23:45, DOMINGO, 11 DE MARZO DE 2012
Grange Road, Londres E13
—¿Qué te había dicho? —preguntó Skin, que llevaba unos pantalones de chándal Umbro de color azul oscuro, una camiseta roja de la selección de Inglaterra bajo la chaqueta forrada de piel y unas zapatillas de deporte negras que había sacado de la guantera de la furgoneta.
—¿Qué me habías dicho? Son tantas las chorradas que me has contado en los últimos días… —respondió Dan mientras miraba a la derecha y giraba a la izquierda— que no me acuerdo.
—Lo de que no había acabado. —Skin fumaba como un carretero—. Míranos ahora…
—Atando cabos sueltos —dijo Dan.
—A eso me refiero. Piensa en ello.
—Te refieres a que en algún momento alguien decidirá que nosotros también somos cabos sueltos.
—Lo has pillado.
—Eso implicaría que Pike tendría que encontrar a alguien que te limpiase el forro a ti y, después, volver a encontrar a alguien que matase por él.
—Lo que quiero decir es que si nos matan a nosotros se acabaron las conexiones con los personajes principales.
—Y lo que quiero decir yo es que no es tan fácil. Sé que a Pike le gusta contar conmigo. Le doy consejos médicos, ¿sabes?
—¿Para qué quieres consejos médicos si acabas otra vez en la suite real? No infravalores a Pike. Debajo de toda esa grasa hay un tipo nervudo, un cabrón de mierda que ansía salir.
—¿Te has metido algo?
—Por supuesto —respondió Skin—. Esta vez nos han dicho lo que tenemos que hacer.
—¿Qué te has metido?
—¿Y a ti qué te importa?
—Quiero saber a qué me enfrento.
—Un poco de dextro —respondió mientras se encendía un cigarrillo con la colilla del anterior, que se había fumado en menos de un minuto—. Tengo que estar alerta para esto.
—Skin, ¿estás preocupado por algo?
—¿Algo como qué?
—Algo que tenga que ver con este trabajo.
—Ese cabrón, el taxista, no va a estar solo. No después de lo que le hicimos a sus ovejas la otra noche. No le hizo gracia. Ni siquiera me la hizo a mí. Estaba pensando lo mismo que nosotros cuando los tiramos al río: «Soy el siguiente».
—Y crees que va a tener compañía.
—Estoy seguro. Y Pike también lo está. ¿Se te dan igual de bien las pistolas que las agujas?
Dan se encogió de hombros.
—Yo diría que no —concluyó Skin—. En ese caso, encárgate tú del taxista. Ponte detrás de él. Un tiro seco en la nuca. Sin pensar.
—¿Sin pensar?
—Me da a mí que vamos a tener problemas.
—¿Y tú?
—Yo me encargaré de los otros —dijo Skin—. De la ayuda inesperada.
—¿Quién va a entregarle el dinero?
—Yo. —Le hizo un gesto para que se lo diera.
Dan le dio el dinero, que estaba metido en una bolsa de plástico.
—Tú ponte detrás de él y ¡pum! El plástico protege el dinero, así que no te preocupes por la que se vaya a liar.
—Ya… que no me preocupe.
—Le das demasiadas vueltas. No lo hagas.
Aparcaron en la calle, justo frente a la casa de Grange Road, y salieron. Dejaron atrás el taxi, que estaba en el camino de entrada, y rodearon el garaje hasta el jardín de atrás. Skin llamó a la puerta. Abrió el taxista. El pelado levantó la bolsa con el dinero y dijo:
—Día de cobro.
—No lleváis la capucha —soltó el taxista, impávido.
—No lo hemos creído necesario ahora que la chica está fuera de escena —respondió Dan.
El taxista dejó la puerta abierta, vio el tatuaje de la telaraña que tenía Skin en el cuello y la mejilla y movió la cabeza de lado a lado.
—Deberías haber visto al tipo que me lo hizo —explicó Skin—. La araña le trepaba por la nariz y tenía el tatuaje por toda la cara. A ese cabrón todo el mundo le mantiene la puerta abierta para que pase, te lo aseguro.
