12:30, LUNES, 12 DE MARZO DE 2012
Lugar desconocido.
—Malas noticias —dijo la voz.
Alyshia pensó que estaba despierta. Todavía llevaba puesto el antifaz para dormir, pero con tanta droga no estaba segura de si estaba bajo tierra o no. Se sentía con fuerzas para pensar, pero no era capaz de concentrarse. Estiró una mano y tocó la pared con la punta de los dedos. Quería estar consciente, pero sin interferencias. Quería pensar. Demasiadas cosas de su vida, de las que no tenían que ver con el trabajo, se le habían pasado volando, sin contemplaciones, como una corriente continua de acciones y reacciones entre Twitter, Facebook y mensajes de móvil, donde todo tenía que ver con la inmediatez y la conectividad, pero estaba vacío de contenido.
—Alyshia, ¿me has oído?
Aquel secuestro, aquella voz, la habían forzado a interiorizar en su yo más íntimo, a acceder a un lugar al que no solía ir. La habían empujado a pensar en cosas que podían ser ciertas, pero que, por su incapacidad de resistir el ímpetu de la vida, nunca había tenido tiempo para desentrañar. Era ahora cuando empezaba a darse cuenta de la ambivalencia que había en ella. La necesidad y la resistencia. Querer saber y, al mismo tiempo, temer el conocimiento. Pero ¿qué era exactamente lo que había que temer? Ella no era cobarde. ¿Quién era el que había dicho que la ignorancia y la arrogancia eran la combinación perfecta para esa ausencia de miedo típica de los jóvenes?
Su cerebro buscaba algo, pero con la incertidumbre de la mano que se mete en un agujero oscuro de la pared para coger algo. Su padre siempre le decía: «El valor es retrospectivo. Desconoces que lo tienes hasta que has de demostrarlo». Sabía que lo que estaba intentando buscar era la respuesta a la última pregunta de la voz: «¿Qué es lo que hizo que te sintieras atraída por Julian?». Sabía que ninguno de sus amigos había llegado a comprenderlo.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó la voz.
Se abrió la puerta. Pasos largos por el suelo. Cuatro pies. Violencia a la hora de pisar el cemento. La frialdad de las manos de látex que la tocaban hizo que se le hiciera un nudo en la garganta. La pusieron de pie tirando de ella con fuerza y la arrastraron por el suelo. Las piernas no le funcionaban como era debido. La dejaron de pie, le esposaron las manos a la espalda y le abrieron las piernas. Uno de ellos le cogió del pelo y tiró hacia atrás hasta que tuvo el cuello en tensión. El corazón iba a salírsele del pecho, como un pájaro que se estrella contra una ventana. Dos bofetadas. Primero en la izquierda, después en la derecha. La mejilla le sangraba por dentro. Las lágrimas mojaban el antifaz. Tuvo una visión: ella misma, ciega y desamparada ante el cadalso.
—Malas noticias, Alyshia —repitió la voz—. ¿Ya estás conmigo?
Intentó asentir. No podía hablar.
—Quiero oír tu voz. Te están enfocando las cámaras.
—Sí. Ya estoy contigo.
—Las negociaciones con tus padres no han ido como esperábamos.
—¿Qué significa eso?
—Que las negociaciones han fracasado. Parece que no se puede llegar a un acuerdo. Hemos advertido a Frank y a Isabel de lo que sucedería, pero no nos han creído. Hemos decidido poner punto final a las negociaciones. El secuestro ha terminado. Vamos a librarnos de ti como consideremos adecuado.
—¿Libraros de mí?
—Es una pena. Esto es lo que pasa cuando fracasan las negociaciones en un secuestro. Pero, para demostrar a tus padres que no somos completamente insensibles, hemos decidido darte la oportunidad de que le digas unas últimas palabras a quien tú quieras. Puede que no sea a ellos a quienes quieras dirigirte ahora que sabes cuántas trabas nos han puesto…
—Pero yo he hecho todo lo que me has pedido. He respondido a tus preguntas. Pregúntame lo que quieras que… que…
—No, no, Alyshia, no me malinterpretes. No es culpa tuya. Es porque las negociaciones con tus padres han fracasado. Tú no puedes hacer nada. Y nosotros tampoco. Siento mucho que hayamos llegado a este punto. Pensábamos… bueno, pensaba que estaba llegando a alguna parte con tu… ¿Cómo llamarlo? ¿Tratamiento?
