13:30 (HORA DE LONDRES), 18:00 (HORA LOCAL),
LUNES, 12 DE MARZO DE 2012
Complejo Bandra Kurla, Mumbai, India.
—Anwar Masood es un gánster —dijo Roger Clayton, que estaba pasándole el informe por teléfono a Simon Deacon, del MI6, en Londres, mientras la pav bhaji que había comido con Gagan en la playa Juhu aún se removía lentamente en su estómago, provocándole eructos suaves y algo peor—. Un gran gánster musulmán que se dedica a todo lo que hacen los gánsteres: prostitución, trata de blancas, drogas, apuestas, protección y todo lo demás.
—¿Cuándo empezó su relación con Frank D’Cruz? —preguntó Deacon.
—Masood también estaba metido en el negocio de contrabando de oro de Dubái a Mumbai de hace entre veinte y treinta años. Antes de que Frank entrara en el mundo del cine, se dedicaba al negocio de la importación y la exportación entre Mumbai y Dubái, donde siempre ha habido una gran comunidad emigrante de indios musulmanes. Seguro que es de eso de lo que conoce a Masood.
—¿Y cuál es su relación ahora?
—Es difícil saberlo con precisión, pero, durante unos años, ha formado parte de un departamento de seguridad alternativo para Konkan Hills —respondió Clayton—. No va a las reuniones del consejo de administración ni trabaja con Frank en nada que pueda relacionarlos públicamente, pero se asegura de que Frank está al corriente de todas las informaciones pertinentes de los bajos fondos y garantiza que nadie cercano a Frank sea secuestrado, además de proteger sus fábricas, almacenes y oficinas para que no reciban misteriosos ataques incendiarios.
—Supongo que el tal «señor Iqbal» y el teniente general Abdel Iqbal son la misma persona. Tu fuente mencionó que estuvo en el complejo de D’Cruz y también lo sacó a colación Divesh Mehta, del Departamento de Investigación y Análisis.
—Es miembro de los Servicios de Inteligencia Internos en Karachi, el ISI, donde lo conocen como «señor Acero». Y creo que se refieren más al metal que a la corrupción. Es quien le ha conseguido a Frank la mayoría de los contratos de acero que tiene en la provincia de Sindh y han pasado mucho juntos desde las inundaciones de 2010 y 2011 —comentó Clayton.
—¿Cómo de limpio está, dada la tendencia que tienen los agentes del ISI a ser transversales?
—No tienen nada relacionado con él… todavía. Pero sospechan que Iqbal colabora con Amir Jat, un oficial retirado del ISI.
—Estoy leyendo un informe de la CIA acerca de él. Una combinación un tanto siniestra de piedad y sadismo con conexiones con los estratos más altos de los servicios de inteligencia estadounidenses y con organizaciones terroristas como LashkareTaiba y al-Qaeda —dijo Deacon.
—Divesh Mehta me ha enviado un informe del Departamento de Investigación y Análisis sobre él. Pone los pelos de punta. El hombre que están investigando por las supuestas conexiones terroristas con Iqbal es un protegido de Amir Jat llamado Mahmood Aziz, nacido en Gran Bretaña en 1975 de padres pakistaníes. Se marchó en 1987 con la idea de unirse a la yihad contra los rusos ¡con doce años, por amor de Dios! Entre sus últimas actividades se cree que se incluye el entrenamiento de los atacantes de Mumbai en 2008 y el bombardeo de los convoyes de carburante de la OTAN en 2010 y 2011.
—¿Y por qué no persiguen a Iqbal los del Departamento de Investigación y Análisis?
—Pocos recursos —contestó Clayton—. Yo diría que Frank D’Cruz ha enviado a Anwar Masood a ver a Iqbal porque este tiene mejores conexiones con gente como, digamos, Amir Jat, que puede contarle cosas…
—¿Como por ejemplo?
—Como, por ejemplo, si el secuestro de su hija en Londres es un acto inspirado por al-Qaeda —respondió Clayton mientras se inclinaba hacia delante en la silla y le daba algo de espacio a la digestión—. Quizá tengas que escarbar un poco más por ahí.
