiramientos que eran todo un reto para alguien que no se llegaba a la punta de los pies desde que entrenaba para jugar al fútbol con catorce años.

—Siento como si los tendones de la corva se me fuesen a saltar y a enrollar alrededor del culo como una persiana —comentó Skin con la cara roja y los ojos latiéndole en las cuencas.

Reecey le enseñó cómo hacer el ejercicio de la forma adecuada. Skin realizó un circuito entero con quince repeticiones cada vez. Después de unas durísimas abdominales se quedó tumbado en el suelo con las piernas abiertas. El corazón le latía como al perro que sale corriendo tras una pelota.

—Esto es una décima parte de lo que hago a diario.

Skin rodó sobre sí mismo, se colocó a cuatro patas, gateó hasta la repisa, se puso la chaqueta y apoyó la cabeza en el puño.

—¿Cuánto fumas? —le preguntó Reecey.

—Un par de paquetes al día —respondió Skin sin levantar la mirada del suelo.

—Eres idiota.

—Me gusta dedicarme a lo que se me da bien.

—¿Fumar?

—Siempre he tenido mucho talento para ello.

—¿Sabes hacer anillos con el culo?

—Solo si me lo pides por favor. A ver cómo haces esas flexiones con un solo brazo. Quiero hacerlas en el pub.

—Pero si ya no podías ni con los dos brazos…

—Ya, pero no depende tanto de la fuerza, ¿no? Es más bien cuestión de técnica, ¿no?

Reecey se puso a cuatro patas, boca abajo, y extendió las piernas.

—Lo primero —dijo— es ponerse duro como una tabla. Eso lo consigues estirando los muslos, el culo y los abdominales. Levántate con los dos brazos y lleva la mano derecha…

Aquellas fueron sus últimas palabras. Skin lo tenía justo donde quería, a sus pies. Sacó la pistola de la chaqueta y le disparó en la nuca. Sin silenciador. Demasiado engorroso. La explosión resonó en cada rincón de la habitación.

—¿Y qué es lo que viste? —repitió Jordan.

—A eso de la medianoche —continuó Alyshia—, se abrieron las puertas y entró un coche. Me sonaba aquel coche…

El sonido del disparo casi hizo que a Jordan le explotara la cabeza. El hombre se quitó los auriculares, se levantó de la silla y se dio la vuelta. Trastabilló hacia el escritorio y entonces vio un cañón humeante y a Skin tras él.

—Las manos en la cabeza —dijo Skin.

Jordan observó el río de sangre que brotaba del cráneo de Reecey, roto en pedazos, y puso ambas manos sobre la coronilla.

—De rodillas.

Jordan se dejó caer con torpeza.

—¿Para quién trabajas? —le preguntó Skin.

—¿Por qué sabes que no lo hago por pura diversión?

—Haces llamadas después de cada sesión. Lo estás grabando todo. ¿Quién te paga?

—¿Quieres saber a quién tienes que tenerle miedo? —soltó Jordan con una sonrisa en la boca.

—No le tengo miedo a nadie.

—Ya verás cuando McManus descubra que has matado a su amigo.

—¿El irlandés cabrón?

—Puede que no te encuentre mañana —dijo Jordan mientras asentía—, pero lo hará.

Skin disparó al ventanal que había frente al escritorio, que se rompió en mil pedazos y cayó al suelo convertido en diamantes de cristal. Jordan se agachó por instinto. De pronto, Alyshia ya no estaba mirando su propio reflejo, sentada en el filo de la cama y con lo que tanto la había horrorizado en Mumbai pasándole por la mente. Ahora era el mundo real lo que tenía delante. Había un hombre de rodillas y, frente a él, otro con la cabeza rapada, tieso, con el brazo extendido y una pistola en la mano.

—A cuatro patas, como un perrito.

Jordan se echó hacia delante.

—Humíllate igual que la has humillado a ella.

Jordan pegó la nariz al suelo y caminó como un perro.

Skin le disparó en una pierna.

Jordan se cayó de morros y después de lado.

Skin miró a Alyshia y le gritó:

—¡Ponte el antifaz ahora mismo!

La chica lo buscó a tientas.

—¿Eres…? —empezó a preguntar.

—¡Calla! —rugió Skin—. Las manos a la cabeza. No te muevas hasta que te lo diga.

Skin fue hacia Jordan, que resoplaba con los ojos cerrados mientras se agarraba la pierna. Le pegó una patada. La cara de Jordan sudaba copiosamente. Skin le metió una segunda bala, esta vez en la cabeza. Alyshia se levantó de un salto, como si la propia cama la hubiera empujado.

—¡Siéntate! —gritó Skin.

—Reconozco tu voz. —No pudo evitar decirlo. El cerebro le burbujeaba por la conmoción y los pensamientos se sucedían sin pasar por ningún tamiz. —Creo… creo que has cometido una enorme estupidez.

—Pero nadie se ríe, ¿eh? —repuso Skin.