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7:30, LUNES, 12 DE MARZO DE 2012

Ministerio del Interior, Marsham Street, Londres SW1

En la estancia había una persona con la que la ministra del Interior no había contado. Era un hombre esbelto y tenía aspecto de duro, el pelo negro, los pómulos altos, una pequeña cicatriz bajo el ojo izquierdo y el ceño fruncido constantemente, por lo que parecía estar interesadísimo en saber lo que uno estaba a punto de decir.

—Le presento a Simon Deacon, del MI6 —dijo Joyce Hunter, del MI5—. He pensado que nos ahorraría tiempo que estuviera en la reunión. Lleva el departamento de Asia en Vauxhall Cross.

Natasha Radcliffe, la ministra del Interior, estaba molesta porque el pequeño favor que le había hecho al ministro de Comercio, Innovación y Tecnología se había convertido en una pelota en su tejado. Mervin Stanley le había contado a primera hora de la mañana que alguien había disparado a Frank D’Cruz en Knightsbridge la noche anterior. Aquella noticia había tenido el alcance esperado y había propiciado que recibiera una llamada de Barbara Richmond, ministra de Seguridad y Contraterrorismo, que estaba más nerviosa que nunca con los Juegos Olímpicos a la vuelta de la esquina. Después de la llamada había decidido que lo más seguro era organizar una reunión con el MI5 para hablar de todos los posibles problemas de seguridad que el secuestro y el atentado podían desatar. Por lo menos, la prensa no se había hecho eco del asunto.

—¿Ha oído hablar de Frank D’Cruz? —le preguntó la ministra.

—Por supuesto —respondió Deacon—. Sale a menudo en las noticias. Menudo hombre de negocios. Además, le abrimos un archivo en cuanto nos enteramos de su interés por invertir en Gran Bretaña, y uno de mis agentes está investigándolo. Hasta la fecha, los informes no han contenido nada relevante y no los hemos pasado porque nadie había pedido información acerca del señor D’Cruz hasta hoy.

—¿Y el MI5? —preguntó Radcliffe—. ¿Le ha abierto un expediente al señor D’Cruz?

—Sí, lo hemos hecho porque se ha reunido con ministros y con el primer ministro —respondió Hunter—. También lo hemos sometido a una vigilancia ligera, pero, hasta el momento, no ha hecho nada que pueda clasificarse como un riesgo para la seguridad.

—¿Tenemos más información acerca del atentado de anoche? —preguntó Radcliffe.

—Solo el informe de balística —respondió su ayudante—. La bala extraída del asiento trasero del coche en el que viajaba el señor D’Cruz no encaja con ninguna de las que tenemos en los archivos.

—¿Se sabe algo más del secuestro? —preguntó Radcliffe.

—Estamos esperando un informe por parte del superintendente Makepeace, de la sección 7 de Criminología Especializada. Está en una reunión con el director de operaciones del secuestro.

—Anoche me llamó Barbara Richmond y quiere estar completamente segura de que no se nos pasa nada —comentó Natasha Radcliffe—. Que hayan secuestrado a la hija de un importante inversor asiático y que hayan intentado asesinarle es algo que no le cuadra. Y cuando las cosas no cuadran suele ser porque nos falta algo, algo que desconocemos y que está impidiendo que descubramos cuál es la conexión entre ambos sucesos. No quiero que eso que nos falta se convierta en un problema de seguridad grave. Por lo tanto, quiero que empecéis a rellenar esos archivos sobre el señor D’Cruz con datos importantes para que la ministra de Seguridad y Contraterrorismo se tranquilice.

—Te he dicho que no, Charles —zanjó Isabel—. Así que olvídalo.

—Como ya te he explicado, no significa que vaya a apartarte. No significa que vaya a dejar de ser tu responsabilidad. Lo único que significa es que vas a dejar de llevar el peso del contacto con el secuestrador de Alyshia.

—No pienso confiarle su vida a nadie —respondió mientras se alejaba de él y le mostraba el envés de la mano por encima del hombro—, así que deja de hablar de ello.

—De acuerdo. ¿Podrías darme los nombres de la gente que querrías que te sustituyera en caso de que te sintieras incapacitada? Tenemos que ir por delante de ellos. Si te hundes…

—No voy a hundirme.