—Voy a ordenar que alguien escarbe también en Dubái. A ver si podemos desvelar las conexiones que hay allí. Hablemos de lo último que has descubierto, lo del maravilloso aprendiz de D’Cruz, el tal Deepak Mistry. ¿Dónde está? ¿Por qué quiere dar con él D’Cruz? Además, si se lo ha pedido a Anwar Masood, es porque Deepak tiene que estar escondido en los bajos fondos. ¿Por qué haría algo así un antiguo empleado?
—¿Porque Mistry no quiere que den con él? Así que quizá debería ir a buscarle.
—Quizá —comentó Deacon—. Teniendo en cuenta lo que está pasando en Londres, puede tener relevancia.
—Si Anwar Masood no puede dar con él es porque está escondido en una banda hindú.
—¿Y qué tal son tus conexiones con las bandas hindúes de Mumbai?
—Conozco a un joven pistolero de una banda que se escindió de la antigua Compañía D.
—¿La Compañía D.? Eso me suena.
—Eran los que empezaron a dedicarse al contrabando de oro en Dubái en los años ochenta. La banda de Mumbai a la que me refiero la dirige (o al menos eso se dice, porque no pasa mucho tiempo por aquí) un hombre llamado Chhota Tambe. Significa Pequeño Tambe. Es de corta estatura, pero capaz de llegar muy lejos. Lo único que sé de su banda es que los musulmanes no les gustan ni un pelo —expuso Clayton—. Mi contacto conoce todas las demás bandas hindúes. Si Deepak Mistry está escondido en los bajos fondos de Mumbai, él sabrá exactamente dónde.
Mercy había presentado al superintendente Makepeace un informe en el que incluía la información de Nelson, pero omitía lo de Boxer e Isabel. Necesitaba tiempo para pensar, para examinarse a sí misma, antes de hacer algo tan dañino como eso. Mientras esperaba que Makepeace se pusiera en contacto con ella para pasarle unas imágenes independientes de las cámaras de seguridad públicas en las que Jack Auber aparecía recogiendo a Alyshia D’Cruz, hizo un par de viajecitos con el coche. Uno de ellos fue para pasar por delante de la casa de Jack Auber, en Southern Grove, que estaba tan silencioso como las tumbas de Tower Hamlets, el cementerio que había detrás.
El segundo paseo la llevó ante la tienda de decoración que Auber tenía en Violet Road, y que parecía estar cerrada. Aparcó enfrente para observar y esperar. Su cerebro enseguida se puso a pensar en las dos personas que más turbulencias estaban causándole: Amy y Boxer. No podía quitarse de la cabeza la imagen de su hija hablando con aquella pareja en la sala de espera. Era consciente de que no solo le había molestado ver lo encantadora que podía ser, había algo más. La mortificaba su error. Cuando consiguió aquietar su ira tras el enfrentamiento y llevó a Amy a casa, se había sentido mareada por la atmósfera que allí había. Sí, le había recordado a su propio hogar en Kumasi, donde hasta los días más luminosos, con los llamativos hibiscos en el jardín y los niños cantando de camino al colegio, parecían oscuros.
Negó con la cabeza. Su padre, el agente de policía. Se parecían demasiado. Hasta adoptaban la misma postura. Sabía que aquella era la razón de que se sintiese tan motivada. El sentimiento de culpabilidad por haber huido. Que ninguno de los hombres de su vida hubiera suavizado su carácter. No se había sentido atraída por ningún hombre desde que lo había dejado con Charlie. No tenía mucha vida social de la que hablar. El pub con los colegas, un café con los vecinos y ya estaba. Nada que la empujara a transigir con el trabajo. Y en aquel momento, en la tranquila Violet Road, podía admitir la otra cosa que la preocupaba. Esa mirada de Charlie. Había encontrado a una persona… y era buena para él. No, no le gustaba admitirlo… pero envidiaba a aquella mujer. No. Peor. Estaba celosa.
A mediodía, Mercy recibió la llamada que esperaba: le dijeron que Alyshia D’Cruz había sido vista en las imágenes de las cámaras de seguridad entrando en el taxi negro de Jack Auber en Wellington Street a las doce menos diez de la noche del viernes. Le dieron tres direcciones posibles. Las dos que ya conocía y una en Grange Road. Llamó a la puerta del almacén de muebles. No respondió nadie. Volvió a la casa de Southern Grove. El timbre sonaba como el gong de un templo. Una muchacha grandota abrió la puerta. Llevaba unos tejanos ajustados y una camiseta corta y sin mangas que dejaba el ombligo a la vista y delataba unos pechos enormes que llevaba encorsetados en un sujetador muy viejo. Tenía un hombro lleno de tatuajes, el pelo rubio y recogido en una coleta alta, sombra de ojos azul y los labios rosa. No dijo nada. Mascaba chicle y había olido a policía desde el pasillo.