—Me estás confundiendo. —El miedo visceral recorría el cuerpo de Alyshia, frío y rápido como el mercurio. Sentía el pulso latiendo en su cuello más rápido que los dedos en un tamtan. Tenía la boca extremadamente seca y sentía como si le pincharan los labios con clavos y agujas. Sus ojos iban de un lado a otro de la oscuridad aterciopelada en busca de cualquier indicio de luz, de significado, de una salida.
—No es confusión. Lo que pasa es que estás molesta y eso es comprensible —dedujo la voz—. Estoy siendo más claro que el agua. Las negociaciones han fracasado. Tus padres no se han plegado a nuestras demandas. El secuestro ha terminado.
—Pero si solo… solo llevo fuera…
—Llevas sesenta horas siendo nuestra rehén. Por regla general, resolvemos estas cosas en cuarenta y ocho horas. Cuanto más tiempo te tengamos, más peligro corremos. Estamos en Londres, donde todo el mundo te observa y todo el mundo habla.
—Pero les habéis dicho que no fueran a la policía, ¿no es así? No lo harán.
—Seguro que no han ido, pero tenemos que andarnos con cuidado. Ya sabes, borrar nuestro rastro, como se suele decir. Tuvimos que matar a Jim, ¿sabes?
—¿Habéis matado a Jim? ¿Por qué? Me dijiste que no tenía nada que ver con esto.
—Te mentí. Tenías razón. Estaba implicado. Fue él quien te entregó. Te drogó la última copa y te trajo hasta nuestra puerta. Le pagamos muy bien, pero ya sabes cómo son estas cosas: nunca puedes confiar en que la gente mantenga la boca cerrada. En esta ciudad anónima hay un poderoso deseo de convertirse en el centro de atención, aunque sea durante los quince minutos de Warhol en el pub.
—Pero eso significa que ya habéis borrado nuestro rastro —dijo ella mientras las ideas se le agolpaban—. No tenéis nada de lo que preocuparos. No os he visto la cara. Ni siquiera he oído tu verdadera voz. ¡No sé nada de vosotros!
—La policía ha encontrado a Jim esta mañana. Lo hemos disfrazado lo mejor que hemos podido. Píldoras, alcohol, un poquito de autoasfixia erótica…
—No me lo cuentes, no quiero saberlo. ¿Por qué me lo cuentas? No voy a decirle nada a nadie.
—Seguro que los forenses se dan cuenta. No tardarán en descubrir la verdad. Hasta tú la descubrirías.
—Pero les llevará tiempo. Os queda tiempo. Hablad de nuevo con mis padres…
—No ha dado resultados. Como es normal, contaban con un negociador, un profesional que le aconsejaba a tu madre qué decir y cómo decirlo. Esto ha complicado el asunto, que, a nuestro entender, era muy sencillo.
—Dejad que hable con ellos. Los persuadiré.
—Es demasiado tarde. Que la policía haya encontrado el cadáver de Jim hace que nos sintamos presionados. Vamos a dejar esto antes de que nos pillen. La decisión ha sido unánime. Te hemos traído algo de tu propia ropa. Ropa especial. Queremos que te vistas para que estés muy guapa cuando digas tus últimas palabras. Pero, Alyshia, tienes que hacerlo en diez minutos. Si intentas alargar la situación, te dispararemos como a un perro. A los hombres que están agarrándote les da lo mismo. Como sabes, ya han sido un tanto rudos contigo. Están cabreados. Saben que no van a conseguir dinero gracias a ti.
La levantaron. Uno de los hombres que estaba sujetándola salió de la habitación. Oyó cómo descorrían la cremallera de una funda de plástico de lavandería. El otro le quitó las esposas.
—Vas a tener que ponerte otro sujetador para este vestido —dijo la voz—. Quítate la ropa interior.
Se desnudó y se acuclilló para taparse. Le dejaron unas bragas en la mano de muy malas maneras. Se las puso. Le colocaron encima del hombro un sujetador sin tirantes. Se lo puso.
Alguien se arrodilló frente a ella.
—Levanta el pie izquierdo —dijo la voz—. Bájalo. Levanta el derecho. Bájalo.
Le subieron el vestido por los muslos. Conocía aquel tacto. Era el vestido negro de corte sirena, el que era ceñido, el de tafetán hasta las rodillas. El que había llevado cuando celebró su veintiún cumpleaños en Londres.
