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10:45, LUNES, 12 DE MARZO DE 2012

Casa de Isabel Marks, Kensington, Londres W8

Charles Boxer envió su informe por correo electrónico y se puso cómodo en la habitación de arriba, en la que había instalado el equipo de grabación. No es que le apeteciera mucho hacer la llamada que estaba haciendo. A su madre. La «bruja borracha», como la llamaba Mercy cariñosamente.

—Hola, Esme, soy yo —anunció. La mujer insistía en que la llamara por su nombre de pila desde que tenía doce años.

—¿Charlie? ¿Qué quieres? —le preguntó con esa voz radiofónica cascada que tenía de tanto fumar. La mujer sabía que no la llamaba a menos que quisiera algo.

Al menos no estaba bebida todavía. Oyó cómo encendía un cigarrillo, una acción refleja de sus días como productora.

—Tanto Mercy como yo tenemos un trabajo en marcha. ¿Te importaría que te enviáramos a Amy a pasar unos días contigo… por favor?

—¿No tenéis con quién dejarla?

—Ha surgido un problema. Quiero pensar que le vendría bien pasar un poco de tiempo contigo. Eres la única persona de la familia con la que se lleva bien.

Le contó el viajecito de Amy a Tenerife. Podía oír cómo Esme se reía para sus adentros.

—Esa chica tiene narices —dijo ella al fin.

—Ya te digo —respondió Boxer—, pero esta no es la manera en la que a los padres suele gustarles que lo demuestren.

—Entonces deberías haber estado más pendiente de ella, Charlie —le soltó de esa manera tan calculada que provocaba la máxima irritación precisamente por tratarse de la pura verdad.

—Sí, ya sabes cómo es, Esme, de cuando yo era niño —le replicó. No pudo evitarlo.

—Tú saliste muy bien y te aseguraste de que yo no tuviera que hacer gran cosa. Y seguro que Amy también ha salido bien. Puede que no como tú querías, pero seguro que, al final, la muchacha llegará a donde se proponga… aunque no será gracias a Mercy y a ti.

—¿Puedo decirle que vaya a tu casa después del instituto? —preguntó Boxer sin entrar al trapo.

—Claro —dijo, y colgó. Boxer oyó el auricular traqueteando sobre la horquilla.

Respiró hondo y llamó a Amy. Seguía sin responder. Le envió un mensaje explicándole lo que había hablado con Esme y volvió abajo.

Isabel estaba en la cocina, mirando una taza de café frío. Boxer quería centrarse en la siguiente llamada telefónica, desarrollar una estrategia que le proporcionase a la mujer un lugar en el que apoyarse, a sabiendas de que se encontraban a los pies del precipicio creado por la ventaja psicológica de su oponente.

—Parece que no te encuentres bien —dijo ella, que levantó la vista del café turbio cuando el hombre entró en la cocina.

—Acabo de llamar a mi madre. Este es el efecto que produce —explicó Boxer—. Deberíamos estudiar la próxima llamada.

—Háblame de Amy —continuó Isabel, ignorando lo que él había dicho.

Boxer consultó el reloj. Mercy estaba a punto de llegar. Ya tendrían más tarde la sesión de estrategia.

—¿Por qué es tan infeliz? —quiso saber Isabel.

—Por la razón por la que lo son la mayor parte de los críos: padres ausentes —respondió Boxer, que todavía se dolía de las estocadas que le había dado su madre—. Mercy y yo tenemos trabajos complicados que hacen que no podamos estar junto a ella siempre. Cuando trabajaba en la anterior empresa, pasaba fuera del país al menos doscientos días al año. Por eso me despedí, pero… creo que lo hice demasiado tarde.

—¿Cuándo te diste cuenta de que las cosas iban mal con ella?