—No es solo la presión de las llamadas telefónicas, también están estos periodos de inactividad. La espera. La manera en que tu mente juega con lo que tenemos. No se espera que nadie con un nivel de implicación tan alto como el tuyo aguante más de una semana.

—¿A qué viene esto? —exclamó Isabel. Había un poco de veneno en sus palabras, acero en su tono de voz—. ¿Tiene que ver con alguna otra cosa?

—No, no tiene que ver con nada más. Así es como ha de ser la vida hasta que el asunto termina.

—Me refiero a si tiene que ver con lo que sucedió anoche. Entre nosotros. ¿Ahora quieres que nos distanciemos?

—No, no tiene nada que ver con lo que sucedió anoche. Pero tienes razón —dijo Boxer—. Ya teníamos una situación con gran carga emocional entre manos y le hemos añadido…

—¿Qué? ¿Qué le hemos añadido? ¿Existe alguna manera de llamarlo de acuerdo con el manual? ¿Igual que al hecho de que tus amigos se ocupen de negociar por ti le llamáis gabinete de crisis? ¿Cómo se llama a que te tires al especialista en secuestros? ¿Un gabinete de encuentros durante la crisis?

—Mi jefe lo llamaría gabinete de desastre. Nunca volvería a darme trabajo.

—¿Y tú? ¿Cómo lo llamarías?

—Fíjate —dijo Boxer mientras levantaba las manos—. Fíjate en nosotros. Es justo de esto de lo que estoy hablando. Hemos incorporado a la situación una carga tremendamente emocional. Ahora no solo hay una enorme presión externa debida al secuestro, sino que también hay una interna muy potente… por lo que sucede entre nosotros.

—¿Y qué es lo que sucede entre nosotros?

Estaban mirándose a los ojos con intención cuando sonó el móvil de Boxer.

—¿Qué sucede? —insistió Isabel.

—Ya sabes lo que sucede. Como si no fuera evidente.

El teléfono seguía sonando.

—Responde.

—Es el criminólogo —comentó Boxer mientras miraba la pantalla.

—Dile que vuelva a llamar, pero al fijo —dijo, aún irritada—. Quiero oír lo que dice.

Boxer descolgó y le dio el número fijo al criminólogo. Se trataba de Ray Moss. Se quedaron sentados en silencio, esperando.

—Lo siento —dijo ella—. Es que…

Sonó el fijo.

—Hola, Ray. Voy a ponerte con el manos libres. En la habitación nos encontramos Isabel Marks, la madre de Alyshia, y yo. Ya has oído la grabación. ¿Qué opinas?

—No creo que sea un secuestrador.

—Espera un momento…

—Sí, lo sé —prosiguió Moss—, pero me da la impresión de que está interpretando un papel.

—Esté interpretando un papel o no, ha secuestrado a mi hija —intervino Isabel—. ¿Adónde quiere llegar?

—Lo primero que me ha llamado la atención es la manera en la que se enteró de que su hija había sido secuestrada.

—¿Te refieres a que el secuestrador esperó a que Isabel se pusiera en contacto con ella? —preguntó Boxer.

—Resulta significativo —comentó Moss—. Si recuerdo bien, dijo usted que su exmarido había estado llamando a Alyshia el sábado y que no había respondido a sus llamadas. ¿Sabemos ya cuándo fue raptada? De no ser así, ¿cuándo fue la última vez que habló con su hija, señora Marks?

—El viernes por la tarde.

—Así que parece probable que la secuestraran esa misma noche —dijo Moss—. Es muy raro que una banda seria espere veinticuatro horas a que la madre se ponga en contacto con ellos para informarle de que tienen retenida a su hija.

—Tenían preparada una prueba de captura —dijo Isabel.

—Y eso resulta muy extraño —comentó Moss—. ¿Por qué te preparas y, después, esperas a que se pongan en contacto contigo? Muchas bandas se ponen en contacto antes de tener una prueba de captura. Tienen el caramelito y quieren que lo sepas cuanto antes. En la mayor parte de las ocasiones, es el especialista en secuestros quien se encarga de que se pida una prueba de captura. Es extraño que sea la banda quien la ofrece.

—¿Qué más? —dijo Boxer.

—El detalle de la amenaza en caso de que avisaran a la policía o a la prensa era mucho más calculado de lo normal. Y tengo la sensación de que sintió usted que el secuestrador conocía la crueldad de su exmarido, lo que creo que significa que lo conoce y que en este asunto hay algo personal.