—Vamos a la otra habitación, contaré allí el dinero.
—Yo me tomaría una taza de té.
Fueron a la cocina, rodearon la mesa y las sillas, y no se sentaron. Skin dejó el dinero delante de una silla que estaba retirada y Dan se quedó detrás de él, apoyado en la pared.
—Sentaos. —El taxista señaló las sillas que quedaban a cada uno de los lados de la suya.
—Llevo todo el día conduciendo —respondió Dan—, quiero estirar las piernas.
—¡Que os sentéis, joder! —exclamó el taxista mientras daba una palmada fuerte en la mesa.
Se abrió la puerta que había a la derecha de Dan. Un chaval salió por ella con una pistola por delante. Skin se echó hacia atrás mientras rebuscaba en la chaqueta. El joven disparó. Skin gruñó mientras caía al suelo, desde donde devolvió los disparos. Le dio justo en el pecho al joven. El chico salió impelido por donde había entrado, se golpeó con la pared del pasillo y cayó al suelo, resbalando por ella. Dan había sacado la pistola y estaba apuntando al taxista. Le obligó a sentarse en la silla. Se situó detrás de él y le puso el cañón en la nuca. Agarraba la pistola con mucha fuerza. Al taxista le temblaba el cuello.
—Hazlo —ordenó Skin entre dientes desde el suelo.
Dan tensó los músculos de la mandíbula. Le pitaban los oídos porque el joven no había usado silenciador.
—No pienses en ello.
Disparó. El taxista cayó hacia delante con gran violencia. Dan se quedó parado, parpadeando. No podía creer lo que acababa de hacer.
—Me ha dado —dijo Skin—. Ese cabrón me ha dado en el hombro.
Dan consiguió recuperarse de aquel horror, guardó el arma, adoptó el papel de enfermero y se puso de rodillas junto a Skin.
—El hombro izquierdo —dijo Skin susurrando entre dientes.
—¿En el hueso?
—¡Y yo qué coño sé! ¡El enfermero eres tú!
Dan inspeccionó el cuero rasgado de la chaqueta a la altura del hombro y vio sangre en la alfombra. Se puso unos guantes de látex, abrió la chaqueta y palpó la herida con los dedos.
—Parece que solo es la carne. Venga, hay que sacar el brazo de la manga.
—No jodas —dijo Skin con una mueca de dolor.
—Todavía no debería dolerte.
—¿Eres tú el que tiene el agujero en el hombro?
Dan levantó el brazo de Skin, quitó los pedazos de camiseta de la herida y frunció los labios.
—¿Qué pasa?
—Solo es un rasguño, pero vas a necesitar puntos.
—¿¡Un rasguño!? —dijo Skin como un salvaje—. ¡Me ha jodido la chaqueta!
—Puedo dártelos yo. —Hizo el ademán de rasgar la camiseta para improvisar una venda.
—¡Déjalo! —Le dio un manotazo—. Es mi camiseta de Inglaterra, ¿sabes? ¡Usa tu camisa!
Dan buscó en la cocina y encontró un trapo limpio.
—Mira el lado positivo —dijo—; si te hubiera dado en el hueso, me habría pasado toda la noche quitándote esquirlas del músculo y es posible que no hubieras podido volver a levantar el brazo por encima del hombro en la vida.
—Vaya, tú siempre con tu actitud positiva.
Dan vendó la herida y ayudó a Skin a ponerse de pie. Recogió la pistola que había en el suelo y negó con la cabeza. Había sangre de Skin por todos lados: en la alfombra, en las tablas del suelo. No se podía hacer nada.
—¿Qué te parece, Alyshia?
—Está bien.
—Ver el mundo con una nueva mirada —dijo la voz.
—Una nueva mirada —repitió sin escucharle apenas, haciendo una mueca de dolor por la dureza de la luz mientras sus ojos se bebían su entorno, que, a pesar de que no tenía nada de especial, le resultaba un deleite para la vista después de tanto tiempo a oscuras.
