14:00, LUNES, 12 DE MARZO DE 2012
Branch Place, Hackney, Londres N1.
—¿Cómo conociste este lugar? —preguntó Skin.
—Por un amigo mío.
—¡Anda, pero si tiene amigos! ¡Quién lo habría dicho! —se burló Skin—. Sí, enfermero, hasta ahí llego. ¿Cuál es vuestra conexión?
—Era uno de mis clientes de medicamentos con receta en mi mala época.
—¿Sigue tomándolos?
—No, ahora trafica.
—¿Duros o blandos?
—De todo. En especial H, pastillas y un poco de hierba —respondió Dan—. Él y un jamaicano gigantesco llamado Delroy Dread, un traficante de crack que distribuye la H de mi colega entre los chavales negros, controlan la zona, aunque no son amigos precisamente. Mantienen entre sí una distancia respetuosa. Nada de lo que sucede aquí ocurre sin su conocimiento. O sin su permiso.
Skin, con las manos en los bolsillos de una chaqueta nueva forrada de piel, miró el exterior gris de ladrillo, que necesitaba reparaciones. Parecía que el lugar estuviera en ruinas.
—¿Tiene todo lo que necesitamos? Agua corriente, electricidad, calefacción… —preguntó Skin—. Puede que nos pasemos aquí una temporada. Quizás un par de semanas.
—¿Un par de semanas?
—Nunca se sabe. ¿Cuánto tiempo se tarda en reunir un par de millones? ¿Cuánto tiempo vamos a tardar en decidir cómo recibirlos? No es algo que debamos hacer bajo presión. Tenemos que hacer entender a la gente con la que vamos a tratar que estamos tranquilos y tenemos todo el tiempo del mundo.
—Abajo hay un taller que mi amigo usa como estudio artístico. Y dice que arriba hay un pequeño apartamento con todo lo que necesitamos.
Dan abrió las puertas dobles y bajaron al estudio. Ventanas enormes divididas en varias hojas que daban al canal Regent por la parte de atrás de la propiedad. Pegada a una de las paredes había una larga mesa repleta de tarros con pinceles, tubos de pintura al óleo, resmas de papel, libros y una colección de viejas gafas de sol. En el espacio abierto que quedaba junto a la ventana había un par de caballetes y, apoyados de cara a la pared de enfrente, lienzos de todos los tamaños.
Subieron al apartamento. Las escaleras eran de ladrillo. Estaba amueblado, pero, desde luego, no por un decorador de interiores. En el salón había butacas antiguas, un sofá de cuero desgastado, unas sillas de cocina tubulares hechas de cromo y una mesa de formica. Las mismas ventanas que en el estudio iban del suelo a las vigas del techo. En el dormitorio solo había una cama. Tenía el armazón de metal, un colchón de espuma, unas sábanas sucias y una manta manchada. Una alfombra vieja, con las puntas combadas hacia arriba, cubría el suelo parcialmente. Las cortinas colgaban sin gracia, como chivos expiatorios con los que se pretendiera advertir a otros soplones.
—Esto es lo que me gusta de este sitio —dijo Dan mientras miraba por la ventana.
—Ah, ¿es que hay algo aquí que te pueda gustar? —comentó Skin con las manos en los bolsillos y mirando al techo, del que colgaba un cable con una bombilla de bajo consumo.
—El canal.
—¿Es que tienes barco?
—No, pero es nuestra ruta de escape si algo sale mal.
—No sé nadar.
—Pues tendrás que quedarte y morir —concluyó Dan.
Skin se acercó a la ventana y miró con cuidado por ella.
—No me jodas —dijo mientras se apartaba—. Esto está altísimo. No me gustan las alturas, ya lo sabes.
—Pero no te da miedo ninguno de los berenjenales en los que te mete Pike.
—Cuando estoy con los pies en el suelo y una pistola en la mano es diferente.
—Pues habrá que esforzarse para preparar un escenario así en cuanto el ventilador empiece a lanzar mierda por todas partes.
—Tu amigo, ¿tiene nombre?
—Se hace llamar M. K.
—¿Como Milton Keynes?
—No creo que fuera en eso en lo que estaba pensando.
—¿Cuánto pide?
—Es precio especial para colegas. Quinientos por semana.
—Imagino que se debe a que sabe que es un alquiler corto.
—Y sabe…
—¿Qué sabe?