—Sí… —dijo Boxer de una manera con la que intentaba advertir a Moss de que no siguiera por ese camino.

—El tono de la segunda llamada fue muy diferente. Más provocador, informal, y arrogante y violento en ciertos momentos. En esta ocasión no quiso darle una prueba de vida. De una banda ansiosa por ganar dinero se esperaría una petición en esta llamada. Si la raptaron el viernes por la noche, estamos hablando de que han pasado treinta y cuatro horas. Que no haya petición todavía, sino todo lo contrario, que hayan hecho patente su desinterés monetario, es muy inusual. Además, el hecho de que quiera hacerle ver que conoce su vida, y la de su hija, mejor que usted…

—¿A qué se refiere con eso de que conoce mejor a mi hija? —preguntó Isabel. Su enfado iba en aumento.

—El secuestrador dijo: «Ella está interesada en otra cosa», lo que implica que él conoce a alguien con quien está involucrada su hija y a quien usted, en cambio, no conoce. Y parece que también sabe «lo que sucedió en Mumbai». ¿Lo sabe usted?

—No.

—Estas son tácticas bastante normales utilizadas para crear alarma y minar la moral, pero normalmente van acompañadas de una petición monetaria.

—Entonces, si no es un secuestrador, ¿qué es? —quiso saber Isabel.

Moss inspiró hondo y contuvo la respiración.

—Creo que deberíamos escuchar lo que hay en el móvil en cuanto lo hayan recuperado —intervino Boxer.

—Cree usted que es un asesino, ¿verdad? —dijo Isabel.

—Si no lo he dicho es porque no tengo claro lo que es —puntualizó Moss—. Lo único que tengo claro es que no se comporta como un secuestrador habitual.

—Pero piensa usted que tiene algo contra mi exmarido y que el hecho de que no haga ninguna petición, que de hecho desdeñe la enorme capacidad económica de mi exmarido, indica que su intención es… castigarlo.

—Sean cuales sean sus intenciones —dijo Moss—, parece que no son inmediatas. Es como si quisiera marear la perdiz. Está esperando que recupere usted el teléfono móvil. Ha hablado de «lo que sucedió en Mumbai», algo que, a mi entender, significa que va a haber más revelaciones. Está disfrutando de este papel.

—Habla usted de «papel» como si el hombre estuviera interpretando a un secuestrador, cuando, en realidad, ya nos ha dicho que lo es y que estamos en un proceso de secuestro —expuso Isabel, desesperada por organizar los hechos en su cabeza de la manera más positiva posible—. ¿Tal vez se trate de alguien que está actuando en nombre de otra persona?

Boxer notaba la compasión filtrándose por el teléfono.

—Lo que Ray quiere decir —intervino el especialista— es que Jordan ha organizado una situación concreta que, a todas luces, parece un secuestro, pero que hay una serie de cosas raras que hacen que sus intenciones no estén claras.

—Me gustaría escuchar lo que sea que les envía en el móvil de su hija —dijo Moss—. Los forenses querrán verlo primero. Después, volveremos a hablar.

—Gracias, Ray —respondió Boxer mientras quitaba el manos libres y se llevaba el auricular a la oreja.

—No debería estar haciendo todo esto sola —le dijo Moss.

—Estamos en ello.

—Al final… el secuestrador va a matarla. No me cabe duda. Toda esta burla no es sino parte de la tortura. Yo metería a la Policía Metropolitana de cabeza, diga lo que diga ese cabrón de Jordan.

La llamada que Simon Deacon le había hecho a su agente, Roger Clayton, había supuesto que este último tuviese el día de trabajo más ajetreado en mucho tiempo, especialmente con aquella terrible humedad de mediados de marzo que se había instalado después de los vientos cálidos y secos que soplaban desde Guyarat. La llamada de teléfono había dado pie a tres reuniones, cada una de ellas en una parte de una ciudad que, no se sabe por qué estúpida razón, había elegido Los Ángeles como modelo de vida moderna. La extensión de la ciudad era colosal. La única manera de llegar a cada una de las reuniones era en coche, rodeado por los otros diez millones de vehículos que se movían por Mumbai. Había calculado que ese día tendría que pasar nueve horas en el coche.