Intentó pensar en algo que decir, pero sentía tantísimo miedo que no se le ocurría nada.
La cremallera le subió por la espalda. El diseño dejaba sus hombros completamente al descubierto, lo que era ideal para llevar un collar. Entonces oyó el sonido sordo de una caja. Le cogieron el pelo y se lo levantaron por encima de la cabeza. Sintió el brazo de un hombre por sus hombros. El frío que notó en las clavículas hizo que se le quedase el aire en la garganta y luchara por salir mientras le arrastraban el engaste por el cuello y cerraban la pieza en la nuca. El pelo volvió a caerle sobre los hombros. Le pusieron un cepillo en las manos.
—Hazlo lo mejor que puedas —dijo la voz—. No te quites el antifaz.
El cepillo se enganchaba en el pelo sin lavar y tiraba de los nudos. Se peinó hasta que le dolieron las raíces y se le saltaron las lágrimas.
—Los zapatos —dijo la voz—. Traédselos. Daos prisa. Nos quedan siete minutos para salir de aquí.
Le pusieron unos zapatos de tacón, los negros de tiras. Se sintió elevada a una nueva altura. Percibió olor a alcohol. Le pasaron un algodón empapado por las mejillas llenas de lágrimas.
—Nada de maquillaje. Quiero que tengas un aspecto lo más natural posible. Quiero que vean tu verdadero yo. Para que recuerden siempre lo que su intransigencia les ha costado. ¿Estamos listos? —preguntó la voz—. Alyshia, cierra los ojos. Quítate el antifaz.
Le pasaron el algodón por debajo de los ojos. Agradeció que estuviera fresco. Era la última caricia que iba a recibir en el mundo. La luz le hacía daño en los ojos y los cerró aún más para protegerse.
—Abre los ojos —ordenó la voz—. La cámara está grabando. Habla. ¡Acción!
Toda su vida se apiló en el embudo en el que se había convertido su cerebro. Veinticinco años en una esfera limitada, como la niña que mira por unos binoculares por el lado equivocado con la intención de divisar al improbable adulto que tan lejos le queda. ¿Cómo cristalizar una vida? Nada la había preparado para ese momento. Ni siquiera ninguna de las técnicas de presentación más avanzadas que había aprendido en la Escuela de Negocios Saïd era adecuada para aquella monumental tarea. «¿Quién soy? —pensó—. ¿Quién era antes?». Cuando a los famosos les preguntas qué les deben a sus padres, siempre responden: «Todo». ¿También era eso válido cuando la cosa tenía que ver con la muerte?
Se miró al espejo y descubrió cierta intensidad en su belleza, ahora que se encontraba al borde del abismo. Por el contrario, los hombres que había al otro lado eran terriblemente feos, iban vestidos con amorfas chaquetas de motero que les llegaban hasta el muslo y cuyo cuello llevaban subido hasta la nariz. Iban encapuchados y solo se les veían los ojos. El que estaba a su derecha llevaba una pistola con silenciador que agarraba con suavidad con su mano enguantada. Ella temblaba por dentro, sentía que los músculos del estómago se le estremecían contra el tejido del vestido. Fue entonces cuando se concentró en el collar. Era el de diamantes que le había regalado su padre por su veintiún cumpleaños. Tragó saliva tres veces para contener la emoción.
—Venga, Alyshia —dijo la voz—. Voy a empezar a limpiar todo esto en dos minutos. Tienes…
—Siento mucho lo que he hecho y lo que no he hecho. No debéis culparos a vosotros mismos por esto. Me disteis la preparación adecuada, los mejores genes, el más profundo de los afectos, la mayor de las atenciones, una instrucción apropiada… y yo lo he desperdiciado todo. Siento mucho haber sido tan cruel contigo, mamá. No te lo merecías. Ahora tengo claro que se debía a la sensación que yo misma tenía de haber fallado. En estos instantes te quiero más que nunca. Papá, siento haberte abandonado. Me diste oportunidades. Me lo has dado todo sin pedirme nada a cambio, me has querido, pero sin asfixiarme. Me gustaría haberte correspondido con el interés que merecías. Me voy, pero quiero que sepáis que ya no soy ignorante, egoísta, arrogante e indiferente, sino que estoy agradecida, soy humilde y anhelo poder veros una última vez.