—Que no lo quiero como picadero —respondió Dan—. Que no vamos a hacer nada bueno aquí.
—¿De qué lo conocías antes de venderle drogas?
—Fue paciente en mi ala. Se rompió una pierna en un accidente de moto y tenía muchos dolores debido a las heridas que sufrió en el pene al arrastrarse por el pavimento. No podía mear. Acabó siendo adicto a los calmantes.
—¿Podemos confiar en él? —preguntó Skin mientras salía del dormitorio y miraba el lavabo.
—Una vez le salvé de morir por sobredosis. Siempre ha dicho que me debe una.
—Así que tenemos al menos una vida antes de que nos venda.
—No lo hará. No está en su naturaleza.
—En el lavabo no hay asiento. Ni cortina en la ducha.
—¿Pretendes que nos haga un descuento?
—Solo lo comentaba —dijo Skin mientras miraba detrás de la puerta. Luego, fue a la cocina—. Y no hay horno.
—¿Pretendes preparar un banquete?
—Cordero, con un poco de romero y ajo —dijo Skin—. Al menos hay una bombona de gas para el quemador.
—¿Funciona el frigorífico?
—La luz se enciende, pero no hay cerveza y en la ensalada hay algo con pelo —contestó Skin mientras volvía al dormitorio—. Pero bueno… supongo que nos la quedamos.
—¿Llevas mucho tiempo casado? —preguntó Dan.
—Solo diez minutos más si esto es todo lo que sabes hacer —repuso Skin—. ¿Y si necesitamos la casa más tiempo?
—Se lo preguntaré.
Skin se dejó caer en la cama.
—Y tú, ¿dónde vas a dormir?
Frank D’Cruz tenía un rostro ceniciento. Estaba inmóvil en el sofá. En el televisor volvía a haber ruido blanco. Boxer recogió a Isabel del suelo y la sentó en el sofá.
—Esperad —dijo D’Cruz—. Mirad.
Cesó el ruido blanco. En la pantalla apareció una cama en una habitación. Se oían los gimoteos, los lloriqueos y las toses producidas por el exceso de emoción. Alyshia apareció ante la cámara, retorciéndose por el suelo, agarrándose los codos, vestida aún con el largo vestido negro de corte sirena y con los tacones escondidos debajo de la cola. Una carpa negra fuera del agua. Consiguió llegar a la cama y daba la impresión de que iba a intentar auparse hasta ella, pero se lo pensó unos instantes y prefirió meterse debajo y quedarse allí, temblando, como un animal que quiere morir solo.
Pasados unos minutos, empezó a hablar la voz en off.
—Me había dado la impresión, y creo que no me equivocaba, de que no me estabas tomando muy en serio. Me refiero a ti, Frank. Estoy seguro de que estás viendo las imágenes. Y sé cómo funciona tu cabeza. Todavía supones que, al final, esto podrá resolverse con dinero, con tu bolsillo ilimitado. Casi oigo cómo tus pensamientos te dicen: «Aunque sean diez millones, puedo dárselos». Esa es la calderilla que tienes en cuentas secundarias, ¿verdad?
»Esta pequeña demostración ha sido, tal vez, demasiado gráfica, pero está destinada a que comprendas lo poco que vales en esta situación en particular, Frank. No tienes cartas que jugar. Quiero ver hasta qué punto me tomas en serio. Te he hecho una demostración de cuáles son mis intenciones. Ahora quiero una demostración de sinceridad por tu parte. Yo he hecho la mía. Haz tú la tuya.
El sonido y la imagen se cortaron de golpe y se reanudó el ruido blanco. D’Cruz se recostó en el sofá, paralizado ante la pantalla, como si esperase que hubiera más.
—¿De qué está hablando, Chico? —le preguntó Isabel, cuya recuperación venía acompañada de un endurecimiento de su actitud—. Tienes que saber algo, por amor de Dios. ¡Tienes que actuar! ¡Ahora mismo no eres sino un espectador! ¡Es como si no te importase en absoluto! ¡Ya has visto lo que llevaba puesto, el vestido que le compraste en París y el collar de diamantes que le regalaste por su veintiún cumpleaños! ¡Esta gente está provocándote solo a ti! ¿¡Cuántos intentos más, cuántas ejecuciones falsas más tenemos que sufrir antes de que llegue la de verdad!?