Rajiv Tandon era agente de la Oficina de Inteligencia India, conocida en todo el mundo por sus siglas en inglés: IB. Habían quedado en uno de los lugares de Mumbai que más temía Clayton: el centro comercial de High Street Phoenix, en el Lower Parel, un edificio que, irónicamente, había conservado las chimeneas de las antiguas fábricas textiles y solo estaba a unos kilómetros de su despacho, sito en el complejo Bandra Kurla. A Tandon le gustaba comprar, y como Clayton no tenía nada que ofrecerle para quedar mejor ante sus superiores —y Simon Deacon le había dicho que no quería que el secuestro de la hija de Frank D’Cruz se supiera públicamente en la IB—, sabía qué era lo que tenía que hacer: usar la tarjeta de crédito en el momento adecuado. No le gustaba hacerlo, y no porque lo considerase un soborno o un acto corrupto, sino porque tenía que pagar con su propia tarjeta y pasar después una hoja de gastos que solían tardar seis semanas en abonarle (ahora eran casi diez, con la política de austeridad del gobierno de Su Majestad). Por lo menos, Tandon no era excesivamente avaricioso, y con trescientas cincuenta libras en productos Ralph Lauren fue suficiente.

Se sentaron en el café Costa. Se alegró. A Tandon le encantaba el McDonald’s y Clayton ya tenía todo un cinturón de Big Macs alrededor de la cintura. Tandon no se quitó las gafas de sol Persol con montura de oro y en cuyos cristales de espejo se reflejaba el logotipo con forma de alubia del Costa y la calma resoluta de Clayton, que enmascaraba la irritación subcutánea. El rugido lejano de la tele, en la que hablaban de los partidos de la primera división india de críquet, que eran claves para determinar quién se llevaría el campeonato, compitió con la máquina para calentar la leche por la supremacía del ruido.

—Estamos aquí para hablar de Goldfinger —dijo Tandon, que usó el muy creativo nombre en clave que habían pensado para Frank D’Cruz—. Y no quieres solo material reciente, sino también pasado.

—Tenemos que saber si hay algo sucio en su pasado que pudiera tener algún impacto en la situación que está teniendo lugar en Londres.

—Ya te dije que no me iba a resultar sencillo. Estás hablando de la época anterior a los ordenadores. Todavía no hay en formato digital nada anterior a 1992. Aún estoy intentando localizar su archivo en papel, pero he conseguido hablar con algunas personas.

—¿Sobre los intereses de Goldfinger?

—Sí, y he tenido suerte, porque su nombre ha surgido de forma bastante natural en nuestras oficinas.

—¿Y eso?

Tandon giró la cabeza y la pantalla de televisión apareció por duplicado en sus gafas de sol.

—¿La primera división india? —preguntó Clayton, sorprendido por la frialdad estudiada de Tandon—. ¿Qué pasa con la primera división india? Pensaba que se trataba de una historia sembrada de éxitos.

—Se está viniendo abajo —respondió Tandon mientras arrugaba la nariz—. En la oficina se rumorea que por eso ha ido D’Cruz a Londres.

—¿En qué está metido? —preguntó Clayton, tras lo que dejó que Tandon se tomase su tiempo, que tampoco fue mucho.

—Es uno de los principales inversores y, junto con otros, es el responsable del nombramiento del actual presidente y su junta. La primera división india es la liga de críquet más lucrativa de la historia. Sus partidos los ven cientos de millones de personas. Estamos obsesionados con el críquet. Es una fuente de orgullo para la nueva nación. Si se demuestra que la corrupción ha llegado a lo más profundo de ella, te aseguro que el rugido de la rabia india se oirá en todo el mundo.

—¿De qué estamos hablando? —A Clayton no se le ocurría ninguna empresa de aquel país en expansión que no estuviera corrupta, por lo que necesitaba una comparación—. ¿Hasta qué punto llega en la Escala de Gangrena?

—Hasta el 8,4 —respondió, ajustando incluso los decimales—. En este país, si eres multimillonario, eres uno entre un puñado de individuos que se encuentran en mitad de una masa de humanidad. Te sientes más importante. Pero, para obtener una sensación de poder aún mayor, te gusta saber lo que los demás desconocen. Tiene que ver con el dinero. Con el control absoluto. Sentarse y observar cómo millones de personas histéricas animan a sus respectivos equipos… mientras que tú sabes a ciencia cierta cuál va a ser el resultado.

