18:30, DOMINGO, 11 DE MARZO DE 2012
El Ritz, Piccadilly, Londres
«He encontrado a Amy», decía el mensaje.
Boxer llamó a Mercy de camino a la limusina de Frank D’Cruz, que los esperaba en la salida del hotel para llevarlos a casa de Isabel Marks, en Kensington.
—Está en Tenerife con Karen y otras chicas —le explicó Mercy—. Coge un vuelo de vuelta esta noche.
—¿Y qué coño hace allí?
—Sol y playa. Clubes y bares. ¿Qué otra cosa va a hacer un grupo de chicas en Tenerife?
—¿Cómo se lo ha pagado?
—Estoy en ello. La madre de Karen suponía que era yo quien había pagado el billete. Lo que más me molesta es que le ha dado igual. Amy sabía que acabaríamos por descubrirlo, pero lo ha hecho de todas formas. ¿Qué vamos a hacer con esta niña?
—Supongo que no responde al móvil.
—Imagino su cara cuando vea «Mamá» en la pantalla cada dos minutos. He llamado al hotel, pero no están allí.
—¿Un fin de semana en Tenerife? No tiene sentido. Hay algo más.
—Voy a ir a Gatwick para recogerla en cuanto baje del avión. ¿Qué tal el trabajo?
—Estoy a punto de conocer a la madre. Te llamaré más tarde.
Boxer se subió a la parte trasera del Mercedes. D’Cruz estaba sentado detrás del chófer. Había advertido al especialista de que no dijera nada en presencia del conductor. Fueron hacia Piccadilly por el túnel que pasaba por debajo de Hyde Park Corner y avanzaron a paso de tortuga hasta Knightsbridge. Hacía frío, con una temperatura muy poco por encima de los cero grados; el invierno se había entretenido en marzo. Los londinenses caminaban como alma que lleva el diablo, como era habitual en ellos, con las manos metidas en los bolsillos de los abrigos, los cuellos levantados, inclementes con los ociosos. D’Cruz miraba por la ventanilla cómo todo aquel escenario se iba oscureciendo en las afueras del hotel Royal Mandarin y la novedosa urbanización One Hyde Park.
—Siempre he cuidado de Isabel —comentó, calmado—. Trabaja en el mundo editorial, pero no lo necesita. Hace un par de años hice que se mudase de Edwardes Square a esta casa de Kensington porque su vecino, un banquero divorciado, no la dejaba en paz. Se suponía que iba a ser temporal, una de mis inversiones inmobiliarias, pero, por alguna razón, sigue ahí. Nunca se ha interesado en nadie desde que nos divorciamos. Yo he sido el único hombre que quiso tener a su lado. Me siento responsable de ella.
Boxer asintió, pero no dijo nada, sorprendido por la complicidad.
—¿Tiene algún pariente o amigo en quien pueda confiar? —preguntó Boxer un momento después—. Alguien que pueda apoyarla… mientras está pasando por esto.
—No voy a ser yo. Somos amigos, pero hay unos límites. Su hermana pequeña, Jo, está con ella ahora. Se llevarán bien durante un día o así, pero no se sorprenda si le pide que se vaya a los dos días. Su mejor amiga, Miriam, es la esposa de un diplomático que ahora está en Brasil. Quizá pueda venir.
Un ciclomotor que iba en dirección contraria se paró junto a la ventanilla trasera del lado del conductor. El motorista llevaba un casco negro con la visera bajada y un anorak negro y abultado, pero lo que llamó la atención de Boxer fue que, con el frío que hacía, no llevara guantes y que además no había razón alguna para que se detuviera. El casco no se giró. El motorista levantó la visera con la mano derecha y buscó algo dentro del anorak. Boxer no esperó a ver qué era lo que sacaba. Tiró del cuello del abrigo de Frank D’Cruz para apartar al hombre del asiento, le obligó a quedarse en el suelo del automóvil y se le echó encima.