—Siempre ha sido una niña rebelde. Siempre quería ir más allá, ser más mayor. Nos fuimos a España de vacaciones cuando tenía quince años y se echó un novio de veintidós. Llegué a pensar que nunca la sacaríamos de allí. Estamos casi seguros de que lleva manteniendo relaciones sexuales desde entonces. Quizá se deba a que no hemos sido capaces de darle una vida familiar adecuada, pero no estaba tan desfasada cuando era niña. Siempre quería ser más mayor. Mercy quería lo contrario. Siempre ha intentado detener su avance. Ese fue el comienzo de las verdaderas tensiones entre ambas.

—¿Era una niña sociable?

—Claro. Siempre ha sido popular. Siempre ha tenido cerca amigos y mucha gente que quería su amistad, pero… nunca le duran mucho.

—Hasta el momento no has dicho nada que me dé miedo. ¿Qué es lo que sucede en realidad?

—Aparte de lo habitual, las mentiras patológicas y las agresiones repentinas, dirigidas en su mayoría a Mercy, yo diría que para mí lo peor es su desapego —comentó Boxer.

—Ponme un ejemplo.

—Una vez la vi hablando animadamente con un grupo de chicos acerca del último grupo de moda, que por aquel entonces era The Killers. La banda iba a dar un concierto y estaban todos locos por ir, pero era evidente que Amy no estaba interesada. Más tarde le pregunté por qué y me dijo que los de esa banda no eran más que flotadores.

—¿Flotadores?

—Una palabra complicada en la jerga de mi hija. Significa «muerto en el agua», pero también «que flota en la superficie». Que su música no te llega adentro.

—Pero, Charlie, si eso es bueno. Es profundo.

—Sí, lo es, pero también es inquietante porque deja al descubierto su soledad. Es una extraña mezcla de curiosidad sin límites contenida por el tedio infinito. Es como la chica emocionada en la primera fila de una fiesta con mago, cuyo entusiasmo se va apagando a medida que ve cómo se hacen los trucos. Y no hay nada tan desalentador como descubrir lo banal que es la magia.

—¿Qué es lo que más te preocupa? Es decir… no parece que tenga tendencias suicidas.

—No, no creo que vaya a darle por ahí. Lo que me preocupa es todo lo que se parece a mí.

—Y eso ¿por qué?

Sonó el timbre.

—Seguro que es Mercy —comentó Boxer, aliviado—. Voy a mantener una conversación con ella antes de presentártela.

—¿Sobre nosotros?

—Eso no sería recomendable.

Boxer fue a la puerta principal, se puso la chaqueta y cogió una llave.

Mercy llevaba un traje sobrio y oscuro, un jersey de cuello vuelto bajo un abrigo de lana negro y guantes de cuero que cubrían sus largas y esbeltas manos. Ninguna joya. Tenía el pelo corto, lo que acentuaba sus rasgos cincelados —pómulos altos, mandíbula larga y una nariz fina que te hacían pensar en sus ancestros subsaharianos—. Tenía los ojos achinados por el frío y los labios apretados. Astuta y profesional. No iba sola. A unos cinco metros, había un joven de treinta y pocos años. Tenía el pelo espeso y oscuro, con ese rizo mediterráneo con el que se podrían pulir suelos, las cejas oscuras, los ojos hundidos, la nariz larga, una boca muy pronunciada y, a pesar de haberse afeitado por la mañana, una sombra de barba perceptible. Bajo la gabardina negra llevaba un traje oscuro con corbata y zapatos con cordones. A Boxer le sorprendió que no llevase una sirena sobre la cabeza, porque el chico apestaba a policía.

—¿Quién es? —preguntó Boxer.

—George Papadopoulos —respondió Mercy, y susurró—: Subinspector. Lo llamamos George Papa.

—Nadie me ha avisado de que fuera a venir. ¿Quién se supone que es?

—El especialista al que estoy entrenando.

—¿Y quién le ha dado autoridad para estar aquí?

—Yo diría que es cosa del comisario general de la Metropolitana —respondió Mercy con un dedo en el mentón—. Es parte del trato.

—De la que nadie ha creído conveniente informarme.

—Había una cláusula que hablaba del personal —respondió Mercy mientras juntaba los dedos índice y pulgar—. Ya sabes, la letra pequeña.