—Ah, vale, partidos amañados.

—Todavía no estamos seguros, pero es de lo que empieza a rumorearse en las calles.

—¿Y estas conversaciones acerca de la primera división india han llevado a tus jefes a evocar los buenos viejos tiempos con Goldfinger? Porque, por mucho que queramos su inversión, tenemos que ser muy cuidadosos con la fuente de la que proviene el dinero.

—Bueno, es exactamente así, pero hay otra cosa que me llamó la atención cuando estaba a punto de salir de la oficina. Aunque no sé si es relevante para vosotros —dijo Tandon—. Me encontré con un informe de la policía del 7 de enero de 2012. Habían entrado a robar en una de las fábricas de coches de Goldfinger.

—¿Qué se llevaron?

—Eso es lo que me llamó la atención —señaló Tandon—. Por lo visto, no se llevaron nada. De hecho, la única prueba de que habían estado allí era un gran agujero en la valla de seguridad del perímetro y las cerraduras rotas de dos de los almacenes. Pero parecía que no hubieran robado nada.

—¿Y qué había en esos almacenes?

—Los prototipos de unos coches eléctricos.

—¿Espionaje industrial?

—¿Quién sabe? —respondió Tandon mientras levantaba las manos.

Estaban en el pub Half Moon, en Mile End Road. Dan llevó las pintas de cerveza rubia a la mesa.

—¿Y las patatas? —preguntó Skin en cuanto Dan se sentó.

—No me jodas. Si quieres, te traigo un desayuno completo.

Volvió a la barra y compró dos paquetes de patatas: con sal y vinagre y con queso y cebolla.

—Bonito lugar —dijo Skin.

—Antes era un teatro. —Dan miró en derredor.

—Cualquier lugar que sirva cerveza a las nueve y media de la mañana tiene mi voto. Qué pena lo de los putos estudiantes.

—¿Qué tal tienes el hombro?

—Nada mal. Has hecho un buen trabajo.

—No bebas mucho mientras estás con los calmantes y toma los antibióticos hasta que se acabe la caja. Como se te infecte la herida, vas a tener que ir al hospital y allí la policía aparecerá enseguida y no precisamente a llevarte flores.

—De acuerdo —concedió Skin—. ¿Y qué hay de nuevo?

—¿Qué te hace pensar que tengo noticias?

—¿Qué hacemos aquí si no es por eso?

—Vida social.

—Ah, vale. Pero, tío, eres un poco engreído para mí. Es que lees demasiados libros. Mi padre me dijo que no confiara en los putos cerebritos, que te daban por el culo en cuanto te descuidabas.

—¿También te contó que todos los enfermeros son gais?

—Sí. ¿Es verdad? —Alejó su pinta de Dan—. Sé que te gusto.

—Venga, no me jodas.

—Ah, no, ahora me acuerdo. La novia que te metió en la trena nunca fue a visitarte. Quizá te convirtieran en Wandsworth. A veces pasa.

—Lo único que me pasó en Wandsworth es que hice pesas y gané doce kilos.

—Eso me dice algo de ti —comentó Skin mientras se tocaba la cabeza con un dedo.

—Además, no eres mi tipo.

—¿Qué tengo de malo?

—Venga, ahora no te hagas el ofendido.

Se rieron, le dieron un buen trago a la cerveza y abrieron las patatas.

—Lo cierto es que sí tengo noticias —dijo Dan—. De la chica.

—¿Qué le pasa? —preguntó Skin mientras miraba en todas direcciones pero prestando gran atención a las palabras de Dan.

—Pike me ha dado su nombre. Le he dicho que lo necesitaba por si había algún problema de salud.

—¿Y?

—Se llama Alyshia D’Cruz. La he buscado en Google y resulta que es la hija de un multimillonario indio que antes hacía películas.

—Cuánto odio esa mierda.

—¿Bollywood?

—Es que todo el mundo se pone a cantar y a bailar —respondió al tiempo que movía la cabeza de lado a lado—. Y para colmo no hay tetas.

—Una deconstrucción sucinta del género.

—¿Ves, enfermero? Este es el problema que tengo contigo. Solo he entendido la mitad de las palabras que acabas de decir.