—¡Arranque! —gritó justo cuando la ventanilla se rompía en pedazos con un estallido y los diamantes de cristal llovían sobre su espalda. Un golpe seco—. ¡Gire en redondo!
La limusina salió disparada hacia delante y describió un arco frente al tráfico que venía en dirección contraria, al que se le acababa de poner en verde el semáforo. Los conductores de los otros coches dieron volantazos, frenaron en seco y aporrearon el claxon. Boxer se incorporó, se volvió y miró por la ventanilla a tiempo para ver una Vespa que se apartaba del tráfico y se dirigía a Hyde Park Corner.
—¡Siga a ese ciclomotor!
El Mercedes se agarró con fuerza al asfalto y avanzó con gran potencia en dirección a Hyde Park Corner. D’Cruz gruñó debajo de Boxer, que intentaba no perder de vista la luz trasera del ciclomotor. Pero la luz acabó por esfumarse.
—¿¡Dónde cojones está!? —preguntó el conductor.
El tráfico se fue ralentizando hasta avanzar muy despacio a la altura de Apsley House. No tenían nada que hacer.
—Lo hemos perdido —dijo Boxer—. Llévenos por el parque.
Hyde Park, poco iluminado, se extendía más allá de Rotten Row hasta la zona más oscura del lago Serpentine. El aire helado de la noche golpeaba el coche. Boxer miró hacia atrás, dejó que D’Cruz se incorporara, hizo que se sentara lejos de la ventanilla rota y apartó los cristales con un brazo. Pasó la mano por el respaldo y encontró el agujero de bala. El hombre habría recibido el tiro en todo el pecho.
—¿Y ahora qué? —preguntó el conductor.
—Vayamos por Kensington Gore —dijo Boxer—. Despacio. Aquí detrás estamos bien.
Los dorados del Albert Memorial resplandecían en la oscuridad. Las luces altas del hotel Royal Garden les dieron la bienvenida al salir del oscuro parque. D’Cruz se sacudió. Temblaba de frío.
Minutos después, aparcaron frente a la nueva urbanización de Aubrey Walk. El Mercedes aparcó en la calle. D’Cruz ordenó al conductor que saliera a dar un paseo.
—Quizá haya algo que quiera contarme antes de ir más lejos —dijo Boxer.
D’Cruz seguía conmocionado. Le temblaban las manos y respiraba a toda velocidad.
—Muchas gracias por lo que ha hecho. Ha ido más allá del deber.
—Martin Fox puede ponerle un guardaespaldas.
—Sí, hablaré con él.
—¿Quién quiere matarle, señor D’Cruz?
—Bueno, creo que, después de esto, puede llamarme Frank. —Le pegó un puñetazo a la portezuela para intentar rehacerse.
—¿Y bien, Frank?
—No lo sé.
—Parece que hay más de una persona molesta con usted.
—¿Por qué lo dice?
—Si los que han secuestrado a su hija quieren que les pague o quieren que los tome en serio, no le matarían el primer día. Es usted el que paga.
—No quiero que le cuente a Isabel lo que ha pasado —le dijo con agresividad—. Se llevaría un susto de muerte.
—No es que a usted no le haya afectado en nada, o incluso a mí. Me habría esperado esto en Karachi, pero no aquí —dijo Boxer.
—Voy a tener que reflexionar sobre lo sucedido.
—Pues que no se le olvide contarme todo lo que se le pase por la cabeza. Me gustaría saber dónde me estoy metiendo.
D’Cruz fijó la mirada a media distancia mientras se sacudía cristales de su abrigo de lana.
—¿Tiene algún problema con la mafia india? —le preguntó Boxer.
—¿Qué sabe usted de ese asunto? —respondió D’Cruz con aspereza.
—Nada. Solo era una pregunta. Martin Fox me ha dicho que fue usted actor de Bollywood. Hay conexiones.
—Usted céntrese en el trabajo para el que lo he contratado —le espetó mientras le lanzaba una mirada severa.