—¿Y qué se supone que va a hacer?

—George va a hacer el trabajo de campo mientras yo me encargo de los contactos. ¿Sabemos ya la hora y el lugar del secuestro?

—No.

—¿Podemos pasar o tenemos que montar aquí la tienda de campaña?

—¿Lleváis una? —bromeó Boxer—. Ray Moss, el criminólogo de Pavis, ha escuchado la llamada y ha dicho las cosas como son. No le gusta un pelo. Cree que estamos ante un asesino en vez de ante un secuestrador. Me ha dicho, textualmente: «Yo metería a la Policía Metropolitana de cabeza». ¿Qué te parece?

—No es habitual que los del sector privado digan eso.

—No hay gabinete de crisis —comentó Boxer—. Isabel Marks así lo desea. Ni siquiera ha querido señalar a nadie en caso de que se viera incapacitada para continuar. Está sola ahí dentro.

—¿Y su exmarido?

—No se llevan bien… bajo presión.

—¿No tiene amigas?

—Una, en Brasil, pero tiene sus propios problemas.

Mercy suspiró y se pasó una de sus largas y esbeltas manos enguantadas por los rizos de su pelo.

—Bueno, ahora danos las buenas noticias.

—Jordan, el secuestrador, es de esos a los que les gusta jugar. Va de listo y le gusta pinchar. Sugiere constantemente entre líneas que Isabel no sabe cómo es su hija.

—Me hago cargo, a mí también me ha pasado —respondió Mercy con énfasis.

—Por cierto, he hablado con mi madre. Va a quedarse con Amy. A tu hija le he enviado un mensaje.

—A Esme le ha encantado, ¿verdad?

—Sí, eso creo —respondió Charles Boxer, tomándoselo a broma—. Bien, lo malo de Jordan es que es de los volubles. En una llamada está calmado y controla la situación y en la siguiente es arrogante y caballeroso.

—De acuerdo. Será mejor que nos pongamos manos a la obra. Pero, Charlie, ¿podemos hacerlo dentro? Me estoy pelando de frío.

La mujer tenía los ojos acuosos y su piel —normalmente oscura y lustrosa— se estaba quedando gris. Odiaba el frío y no se había acostumbrado a él a pesar de llevar veinte años en Inglaterra. Abrió la puerta y les dejó entrar. Le dio la mano a George Papadopoulos al pasar. Los policías se quitaron el abrigo y fueron a la cocina, donde Boxer les presentó a Isabel Marks, que les sirvió café. No tenía duda sobre ello, pero le gustó comprobar que Isabel y Mercy se caían bien desde el principio.

—Bueno, Mercy, ¿cómo encajan George y usted en este… en este escenario?

—Yo soy el apoyo de Charlie. Si es un secuestro largo, yo me encargaré cuando pasen dos semanas. Por esa razón, tengo que saberlo todo.

—¿Y George?

—Él observa y aprende. Es mi aprendiz.

—Mercy y George también van a investigar un poco el secuestro —comentó Boxer.

—¿Qué significa eso exactamente?

—Descubriremos dónde vieron a Alyshia por última vez, a qué hora y con quién —respondió Mercy—. Vamos a trazar un cuadro de los momentos que preceden al acontecimiento, con la esperanza de que eso nos dé algunas indicaciones de con quién estamos tratando. Si trabaja solo o es una banda. Si es un exnovio molesto. Quizá la gente de su día a día pueda arrojar algo de luz acerca de personalidades extrañas, interacciones empresariales dificultosas… ese tipo de cosas. Quizá también podamos descubrir algo que usar en las negociaciones con el secuestrador, algo que nos dé cierta ventaja. Como ya ha visto en sus conversaciones con Jordan, en este juego el conocimiento es poder.

—Pero no van a ponerse ustedes en contacto con la policía.