Las últimas palabras no se oyeron, pues las pronunció a través de la saliva que se le había agolpado en la boca. Las lágrimas le caían por las mejillas y le colgaban de la mandíbula.
—Muy bonito —dijo la voz—. He de reconocer que me sorprende que hayas estado tan contenida. Venga, acabemos con esto y marchémonos de aquí.
Sintió unas manos en los hombros que tiraban de ella hacia abajo hasta una postura en la que no quería estar. Se arrodilló de cara al hombre de la pistola. Le temblaban los muslos. Alzó la vista, desesperada e implorando a las pupilas negras y brillantes que había tras los agujeros de la capucha. El hombre levantó el arma. Le puso el cañón en la frente. Alyshia se aferró a la chaqueta del hombre mientras, detrás de ella, el otro tipo desenrollaba un cobertor de plástico y se lo ponía encima de los pies. El de la pistola le quitó las manos a bofetadas y la chica cayó sobre el cobertor de plástico a cuatro patas, como un perro que va a vomitar.
Mercy Danquah acababa de salir de una infructuosa reunión con el primero de sus informadores, Busby, e iba de camino a la segunda reunión, con Nelson. Se dio cuenta de lo irritada que estaba por la manera en la que cambiaba de marcha y porque conducía echada hacia delante y sujetando el volante con fuerza. Estaba enfadada con Charles. Le había puesto en una situación comprometida. Iba a tener que contarle al superintendente Makepeace lo que hacía sucedido entre Isabel y él, o, mejor dicho, lo que pensaba que había sucedido.
—No puedo creerlo —le dijo en alto a Dios, a su exmarido y al tráfico.
El sonido de su propia voz dejó algo al descubierto en su interior y empezó a sospechar cuáles eran sus motivos, hasta que, de hecho, acabó entreviendo algo que no le gustaba admitir. Apartó la idea de su mente y decidió centrarse en Nelson. Porque él era la mejor baza que tenía. Sí, Nelson, que estaba muy metido en todo aquello porque, al vivir de una pensión de invalidez, pasaba la mayor parte del tiempo en los pubs y los clubes de Bethnal Green, Whitechapel y Stepney.
No aparcó muy lejos de la cafetería en la que habían quedado, E Pellicci, en Bethnal Green Road, en la esquina de la vieja casa que los gemelos Kray tenían en Voss Street. Las paredes del lugar estaban forradas con paneles de madera de color marrón claro, cuya marquetería databa de la década de 1940. Las ventanas eran vidrieras. Las sillas eran de madera y sobre las mesas de formica nunca faltaba el triunvirato formado por salsa HP, kétchup y mostaza. El té lo servían en unas grandes tazas que había en la urna de cromo que estaba junto a la caja registradora. La comida más sana que tenían en el menú eran alubias cocinadas al estilo inglés. Mercy, que no había desayunado, pidió una ración. Nelson, a pesar de la hora que era, se aprovechó de que la mujer dijo que invitaba y se pidió un desayuno inglés completo, cuyo elemento principal era el montón de patatas de dos centímetros y medio de grosor que había en el centro y que el hombre cubría de sal, empapaba de vinagre y untaba en el kétchup antes de llevárselas a la boca y dejarse chorretones rojos en las comisuras de los labios.
«Nelson» era el nombre en clave que usaba Mercy para proteger la identidad del hombre, que había perdido un brazo en un accidente laboral hacía algún tiempo y el año pasado un ojo por un glaucoma, lo que lo convertía en el sujeto ideal para aquel mote. Eso sí, no llevaba parche, pero su ojo de cristal tenía una claridad inquietante que hacía que Mercy pensase que podía ver más que con el acuoso que le quedaba. No era bajo y tenía una barriga redonda como una bola de bolos y el pelo completamente gris y peinado hacia atrás. Hablaba de una manera que a Mercy le hacía pensar que había pasado mucho tiempo leyendo, mientras, distraído, se echaba ocho cucharaditas de azúcar en el té.
—¿Sabes?, quizá tenga que ver con la recesión económica o con las medidas de austeridad del gobierno —dijo él—, pero en estos dos últimos años he oído hablar de secuestros más que en…
—¿Y qué tiene que ver la recesión económica?
—Más gente joven en el paro, sin dinero para comprar drogas… por lo que los camellos tienen que buscar otras formas de hacer dinero.
