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16:00, LUNES, 12 DE MARZO DE 2012

Casa de Isabel Marks, Aubrey Walk, Londres W8.

—Si me dijera que existe la posibilidad de que a Alyshia estén reteniéndola extremistas musulmanes, tendría que informar a mi jefe, Martin Fox, que sería quien decidiría si debemos comunicárselo a la policía o no —dijo Boxer con la intención de presionar a un todavía conmocionado Frank D’Cruz para que, por lo menos, le revelara la dirección que seguían sus investigaciones—. Dado el número de asesinatos que ha habido hasta el momento, tengo la sensación de que hay muchas posibilidades de que la policía alerte a la División Antiterrorista.

—¿No se dan cuenta de que la comunidad terrorista de Gran Bretaña no tardaría mucho en enterarse?

—De acuerdo, Frank, analicemos la situación desde el punto de vista teórico. De esa manera, no tendrá que admitir que sabe nada. Si la tienen retenida unos terroristas, ¿cuál sería la motivación para hacerlo?

—Podría ser financiera. Sé que usted no lo cree así, que no se adapta a los modelos de secuestro que usted conoce, pero hay una gran diferencia en las técnicas de negociación si tu objetivo es conseguir doscientos mil dólares o, pongamos, cincuenta millones, que es el ejemplo que usaron en la primera conversación con Isabel.

—Seguro que ha oído la horrible expresión empresarial «pensar diferente a lo establecido», y es justo lo que quiero que haga —dijo Boxer—. Usted está centrado en lo financiero, pero debemos tener en cuenta todas las posibilidades. El comportamiento del secuestrador, con todas esas mofas y tanto psicoanálisis, me hace pensar que su verdadera intención es castigarle a usted. ¿Por qué querría hacer algo así una organización terrorista?

—Porque no solo no estoy prestándoles ayuda, sino que estoy obstaculizando su avance —aseguró D’Cruz.

—¿Significa eso que conoce en persona a esa gente?

D’Cruz se quedó en silencio. Las líneas de su frente fueron haciéndose cada vez más profundas. Era consciente de que tenía que revelar algo. La escalada de violencia del secuestro así lo requería.

—Mire, Charles —dijo con tono confesional y conspiratorio—, antes de ser hombre de negocios fui actor, y antes de eso, sí, emprendí una carrera peligrosa, allá por los años setenta y ochenta, con la que conseguí salir de la pobreza. Era lo que usted denominaría un gánster. Pero, por lo que a mí respectaba, no era sino un apelativo. Estaba beneficiándome de una situación estúpida, que es lo que hacen todos los contrabandistas. El gobierno indio controlaba la importación de oro. Como quizá sepa, los indios están obsesionados con las alhajas de oro. Es parte de nuestra cultura. Me dediqué a llevar oro a India desde Dubái en barcos de pesca y me ganaba muy bien la vida, además de conseguir hacer muchos contactos en las altas esferas, donde anhelaban comprar mi producto. Para poder trabajar necesitaba el apoyo de una banda, así que… me convertí en gánster. Si hubiera intentado hacerlo por mi cuenta, me habrían matado.

—¿Y los miembros de su antigua banda tienen conexiones con el terrorismo?

—Incluso usted, desde fuera, sabe que los terroristas tienen conexiones en todos los ámbitos: en los negocios, en la política, entre los criminales, los religiosos, los científicos… —respondió Frank D’Cruz—. Me encuentro en una posición única porque he sido criminal y ahora soy un hombre de negocios con muchas conexiones políticas. No estoy metido en discusiones religiosas, tengo amigos en todos los campos e incluso tengo un pie en el mundo científico desde que me pidieron que ejerciera de asesor en los proyectos de los reactores nucleares indo-rusos. Podría decirse de mí que estoy de lo más «conectado».

—¿De qué modo ha sido usted de poca ayuda u obstaculizador?

—Muevo una cantidad enorme de dinero y bienes por todo el mundo. Tengo todos los recursos necesarios para blanquear grandes cantidades de dinero y distribuir equipamiento, por así llamarlo, por todo el mundo. Podría hacerlo para la gente con la que estaba conectada en los bajos fondos… pero no lo hago. Me niego a hacerlo.