—No se preocupe, esta es una investigación privada. Iremos con mucho cuidado. Somos conscientes de la amenaza de los secuestradores. Ahora, lo primero que me gustaría es escuchar su historia. Hemos recibido un resumen del director de operaciones, pero no hay nada como oírlo de primera mano.

Mercy escuchó la versión de los acontecimientos de boca de Isabel. La instó a recordar y, al tratarse de una mujer tan agradable y una investigadora tan inteligente, consiguió escarbar muy profundo y obtuvo su recompensa.

—Alyshia se marchó y alquiló su propio apartamento porque no nos llevábamos muy bien. A mí me costaba mucho lidiar con su reticencia. Algo le había pasado en Mumbai… y aunque sé que mi exmarido es muy reservado, no me esperaba que mi propia hija se cerrara en banda. Siempre me lo había contado todo.

—¿Todo? —preguntó Boxer—. ¿De verdad existe algo tan absoluto?

—No —respondió Mercy—, como bien descubrimos tan a menudo por nosotros mismos. La gente joven tiene su propia vida.

—Supongo que tiene usted razón —comentó Isabel.

—El secuestrador ha dejado el móvil de Alyshia en algún punto de la M4. Estamos esperando que nos lo traigan —informó Boxer— para encontrar más revelaciones en él.

—¿Acerca de? —preguntó Mercy.

—Acerca de la vida de Alyshia, diría yo —soltó Isabel—. Un novio que no conozco o algo así.

Boxer colocó el iPod en el puerto y puso la grabación de la segunda llamada.

—De acuerdo —comenzó Mercy—, construyamos un cuadro de la situación empezando por el momento del secuestro y yendo después hacia atrás. ¿En qué trabaja Alyshia?

Silencio.

—¿Isabel?

—No lo sé —respondió la mujer, consciente de haber fallado a las primeras de cambio—. Lo único que me dijo es que estaba empleada en un banco de la City. Cuando le pregunté en cuál, solo me dijo que era uno de los mayores bancos de inversión. Decidí no insistir porque ya había empezado a cerrarse conmigo si me «entrometía» demasiado en su vida.

—¿Y dónde vive?

—Vive de alquiler en algún lugar de Hoxton. Es todo lo que sé. Dice que necesita su propio espacio. Parte del proceso de separación. Para impedirme que viviera mi vida a través de ella. Había empezado a mostrarse bastante brutal conmigo. Hacía que me sintiera como un amante inseguro.

—¿Había trabajado anteriormente en Gran Bretaña antes de conseguir este trabajo en el banco?

—Sí, cuando acabó el instituto y después de la universidad. Antes de que le dieran una plaza en la Escuela de Negocios Saïd.

—¿Y vivía con usted?

—Sí.

—¿Dejó aquí algún papel que tuviera que ver con su trabajo?

—En mi despacho hay una caja con un montón de cosas que no quiso llevarse.

—¿Hay algún lugar en el que George pueda ponerse con el ordenador?

Isabel acompañó a Papadopoulos al comedor antes de subir al piso de arriba con Mercy. Hablaban sin parar. Boxer cogió una libreta con la intención de empezar a planificar una estrategia para conseguir que Jordan les hiciese alguna petición. Aquel era el problema de que no hubiera gabinete de crisis, que tenía que estar con Isabel todo el tiempo. Lo era todo para ella: consejero, especialista, amigo, consuelo, confidente y, ahora, amante. Eso significaba que le quedaba poco tiempo para desempeñar su trabajo.

Lo que quería que hiciera Isabel, por mucho que detestara a Jordan, era que hablara con él. Tenía que establecerse una relación. Eso ralentizaría las conversaciones telefónicas y quizá consiguiera que Jordan revelara más cosas. Las voces vagas aumentaron su volumen. Mercy volvió a la cocina y le hizo un gesto afirmativo a Boxer. Tenían algo.

Llamó Martin Fox. Boxer respondió en la sala mientras observaba el jardín, gris y congelado.

—¿Cómo va?

—Es más difícil hacerlo solo —respondió Boxer.