Paredes blancas y un techo alto con tres paneles fluorescentes. La cama estaba en una esquina. Era un viejo camastro de hospital, de esos de metal con patas tubulares y una cabecera con barras finas que resultaban tan incómodas para la cabeza. El colchón era de espuma, con una funda de goma, y tenía puesta una sábana de algodón. La pared junto a la que estaba la cama era sólida, pero la que tenía detrás estaba acolchada. La pared en la que estaba la puerta tenía un espejo que iba de lado a lado. Justo delante estaba el cubo que había usado antes a modo de letrina. El suelo era de cemento no muy fino. Le pareció que cabía la posibilidad de que estuviera en una habitación construida dentro de un almacén. Sobre su cabeza había un respiradero como los de las habitaciones de los hoteles para proporcionar calefacción o aire acondicionado. A pesar de estar en ropa interior, no tenía frío.
—Hay demasiados estímulos visuales en el mundo —dijo la voz.
Ahora veía lo que se había perdido hasta el momento. En dos esquinas, a unos tres metros por encima de su cabeza, había dos altavoces blancos y, colgando en el centro de la habitación, un micrófono.
—Estamos en un estado de distracción constante, ¿no crees?
—Podría ser —respondió Alyshia, distraída.
—Pero ahora, por primera vez, empiezas a ver las cosas con claridad.
—¿Por primera vez? —repitió, y puso los ojos en blanco.
—No pongas los ojos en blanco, Alyshia.
Alyshia empezó a buscar la cámara.
—Has superado tu instinto de negación.
—No soy mentirosa.
—Puede que no, pero moldeas la verdad para que se adecue a tus propósitos —respondió la voz—. Es un fenómeno psicológico común.
—¿En serio?
—Por alguna razón, querías que tuviera una buena opinión de ti. Querías que pensara que te habías mudado a Dalston porque habías descubierto la verdad acerca de lo privilegiada que era tu vida y la habías rechazado. Pero la motivación real era apartarte de la mirada atenta de tu madre.
—¿Y qué tiene eso de malo?
—¿Por qué sientes la necesidad de tener secretos con ella?
—Me ha convertido en el centro de su vida. Indirectamente, quiere vivir su vida a través de mí. Quiere emparejarme con el tipo de hombre con el que a ella le gustaría salir… o, al menos, cree que le gustaría. Eso no está bien. Lo único que he hecho es apartarme un poco de su mundo e intentar vivir la vida según mis reglas.
—¿En serio?
La chica se encogió de hombros. La voz estaba incomodándola.
—Creo que deberíamos hacer una comparación entre el «antes» y el «después» —dijo la voz.
—¿Antes y después de qué?
—Empecemos con el aquí y el ahora. ¿Por qué Duane y Curtis? Nunca habías tenido ningún novio negro y ahora, de repente, dos.
—No me he acostado con ninguno de ellos. Solo son amigos.
—Curtis está en paro y Duane es ayudante de fontanería.
—¿Y qué?
—Que no son la típica pareja que se esperaría que tuviera Alyshia D’Cruz, licenciada y con un máster en Administración y Dirección de Empresas.
—No sé adónde pretendes llegar. Quizá deberías explicarme qué prejuicios tienes antes de seguir hablando.
—¿Mis prejuicios?
—Yo carezco de ellos.
—No estás siendo muy amigable, Alyshia —advirtió la voz—. Quizá deberíamos fijarnos en el «antes» para obtener información sobre el «después». Háblame de Julian.
—¿Julian?
—Sí, Julian Maitland-Smith, el novio que tenías cuando estabas en la Escuela de Negocios Saïd de la Universidad de Oxford. Él estaba en Christchurch haciendo un doctorado sobre una parte muy rara de la historia. Era un poco mayor para ti, ¿no? Veintinueve él y veintitrés tú. ¿Sabes dónde está ahora?
—No. Nos separamos cuando me fui a Mumbai.