La mujer había irritado a D’Cruz, que se puso de pie de un salto y se acercó al televisor, que aún seguía emitiendo ruido blanco.
—No sé de qué está hablando. Esa es la cuestión, ¡joder! Sus palabras son como adivinanzas. No quiere mi dinero. No tengo poder. No tengo putas cartas. Pero, de alguna forma, he de demostrarle que le tomo en serio. Hacerle una demostración de sinceridad. ¿¡Qué son todas esas chorradas!? —rugió mientras agitaba el puño hacia la pantalla.
—¿Está involucrado en algo controvertido que requiera una decisión? —le preguntó Boxer.
—Todo lo que toco es controvertido, ¡joder! ¿Qué no es controvertido en la construcción, la energía o la producción? ¡Hasta el puto críquet es controvertido! ¡Y todo el mundo quiere que tomes decisiones al instante! ¡Todo el puto rato!
—Pero ¿está sucediendo algo crucial ahora mismo? —insistió Boxer—. ¿Algo en lo que su decisión para proceder o no proceder tenga gran impacto? ¿Un movimiento que pudiera usted hacer que, de alguna manera, le demostrase sinceridad al secuestrador?
—¿Qué coño significa eso? ¿Qué es la sinceridad?
—Algo que los políticos y los hombres de negocios imitan con gran pericia para conseguir lo que quieren —dijo Isabel—, pero con lo que, a la hora de la verdad, son incapaces de cumplir.
—¡Ja! Me parto. Muy gracioso —soltó D’Cruz con sorna—. ¿Por qué los empresarios siempre son los malos de la película cuando lo único que hacemos es crear empleo, trabajo, negocio y prosperidad? ¿Por qué siempre se considera el beneficio como el «motivo oculto», como si no fuera eso exactamente lo que hace todo el mundo cuando ve una ganga en una tienda, compra una casa barata por la ejecución de una hipoteca o hace una oferta por una acería porque puedes conseguir que esta deje de perder dinero y darles algo a cambio a los accionistas?
—¿Es esa tu motivación principal cuando compras un negocio para Konkan Hills Securities? —le preguntó Isabel—. ¿Ofrecerles algo a cambio a los accionistas? A eso es a lo que se refiere Jordan cuando habla de sinceridad. Te importa una mierda ofrecerles algo a cambio a los accionistas. Lo que te motiva es acumular riquezas. Escalar puestos en la lista de hombres más ricos de India que publica la revista Forbes. Ser el número uno. Y te da igual cuánta gente tengas que hundir en el lodo de camino a esa posición suprema. Ni siquiera puedes ser sincero acerca de tu propia crueldad.
El tono de voz de Isabel Marks acabó muy alto, con chillidos, al tiempo que golpeaba con el dedo anular la mesa de cristal que tenía delante.
A aquello le siguió el silencio. Ambos echaban humo. Boxer decidió no interrumpir el silencio para que, al final, acabase derivando en cierta calma. Aquellas explosiones de emoción no le sorprendían después de la horrible ejecución simulada que habían presenciado y sus consecuencias: la hija reptando hasta esconderse debajo de la cama, desesperada por encontrar cualquier cosa que le supusiera cierta protección.
—¿Qué hay de los barrios pobres de los que hablabas el sábado? —le preguntó Isabel—. Cuando tuviste la premonición, ¿recuerdas? Los residentes estaban protestando «en la puta BBC», como tú mismo dijiste.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Por qué se estaban rebelando? —preguntó Boxer.
—Porque llegan las excavadoras. Viven por cuatro cuartos en un lugar cojonudo del centro de la ciudad y creen que van a poder hacerlo toda la vida.
—Lo que quiere decir —intervino Isabel— es que se están rebelando porque no tienen adónde ir. Algunos de ellos llevan allí toda la vida. Es su hogar. Aunque no es que se parezca mucho a un hogar, todo hay que decirlo…
—Les hemos proporcionado un alojamiento alternativo, pero no quieren ir a vivir allí. Prefieren vivir en un agujero de mierda en el centro de la ciudad a irse a un bloque limpio a unas cuantas manzanas.
—Pero no hay casas para todos los que viven allí. Muchos de ellos tendrán que abandonar su forma de vida porque no se puede tener una alfarería o ser un curtidor en un apartamento. Puede que les estéis dando una casa gratis, pero saben que tendrán que pagar impuestos. Como los del ascensor. Pagar para usar el ascensor, un servicio que una anciana que viva en la decimoquinta planta apreciará en grado sumo.