—Policía —anunció Mercy mientras levantaba la placa. Disimular no iba a servir de nada—. Quiero hablar con Jack Auber.
—No está.
—¿Eres su hija?
—¿Y qué si lo soy?
—¿Cómo te llamas?
—Cheryl.
—Cheryl, ¿dónde está?
—No lo sé. Ha ido a trabajar.
—Su lugar de trabajo está cerrado.
—Pues habrá salido a comprar algo.
—¿Puedo hablar con tu madre?
—Tampoco está.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a tu padre?
—Ayer.
—¿A qué hora?
—A eso de las siete.
—¿Salió?
—Le gusta tomarse una copa los domingos por la noche.
—¿Y volvió?
La chica se encogió de hombros de tal manera que a Mercy se le revolvió todo.
—¿Me das su número de móvil?
—Nunca lo lleva encendido a menos que quiera usarlo. No le gustan los móviles.
—Estamos preocupados por él.
—Siempre hay una primera vez —respondió Cheryl mientras apoyaba el pecho en la puerta y la cerraba.
Mercy volvió al coche e introdujo la dirección de Grange Road en el navegador. Veinte minutos después se encontraba ante una casa con balcón que tenía una iglesia enfrente. Por detrás daba a un cementerio, esta vez el del este de Londres. ¿Qué pasaba con Auber? ¿Acaso era un tipo morboso o algo por el estilo?
Había un taxi aparcado frente al garaje. Tocó el capó. Frío. Llamó con fuerza a la puerta delantera. Las persianas de todas las ventanas estaban bajadas. Rodeó el garaje hasta llegar a un jardín umbrío lleno de pilas de andamios, tablones de madera, despojos de construcción y montones de hojas. La puerta de la cocina estaba cerrada. Miró por las ventanas. Una de ellas, de guillotina, estaba abierta por arriba. La bajó, apoyó un tablón en el alféizar y trepó por él para colarse en un pequeño dormitorio con una sola cama apoyada contra la pared y llena de pequeñas rosas rosáceas.
La siguiente habitación no era tan bonita. Había un hombre de pelo gris desplomado contra la mesa con los brazos rodeando la cabeza, como un niño que se ha quedado dormido sobre los deberes. Tenía un agujero negro en la nuca y había restos de color rojo oscuro, casi negro, salpicando toda la formica de la mesa. Las piernas de otro hombre asomaban por la puerta desde el pasillo que daba a la puerta de entrada y a las escaleras que subían al piso de arriba. Era joven, veintipocos, y tenía una pistola en la mano, una Browning HP35. A él le habían disparado en el pecho, lo que lo había lanzado contra la pared, por la que había resbalado hasta caer al suelo. Detrás de él, había una mancha vertical de color rojo oscuro que se alzaba cosa de metro y medio con forma de enorme salpicadura, como un árbol dibujado por un niño.
El pasillo estaba a oscuras, pues apenas entraba luz por los cristalitos de la puerta. Miró en las demás habitaciones y subió al primer piso. Todo vacío. Llamó al superintendente Makepeace.
—Creo que tengo otros dos muertos que añadir a Jim Paxton.
—¿Dos?
—Uno es Jack Auber, estoy casi segura. El otro debe de ser el tipo de refuerzo que trajo consigo para la que consideraba que iba a ser una noche ajetreada.
—Después de ver lo que les hicieron a los dos trabajadores inmigrantes, claro. Creo que los tenemos. Dos cadáveres no identificados flotaban en Barking Creek de camino a la planta de tratamiento de aguas de Beckton.
—Cinco asesinatos por el secuestro de una chica y todavía no han hecho una petición —comentó Mercy—. ¿Qué es lo que cree que tenemos entre manos? Charlie me ha dicho que el criminólogo de Pavis opina que se trata de un asesino. Le ha recomendado que meta a la Metropolitana.
—Y aquí estamos… pero no como el séptimo de caballería. Hay cierta organización detrás de estos asesinatos. Como si fueran cosa de una banda. Esto no lo ha hecho un empleado descontento.