»Tengo conexiones políticas lo suficientemente importantes como para recibir buenas informaciones en materias de Estado. Esos reactores nucleares que he mencionado, por ejemplo, son vitales si India pretende mantener su nivel de crecimiento para sacar a millones de personas de la pobreza. Hay gente a la que le gustaría saber cómo estropear dicho proyecto y hacer que mi país volviera a la época oscura. Pues no he abierto la boca.

»Tampoco me afectan las presiones religiosas porque soy católico y además no practicante. Así que, como ve, hay muchas maneras en las que podría servirles de ayuda, pero no lo hago. Ahora bien, en los últimos tiempos me he visto caminando por una cuerda floja en ciertos momentos porque he aceptado favores de algunas personas, básicamente para asegurarme de que mi empresa de acero no se iba al garete. Esas personas esperan que les devuelvas los favores. Si no lo haces, no solo consideran que no estás ayudándolas, sino que estiman que estás entorpeciendo su avance.

—¿Y secuestrar a Alyshia es la única manera en la que pueden ejercer presión sobre usted y mostrar su desaprobación?

—Es lo menos flagrante y lo más personal —respondió Frank D’Cruz—. Si se trata de quien yo creo, diría que las cosas van a ponerse peor. Me están dando una bofetada para llamarme al orden, y quienes me la dan pertenecen a una cultura en la que las bofetadas hacen sangrar.

—Tengo la impresión de que está usted un noventa y nueve por ciento seguro de quién es esa gente.

—Estoy esperando que me lo confirmen, pero eso es parte del juego. Me están llevando al borde del precipicio. Siempre se les ha dado bien eso. Esta charada del psicoanálisis de Alyshia y lo de pincharme poniéndole ese vestido y ese collar en concreto no es algo que me sorprenda. Saben muy bien lo que afecta a cada uno. Lo único que me tiene confundido es que no me hayan pedido que haga nada concreto por ellos. Me están presionando, pero no sé para qué. No tengo ni idea de a qué se refieren con eso de la «demostración de sinceridad», pero debo descubrirlo.

Eran las seis en punto. D’Cruz se había marchado, lo cual, dadas las circunstancias, era lo mejor. Boxer sabía que, a esas horas, Amy ya estaría en Hampstead, en casa de su madre. Todavía no contestaba a sus llamadas ni respondía a los mensajes. Después del discurso de despedida y la ejecución fingida de Alyshia, sentía la imperiosa necesidad de volver a conectar con ella. Se preguntaba qué habría dicho su hija si hubiera estado en el lugar de Alyshia. Subió al piso de arriba e hizo una llamada mientras miraba la plaza vacía por la ventana.

—Hola, Esme.

—Charles.

—¿Está Amy?

—Sí.

—¿Puedo hablar con ella?

—Espera.

Aguardó un minuto.

—No quiere hablar contigo.

—Lo sé, pero yo sí que quiero hablar con ella.

Silencio.

—No quiere coger el teléfono.

—Esme, oblígala. Oblígala.

Colgaron el teléfono. Volvió a llamar.

—¿Qué ha pasado?

—Ha colgado.

—Esme, ¿qué ocurre?

—Aún no lo sé. No he tenido oportunidad de hablar con ella.

—Dile que solo quiero que me escuche. No tiene que decir nada. Son solo dos palabras.

Aguardó.

—Aquí está. Dice que solo va a escuchar.

—Te quiero —dijo Boxer.

Otra vez colgaron el teléfono.

No volvió a llamar.

Un coche aparcó en Aubrey Walk. Mercy salió de él y se acercó a la puerta de entrada, justo debajo de su ventana. «Más problemas», pensó, y bajó para abrirle la puerta.

—¿Dónde está Isabel? —preguntó Mercy.

—Nadando. Hay una piscina en el sótano. —¿Cómo es que no estás con ella?

—Estaba intentando hablar con Amy —dijo para que no subiera el tono de la conversación.

—¿Ha habido suerte?

—Yo he hablado y ella me ha colgado.