—Es lo que intento, pero resulta que me he visto involucrado en un tema de seguridad personal.
—Lo siento. Todavía estoy sobresaltado. Disculpe lo que acabo de decirle. Sí. Venga, voy a presentarle a Isabel.
—Todavía no me ha contado nada, Frank.
—Es que no sé nada.
D’Cruz abrió la puerta del coche. El conductor se apresuró a ayudarlo. D’Cruz le hizo un gesto para que se apartara, fue al portero automático, pulsó el botón y dijo algo. La verja se abrió. Caminaron por el aparcamiento hasta una plaza de falso estilo georgiano con una zona ajardinada en el centro, cuyas plantas estaban cubiertas para sobrevivir al frío. Había muy pocas casas con las luces encendidas. Por lo visto, Frank D’Cruz no era el único que usaba aquellas residencias de lujo como refugio de sus inversiones extranjeras.
Una mujer abrió la puerta y abrazó a D’Cruz apoyándole el rostro en el cuello. Lloraba y no paró de repetir «Chico» durante un minuto mientras sujetaba un pañuelo de papel hecho una bola en la mano. Boxer les dejó espacio para que tuvieran cierta privacidad. D’Cruz se liberó del abrazo y la acompañó hasta el vestíbulo, cálido e iluminado. Se quedaron allí un momento, meras siluetas, y hablaron a pocos centímetros el uno del otro. Ella asentía mientras él le explicaba algo, y ambos miraron a Boxer. Isabel Marks se acercó, le dio la mano, se disculpó por el estado en el que se encontraba y le pidió que entrase.
El momento en que le presentaban a la madre de un hijo secuestrado siempre resultaba tenso. Si no le gustabas, daba igual lo que dijera el marido, ibas a perder el trabajo. Boxer suscitaba sentimientos muy fuertes. O bien inspiraba una confianza total o un desagrado profundo. Había acabado dándose cuenta de que las mujeres de hombres muy ricos solían meterle en la segunda categoría. No les gustaba que fuera independiente, que no le impresionara la riqueza, que no le apabullaran la posición social o la fama, y que no hubiera ni un ápice de servilismo en su naturaleza. Lo habían despedido en vestíbulos de Miami, São Paulo, Nassau, Manila y Johannesburgo.
En un primer momento, a Boxer le había preocupado el tipo de complejo residencial en el que vivía la mujer. Pero, en cuanto se miraron y se dieron la mano, Boxer supo que Isabel Marks no era de esas personas con las que te encuentras en el vestíbulo de una casa de diez millones de libras. No había ni artificiosidad ni intención de disfrazar su terrible sufrimiento. No había barreras y Boxer tuvo acceso directo a la persona. Tuvo esa extraña sensación que quizá experimenten los niños cuando miran a su madre a los ojos: confianza total, fe ciega, certidumbre absoluta. La presentación tuvo un efecto sísmico en él porque aquellas convicciones hacía tiempo que estaban ausentes de su propia vida. Le sorprendió sentir un anhelo distante, que se volvió más agudo si cabe por el hecho de que se trataba de algo que hasta entonces no había experimentado.
La mujer retiró la mano y volvió a la protección que le ofrecían los brazos de su exmarido, quien la guio por el pasillo. Isabel no pudo evitar mirar por encima del hombro, perpleja, mientras los ojos verdes de Boxer seguían cada uno de sus movimientos. Fueron a la cocina, que estaba en la parte trasera de la casa y daba a un jardín en el que había unos limeros enormes. La mujer se excusó diciendo que iba a lavarse la cara y a retocarse el maquillaje.
—¿Dónde está Jo? —le preguntó D’Cruz cuando volvió.
—Se ha visto obligada a marcharse.
—¿Se ha visto obligada?
—Nos estábamos poniendo de los nervios. Cabe la posibilidad de que ahora mismo esté muy sensible y sea difícil tratar conmigo.