—Está en la cárcel.
—¿Qué ha hecho?
—Se acostumbró a cierto ritmo de vida cuando estaba contigo. No pudo dejarlo. Tenía que financiarse su problemilla de adicción. Estuvo unos días en la mansión de los padres de un amigo, en las afueras de Great Missenden, y pensó que no se darían cuenta si sustraía una pequeña copa de vodka de Fabergé de su colección, con la que él alimentaría su vicio. Creyó que estaba solo en la casa, pero no había contado con la niñera. Lo pilló con las manos en la masa. Julian le pegó una paliza y la dio por muerta. ¿No lo has leído?
—No.
—Lo detuvieron por intento de asesinato —añadió la voz—. Tuviste suerte.
—¿Qué tiene eso que ver con todo esto? —preguntó mientras sentía un escalofrío y se frotaba los hombros con las manos—. ¿Puedes darme una manta?
—Hubo un incidente en Oxford, ¿no es así? Algo que precipitó tu partida a Mumbai.
—¿Un incidente?
—Interesante —dijo la voz—. Antes teníamos negación y ahora un típico caso de tabula rasa.
—¿Qué es eso?
—¿No estudiaste latín? ¡Adónde vamos a ir a parar! Significa hacer borrón y cuenta nueva. En este caso, has decidido borrar un recuerdo desagradable de tu mente. Los políticos, los historiadores, los hombres de negocios y los neuróticos lo hacen constantemente. Permite que sus vidas resulten más tolerables.
—Refréscame la memoria —dijo ella mientras se giraba hacia el espejo, segura ahora de que podían verla desde el otro lado—. Esta noche ha sido muy dura y mi cerebro no discurre bien.
—Abiola Adeshina. Un colega nigeriano en la Escuela de Negocios Saïd.
—Sí, el nigeriano. —Notó como si su estómago fuera un pozo y algo cayera en él.
—¿Te gustaba?
—No estaba mal.
—Él estaba enamorado de ti, ¿verdad? Pero, claro, todo el mundo estaba enamorado de Alyshia D’Cruz, ¿no es así?
—Ese chico estaba con el agua al cuello —dijo sin intención de que sonara cruel.
—Sí, creo que estás en lo cierto. Pero ¿no era arrogante, bruto y estúpido, y estaba cargado de prejuicios?
—No.
—Algunos de tus amigos dirían que eso es inusual en un nigeriano. ¿Por eso lo apartaste de tu lado? ¿Descubriste sus debilidades? Supongo que la Escuela de Negocios Saïd impartía algún módulo sobre la Ley de la Jungla.
—No fui yo la que lo apartó de mi lado, sino que él se apartó de mí.
—Ah, vale, así que la víctima fuiste tú.
—Estoy cansada.
—Te dejaré dormir en cuanto me hayas contado qué sucedió con el pobre Abiola.
—Estaba colado por mí. Yo no podía hacer nada al respecto.
—A ver, algo sí que hiciste para librarte de él. Solo que te pasaste, nada más. Quizá no creías que Abiola fuera tan sensible, aunque yo diría que a la mayoría de los chicos de esa edad le hubiera pasado factura lo que hicisteis. Julian y tú.
—El consejero dejó bien claro que la cosa no tuvo nada que ver conmigo. Si alguien va a hacer eso… los demás no podemos impedirlo. Está convencido. Ha tomado una decisión. El fallo está en su carácter.
—Vale, Alyshia, vale. Veo que esto te molesta. Cuéntame lo que sucedió. Quizá te sientas mejor después de darme tu versión de los hechos.
—No quiero hablar de eso.
—Pues tendrás que ponerte el antifaz de nuevo —dijo la voz para provocarla—. Y sé cuánto te asusta la oscuridad. Hace que te encierres demasiado en ti misma, ¿eh? Permíteme que te ayude. Estaba enamorado de ti. Empecemos por ahí. ¿Cómo respondías a su atención?
—No lo hacía.
—Yo creo que sí.