Mercy negó con la cabeza. Él le dijo que tenía algo de los secuestradores que debería ver y la llevó a la sala de estar. Mercy le informó de los asesinatos de Grange Road. Boxer puso el DVD. Mercy observó, casi sin respirar. Llegó el disparo. Ahogó un grito y dejó caer la cabeza entre las manos. Boxer la animó y siguieron viendo el vídeo hasta el final.

—Dios mío, ¿cómo se lo ha tomado ella?

—Mal al principio, como imaginarás, pero el enfado ha hecho que se rehaga. Está enfadadísima con Frank D’Cruz.

—Así que también es dura.

Isabel abrió la puerta. Llevaba un albornoz blanco y estaba secándose el pelo con una toalla. Sonrió. Se alegraba de ver a Mercy, que cruzó la estancia y, sin mediar palabra, la abrazó. Mercy sintió toda la fuerza y la vulnerabilidad de Isabel latiendo bajo sus dedos y supo con toda certeza que había perdido a Charlie a manos de esa mujer.

Armado con una fotografía de Deepak Mistry, Roger Clayton estaba sentado en la cafetería Leopold’s, en el centro de Mumbai, y tenía delante una cerveza Kingfisher Premium que no debería haber pedido. Eran las diez y media de la noche y estaba esperando a que lo llevasen ante su contacto en la banda de Chhota Tambe, la parte hindú escindida de la infame Compañía D. Estaba nervioso, razón por la que había pedido la cerveza, y no debería haberlo hecho porque notaba que el pav bhaji se había convertido, para su desgracia, en un exceso de ácido en el estómago.

Pero tenía otras cosas en la cabeza. La situación en Londres se había vuelto más complicada. Simon Deacon le había llamado de nuevo para pedirle que se pusiera al día con el informe de la policía sobre el asalto que había sufrido Frank D’Cruz en su fábrica de prototipos eléctricos. Deacon también le había dado más detalles sobre el secuestro y el informe del criminólogo acerca del secuestrador, y le había contado que este había llevado a cabo la simulación de la ejecución de la hija de D’Cruz. Al final, Deacon le había contado que había hablado con la CIA sobre el protegido de Amir Jat, Mahmood Aziz. La preocupación principal de estos era su ambición, ya que, tras más de veinte años en Afganistán, Pakistán e India, ahora tenía objetivos occidentales en mente.

Había agentes en Pakistán investigando la red de personas que rodeaban al teniente general Abdel Iqbal y su conexión con Amir Jat y sus amigos. Habían presionado al Departamento de Investigación y Análisis indio para que les ayudara a encontrar qué conexiones podía tener D’Cruz con otros oficiales del ISI que simpatizasen con los terroristas. Iban a la caza de información en Dubái. Clayton no podía dejar de pensar que gran parte de toda aquella actividad la había puesto en marcha su brillante fuente: el imbécil de Gagan y sus sublimes tartaletas de pescado.

Un taxista llegó a la cafetería, le hizo una señal y le salvó de tener que acabarse la cerveza. Lo llevó a la estación de bomberos de Bandra y le señaló un motocarro de color negro y amarillo. Por primera vez en su vida se alegraba de ir en una de aquellas máquinas infernales, cuyo tubo de escape hacía un ruido nocivo y soltaba un humo un poco más tóxico que el del suyo propio. No tardó en dejar de preguntarse adónde iban y se abandonó a la oscuridad envolvente del toldo, desde donde podía observar en secreto las estridentes luces de la ciudad, que le grababan puntos de luz en la parte trasera de la retina.

Media hora después, el motocarro se detuvo en una callejuela más sucia y sórdida de lo habitual y el conductor le señaló una puerta verde con una luz roja al lado. Le hizo una señal para que llamara primero con la mano. Clayton se secó el sudor de la frente, posó el pie sobre la negra e invisible mugre —que hizo que resbalase un poco— y se bajó torpemente del motocarro. Se torció la rodilla. Se agarró como pudo al toldo del motocarro con una mueca de agonía. El conductor arrancó y Clayton se salvó por los pelos de caer de bruces al barro que había provocado que se le reabriera la vieja herida de croquet. Cuando el ruido del motocarro fue apagándose, oyó un sonido animal parecido al mugido de un búfalo de agua, junto con sus pisadas impacientes.