—Vale, vale —dijo Charles Boxer mientras levantaba las manos—. No es momento de debates. Voy a enviar a Pavis este DVD y hablaré con Martin Fox. Mientras tanto, Frank, debería reflexionar sobre qué puede hacer para resolver este problema. Conoce su mundo mejor que nadie.
—La cuestión es que la palabra «sinceridad» no tiene cabida en él —remachó Isabel.
Boxer le hizo a la mujer un leve gesto con la mano para que no avivase el fuego y se marchó del salón.
Mercy y Papadopoulos estaban sentados en un Ford Mondeo aparcado detrás de la furgoneta de los forenses y frente a la casa de Grange Road. Papadopoulos acababa de hacerle a la mujer un informe acerca de la muerte de Jim Paxton.
—¿Y la chica, la vecina de Paxton, no oyó nada?
—No me correspondía interrogarla —respondió Papadopoulos—. Todo lo que sé es por la conversación que mantuvimos. Ella trabaja en el servicio telefónico de una empresa que recoge fondos para caridad. Llega tarde a casa e intenta evadirse, pero si no lo consigue prefiere salir, que no es tan aburrido. Ni siquiera sabía que Paxton hubiera comprado un televisor nuevo de pantalla plana, el cual, por lo visto, llegó el miércoles.
—¿Dónde estaba ella a la hora de la muerte?
—Eso debió de ser entre las dos y las cuatro de la madrugada del domingo 11 de marzo. Asegura que no llegó a casa hasta las siete porque estuvo en una fiesta que duraba toda la noche y que se celebraba en un almacén de Bermondsey. Están comprobando su coartada. Me sugirieron que me diera el piro —comentó Papadopoulos—. ¿Qué me dices de este tiroteo? Alguien debió de ver u oír algo.
—El vecino oyó un disparo, pero no le dio importancia. Dice que sucede a menudo.
—Estás de broma…
—Por supuesto. No estamos en la puta Helmand.
—¿Solo un disparo?
—El joven del pasillo, que según su cartera se llama Victor Scully, disparó su arma, que no tenía silenciador.
Un hombre se acercó a la ventanilla del coche. Era uno de los forenses. Mercy pulsó el botón y el cristal bajó con un zumbido.
—Hemos encontrado una bala que parece haber salido de la pistola de Victor Scully. También hemos encontrado sangre que no pertenece a ninguno de los cadáveres. Estamos casi seguros de que había otros dos pistoleros y que hirieron a uno de ellos.
—¿Hay suficiente para una muestra de ADN?
—Un montón. Tranquilos, que ya la hemos enviado.
Mercy llamó al superintendente Makepeace para asegurarse de que a la muestra de ADN se le daba prioridad absoluta. A continuación llamó a Nelson y le dijo que tenían que quedar de nuevo.
Papadopoulos y ella condujeron hasta el Old George, en Bethnal Green Road. Nelson estaba esperándoles sentado, oculto entre las sombras del local, observando su pinta y con un aspecto de ser tan viejo como el interior del pub. Papadopoulos fue a la barra, pidió un ginger ale y una tónica.
—Menuda fiesta, ¿eh? —comentó el camarero.
—Vaya, pues me voy a lanzar —dijo Papadopoulos—. Póngame mejor un zumo de naranja Britvic con hielo, limonada y una sombrillita.
Volvió con las bebidas. La mesa estaba en silencio.
—Acabo de hablar con Fred Scully —dijo Nelson—. Está hecho polvo. El chico lo era todo para él después de que su hija se muriera de meningitis. Es terrible. Se ha quedado solo.
—¿Qué hacía allí Vic… y con un arma? —preguntó Mercy, intentando no mostrarse poco compasiva.
—Fred no se lo puede creer. Ni siquiera sabía que Vic tuviera una pistola. Y tampoco puede creer que Jack Auber estuviera metido en asuntos turbios. Tiempos difíciles, no sé.
—¿Has conseguido hablar con la esposa y la hija de Jack?
—He llamado a Ruby nada más enterarme. No respondía. Pero no van a hablar con vosotros, eso te lo garantizo.
—Entonces, si Jack no se dedicaba a este tipo de cosas, ¿con quién se había mezclado para verse implicado en algo así? —le preguntó Mercy.