—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó Alyshia, mirando directamente al espejo—. ¿¡Cómo coño lo sabes!?
—Periodismo de investigación.
Se tumbó y miró hacia el techo. Empezó a llorar. Su boca tembló y se resquebrajó. Lloraba con tanta fuerza que su cuerpo daba saltos en el colchón.
—¿Por qué lloras?
—¡Yo no quería que pasara! —respondió entre mocos y saliva.
—Pero sí que querías que pasara algo. Es decir, hubo premeditación. Lo que organizaste fue para conseguir la máxima humillación posible. Aunque supongo que fue a Julian a quien se le ocurrió la idea. Solo él podía saber lo que pensaba el otro joven. O quizá no.
Alyshia se dio la vuelta y se quedó de espaldas al espejo. Le temblaban los hombros.
—No tienes donde esconderte —le dijo la voz con tono burlón.
—Le confesé a Julian que Abiola se estaba convirtiendo en un problema.
—Cuéntaselo al espejo. Quiero que te observes mientras lo cuentas.
Alyshia se dio la vuelta.
—Julian me dijo que podía resolverlo. Lo único que tenía que hacer yo era seguir adelante, hacerle creer que estaba interesada en él.
—No creo que tuvieras que esforzarte mucho.
—No, no tuve que esforzarme. Estaba muy predispuesto. —Le embargó otro ataque de pena que hizo que se llevara las rodillas al pecho.
—Así que te creyó.
—Por supuesto.
—Para que me quede claro lo lejos que fuiste, iba a presentarte a…
—A sus padres.
—¿Y qué ibais a decirles?
—Que estábamos prometidos.
—Eso es muy serio —dijo la voz—. ¿Y cómo fue?
—No fue. No llegué a conocerlos. Quisieron hacerlo después de lo sucedido, pero no pude. Fue a verlos mi padre.
—Cuéntame qué es lo que hiciste.
—Julian le pidió a Abiola que fuera a su habitación de Christchurch para tomar el té de la tarde. A Abiola le encantaban las costumbres británicas.
—¿Y con qué se encontró? ¿Con la merienda preparada? No exactamente, ¿verdad? Dime con qué se encontró, Alyshia.
—Nos encontró a Julian y a mí haciendo el amor.
—¿Quién tuvo la idea?
—Julian.
—Sí… típico de él. ¿En qué estabas pensando?
—No… no lo sé… Tan solo hice lo que me había dicho.
—Seguías órdenes, claro. En la Corte Penal Internacional reciben esa respuesta a diario. ¿Alguna vez piensas en por qué hiciste algo así, en por qué dejaste que te manipularan?
Silencio.
—Bueno, ya volveremos a hablar de ello —dijo la voz—. Cuéntame cómo reaccionó Abiola al verte follando con Julian.
—Salió corriendo.
—¿Adónde?
—A su apartamento.
—¿Y qué hizo allí?
—Se ahorcó.
Isabel Marks se fue a la cama. Boxer le había dicho, mientras la mujer se liberaba de su abrazo, que tenía que estar descansada, que los días que quedaban por delante iban a ser duros. Él permaneció en la cocina. Llamó a Amy una vez más. Nada. Estuvo allí sentado cosa de una hora, bebiendo whisky aguado y pensando. Ahora tenía una reputación. ¿Por qué estaba haciendo aquello? Asesinar a secuestradores. Doce años en GRM y nunca se le había ocurrido. No estaba muy seguro del porqué, pero le vino su padre a la cabeza. El dolor de aquella conexión rota. Pero ¿por qué era tan agudo aquel dolor en ese momento, a pocos meses de los cuarenta años? Le daba vueltas una y otra vez, pero, como siempre, no le encontraba la lógica. Era hora de seguir adelante. Al menos, había tenido la suficiente presencia de ánimo para explicar a Frank D’Cruz que en las tres ocasiones en las que había proporcionado su servicio especial siempre había sabido a quién se enfrentaba antes de actuar. Un hombre solo no era rival para una mafia o una organización terrorista, así que no le daría una respuesta acerca de esa otra parte del trabajo hasta que supiera quiénes eran los perpetradores.