«Esto es una puta broma, ¿no?», pensó mientras se acercaba cojeando a la puerta verde.

Al llamar con el puño, parte de la pintura se descascarilló y quedó adherida a su mano. La luz roja que había al lado parpadeó. La puerta se abrió y dejó a la vista un pasillo vacío. Una chica vestida con un sari de color verde lima salió de detrás de una cortina de muselina y le hizo un gesto para que avanzara. A Clayton le dio la impresión de que se sumergía en un sueño.

La puerta crujió al cerrarse tras de sí. Le pusieron una capucha de arpillera que olía a rayos y la apretaron a la altura del cuello para asfixiarle. Le golpearon en la parte trasera de las rodillas y cayó como un peso muerto en el liso suelo de cemento, al tiempo que gruñía de dolor. Le sujetaron los brazos a la espalda y se los ataron a la altura de los codos con una banda de tela gruesa mientras le rodeaban las muñecas con un cable de plástico.

Dos hombres lo levantaron con brusquedad y el esfuerzo hizo que se tirase un pedo monstruoso, seguido de un silencio sepulcral y unas risitas descontroladas. Dijeron algo en un idioma que no entendía, y que no era urdu, y se rieron de nuevo. Lo arrastraron por el pasillo, dejaron atrás la cortina y llegaron a un patio donde había mujeres conversando y olía a comida frita.

Lo condujeron por otro pasillo, golpeándolo contra las paredes, salieron a la calle y lo metieron en un coche. El vehículo era pequeño, por lo que cada uno de los hombres se sentó con parte del culo encima de su muslo. A través de la capucha le llegaba el olor de ambos: jabón, sudor, especias y algo agrio en la boca, como paan. Otro pedo, esta vez grave y largo como un gruñido inaudible, propiciado por el miedo, que multiplicaba los sufrimientos de su estómago. Los dos captores soltaron protestas exageradas. Clayton estaba consternado por el hecho de que la primera cosa remotamente emocionante que le pasaba en los dos años que llevaba en Mumbai estaba convirtiéndose en una farsa.

Quince minutos después, lo sacaron a rastras del coche y, caminando a la vez, aceleraron el paso hasta la entrada de otro edificio, subieron unas escaleras irregulares y cruzaron más puertas. Un pasillo largo. Lo entregaron a alguien que hablaba el mismo e incomprensible idioma. Un hombretón lo agarró muy fuerte y lo guio hasta una habitación. Le soltaron las ataduras y lo obligaron a sentarse en un sofá pequeño. Le quitaron la capucha con florituras, como si fuera el plato principal de un restaurante con un menú por encima de sus posibilidades.

Frente a él, en una silla de madera, había un hombre. Llevaba un kurta blanco sobre los tejanos y unos zapatos con puntera. Clayton pensó que no le gustaría que le dieran una patada con ellos. En el suelo, por toda la estancia, había una mezcla de sillas bajas y bancos ocupados por hombres jóvenes. Le miraban sin expresión alguna, ya fuera porque estaban drogados o porque estaban hastiados de pensar en cometer más asesinatos. El calor de la sala era sofocante, pero no parecía importarle a nadie. El sudor le caía por el pecho hasta el estómago y por los lados.

—¿Quién es usted? —preguntó Clayton.

—Soy Yash —respondió el hombre de los zapatos puntiagudos.

—¿Dónde está mi amigo?

—Yo soy el jefe de tu amigo. Me dijo que estás buscando a una persona.

—Intento dar con un hombre llamado Deepak Mistry.

—¿Por qué?

—Aunque parezca curioso, no estoy del todo seguro. Es una de las piezas que faltan para completar un rompecabezas. Tengo la esperanza de que él sea lo que necesito para acabar el cuadro y, así, hacer que todo se vea más claro.

—¿Qué es lo que tienes que ver más claro?