—Siempre que sean las importantes… Mira, Skin, no es coña. Su padre era actor y ahora tiene miles de millones. Pero no de rupias, sino de dólares.

Se miraron en silencio durante un rato. Los ojos azules del pelado no sonreían y le miró de forma penetrante. Dan dejó que lo hiciera para que tuviera tiempo de deducir lo que, efectivamente, le estaba proponiendo.

—¿Y? —quiso saber Skin después de un rato.

—Pues eso —dijo Dan, al tiempo que hacía un movimiento adelante con las manos.

—Quiero oírtelo decir.

—Tenemos la información, la oportunidad y, con un poco de preparación, también podríamos tener la capacidad.

—En mi idioma, enfermero. Palabras cortas.

—Sabemos quién es la chica y dónde está. Esa es la información. Somos uno de los tres turnos de seguridad del almacén en el que la tienen. Esa es la oportunidad. Lo único que tenemos que hacer es encontrar un lugar alternativo en el que tenerla retenida. Que es la capacidad.

—Pero, exactamente… ¿qué quieres decir?

—Que la secuestremos nosotros.

—Vale, es lo que me temía. Las cosas así necesito oírlas, nada más. De esa manera no hay equivocaciones. Así, cuando Pike le diga a Kevin, el enano, que meta nuestras pelotas en el torno, siempre puedo decirle, sin miedo a equivocarme, que fue al enfermero al que se le ocurrió la idea.

Dan, que iba a coger la pinta, se quedó parado.

Skin sonrió.

—¿Acaso te parezco de los que escurren el bulto? —le preguntó Skin con una carita de bebé inocente en la que solo desentonaba el tatuaje de la telaraña.

Dan le miró con dureza al tiempo que se exprimía los sesos.

—¿Has estado pensando lo mismo todo el puto tiempo?

—Lo que he estado pensando, enfermero, es que hemos hecho mucho trabajo sucio por el salario mínimo. Matar a los ilegales, al taxista y a su compañero, recibir un balazo y seguir haciendo el turno en el almacén. Para mí, eso son muchas horas extra. No me importa trabajar un poco más siempre que me muestren aprecio. No sé tú, pero yo no siento ese aprecio ni en el bolsillo ni aquí. —Se dio unas palmaditas en el pecho y le dio un trago a la cerveza—. He estado haciendo mis propias indagaciones después de que nos planteáramos eso de que los que acabábamos con los cabos sueltos también podemos convertirnos en cabos sueltos.

Dan soltó una risotada. Había infravalorado a Skin, como era probable que hiciera mucha gente.

—¿Y has descubierto para quién está haciendo esto Pike?

—Solo sé —respondió Skin mientras movía la cabeza de lado a lado— que la única persona con la que se ha puesto en contacto es con ese inglés. Y he oído que el irlandés cabrón lo llama Reecey. El estadounidense que se hace llamar Jordan, el que habla con la chica, es el que dirige el grupo y, hasta donde yo sé, contrató a Reecey para que organizara el secuestro.

—¿Y el otro estadounidense, el que nunca hemos visto en nuestro turno?

—Es compañero de Jordan. Trabajan juntos. No me he enterado de cómo se llama.

—¿Y el «irlandés cabrón», el tipo de seguridad?

—Ese va con Reecey.

—¿Y quién está detrás de ellos?

—¿Acaso tiene que haber alguien?

—Jordan sale a hacer llamadas después de las sesiones con la chica, como si estuviera informando a alguien.

—¿Has oído algo al respecto?

—Nada —respondió Dan—. ¿Sabes si han pagado a Pike?

—Cien mil. Por ahora.

—¿Y a ti no te parece mucho dinero?

—Sí… porque el único proveedor externo era el taxista. A los demás, los que estamos haciendo el trabajo de mierda, nos tiene en nómina.

—El almacén es de Pike —dijo Dan.

—Y siempre está vacío —añadió Skin.

—Y dudo mucho que la cámara frigorífica en la que están se haya encendido en este siglo.

—Vamos a por otras dos pintas —le instó Skin mientras ponía un billete de diez libras sobre la mesa.

Se sentaron frente a los grifos. Más patatas. Skin asentía.

—¿Qué pasa? —le preguntó Dan.

—Lo estoy pensando todo, de principio a fin. Lo más sencillo va a ser coger a la chica, que es lo primero que hay que hacer.