Desde el apretón de manos en el Ritz, había tenido lugar el tiroteo en Knightsbridge y la revelación de la historia familiar del empresario. Le tranquilizaba su cautela. D’Cruz era uno de esos hombres que solo se preocupaban por sí mismos y por su familia más inmediata. También estaba el tal «Jordan», como se hacía llamar. Le preocupaba lo que le había dicho Isabel. Aquello no estaba desarrollándose de la manera habitual. Parecía que hubiera inteligencia, de los dos bandos, implicada en el asunto y no necesariamente interesada en obtener el mayor beneficio financiero posible. Todavía no había pruebas sólidas, pero la personalidad de Frank D’Cruz y la psicología de Jordan le producían la desconcertante sensación de que el objetivo de aquel secuestro era el castigo.
Se dirigió a su dormitorio y, a medio camino, escuchó tras la puerta de Isabel. Silencio. Esperaba que la mujer fuera capaz de dormir. Subió a su habitación, se duchó y se metió en la cama desnudo, como siempre hacía desde que tenía diez años. Apagó la luz, cerró los ojos y enseguida se dio cuenta de lo aislado que estaba del rugido habitual de la metrópoli. No se oían sirenas, ni las de la policía ni las de las ambulancias. El bramido turbulento de la ciudad seguía estando ahí, pero apagado por la calidad de paredes y ventanas. ¿Por qué viviría allí? ¿Por qué dejar la vida de verdad en Edwardes Square para ir a vivir a aquel lugar de mentira, sin vida, y rodeada de la esterilidad de la inversión? Su mente se tambaleaba confusa por el linde del sueño cuando el pestillo de la puerta de su cuarto hizo clic. Abrió los ojos de golpe.
Isabel Marks entró en la habitación con un camisón de satén que le llegaba hasta los pies. Se acercó al borde de la cama y se quedó junto a ella. Boxer se preguntó si sería sonámbula y el estrés estaba pasándole factura a su mente, pero la mujer lo miró directamente a los ojos con una expresión indescifrable. No dijo nada y se bajó los finos tirantes del camisón. La prenda de satén cayó al suelo de inmediato. Sus pechos, altos y firmes, se agitaban mientras dejaba caer los brazos a los lados. Se metió bajo el edredón, junto a él. Le colocó las manos en el estómago. Las tenía frías —quizá por la aprensión de lo que estaba haciendo—. Sus pechos se aplastaron contra las costillas del hombre y su pubis se frotó contra su muslo.
—No podía dormir —le dijo—. No quería estar sola.
Aquella era la complicación más inesperada de todas. Boxer intentó pensar como si fuera otra persona, alguien más responsable, más profesional, alguien con mayor clarividencia emocional. Era una tarea inútil. La reacción física al tacto de la mujer fue instantánea y también la extraordinaria sensación de ternura hacia ella. Era algo que no había experimentado con ninguna de las novias que había tenido en los últimos diecisiete años.
Le pasó un brazo por los hombros y, con aquella confirmación, ella le acarició el pecho, el estómago, la parte alta de los muslos y le cogió el pene de tal manera que Boxer sintió como si algo vivo le corriera por las venas. La mujer le besó el pecho mientras movía la mano lentamente arriba y abajo, segura del efecto que estaba causando. Lo miró a los ojos, preocupada por su tormento extático, y él la amó de pronto porque vio qué era lo que la hacía especial: su extraordinaria capacidad para preocuparse. Era, al mismo tiempo, su mayor fortaleza y su vulnerabilidad más terrible, cosa que a él le producía un poderoso deseo de protegerla.
Hacía meses que no se acostaba con ninguna mujer y tuvo que controlarse para no dejar suelta esa urgencia masculina que puede precipitar la larga sequía sexual. No recordaba haber sido tan dulce jamás. Se sentía como un hombre sin las cargas de la decepción y la traición. No era como si se hubieran curado todas sus heridas, sino como si nunca las hubiera sufrido.