—He hablado con Frank al respecto. Acepta lo que quiere su exesposa, pero me ha dado dos nombres: el de su abogado y el de una mujer que dirige una agencia inmobiliaria cuyos servicios usa. Por lo visto, Isabel y esa mujer se llevaban muy bien cuando ella se mudó de la casa de Edwardes Square.

—¿Has hablado con alguno de ellos?

—Frank ha dicho que lo hiciera solo en caso de que Isabel se viera incapacitada o si ella me lo pedía.

—Bueno, algo es algo. Por cierto, Mercy ha venido… con George.

—Lo siento. No he tenido más remedio que aceptar.

—Noto cómo intentan meterse a la fuerza en el asunto. Mercy ya se está haciendo con el control.

—Ya sabes cómo funciona esto. Está en su naturaleza suponer que el sector privado está motivado por el dinero, en el mejor de los casos, y por su propia corrupción interna, en el peor. Nosotros, por nuestro lado, pensamos de la Metropolitana que solo pone trabas y que está llena de incompetentes.

—La relación laboral perfecta —ironizó Boxer—. Preferiría que Frank no conociese a George.

—De acuerdo. ¿Es de los que lleva los galones en la camisa?

—¿Has hablado con Ray Moss?

—Por eso te llamo.

—Isabel sabe lo que piensa. Se ha enterado.

—¿No se ha hundido?

—Todavía no. No acostumbra a mostrar nada. Y es dura por dentro. Podrías pensar que es una mujer agradable y de naturaleza bondadosa, pero tiene algo en su interior que la mantiene entera.

—Aunque voy a intentar aliviar un poco tu presión, también estoy siguiendo la pista de otra fuente —dijo Fox—. Tengo un amigo en el Financial Times que me ha sugerido que hable con un tipo que es serio competidor de Konkan Hills Securities en la industria del acero. No he hablado de ello con Frank y no quiero que se entere, así que es un nombre que no quiero que dejes caer delante de Isabel Marks, aunque puede que apenas lo conozca. Quiero sacar todos los trapos sucios y verificarlos.

—¿Estamos ante el escenario de un empleado insatisfecho?

—Podría ser. Mi contacto me ha dicho que se trata de un tal Deepak Mistry. Tiene unos treinta y cinco años, pero hay ciertos interrogantes acerca de su fecha de nacimiento. Hasta donde sabemos, era un licenciado en Informática que se unió a un grupo de programadores y montó una empresa en Bangalore. Desarrollaron la mayor parte de los programas que usa Konkan Hills, y en uno de esos movimientos «me gusta tanto el producto que compro la empresa» tan típicos de Frank D’Cruz, nuestro cliente incorporó tanto a Mistry como a su negocio en el Departamento de Informática de la empresa.

—Ese movimiento ¿hizo rico a Deepak?

—No lo hizo multimillonario, pero se llevó un buen pellizco —respondió Fox—. Una de las razones por las que D’Cruz lo hizo es porque Deepak Mistry le caía bien. Admiraba su espíritu emprendedor, y en cuestión de un año Deepak era el jefe del Departamento de Informática de Konkan Hills. Por lo visto, la cosa no se quedó ahí. Deepak entró en el círculo íntimo. Como jefe del Departamento de Informática le dieron una silla en el consejo y, en cosa de dos años, se convirtió en la mano derecha de Frank. Y todavía detentaba aquella posición cuando Alyshia voló a Mumbai hace un par de años con un título en Económicas, un máster en Administración y Dirección de Empresas y ninguna experiencia. Mi informador no sabe muy bien qué es lo que pasó después, pero está seguro de que Deepak Mistry ha desaparecido, no solo del consejo de Konkan Hills Securities, sino del mapa financiero del sur de India.

—¿Quería darle trabajo la empresa de tu informador?

—Exacto —contestó Fox—. Y nadie sabe dónde está. Tengo una serie de detectives privados en Mumbai que están intentando encontrarlo.

—Me ha parecido que decías que Mistry se dedicaba a la informática. ¿Por qué quiere emplearlo un competidor del acero?