—Bueno, puede parecer extraño, pero de eso tampoco estoy seguro. Creo que su desaparición tiene que ver con Frank D’Cruz y posiblemente con… —dijo Clayton haciendo una gran suposición—, con su hija Alyshia.

—¿A quién representas? —inquirió Yash.

Clayton había pensado en ello. No debía utilizar a la ligera la baza del MI6 del gobierno de Su Majestad entre un montón de goondas, pero necesitaba una coartada que no pudieran comprobar con facilidad.

—Al abogado de la madre de Alyshia, en Londres. Tengo la sensación de que el hombre no me ofreció un cuadro muy completo de la situación por buenas razones. Me ha pedido que localice al señor Mistry y que le haga algunas preguntas.

A continuación, tuvo lugar una conversación prolongada entre Yash y uno de los jóvenes que estaba sentado a su lado en una silla baja, una conversación de la que Clayton no entendió nada porque la mantuvieron en lo que le pareció bambaiya, una extraña mezcla de hindi, maratí, inglés pronunciado de manera peculiar y argot.

—¿Por qué iba a querer un abogado de Londres saber dónde está un exempleado de Frank D’Cruz en Mumbai?

—Me da la impresión, Yash —dijo Clayton mirando al hombre directamente a los ojos—, que sabe usted dónde está Deepak Mistry y que está protegiéndolo. ¿Por qué no me permite hablar con él?

—Solo si me dices de qué vais a hablar.

—Tiene que ver con Alyshia y eso es lo único que puedo decir.

Tuvo lugar otra conversación entre ambos hombres. Yash no le quitaba la vista de encima a Clayton. Era evidente que estaban nerviosos. Sus ojos, sus miradas, ya no parecían tan apagados. Por toda la estancia empezaron a florecer conversaciones cortas. Yash hizo una llamada, levantó una mano y la cacofonía cesó. Hablaba rápido y escuchaba. Colgó e hizo un pequeño gesto con un dedo. A Clayton le pusieron la capucha de nuevo, lo levantaron y le esposaron las muñecas. Lo llevaron otra vez al coche. Tras cuarenta minutos de viaje, el sudor le formaba ronchas apestosas. Tenía la camisa empapada y los pantalones y los calzoncillos también. Nadie hablaba.

El automóvil se detuvo y lo sacaron con brusquedad. El ruido y el olor de los barrios bajos se colaron por la arpillera. Se preguntó si estarían en Dharavi, zona que veía desde su oficina, en el complejo Bandra Kurla, al otro lado del apestoso río Mithi, con sus manglares destruidos lentamente por las aguas residuales de las fábricas y los detritus de los millones de personas que vivían a sus orillas.

Le hicieron caminar durante unos minutos y le obligaron a bajar la cabeza en varios momentos. El aullido de los generadores llenaba la noche. Música, televisión, radio y humanidad luchaban por su tiempo de emisión. Luego, cada vez más y más silencio. Le soltaron un brazo porque los pasadizos eran tan estrechos que no podían ir dos a su lado.

Al final, entraron bajo techado, le quitaron las esposas y lo empujaron a una silla. El calor era opresivo, a pesar de que le habían quitado la capucha. Lo dejaron solo en una habitación con las paredes, completamente agrietadas, pintadas de azul celeste. Colgada de un clavo, una fotografía descolorida y enmarcada de Rajiv Ghandi festoneada con guirnaldas de caléndulas. Frente a la puerta había una ventana con las contraventanas de madera cerradas y en toda la habitación solo había una silla más. Clayton se masajeó las muñecas allí donde las esposas de plástico le habían dejado unos verdugones enrojecidos. Flexionó la rodilla en la que se había hecho daño.

Un hombre con una kurta pajama blanca abrió la puerta. Se sentó en la otra silla y se recostó. En el regazo tenía una Beretta de acero inoxidable con las cachas de plástico negro. El hombre se echó su melena por detrás de los hombros con un movimiento rápido y Clayton se dio cuenta de que tenía ante sí a Deepak Mistry.

—Tiene usted suerte —dijo.

—Pues a mí no me lo parece —respondió Clayton.

—Yash pensaba que le enviaba Frank.