—Deberías estar en un organismo asesor del gobierno. Aquí malgastas tu talento.
—Lo único que digo es que se mueve menos dinero en la calle.
—Creía que por eso estaban importando fertilizante de China: para que los chavales lo esnifasen.
—¿Fertilizante?
—Mefedrona —respondió Mercy—. Pero no te preocupes por eso, almirante. Cuéntame por qué los secuestros vuelven a estar de moda.
—En general, se trata de los típicos secuestros exprés. No se complican la vida. Sigues al objetivo. Lo metes en una furgoneta. Le pegas un poco. Lo anestesias. Haces unas llamadas. Recoges el dinero. Tiras al tipo en alguna parte y te das a la fuga.
—¿Qué me dices de secuestros más largos? Por grandes sumas de dinero.
—¿Te refieres al nuevo impuesto de los ricos? —preguntó Nelson mientras apuñalaba el huevo frito con saña, como si fuera el ojo de un banquero—. Les hacen pagar por toda la mierda que nos están haciendo pasar. Les roban a los hijos y les ofrecen una educación alternativa.
—¿Sobre qué? ¿Carreras de galgos?
—Eso no tiene nada de malo, Mercy.
—Avísame cuando esas bandas empiecen con los seminarios sobre Samuel Beckett y quizá me pase. Bueno, ¿has oído que haya alguien implicado en un asunto a largo plazo?
—¿Cómo? ¿Como lo de aquel empresario indio al que le echaron el guante en el East Ham hace un tiempo? Pidieron un Fergie por él. Lo tenían en un polígono de Essex.
—¿Un Fergie?
—Sí, medio millón.
—Nunca te olvidas de nada, ¿eh, almirante? Sí, de ese tipo de secuestros es de los que estoy hablando. A largo plazo. Con piso franco. Con grandes rescates.
Mercy reconoció la metodología de Nelson. En el caso del secuestro de aquel empresario indio, le había dado información que había resultado muy útil para recuperar al rehén. Pensó que quizá supiera algo y notó una creciente excitación.
—Eso ya no es tan fácil en esta zona de Londres.
—¿Quieres decir que hay por todos lados «amigos» como tú que se quedan con todos los cotilleos que escuchan?
—Ven a verme para contarme cómo sales adelante cuando pierdas un brazo, Mercy.
—Solo bromeaba.
—Ya —respondió Nelson, incrédulo.
—¿Qué me dices de alguien que mueve los hilos? —Mercy le tiraba de la lengua—. Como un hombre de negocios rico y con recursos pero sin experiencia ni la gente adecuada, que va y contrata a una banda para que lleve a cabo un secuestro.
Nelson asintió, concentrado en la comida. Pinchó un pedazo de bacon, otro de huevo, uno de salchicha, tomate y una patata.
—Estás muy callado, almirante —dijo, preocupada por si lo habría cabreado al llamarlo chivato.
—Estoy comiendo —respondió, al tiempo que se ayudaba a pasar el último bocado con un trago de un té marrón y dulce que se le colaba por la dentadura postiza—. ¿Sabes por qué me gusta venir aquí?
Mercy se desinfló un poco. Iba a tener que darle más coba. «Pensad en ello como si fueran los preliminares», les habían explicado en el curso de confidentes de la Metropolitana. Pero, en el caso de Nelson, ese paso era de lo más desagradable.
—Es un bonito lugar —dijo Mercy mientras miraba en derredor—. De vez en cuando voy al Winning Post de Streatham. Un día te llevaré allí.
—Lo que tiene este garito es que Nev, el dueño, nunca cambia nada.
—¿Ni siquiera limpia el lavabo de mujeres?
—Y, en cambio, ahí fuera —prosiguió Nelson sin hacerle el más mínimo caso, señalando por encima de la policía el tráfico que iba arriba y abajo por Bethnal Green Road—, todo cambia constantemente.
—¿En serio?
—Nos exprimen las bes que están ahí fuera.
—¿Las bes?
—Los Banqueros, los Bolsistas y los Bengalíes. No quedan muchos de los nuestros.
—¿A qué tribu perteneces?
—A la clase trabajadora de raza blanca —respondió mientras se frotaba la frente—. Hoy en día son todo polacos y ucranianos, lituanos y búlgaros, chinos y jamaicanos, punyabíes y pastunes. Ya no sabemos ni quiénes somos. En cambio, aquí tengo claro que soy inglés y que estoy en mi país.