—Frank tenía un amigo chino, un hombre de negocios, que había comprado una acería en Alemania, la había desmantelado y estaba montándola pieza a pieza en China. Frank envió a Deepak Mistry a Shanghái durante dos años para que supervisase la reconstrucción de la acería alemana y la hiciera un veinticinco por ciento más eficiente. Después, Frank usó todo lo que Deepak había aprendido para remozar su propia acería de India.

—Parece más intrigante que prometedor.

—A mí me parece ambas cosas.

Mercy apareció en la puerta y le hizo un gesto para que la acompañara a la cocina. Boxer colgó.

Papadopoulos estaba en mangas de camisa, con sus capaces y peludas manos a los lados. Isabel estaba sentada, desconcertada.

—Por lo visto, Alyshia no trabajaba en un banco, sino en una agencia de empleo llamada Bovingdon Recruitment. Tienen diez sucursales en el centro de Londres y ella está en Tottenham Court Road. Su dirección es Lavender Grove, apartamento 1, Londres E8, en Dalston, cerca de London Fields. Imagino que no está muy lejos de Hoxton —explicó Papadopoulos como para mitigar la implicación de su hallazgo.

—Me resulta muy extraño —dijo Isabel, confundida y dolida—. ¿Por qué iba a mentirme acerca de tonterías?

—Podría ser síntoma de otro problema —aventuró Boxer—. No se lo tome como algo personal. Tiene más que ver con Alyshia que con usted.

—¿Qué otro problema?

—Por ejemplo, podría ser lo que sucedió en Mumbai —sugirió Boxer—. Dice que cuando volvió no era la misma.

—Ahora me preocupa que, sin yo verlo o querer verlo, haya estado pasándolo mal… —dijo Isabel—. Porque… ¿en una agencia de empleo? No tiene nada que ver con ella.

Su móvil, que estaba sobre la mesa, vibró.

—Chico —dijo tras consultar la pantalla.

Boxer sacó a los demás de la cocina y se los llevó a la sala de estar.

—No quiero que Frank D’Cruz, al que ella llama Chico, te vea —le advirtió Boxer a Papadopoulos.

—¿Por qué? —preguntó este.

—Porque en cuanto te vea sabrá que eres…

—¿¡Yo!? —se extrañó Papadopoulos—. ¿Tengo pinta de poli?

Boxer miró a Mercy con las cejas enarcadas.

—Vámonos —dijo Mercy—. De momento, tenemos suficiente para empezar.

Papadopoulos cogió su chaqueta y su portátil y se puso la gabardina por encima con movimientos agresivos. Isabel entró y les dijo que Chico estaba de camino. Mercy y Papadopoulos se excusaron. Boxer les acompañó a la puerta. Mercy tiró de él y lo sacó a la calle mientras le decía a Papadopoulos que fuera hacia el coche.

—Bueno, dime qué está pasando aquí.

—He hablado con Martin Fox y hemos convenido que no sería buena idea…

—Ya sabes a qué me refiero, Charlie —lo interrumpió Mercy—. Me refiero a qué está pasando entre Isabel y tú.

—Pues que no hay gabinete de crisis, eso es lo que pasa. Lo que significa…

—Me he fijado en la manera en que te mira. Seguro que hasta George se ha dado cuenta.

—No sé qué quieres decir.

Mercy se acercó a él hasta que estuvieron casi nariz con nariz. Sus bonitos y verdes ojos se asomaron a los pozos negros que conformaban las dilatadas pupilas de la mujer y que hacían que el iris marrón fuera casi imperceptible.

—¡Dios mío! —exclamó Mercy—, no me lo puedo creer.

—¿Qué coño no te puedes creer? —preguntó Boxer, molesto.

—Lo has hecho, Charlie. Es evidente.

Solo su gran experiencia como jugador de póquer le permitía mantenerle la mirada, pero incluso aquello estaba costándole.

—Espero que sepas lo que estás haciendo, Charles Boxer. Está en juego la vida de una chica.