—No creo que sean ninguna de las antiguas bandas de la zona. No te matarían a menos que estuvieras pidiéndolo a gritos. Después de lo que les pasó a los dos ilegales, Jack debió de llevarse a Vic para que lo protegiera. Le tocaría cobrar por el trabajo y pensó que era mejor gastarse la pasta en evitar que lo mataran. Seguro que eran de fuera. Ya sabéis, impredecibles. Negros, chinos o albaneses. Hoy en día, cruzas la calle delante de algunos niños negros y te descerrajan un tiro por haberles «faltado al respeto».
—Vale, vale —zanjó Mercy con la intención de no dar rienda suelta al racismo de Nelson—. Jack Auber no habría podido mantener su negocio de ilegales si no hubiese tenido el permiso de alguien más, ¿no es así, Nelson?
—Así es, pero no creo que haya tenido nada que ver con eso. Si era algo de casa, no se habría llevado a Vic con él, ¿no creéis? Habría llevado a alguien más experimentado. No, se pusieron en contacto con él por el taxi. Era un trato que había hecho con una banda de fuera.
—¿Quién controla su zona? —le preguntó Mercy.
—Joe Shearing.
—¿Y qué haría Joe Shearing al respecto?
—Si Jack se estableció por su cuenta, puede que Joe no lo considere responsabilidad suya. Por otro lado, nunca quieres estar a malas con Ruby… y tal vez Joe hable con ella. Si lo hace, ella lo persuadirá para que haga algo.
—¿Y te enterarás si lo hace?
—Será la comidilla de los pubs.
—Lo siento, Alyshia —se disculpó la voz—. Créeme, era absolutamente necesario. Yo diría que ahora seguro que tus padres nos prestan atención. Alyshia, ¿estás ahí?
La chica estaba catatónica. No llevaba el antifaz para dormir. Miraba al techo. Había tardado alrededor de una hora en salir de debajo de la cama. Su cabeza funcionaba a rachas. La vida se estrellaba en su interior en forma de cortes salvajes e intensos, como una sucesión de brutales imágenes de noticias, tras lo que se desmayó, incapaz de procesar emociones tan extremas como la esperanza y la desesperación, el alivio y el miedo, la fe y el terror.
—Siéntate en el borde de la cama.
Se sentó, bajó las piernas y apoyó las manos en el filo del colchón. Como un robot.
—Bebe algo de agua.
Bebió agua de un vaso que había en la mesilla.
—Coloca las manos en el regazo y respira profunda y regularmente.
Hizo lo que le pedía la voz. No encontraba ni rastro de resistencia o desobediencia en su interior. Estaba tan contenta de seguir en aquel mundo estrecho con el sonido de las órdenes de la voz que, en aquel momento, disfrutaba obedeciéndolas de manera tan precisa como le era posible.
—Tenemos que hablar de una parte muy importante de tu vida. Hemos hablado de la relación con tu madre y de cómo ha evolucionado desde que volviste a Londres. Hemos hablado de los comienzos de tu vida adulta. Hemos dejado atrás la inocencia de la universidad antes de pasar por una etapa más compleja en la Escuela de Negocios Saïd. Hemos visto cómo el sentimiento de culpabilidad por lo sucedido allí ha surgido durante el periodo confuso que estás viviendo en estos momentos. Ahora vamos a fijarnos en la relación con tu padre, en lo que sucedió en Mumbai y en por qué te fuiste sin intención alguna de volver. ¿Me has entendido, Alyshia?
La chica asintió.
—Dilo en voz alta.
—Sí, estoy lista para hablar de ello.
—¿Sabes cómo se las ingenió tu padre para sacarte de aquella situación tan complicada de la Escuela de Negocios Saïd?
—En aquel momento no. Lo descubrí más tarde. La única manera de enfrentarme a lo que había sucedido era negarlo. Mi padre me recomendó que no le hablara a mi madre de Abiola Adeshina. Se inventó una historia alternativa para que se la contara: que había roto con Julian y que aquello me había empujado a marcharme a Mumbai cuanto antes.
—¿Y tu madre se lo tragó?
—No me resultó difícil convencerla.
—¿Fue entonces cuando empezaste a despreciarla?
—Puede que sí. Porque aquel fue el momento en que dejé de ser la persona que había sido hasta entonces y empecé a ser otra.
—¿Quién era esa otra?