—A pesar de que Nev sea italiano, ¿no? Por cierto, te has dejado a los ghaneses. Estoy dolida.
—Tú no eres de Ghana, tú eres una inglesa de pies a cabeza —dijo él al tiempo que la señalaba con el tenedor—. ¿Sabes?, te aseguro que Nev ni siquiera sabe qué es un latte.
Mercy pensó que aquello era improbable, pero no hizo ningún comentario.
—Este es un edificio catalogado de grado dos —comentó Nelson mientras miraba la marquetería y las vidrieras—. Así es como somos los ingleses. Es parte de nuestra herencia. Una institución.
—Y a ti te encanta —remató Mercy—. ¿Adónde quieres llegar, Nelson?
—A que el secuestro no es un crimen inglés.
—Me parece que se te olvida que el tipo que secuestró al indio en East Ham se llamaba Danny Gibney.
—Irlandés —respondió el hombre sopesando el tenedor—. La mayoría de los secuestros de los que oigo hablar son cosa de jamaicanos que raptan a la hermana de alguien que no les ha pagado las drogas. O ucranianos, que se hacen con chicas de forma ilegal y las encierran en burdeles.
—Qué bonito —soltó ella mientras acababa las alubias—. Pero yo te estoy hablando de otra cosa.
—Sí, ya te he oído.
Fue entonces cuando Mercy se dio cuenta de que, en efecto, Nelson sabía algo y que, sencillamente, estaba haciéndola pasar por el proceso de negociación. Era eso, o sabía algo de alguien lo suficientemente cercano a él como para sentirse incómodo.
—Una de las cosas que nos preocupa de este secuestro es que no parece que quieran ningún rescate —dijo ella—. Creemos que pretenden engañar, torturar y matar. No querrás que esa gente se salga con la suya, ¿eh, almirante? Y menos teniendo en cuenta que se trata de una jovencita.
—¿Cómo de joven? —preguntó mientras apartaba el plato y se limpiaba los dientes delanteros con la lengua.
—Veintipocos.
—¿De dónde es?
—Medio inglesa, medio india.
—El problema —dijo mientras jugueteaba con el borde de la mesa con la mano que le quedaba— es que el asunto puede explotarme en la cara. Así que, si te lo digo, tienes que encontrar otra manera de usarlo. Prométemelo.
—No sé si va a ser fácil.
—Te lo parecerá en cuanto te lo cuente.
—De acuerdo, entonces te lo garantizo —respondió Mercy inclinando la cabeza hacia un lado—. Por lo visto, hay algo más, Nelson.
—Va a ser más caro de lo habitual.
—¿Y eso por qué?
—Quedo más expuesto.
—¿Se trata de un amigo?
—¿Qué tipo de persona crees que soy?
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Tiene contactos. Podrían partirme las piernas.
—¿Cuánto más caro?
—Trillizos. De quinientos.
—Creo que voy a tener que salir ahí afuera, con el frío que hace, a hacer una llamada —comentó Mercy, molesta, mientras echaba la silla hacia atrás.
Salió a la calle y paseó arriba y abajo frente al exterior amarillo de la cafetería E Pellicci mientras hablaba con el superintendente Makepeace y le explicaba que Nelson quería mil quinientas libras por su miserable información.
—Es un abuso —comentó Makepeace—. ¿Es que no lee las noticias? Reducción del número de agentes de policía, recortes en el sector público, congelación de los salarios…
—Ya se lo he explicado, ya —respondió, hastiada.
—Dile que estamos repasando las imágenes de las cámaras públicas de la zona en la que se llevaron a Alyshia y que sabemos la hora, así que llegaremos a ello con o sin su carísima información. Quinientos como máximo. Y si somos lo suficientemente rápidos, que le den por el culo.
Mercy entró de nuevo en la cafetería. Era evidente que Nelson había comido demasiado.
Nev estaba fregando los platos.
—¿Le pongo algo más? —le preguntó.
—Póngame un latte —respondió Mercy.
Nev la miró como si no supiera a qué se refería.
—Vale, está bien, que sea un café con leche —dijo mientras se sentaba.
—Te lo dije —se mofó Nelson.
—Y una mierda. Le has advertido.