—Creía que mi amigo se lo había explicado todo cuando preparó la reunión.

—Estamos todos un poco paranoicos y Frank es muy astuto. Yash no quería arriesgarse y pretendía matarle y dejarle atado en un manglar hasta que se pudriese y se convirtiese en nada. Cosa que todavía podría suceder si descubrimos que nos ha mentido.

—¿Por qué está tan interesado Frank en encontrarle?

—Porque quiere matarme —contestó Mistry mientras abría una mano.

—¿Por alguna razón en particular?

Mistry pensó la respuesta unos momentos, como si estuviera decidiendo qué historia iba a contarle.

—Con Frank todo va bien mientras permanezcas dentro del círculo. Si sales de él y le da la impresión de que ya no ejerce influencia sobre ti, cada uno de tus movimientos se convierte en una amenaza en potencia para él. Deja de tener claro lo que sabes y, lo que es peor, empieza a dudar de si contarás lo que sabes. He conocido a hombres que se despedían porque ya no aguantaban la presión. A los pocos días de marcharse, recibían la visita de un goonda enviado por Anwar Masood.

—¿Quién es Anwar Masood? —preguntó Clayton, embelesado por Mistry. De pronto recordó quién se suponía que era y lo que, por tanto, sabía y no sabía.

—Yash me ha dicho que tiene usted información acerca de Alyshia.

—Me sorprende estar aquí, sentado frente a usted —comentó Clayton, consciente de que las pruebas de seguridad seguían activas, que el nivel de paranoia era muy alto y que no obtendría ninguna información de Mistry si no daba él el primer paso—. Tan solo esperaba reunirme con mi amigo para ver si podía dar con usted. No pensé que tuvieran ustedes alguna conexión. Nunca había oído hablar de Yash.

—Yash y yo nos conocemos desde hace muchísimo tiempo. Del pueblo. Nos fuimos juntos de Bihar. Él no era muy brillante en los estudios. Cuando llegó a Mumbai se dio cuenta de que las bandas daban dinero.

—¿Y usted?

—Yo fui a Bangalore, donde conseguí un trabajo con una familia inglesa. El padre había venido de Gran Bretaña para levantar una empresa que diseñaba software econométrico. Me enseñó casi todo lo que necesitaba saber y su esposa me dio clases de inglés. Cuando se marcharon, me pidieron que fuera con ellos, pero les respondí que mi futuro estaba en India.

—Tengo entendido que dirigía usted su propia compañía en Bangalore. ¿Le consiguió el inglés aquel puesto?

—Era bueno conmigo, pero no tanto. Para eso tuve que confiar en Yash.

—Ah —dijo Clayton, que empezaba a comprenderlo todo—, ¿y también tendió cables con Chhota Tambe para ello?

Mistry se dio cuenta de que el cerebro de Clayton subía una marcha, lo que le puso nervioso.

—¿Tiene eso algo que ver con lo que quiere contarme de Alyshia?

—Tal vez. Pero no estoy seguro de qué exactamente. ¿Podría decirme qué le pidieron a cambio? Supongo que Yash dirige algunos asuntos de Chhota Tambe.

Mistry se removió en la silla, alzó la pistola y la mantuvo levantada a la altura del asiento de la silla. Continuaba relajado, pero ahora sabía que el mayor talento de Clayton era no resultar en absoluto amenazador y que la gente se abriera a él con suma facilidad.

—Señor Clayton, creo que es hora de que me cuente lo de Alyshia.

—La razón por la que me han pedido que me pusiera en contacto con usted —dijo Clayton, intentando parecer un abogado, pero rozando lo dickensiano— es informarle de que Alyshia D’Cruz ha sido secuestrada. Ambos fueron empleados de la acería Konkan Hills y ambos dejaron la empresa más o menos al mismo tiempo. Los abogados de la madre de Alyshia se preguntan si existe alguna conexión o si usted podría arrojar algo de luz acerca de cuál podría ser la razón del secuestro.

Mientras le explicaba por qué estaba allí, Clayton observaba con atención la más mínima reacción de Mistry. Los ojos del indio se abrieron como platos durante una fracción de segundo.