No se detuvieron allí, sino que volvieron el uno sobre el otro, como criaturas fascinadas. Él la miró sorprendido mientras la mujer se arqueaba hacia atrás y se dejaba caer encima de él. A Isabel le temblaba todo el cuerpo. Emitió un grito y se estiró sobre su pecho.
Después, se quedaron tumbados boca arriba, mirando al techo.
—Cuéntame cómo conociste a Mercy. Antes me pareció que no querías contármelo todo.
—Es una historia muy larga y deberíamos dormir.
—Hazme un resumen.
—La conocí en Ghana.
—¿Qué hacías allí?
—Tenía dieciocho años. Era la segunda vez que salía en busca de mi padre, que desapareció cuando yo tenía siete años. Lo buscaban para interrogarlo por el asesinato del socio de mi madre. Se había fugado. Pensaba que podía estar en el oeste de África porque había leído que a la gente le gusta perderse en esa parte del mundo. No lo encontré, pero encontré a Mercy. Su padre era un policía veterano brutalmente disciplinado. Un amigo de Acra me lo había presentado y este dejó que me quedara en su casa mientras buscaba a mi padre. Trataba a sus cinco hijos como a sirvientes. Iban por la casa en silencio, con la cabeza gacha, y no se atrevían a mirarme a la cara en su presencia. Les pegaba. Era una familia triste, sombría, miserable… y ayudé a Mercy a escapar de ella. Vino conmigo a Inglaterra. Me alisté en el ejército, en la infantería, y ella fue a la universidad. Entonces tuvo lugar la Primera Guerra del Golfo y no nos vimos mucho durante los dos años siguientes, pero nos mantuvimos muy unidos y ella se quedó embarazada. Para cuando nació Amy, todo había acabado.
Silencio. La mujer besó la mano que él tenía sobre su hombro. Se quedaron dormidos.
Se despertaron a las seis de la mañana.
—El teléfono —dijo Isabel—, suena el teléfono.
Durante una fracción de segundo se convirtieron justamente en eso, en dos amantes que iban a ignorar la intrusión. Pero entonces la mujer se levantó de la cama como una exhalación, salió de la habitación y bajó las escaleras corriendo, con Boxer pisándole los talones.
—Es el móvil de Alyshia —anunció mientras miraba la pantalla del teléfono de pie en su dormitorio, desnuda.
—Tienes que cogerlo. Acabas de despertarte. Sigues atontada porque tomaste una pastilla para dormir. Así conseguirás un poco de tiempo para aclarar las ideas.
Se fue de la habitación y volvió con un bolígrafo, una libreta y el portátil. Se sentó cerca de ella en la cama para escuchar al secuestrador. Asintió.
—¿Sí? —La voz de Isabel se quebró en lo más profundo de la garganta—. Soy… ¿Hola? ¿Quién es?
—¿Isabel Marks?
—Sí, soy yo.
—Soy Jordan. Siento llamarla tan pronto, pero su hija no se encuentra bien.
—¿Qué? ¿Cómo ha dicho? Alyshia… ¿qué le sucede?
—Bien, suponía que eso la despejaría. Es usted de esas mujeres, ¿eh, señora Marks?
Boxer miró el portátil y vio que el móvil de Alyshia había sido rastreado por Internet con el sistema de Pavis. Iba por la M4 en dirección a Reading.
—¿Qué le pasa a Alyshia?
—¿Ve? A eso me refiero. Usted es diferente de Chico.
—¿Chico? ¿Cómo sabe que le llamo así?
—Usted es diferente de Alyshia.
—¿De qué está hablando? Dígame qué le pasa a mi hija.
—A su hija no le pasa nada. Está aguantando muy bien la presión.
—Déjeme hablar con ella.
—Me temo que todavía no es posible.
Boxer levantó una tarjeta preparada en la que ponía «prueba de vida».