—¿Ha ofrecido alguna teoría Frank D’Cruz?
—Apenas ha abierto la boca —respondió Makepeace—. Y, dado que fue víctima de un atentado en su primera noche en Londres, eso puede querer decir que sabe mucho del asunto pero que tiene miedo de hablar. Deberías informar a Charlie de lo que le ha pasado a la mano de obra de este secuestro para ver si él puede exprimir un poco a D’Cruz.
—Ya, Charlie —dijo, pensativa. Se odió al instante.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Makepeace con el radar muy bien ajustado.
—Que no tiene mucha capacidad de actuación, nada más. Está solo en la casa. No hay gabinete de crisis. Es… intenso.
—Eso he oído. Deberías pensar en alguna manera de liberarle de parte de la presión. Pero solo tú. No metas a George.
—Estamos en un callejón sin salida —dijo Mercy—. Con Jack Auber y Jim Paxton muertos, se acabaron las pistas que podían llevarnos a los secuestradores.
Boxer estaba sentado a la mesa de la cocina, entre Frank e Isabel, con el reproductor de MP3 conectado al puerto. Acababan de escuchar por tercera vez la grabación sobre Abiola desde el teléfono móvil de Alyshia. Isabel estaba petrificada, era incapaz de decir nada.
—Nunca me había topado con un secuestro como este —reconoció Boxer—. Siguen sin realizar petición alguna y el secuestrador hace pasar a Alyshia por una larguísima sesión de psicoanálisis. Ha tenido que llevar a cabo una investigación muy profunda. Y la única razón que se me ocurre para hacer algo así es crear cierta dependencia por parte de la chica.
—¿Dependencia de qué?
—De él, del secuestrador. Le está hablando de sucesos de su vida muy íntimos, de alguien que se suicidó por su culpa. Está forzándola a revivir la experiencia y a que la relacione con su comportamiento actual. Está creando un lazo especial con ella y, de paso, demostrándoles a ustedes lo poco que saben de su propia hija. Está minando ambos frentes.
—Sí —dijo Isabel de repente, saliendo de su estupor—. ¿Qué sabías de esto, Chico? La Escuela de Negocios Saïd debería haberse puesto en contacto contigo. Eras… hicieras lo que hicieras para ellos, debían de considerarte importante y… Lo siento, no pienso con claridad. Cuéntame lo que sabías, Chico, lo que no me dijiste.
—Lo sabía todo —empezó D’Cruz—. El decano me contó lo del suicidio. Hablé con ella y con ese hijo de puta de Julian. Le dije que no se le ocurriera acercarse a Alyshia jamás en la vida, que ni siquiera la llamara, nada. Saqué a Alyshia del curso y me la llevé directamente a Bombay. Le dije que no te contara nada porque sabía que te decepcionaría.
La tensión que flotaba en la habitación era tan grande que resultaba casi audible, como un campanilleo intenso, como un zumbido de oídos inducido por el estrés. El teléfono de Boxer, que estaba al otro lado de la mesa, empezó a vibrar. Todos agradecieron la distracción. Descolgó en la sala de estar. Era Mercy. Le informó acerca de los cinco asesinatos que habían descubierto en las últimas veinticuatro horas y le dijo cómo debía presentárselos a D’Cruz para que no creyera que había habido implicación policial hasta el descubrimiento de Jim Paxton.
—¿Qué tal va el resto? —quiso saber Mercy.
—¿El resto?
—Charlie, no me hagas decirlo.
—El exmarido está aquí. Estoy descubriendo hasta qué punto se toleran el uno al otro.
—¿Necesitas ayuda?
—Eres la especialista de apoyo.
—Sí, ya —respondió ella, molesta porque notaba que estaba ocultándole información.
Colgaron. Boxer volvió a la cocina, que seguía brutalmente silenciosa, y le pidió a D’Cruz que le acompañase a la sala de estar.
—Sé que quería mantener a la policía alejada del asunto, pero se han dado una serie de situaciones que lo han hecho imposible.
—Tengo la garantía de la ministra del Interior. —Y levantó la mandíbula.
—Ni siquiera la ministra del Interior puede evitar que la policía investigue múltiples asesinatos. El equipo de investigación de Pavis ha descubierto que, la noche en la que la secuestraron, Alyshia había acudido a una fiesta de despedida con los compañeros de la agencia de empleo en la que trabajaba.