—Es una pregunta difícil. No estoy segura. Quizá gran parte de ello sucediera de manera inconsciente. Para empezar, necesitaba una base que me diera una confianza total. No puedes hacer negocios si te sientes vulnerable. Eso implicaba deshacerse de los elementos no satisfactorios de mi vida. Creía que lo había logrado. Pero ahora comprendo que lo único que estaba haciendo era barrer debajo de la alfombra y que, antes o después, la suciedad tenía que salir por otro lado.
—¿Y cómo intentabas controlar esos elementos no satisfactorios?
—Llegué a la conclusión de que tenía que mantener un equilibrio. Si perdía el control de mi vida emocional, volvería a sentirme expuesta y no sería capaz de llegar a ningún lado. Eso significaba que debía mantenerme apartada de cualquier relación. No resulta muy fácil cuando tienes mi apariencia y un padre rico. Y esa combinación parece ser especialmente embriagadora en la India moderna.
—Así que eras objeto de gran interés —dijo la voz—, por lo que debiste de convertirte en toda una experta en pararles los pies a los hombres.
—Lo soy y lo fui hasta que conocí a Deepak Mistry.
—Sí, sabemos quién es. Háblame de él.
—Es de Bihar, el estado indio más pobre. No tiene familia cercana. Nadie sabía cómo había sido capaz de dejar atrás ese pasado y llegar a dirigir una exitosa compañía de software en Bangalore.
—Así que el misterioso señor Mistry, ¿eh? ¿Te atraía eso?
—Resultaba intrigante, lo rodeaban cotilleos de esos que hacen que la gente exagere, pero no, no me atraía en especial. No estaba receptiva en ese aspecto.
—¿Así que ni siquiera te molestaste en enterarte de más cosas?
—Le pregunté por él a mi padre una noche que cenábamos solos. Me respondió que no le interesaba cómo había llegado Deepak Mistry allí, sino simplemente que lo había hecho.
—¿Y cómo lo había hecho?
—Compaginó la universidad con el trabajo en un servicio telefónico de atención al cliente por las noches. Para cuando acabó la universidad y se estableció por su cuenta, hacía tiempo que diseñaba programas para dicha empresa de servicio telefónico.
—Pero hay muchas lagunas ahí —dijo la voz—. ¿Cómo aprendió a hablar inglés? ¿En el colegio de Bihar?
—A mi padre le daba igual. Él solo veía a un hombre capacitado que le recordaba a sí mismo. Y creo que lo tomó bajo su protección por esa razón.
—¿Lo habías conocido en persona cuando mantuviste esta conversación con tu padre?
—Sí, nos habíamos conocido un par de años antes, cenando en Londres. Pero en Mumbai no había razón alguna para que nos viéramos. Él intentaba mantener el nivel de producción mientras implementaba los cambios estructurales de la fábrica. Trabajaba y dormía. No tenía nada que ver ni con ventas ni con promociones.
—¿No te resultó extraño en aquel momento que tu padre no volviera a presentaros?
—Yo no había conocido a nadie del consejo de administración. Mi padre me dijo que así sería hasta que demostrase que lo merecía. Su régimen es estrictamente meritocrático, a diferencia de lo que sucede en gran parte de las dinastías industriales indias.
—¿Cuál fue tu primera impresión?
—Era serio. Se preocupaba por su trabajo. No tenía tiempo para vivir.
—¿No te causó alguna impresión física?
—No de forma inmediata. Después sí. Era como uno de esos actores que no tienen una apariencia especial y de los que te preguntas cómo narices habrán conseguido entrar en la industria. Hasta que te das cuenta de que tienen esa cualidad elusiva: presencia. En cuanto aparecen en pantalla, no puedes quitarles el ojo de encima.
—¿Carisma?
—No, no era eso. No era como mi padre. No llenaba la estancia. De hecho, tenía el efecto contrario. Las cosas no brillaban en él. Más bien su intensidad atraía la luz. Tenía presencia, pero era oscuro.
—No es la típica cualidad atractiva. Al menos, para la escala de valores de los seres humanos. A no ser que…
—¿A no ser que qué?
—¿No fue por aquel entonces cuando descubriste cierta zona oscura en tu interior? —indagó la voz—. ¿Cómo era tu vida social en aquel momento?
—Jugadores de críquet, actores de Bollywood, empresarios e hijos de los administradores del estado.