—¿Hay trato?
—Casi hemos conseguido la información por nuestros propios medios. Estamos revisando las grabaciones de las cámaras de seguridad de Covent Garden de la zona en la que la vieron por última vez. El jefe me ha dicho que con trescientos vas que chutas. Que pueden quedarse en nada si me llama antes de que me cuentes lo que sabes.
Nelson se revolvió en el asiento, irritado, y Mercy supo que casi lo tenía.
—Que sean quinientos y canto.
—Trescientos es lo máximo.
—No me jodas, Mercy.
—Y los llevo encima.
—¿Alguna vez has oído hablar de El Taxista?
—No.
—No es taxista, pero conduce un taxi. Uno de los típicos negros londinenses. Tiene un negocio legal de compraventa de muebles de oficina en Violet Road, en Bromley. También da trabajo a ilegales que acaban de entrar por Calais. Duermen en unas habitaciones que hay sobre el almacén y los usa como mano de obra barata. Les paga una mierda.
—¿Cómo se llama?
—Jack Auber. Pero, si estás hablando de matar gente, Jack no se dedica a eso.
—Pero sí que la explota.
—Lo que tú quieras. Yo lo único que digo es que no es un asesino.
—Bueno, ¿qué ha hecho y cómo sabes que ha sido él?
—En Stepney vive un contratista que se llama Fred Scully. Pero el negocio de la construcción está muy parado, así que cuando consigue trabajo… tiene que sacarle el mayor rendimiento posible.
—Para lo que emplea la mano de obra barata de Jack.
—Fred ha estado trabajando con un par de los muchachos de Jack. Con uno de ellos más de un año, y le había enseñado a trabajar bien. El viernes por la tarde, Jack le pide a Fred que se los mande a su casa, en Grange Road. Ni idea del número, pero sé que desde atrás se ve el cementerio del este de Londres y que es la única casa que tiene garaje. Fred conoce el lugar porque Jack suele dejarle que almacene allí material. Ese día tienen que trabajar hasta tarde y no puede soltarlos hasta las nueve. Jack le dice que con que lleguen antes de medianoche, ya está bien.
—¿Y a qué hora dejó a los muchachos?
—Justo después de las nueve y media.
—¿Y vio a Jack?
—Sí, el taxi estaba aparcado fuera. Jack les dice que pasen. Les pone un café. Les ordena que recojan los andamios que hay en el garaje para que pueda meter el taxi y que se queden en la casa hasta que él vuelva. Fred se marcha. Al día siguiente, los muchachos no aparecen. Cuando Fred llama a Jack, este le dice: «Tranquilo, Fred, que ya te envío a otros dos. Los tienes ahí en una hora». Pero Fred quiere saber qué les ha pasado a sus dos muchachos y Jack le dice que ha habido un accidente. Que no haga preguntas.
—¿Cuándo llegamos a lo del secuestro? —preguntó Mercy con la cabeza casi pegada a la mesa.
—Oye, te estoy contando por qué sé que Jack está involucrado. La hija de Jack, Cheryl, y el hijo de Fred, Vic, están liados. Jack quiere que Vic sea su yerno en un futuro, así que Fred le pide que se entere de lo que les ha sucedido a sus dos muchachos. Lo siguiente es lo que le cuenta Vic a Fred: cuando Jack vuelve con el taxi a su casa a eso de las doce y media, aparca en el garaje porque lleva a una chica dormida en el asiento de atrás. Por lo visto, entra en la casa y espera con los muchachos. Media hora después, se oyen en el taxi gritos y alaridos, y ordena a esos dos que droguen a la chica y la metan en la casa.
—¿La chica? ¿Qué chica?
—Una india de unos veintitantos, blanquita. Los muchachos la llevan adentro y la dejan en una cama que hay en la parte trasera de la casa. Luego, esperan. Media hora después, aparecen dos tipos encapuchados. Jack estaba esperándolos, pero no se cree lo que hacen a continuación, que es… estrangular a los dos muchachos. Luego, meten los dos cadáveres y a la chica en la furgoneta en la que han llegado y se largan. Jack se queda de piedra. Todavía no lo ha superado. Por eso se lo ha contado todo a Vic. Le pidió que no le dijera nada a nadie, ni a su padre… pero ya sabes cómo son estas cosas.
—Almirante —dijo Mercy—, vamos a dar una vuelta.