—Solo he entrado en la cámara frigorífica una vez, para ponerle la cánula en el brazo. ¿Cómo están allí las cosas?

—Solo hay dos personas y Jordan está ocupado casi todo el tiempo hablando con la chica. Lo único que tengo que hacer es distraer a Reecey… y no creo que eso sea un gran problema.

—¿De qué conoce Reecey a Pike?

—No lo sé, pero, si ya tienes el músculo, ¿para qué vas a ver a Pike? ¿Por qué no haces el trabajo tú mismo?

—Conocimientos locales. Acceso al taxista. El almacén.

—Y nosotros, los turnos de seguridad —añadió Skin mientras se carcajeaba—. Háblame del multimillonario indio.

—Después de hacer películas se pasó al mundo de los negocios. Se dedica a cualquier cosa que se te ocurra: acero, construcción, coches, energía. Una estimación moderada de su riqueza, según la lista de la revista Forbes sobre los hombres más ricos de India, lo sitúa en el puesto dieciocho, con cuatro mil quinientos millones de dólares.

—¡Joder! ¿¡Y cuánto tiene el que está el primero!?

—Cerca de treinta mil millones.

—¿Y no tiene ninguna hija que secuestrar?

—En India.

—¿Y cuánto crees que podemos sacar nosotros?

—Si tienes cuatro mil quinientos millones de dólares, no debería costarte mucho desprenderte de un millón para un par de tipos de Stepney, ¿no crees?

—Bueno, un millón… —dijo Skin comiendo patatas y con una cara de avaricia que hacía que pareciera que estaba famélico—. Yo creo que deberíamos pedir un millón para cada uno. ¡Y que se joda Pike!

—Vendrá a por nosotros.

—No me da miedo. No está preparado. No se dedica a ese tipo de negocios.

—¿Y Kevin?

—¿Ese enano de mierda?

—¿Y el compañero de Jordan y el cabrón irlandés? ¿Crees que se van a tomar a bien que nos carguemos a sus compañeros de armas?

Skin sonrió y se encogió de hombros.

—¿Y qué me dices del Gran Hombre, el tipo que ha contratado a Jordan y a Reecey para secuestrar a la chica? —insistió Dan—. No creo que sea alguien que se haya quedado a cero en la cuenta después de organizar este golpe.

—¿Te estás cagando por la pata abajo, enfermero? —Le pinchó en el estómago con un dedo—. Te has acobardado de repente, ¿verdad?

—Vale —dijo Dan mientras apartaba el dedo de Skin de un manotazo—, seamos prácticos. ¿Dónde esconderíamos a la chica después de llevárnosla?

—Bueno, no podemos ponérselo fácil a Pike y a los demás. En casa de mi madre no vamos a dejarla. Tenemos que encontrar un sitio donde no vayan a buscar. Y aquí es donde entras tú. Pike me conoce como si me hubiera parido. Pero ¿qué sabe de ti? ¡Una mierda! No sabría ni por dónde empezar. Provenís de lugares diferentes, ¿sabes? Tú eres pijo.

—¿Desde cuándo Swindon es un barrio pijo?

—Por eso eres importante. Pike nunca ha ido más allá del oeste de Wandsworth. No sabe nada de ti.

—Sabe que soy enfermero.

—Yo me encargaré de Jordan y de su colega —continuó Skin, ignorándole—. Tú cuidarás de la chica. Transporte tenemos. Lo único que necesitamos es un sitio. ¿Estás de acuerdo?

Dan dudó, pero finalmente cogió la pinta y dijo:

—¿Y tú?

Y entrechocaron las jarras.

Roger Clayton tardó más de tres horas en conducir desde Lower Parel hasta Nariman Point para su siguiente reunión, que era en el Sea Lounge del remodelado hotel Taj Mahal Palace and Tower. Lo condujeron a una mesa que había junto a una ventana con vistas a la Puerta de la India y a la terminal de los trasbordadores y a la que ya estaba sentado Divesh Mehta. Mehta era del Guyarat y había trabajado para el Departamento de Investigación y Análisis, el equivalente indio del MI6. Clayton prefería esta relación con Mehta, que había sido educado y entrenado en Gran Bretaña, porque con él mantenía un fluido intercambio de información, lo cual implicaba que su tarjeta de crédito no tenía que sufrir.