—¿Qué agencia de empleo?
—Se marchó de la fiesta en busca de un taxi acompañada de un hombre llamado Jim Paxton… que fue hallado muerto más tarde, colgado en su armario. Mis colegas informaron de ello a la policía.
—¿Por qué?
—Porque no se puede ir dejando por ahí cadáveres en los armarios. Disculpe el juego de palabras. En la investigación a la que dio paso dicha situación, la policía descubrió las imágenes de las cámaras de vigilancia públicas en las que se veía a Jim Paxton metiendo a Alyshia en un taxi. Resulta que ahora también han encontrado muerto al taxista, junto con otro hombre desconocido, en su casa del este de Londres. Eso son tres asesinatos, más el atentado que sufrió usted la otra noche. La División de Homicidios y Crímenes Graves tiene dos investigaciones en marcha. Van a querer hablar con usted, lo mismo que el jefe de la División de Crímenes Graves y Organizados.
—Pedí expresamente que la policía no se metiera en esto. La policía y la prensa. Esto pone la vida de mi hija en…
—La policía se ha mantenido apartada del secuestro, sí, pero esto son asesinatos —dijo Boxer—, y la razón por la que estoy manteniendo una conversación en privado con usted es para que empiece a contarme cosas que nos ayuden a encontrar a Alyshia con vida. Sé que no está en su naturaleza, pero todas las partes tenemos claro que hay cierto nivel de organización detrás de este secuestro, lo que hace muy improbable que se trate de alguien solitario que busca venganza. El hecho de que no haya petición y no tengan interés en obtener ganancias financieras o materiales pero que le hayan pedido que se lo tome en serio y se hayan esforzado por conseguirlo significa, a mi modo de ver, que usted debe de tener al menos una idea de a qué nos enfrentamos. Aunque no los conozca en persona, Frank, debe de saber de dónde viene esta presión. Así que cuéntemelo.
—De verdad que no lo sé. No es que quiera obstruir la investigación. Como sabe, mis negocios son, por decirlo de manera sencilla y rápida, muy complicados. Mi pasado antes de convertirme en empresario lleva muchos condimentos. Tengo mis propias investigaciones internas en marcha para ver quién está haciendo esto. Sospecho de alguien, pero no quiero revelar lo que pienso y provocar así que la gente empiece a disparar en la dirección equivocada.
—Mire, Frank, me pidió que hiciera algo por usted y, en un principio, estuve de acuerdo. Si quiere que honre ese trato, tiene que empezar a decirme cuáles son sus sospechas y confiar en que voy a actuar de forma correcta.
—Pero esto debe quedar entre usted y yo hasta que me lo confirmen. Porque si le cuenta al equipo antiterrorista de la División de Crímenes Especiales el tipo de gente con el que puede que estemos tratando, pondrán en marcha una caza masiva y la temperatura subirá tanto que estoy seguro de que los secuestradores matarán a Alyshia y se darán a la fuga.
Por primera vez en una negociación de secuestro, el sudor humedeció las palmas de las manos de Boxer. Estaba acostumbrado a la precipitación, se la esperaba, incluso le gustaba, pero aquello se parecía más al miedo. Tenía que confirmar la veracidad de las palabras de D’Cruz, pero el rostro del multimillonario le transmitía únicamente lo que esperaría ver en los ojos de un hombre en una situación así: desesperación y terror.
Un pensamiento cruzó por su cabeza: «Este hombre es actor».
—No me ha dado su palabra, Charlie.
—No importa que se la dé o no, estoy obligado por los términos de mi contrato con Pavis a mantener informado al director de operaciones del desarrollo de los acontecimientos.
—Entonces he de guardarme para mí mis sospechas —sentenció Frank D’Cruz—. Que es lo que son, puesto que no tengo pruebas.
—¿Y qué pretende que haga yo? Me ha contratado para recuperar a su hija sana y salva.
—Solo puede hacer una cosa: seguir adelante con las negociaciones.
—Pero es que no hay negociaciones —replicó Boxer—. Estamos en manos de los secuestradores. No hay forma de que manipulemos la situación para nuestro beneficio. Ni siquiera podemos descubrir dónde están, ya que la gente que ha hecho el trabajo sucio está muerta.