—¿Amigos?
—La amistad no es algo que se ofrezca así como así en ese mundo. Los contactos lo son todo, pero solo para crear una red. La intimidad real no solo es rara, sino peligrosa. Hay cosas que son tan importantes que quedarse al descubierto podría ser un error. La intimidad te hace vulnerable. Siempre debes llevar la máscara bien puesta.
—¿Fue así como Deepak te causó por primera vez una gran impresión?
—Él nunca causaba una gran impresión, pero sí impresiones acumulativas. No es que esté de buen ver. No es especialmente ingenioso. Es evidente que no es brillante ni un hombre de mundo. Pero cada vez dejaba en mí un poso imborrable. Nunca me sentí atraída emocionalmente por él, lo que propició que nunca llegara a darme miedo y, por tanto, nunca saliera corriendo en su presencia. Lo observaba cada vez que aparecía en escena.
—¿Dónde te encontraste con él por primera vez en Mumbai?
—En la playa Juhu. Yo estaba en la casa que tiene mi padre allí y fui a ver el atardecer. Era fin de semana. De repente, me di cuenta de que me había quedado mirando a una persona que estaba de pie en el agua, con los pantalones remangados y un zapato en cada mano. No sé por qué me lo pareció, pero me di cuenta de que se trataba de un hombre en profundo estado de meditación, como si estuviera contemplando su futuro, tomando una gran decisión o decidiendo un cambio de dirección. Quizás el mar y el atardecer sean dos elementos necesarios para que la gente se comporte de esa manera. Cuando el sol empezó a ponerse… no salió del agua hasta que todo el círculo rojo de luz desapareció en el horizonte negro. Luego, se acercó a los puestos de comida. Reparó en que estaba observándolo y parpadeó como si le sonase mi cara. Cuando llegó a mi altura, me di cuenta de que no iba a detenerse, así que le dije: «Eres Deepak Mistry, ¿verdad?».
En aquel punto, Alyshia se encerró en sí misma y volvió a la playa Juhu. Mentalmente, se sentó en la arena después del atardecer, casi a oscuras, con la única luz de los puestos de comida.
—Creo que te conozco —respondió Mistry inseguro, casi avergonzado.
—Soy la hija de Frank D’Cruz. Trabajamos juntos.
El alivio inundó su cara.
—¿Sabes? Me alegro de que así sea. Creía que eras una actriz de televisión o de cine, y que de tanto verte en la pantalla tenía la sensación de conocerte.
—¿Tanto ves la tele?
—La uso como pastilla para dormir. La pongo bajita y el murmullo me hace creer que tengo familia. Entonces, los colores empiezan a flotar ante mis ojos y en diez minutos me he quedado dormido. Por la mañana, cuando me despierto, sigue encendida.
—Me sorprende verte aquí.
—Y a mí. Casi nunca vengo. Hace un año que no me tomaba un día libre. Pero hoy he acabado una cosa y he pensado que necesitaba algo diferente, ver la vida desde otra perspectiva, evaluarla. Tú… ¿estás haciendo lo mismo?
—No, no —respondió ella—, yo solo estaba alejándome de la multitud.
El joven miró los puestos de comida, a las miles de personas que se arremolinaban alrededor de ellos, y escuchó el tumulto de las voces. Se rio.
—No es fácil estar solo en este país —dijo—. Pero no es tan complicado ser un solitario.
—Y eso fue todo —comentó Alyshia mientras volvía a la habitación—. Todo lo que sucedió en nuestro primer encuentro. Se despidió y se fue. Como ves, me causó impresión. Lo recuerdo palabra por palabra. Lo que más me impactó fue la sensación de respeto con la que me dejó. Yo había respetado su necesidad de estar solo y él la mía. No conozco a nadie que se hubiera comportado así, que no hubiera intentado sacar algún beneficio de la situación. Pero tampoco era una táctica.
—¿Ya en aquel momento pensaste que podía suceder algo entre vosotros? —preguntó la voz.
—No, no fue así. Sentí como si fuera el inicio de una amistad —respondió Alyshia, que estaba cansada y desganada—. Después de una cita a ciegas, la gente tiende a decir que no han sentido esa chispa esquiva. No, no hubo chispa. No sentí un nudo en el estómago. Ni pasión. Hubo algo, pero no lo que cabría esperar, teniendo en cuenta lo que pasó después.