—Me aseguraré de que recibes una copia de lo que sea que encontremos en el iPhone de Alyshia.

Mercy, consternada y furiosa, se dio la vuelta sin decir palabra y se dirigió al coche.

Boxer se quedó en la puerta, molesto porque las mujeres pudieran leer en él con tanta claridad, tanto traspasado por la corrección profesional de Mercy como con aquel nuevo deseo ardiendo aún en su interior.

El tráfico había sido especialmente horrible, incluso para lo que era habitual en Mumbai. Eran las seis y media de la tarde cuando Roger Clayton llegó a Vile Parle, cerca del aeropuerto. Allí, el taxi cogió el desvío y se encaminó a la playa Juhu, donde tenía la última reunión del día. La gente empezaba a marcharse de la playa y los vendedores de comida estaban haciendo su agosto. El taxi llegó hasta donde pudo y Clayton caminó entre los vendedores de globos, los tamborileros, las atracciones, las garitas de tiro, los adivinadores y los monos amaestrados, hasta llegar a los puestos de comida.

Se apretujó entre la aglomeración de miles de personas que se detenían a comer algo sin prestar aparente atención a las franjas rothkianas de colores azul oscuro, morado, violeta, rojo y rosa que dibujaba el sol mientras se ponía tras las aguas negras del mar Arábigo.

Gagan estaba esperándolo en su puesto de pani puri preferido. Cuando Clayton llegó, él ya iba por la tercera bola de masa crujiente. Charlaron mientras la locura especiada del pani puri les explotaba en la boca. Pagaron y fueron hasta la enorme parrilla circular de hierro que había en el centro del puesto de pav bhaji. Clayton compró dos platos de patatas y verduras con curry y pan mientras agitaba la cabeza ante la perspectiva de aquella ingesta tan calórica. Puso un billete de cincuenta dólares debajo de uno de los platos y se lo tendió a Gagan, que aceptó el regalo con una ligera inclinación de cabeza.

Se alejaron de los puestos iluminados y del estruendo de los generadores y se internaron en la oscuridad de la playa. Gagan, que tenía veintitantos años y estaba delgado como un palo, vestía camisa blanca y pantalones negros. Ambos le quedaban demasiado grandes, por lo que llevaba los pantalones bien sujetos con un cinto a las caderas y la camisa le formaba un gran bulto en la espalda. Tenía una buena mata de pelo oscuro con mechas marrones y raya a un lado. Solía exhibir una sonrisa muy amplia llena de dientes blancos. Era fácil entender por qué lo había contratado Sharmila D’Cruz: no solo era guapo, sino que resultaba inspirador para el espíritu.

Clayton se alegraba de que Frank D’Cruz pagara tan mal a sus empleados como para que cincuenta dólares bastaran para tener un buen cómplice en Gagan. El chico era doblemente útil porque, al ser una especie de ayuda de cámara, tenía acceso a toda la casa. También sabía preparar unos buenos aperitivos y sus especialidades —las grasientas pakoras, las croquetas, la tarta de cerdo típica de Goa y las empanadillas— eran las favoritas de Frank D’Cruz. Además, mentía a Sharmila acerca de cuánto comía su esposo, lo que hacía que fuera el único sirviente con el que Frank hablaba en vez de chillarle.

—Así que tu jefe ha ido a Londres.

Gagan puso los ojos como platos, asombrado al comprobar cuánto sabía Clayton. Por otro lado, estaba decepcionado, porque aquella era la primera perla de información que le tenía preparada.

—Sí, ha sido muy repentino. No estaba planeado. La señora Sharmila muy triste.

—¿Por qué?

—Iban a acudir a uno estreno esta semana y a la gran fiesta que celebran para inicio de liga críquet. Ahora no tiene nada que hacer.

—¿Ha habido algún cambio en la casa y en el complejo de Juhu?

—¡Sí, sí! Mucha más seguridad ahora. A todos registro antes de entrar. Hombres con perros en el jardín por la noche.

—¿Fue alguien no habitual a la casa antes de que él se marchara?