—Este nivel de crueldad no es inusual y estoy convencido de que le consta —dijo D’Cruz—. Lo único que puede hacer, en este momento, es permanecer a la espera, apoyar a Isabel y pensar en positivo…
—¿Está usted negociando mientras hablamos?
—No, no estoy negociando, solo investigando… tal y como ha hecho Pavis.
Sonó el timbre de la puerta. Boxer se puso de pie. D’Cruz le cogió por el brazo.
—No debe contarle a Isabel lo de estas muertes.
—¿Y qué le digo?
—Ya pensaré en algo. Usted sígame la corriente. Pregúnteme si estoy involucrado en algún asunto controvertido que requiera tomar una decisión en un futuro próximo. Improvisaremos a partir de ahí.
Boxer se alejó de él con brusquedad, recorrió el pasillo a toda prisa y apartó a Isabel de la puerta.
—¿Esperas a alguien?
—No —respondió ella.
Miró por la mirilla. Un hombre vestido de motorista. Detrás de él había una Vespa con una maleta trasera en la que ponía Domino’s Pizza y un número de teléfono.
—¿Ha pedido alguien pizza? —preguntó sin dejar de pensar en el atentado que había sufrido D’Cruz la noche anterior.
—No.
—Ve a la sala de estar con Frank y cerrad la puerta.
Boxer subió al piso de arriba a todo correr, sacó la semiautomática de la maleta y se la metió en la parte de atrás del pantalón. Volvió a sonar el timbre. Bajó haciendo muchísimo ruido y abrió la puerta.
—Traigo el pedido.
—No hemos pedido nada.
—Pues son dos pizzas.
—No hemos pedido nada.
El motorista comprobó el número de la puerta en la hoja de pedido.
—Esto es Wycombe Square y en mi pedido pone que he de entregar dos pizzas en el número 14… que es la puerta en la que estamos.
—¿Quién ha tomado el pedido?
—Ni idea, yo solo reparto.
—Quiero verte la cara.
El motorista se levantó la visera del casco. Era un niño con pecas. Dieciséis años como mucho.
—Tiene que pagar —dijo con una sonrisa.
—¿Cuánto?
—Diecinueve libras.
—¿De dónde traes el pedido?
—Del Domino’s de Westbourne Park Road.
—¿Cuántas paradas has hecho de camino?
—Cuatro. La suya es la última —dijo el motorista—. Pero relájese, hombre. Está usted muy tenso.
—¿Has dejado la moto en la calle en algún momento?
—Pues claro. Esta es la única casa en la que he podido aparcar frente a la puerta.
—¿Cómo te llamas?
—Darren Wright.
Boxer le dio un billete de veinte libras y otra libra de más, cogió las pizzas y observó cómo se marchaba. Cerró la puerta, pero se quedó fuera, en la calle. Abrió la primera pizza. Solamente pizza: salchichas picantes con chile. Cerró la tapa y levantó la caja en un ángulo que le permitiera abrir la de abajo. Al hacerlo, vio que, pegado bajo la parte superior de la caja, había un sobre de plástico con un DVD. Abrió la otra caja: una cuatro estaciones o algo por el estilo. La cerró. Entró en la casa. Arrancó el sobre del DVD, sacó el disco y fue directo al reproductor de la sala de estar.
—Otro mensaje de nuestro amigo —comentó Boxer.
—Quizá deberíamos verla Charles y yo primero.
—Ni lo sueñes, Chico.
—Para asegurarnos de que no hay nada alarmante.
—No es mala idea —convino Boxer.
—No —insistió Isabel, que le quitó el DVD de las manos a Boxer y lo introdujo en el reproductor.
Cogió los mandos, encendió el televisor y el reproductor, y se sentó. Ruido blanco y, de repente, Alyshia con un vestido de corte sirena. Empezó su disertación. La cámara se movió para mostrar las lágrimas en la mandíbula.
Los tres observaban sin pestañear. La chica acabó, se puso de rodillas y agarró la chaqueta del hombre que había frente a ella. La cámara enfocaba su cabeza y sus hombros. El pistolero apartó las manos de la chica, que desapareció del plano.
El sonido del tiro hizo que les diera la impresión de que la sala de estar se expandía y se contraía. El hombro del pistolero se sacudió debido al retroceso, lo que les impactó a los tres. Isabel se tumbó de lado, se cayó del sofá y empezó a convulsionarse.