—Entonces tendrá que darme alguna prueba de que está…
—Va a tener que conformarse usted con mi palabra, señora Marks.
—Eso no es justo —respondió Isabel, con el flujo sanguíneo lleno de adrenalina—. ¿Cómo quiere que actuemos de buena fe si ustedes no quieren darnos…?
—No me venga con mandangas, señora Marks, la vida no es justa.
—No, no le vengo con mandangas. Tiene usted secuestrada a mi hija. Si quiere que esta conversación siga adelante, tendrá que darme alguna prueba de que está viva.
—No se ponga así, señora Marks. Sabe que no voy a hacerlo.
Silencio por parte de Isabel.
—Vale, muy bien, voy a desquitarme con Alyshia. Voy a apagar la calefacción de su dormitorio y voy a esposarla a la cama todo el día. Voy a dejar que yazca sobre su orina y sus heces. Le pegaré un poco. No serán daños duraderos, pero le resultará muy desagradable.
Isabel miró lo que Boxer había escrito en el bloc de notas y no dijo nada.
—¿Cómo cree que yo sé que llama «Chico» a su exmarido? —dijo Jordan—. Pues ahí tiene su prueba de vida.
—Eso no es… —A Isabel le temblaban las piernas descontroladamente—. Eso no es una prueba de vida.
—Tendrá que conformarse con eso por ahora.
Boxer se encogió de hombros y señaló lo que había escrito antes.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Isabel—. Dijo que no era dinero. ¿Qué es entonces? Si es algo más complicado que dinero, necesitaremos tiempo. Dígame qué es lo que quiere para que podamos…
—¿Qué? ¿Negociar? —dijo la voz—. ¿Es eso? Seguro que Frank ha contratado a un ne-go-cia-dor para usted. No hay nada que le guste más. Seguro que está sentado a su lado, indicándole qué decir. Pero esto no va a ser así. No voy a pedirle nada material. No lo necesito. ¿Cómo cree que sé que se mudó de su casa de Edwardes Square por lo pesadito que se puso aquel vecino suyo?
Isabel no sabía qué decir. Negó con la cabeza y frunció el ceño.
Boxer escribió algo más. Isabel miró las palabras, pero no las veía.
—Y tiene usted razón con Jason Bigley. Me refiero a que usted no lo considera un novelista. Estos guionistas de televisión, ya sabe, son muy buenos estructurando, pero no son capaces de imaginar todo un mundo. Y Chico tenía razón. ¿Alyshia Bigley? No suena bien. Además, ella ni siquiera le habría prestado atención. ¿Sabe por qué, señora Marks?
Isabel se quedó en silencio.
—¿Señora Marks?
—No soy la señora Marks —respondió. Su tono de voz fue tan cortante que Boxer se sorprendió frío.
—¿Quién es entonces?
Boxer escribió: «Cuidado».
—Fui la señora D’Cruz, pero ahora soy solamente Isabel Marks. Nada de «señora».
—Entiendo. Pues la llamaré Isabel a secas.
—Si no queda otra…
—¿Sabe por qué su hija ni se fijaría en Jason, Isabel?
—No.
—Porque ella está interesada en otra cosa.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Le he dicho que ella está bastante bien, pero creo que debería ser más preciso —dijo la voz—. Físicamente está bien, pero mentalmente está un poco angustiada. Lleva cargando con un sentimiento de culpabilidad desde hace un tiempo. En concreto, desde que se fue de Mumbai.
Isabel mordió el anzuelo.
—¿Qué sucedió en Mumbai?
—No me extraña que la mantuvieran al margen en ese asunto —dijo la voz—. Pero vayamos paso a paso. Primero, el sentimiento de culpa. El ne-gocia-dor le dirá dónde encontrarlo. Ta-ta, como se dice en India.
Boxer miró la pantalla del portátil. La señal del móvil estaba quieta y transmitía desde un punto de la A404, entre las autopistas M4 y M40, en la zona de Maidenhead y Marlow. Llamó a la sala de operaciones de Pavis.