Lo único malo de Mehta es que hacía que Clayton se sintiera desaliñado. Siempre iba vestido de manera inmaculada, con un traje hecho a medida, una camisa blanca almidonada —que, a diferencia de la de Clayton, nunca se le arrugaba o se le salía del pantalón— y una corbata del Vincent’s Club —había ganado una copa universitaria de críquet— perfectamente anudada, lo que le daba ese aire de los caballeros ingleses que habían perdido el imperio. También bebía té. Nunca había salido de sus labios una frase como «un té fuerte con leche desnatada». A Clayton le parecía que, en cambio, su traje de confección tenía bolsas por todos lados. Además, llevaba el botón del cuello desabrochado y la corbata aflojada por la gran humedad que hacía en el exterior. Las gafas —con lentes oscuras de quita y pon— le colgaban sobre el pecho con una cadenita y el cinturón se le clavaba en la tripa. Se dieron la mano. Clayton se sentó y dejó que el aire acondicionado del Taj le desinflara hasta recuperar su tamaño habitual.

—¿Un té? —le preguntó Mehta, imitando a la perfección a los camareros de los tugurios del sur de Londres.

Ambos se rieron. Clayton asintió mientras notaba que los cercos de sudor de las axilas empezaban a enfriarse terriblemente y un camarero le tendía un menú.

—Han hecho un buen trabajo —dijo Clayton mientras miraba a su alrededor y se ponía las gafas para leer la carta—. No comía aquí desde los ataques de 2008.

—Yo diría que esta zona no sufrió tantos daños como otras partes del hotel —comentó Mehta—. Bueno, querías verme. ¿Me ha parecido notar cierta urgencia?

—Se trata del amigo actor que tenemos en común, Frank D’Cruz. ¿Sabías que ha ido a Londres?

—Ahora mismo no ocupa un puesto destacado en mi lista de prioridades. ¿Qué sucede con él?

—Tus amigos del IB creen que tiene que ver con algo terrible que se está cociendo en la primera división india.

—No creo que huyera por eso. Para él, eso es el pan nuestro de cada día. Además, es imposible que cualquiera que sepa la histeria que crea ese deporte piense que la liga está dirigida por una congregación de vírgenes. ¿Por qué ha huido?

—Sabemos por qué ha huido, bueno, marchado, mejor dicho, pero no sabemos quién está detrás de ello.

Mehta se inclinó hacia delante y cogió la taza y el platillo. Clayton se dio cuenta de que había captado toda su atención. Aquella no era información normal y corriente que se pasaban el uno al otro para ponerse al día.

—Como bien sabes, estamos especialmente preocupados con la información que recibimos de nuestros vecinos y, como se ha quedado con la fábrica de acero, D’Cruz ha estado viajando de forma regular a Pakistán —dijo Mehta—. Está desesperado por conseguir contratos de exportación.

—¿Y viajaba solo?

—Solo o con su hija hasta finales del año pasado.

—¿Sabes con qué tipo de gente está haciendo tratos?

—A ambos se los vio en reuniones sociales en el Sheraton Karachi con un militar pakistaní, el teniente general Abdel Iqbal.

—Y no tendrá nada que ver con los Servicios de Inteligencia Internos, ¿no?

—Pues sí. Pertenece a ellos, lo hemos confirmado, pero todavía estamos investigando sus conexiones. Investigación que, dado el poco apoyo que tiene nuestra operación, no va tan rápida como me gustaría. Esas conexiones podrían ser una de las razones por las que con tanta rapidez se firmaron los contratos de D’Cruz, se otorgaron las licencias y se transportó, entregó y pagó el producto con tanta fluidez.

—Pero ¿crees que Iqbal forma parte de una «red de viejos amigos», por así decirlo?

—Estoy convencido de ello —respondió Mehta—. Sabemos con toda seguridad que, por ejemplo, es amigo de Amir Jat.

—¿Quién es ese?

—Necesitarías todo un informe acerca de él. Es un monstruo de las conexiones y afiliaciones de la CIA a Al Qaeda. Vas a estropearme el té si me haces hablar de él.

—Nunca se me ocurriría —dijo Clayton.

—Lo que estamos esperando es esa última pieza del rompecabezas que demuestre que, en efecto, Iqbal tiene las conexiones terroristas que creemos que tiene.