—¿Cuándo y dónde sucedió?

—En Londres, la noche del viernes.

—¿Quién ha sido?

—Teníamos la esperanza de que usted pudiera ayudarnos con eso.

—¿Han hecho alguna petición?

—Todavía no —respondió Clayton—. Y alguien intentó matar a Frank D’Cruz durante su primera noche en Londres.

Clayton se dio cuenta de que la mano que sostenía la pistola ya no estaba relajada. Mistry la había apoyado en el reposabrazos y la agarraba con mucha tensión al tiempo que le apuntaba a las tripas.

—Como podrá deducir por mi situación aquí, no tengo nada que ver… si es eso lo que pretendía decir —soltó Mistry.

—En estas circunstancias, es importante reunir tanta información como nos sea posible con la esperanza de descubrir quién es el responsable.

—¿Por qué yo? —Su voz adoptó un tono brutal.

—No he venido para acusarle —quiso dejar claro Clayton—. Tan solo he venido a por información. Las cosas se han puesto muy feas muy rápido. El señor D’Cruz ha contratado a un especialista en secuestros y un criminólogo ha analizado las conversaciones que han mantenido hasta el momento con el secuestrador. El criminólogo cree que no se va a llegar a hacer ninguna petición y que la idea consiste en castigar al señor D’Cruz, para lo que, al final, matarán a Alyshia. Incluso ya han representado una ejecución falsa.

Cada dato que le daba parecía tener en Mistry el efecto contrario que esperaba Clayton.

—¿Cómo lo sabía? —le preguntó Mistry mientras se inclinaba hacia delante con los ojos encendidos.

—¿Que cómo sabía el qué?

—Que debía buscarme a mí.

El sudor que había empapado la ropa de Clayton se había quedado frío, un frío que le había calado hasta los huesos. Tenía la garganta constreñida; el aire era escaso en la habitación.

—Usted… usted es una de las piezas, ¿no es así? —dijo Clayton—. Dejó usted Konkan Hills al mismo tiempo que Alyshia. Ella volvió a Londres muy cambiada. Algo había sucedido, pero nadie sabe qué. Estamos intentando unir todas las piezas nosotros mismos y tenemos una presión extraordinaria. Usted es parte del rompecabezas, señor Mistry, pero no creemos que esté implicado.

La paranoia de la que Mistry había hablado anteriormente con tanta tranquilidad estaba más viva ahora en su lenguaje corporal. Ya no había nada lánguido en él.

—Empiezo a estar de acuerdo con Yash —dijo usando la pistola para remarcar la frase—. Empiezo a pensar que no es usted quien dice que es, que lo han enviado aquí para matarme. Creo que ha venido con esta información…

Se calló ante el inequívoco sonido de un disparo. Se hizo el silencio antes de que alguien respondiera al primer disparo y la sofocante noche se llenase de tiros. Mistry miró la puerta como si fuera a desintegrarse en agujeros y astillas. Clayton se puso en pie como por resorte, no tanto para entrar en acción, sino por pura alarma.

—Tendría que haberle hecho caso a Yash —dijo Mistry—. Era usted demasiado verosímil.

Más disparos y Mistry corrió a las contraventanas. Las abrió, salió por la ventana y se escabulló en la oscuridad justo cuando dos pistoleros tiraban la puerta abajo. Apuntaron a Clayton, en cuya cabeza apareció de golpe la imagen de una cara seria con un halo de traición por detrás: Gagan. Gagan y sus supremas tartaletas de pescado. Podía ver a Anwar Masood encomiándole con un leve movimiento de cabeza.

El disparo, cuando se produjo, impactó en el pecho del agente del MI6. Trastabilló hacia atrás por encima de la silla y chocó contra la pared, lo que produjo un sonido seco, como el de una carcasa de carne, y pensó que alguien le había golpeado con una almádena. El segundo disparo lo clavó al suelo. El techo de color azul celeste se fue oscureciendo en sus ojos, su cabeza cayó a un lado y la fotografía de Rajiv Ghandi fue la última imagen que se llevó a la vasta negrura del más allá.