—Oh, sí, Anwar Masood.

—¿Quién es?

—El cocinero me ha dicho él es importante gánster musulmán. Un viejo amigo de señor Frank.

Clayton exprimió limón sobre la patata con mantequilla y curry para que no resultase tan grasienta y cogió un poco con el pan, se la metió como pudo en la boca y se tomó su tiempo para limpiarse.

—¿Asistió Sharmila a la reunión con Anwar Masood?

—No, no, señor. La señora Sharmila no estaba en casa. Solo señor Frank y Anwar Masood y ninguno más.

Clayton sonrió porque le hacía gracia la curiosa forma en la que Gagan hablaba su idioma.

—¿Escuchaste algo de lo que decían?

—Oh, sí, señor Roger. Señor Frank me dice que hago aperitivos pero no cerdo. Yo hago croquetas de ternera, tartaleta de pescado…

—Vale, Gagan, solo cuéntame lo que dijeron.

—Señor Frank dice a Anwar Masood que ir a Pakistán para hablar con amigo de Karachi.

—¿Su amigo?

—Eso dice. Amigo de Karachi. No dicen nombre de amigo porque ya lo conocen.

—¿Seguro que no dijeron ningún nombre? Él tiene muchos amigos en Karachi.

—Ahora, estoy pensando. —Gagan se calló y pensó—. Fue noche muy larga, muchas partes, y yo voy y vengo.

—No hay prisa.

—Sí, sí, una vez dicen señor Iqbal. Sí, amigo es señor Iqbal.

—Muy bien —le alentó Clayton—. ¿Y de qué tenía que hablar Anwar Masood con el señor Iqbal?

—Algo sobre señorita Alyshia. Yo no entiendo muy bien. No hablaban muy normalmente y yo voy y vengo. Yo pienso que ella no está muy contenta después de dejar Mumbai.

—Es importante que me cuentes lo que oíste, aunque no lo entendieras.

—Ellos conversación muy larga y yo hago empanadillas de ternera. Ahora hablan de señorita Alyshia. Ahora vuelvo con empanadillas de ternera y ellos hablan sobre Deepak Mistry.

—¿Quién es Deepak Mistry?

—Es muy cerca a señor Frank. Yo dejo empanadillas de ternera en mesa y señor Frank dice: «Haz tartaletas de pescado para señor Masood». Así que tengo que volver corriendo a cocina.

—¿Qué oíste cuando volviste con las tartaletas de pescado? —Clayton se había dado cuenta de que Gagan tenía la velada estructurada en fases culinarias.

—Anwar Masood de pie para marchar y señor Frank dice: «Debes probar tartaletas de pescado de Gagan. Nadie hace tan ricas. Ni en Goa». Anwar Masood prueba una y alaba muchas veces. Señor Frank dice que dejar platos y yo salgo. Yo cerrando la puerta y señor Frank dice: «Tienes que encontrar Deepak». Y yo escucho porque el señor Deepak me cae bien y siento pena que es desaparecido.

—¿Y qué oíste?

—Anwar Masood responde que él no encuentra señor Deepak. Que señor Deepak no es en Mumbai, no es en Bangalore.

—¿Cuánto tiempo estuvo Anwar Masood en casa?

—Se marcha al rato. Quizás está dos horas.

Se terminaron los pav bhajis y caminaron por la playa en dirección a las luces de los puestos de comida. Clayton se compró una gola helada y de un rojo brillante con la esperanza de que le limpiase el paladar sin que llegara a producirle diarrea.

Mientras volvía a la ciudad llamó al investigador del consulado, que estaba todavía en la oficina.

—Cuéntame todo lo que sepas de un gánster llamado Anwar Masood, de un amigo pakistaní que Frank D’Cruz tiene en Karachi y que se apellida Iqbal (yo diría que se trata del teniente general Abdel Iqbal), y de un empleado de Konkan Hills Securities llamado Deepak Mistry. Y, si puedes, entérate de si el tal Mistry está en el país.