—Y una mierda —comentó D’Cruz. A Boxer le sorprendió que utilizara palabrotas en un idioma que no era el suyo—. Es una egocéntrica, nada más. No tiene compasión. No tiene empatía. Lo más seguro es que esté observando la situación desde el punto de vista de la tía de Alyshia.
—Chico, déjalo y ponnos algo de beber.
La mujer sacó unos vasos y D’Cruz sirvió el whisky. Boxer se la estaba bebiendo a ella. Lo más probable es que fuera un poco mayor que él. Tenía el pelo oscuro y aún lo llevaba largo, como las jóvenes. Sus ojos marrones y las cejas rectas y oscuras mostraban un gesto permanente de preocupación. Aquellas cejas abrieron algo en su interior. Pómulos altos con una ligera inclinación por debajo. Imaginó a hombres anhelantes… a sí mismo besándola en los pómulos. Unos labios carnosos que formaban un pronunciado arco de Cupido. La piel cetrina, una extraña mezcla de la aceituna verde del Mediterráneo y la palidez londinense que se tornaría dorada nada más ponerse al sol. Su figura podría considerarse casi pasada de moda, compacta, como si estuviera acostumbrada a trabajar, pero con la cintura ceñida por un cinturón que enfatizaba un pecho alto y unas caderas redondeadas. Llevaba un vestido de lana de cachemira de color café, el cinturón, que era ancho y de color chocolate, y unos zapatos de tacón de terciopelo y de un color de la misma gama.
Se sentaron y dejaron la botella de Macallan y una cubitera en el centro de la mesa. Isabel insistió en que se llamaran por el nombre de pila. Había estado repasando la conversación que había tenido con el secuestrador y había tomado notas.
—Era como si no le importara que fuera a pasar mucho tiempo —comentó—. Cuando me indicó que podía llamarle Jordan añadió: «¿Para qué mantener las formalidades cuando es posible que hablemos durante las próximas semanas, meses… incluso años?».
—Es una táctica. Quiere que piense que disponen de todo el tiempo del mundo. Ya veremos la prisa que tienen a medida que vayan pasando los días.
—Fui tan estúpida como para preguntarle si era uno de los amigos de mi hija, pero sabía que no, a pesar de la voz distorsionada. Se fue por las ramas diciendo que estaba trabajando en su relación con ella, lo que me molestó. Quería hablar con Alyshia, no escuchar sus memeces.
—No se sienta molesta. Está demostrándole que es racional, razonable, incluso sensible —comentó Boxer—. Es bueno intentar conseguir que esa actitud dure tanto como sea posible.
—Yo tan solo quería que se callara y que me dejara hablar con mi niña, pero me dijo que no podía ser porque había sido secuest…
En ese punto, Isabel se desmoronó. D’Cruz se puso de pie y le pasó un brazo por la espalda. Estaban siendo muy dulces el uno con el otro, a pesar de que el hombre de negocios le hubiera hablado de «los límites». Aquel hueco en su vida era creación suya y nadie más podía consolarlos. A Boxer siempre le conmovía ver que los padres permanecían toda la vida embarazados de la presencia de sus retoños, estuvieran donde estuvieran estos. Y cuando se los arrebataban o, sencillamente, se iban, aquella sensación de exquisita plenitud se convertía en un agujero negro. No podía evitar pensar en Amy, su obstinada y rebelde hija. Se había ido, sí, pero por lo menos no había desaparecido. Boxer se preguntó si su propia madre se habría comportado como Isabel Marks cuando le dijeron que él se había escapado del colegio. Con catorce años estuvo fuera durante tres semanas. Dieron con él en Valencia, y lo único que hizo ella fue soltarle una reprimenda cuando llegó a casa.
—¿Tiene hijos? —La pregunta de Isabel sacó a Boxer de su ensimismamiento.
—Una hija de diecisiete años.
—¿Tiene alguna fotografía?
Le tendió la cartera abierta.
—No parece que tenga esa edad.
—Porque en esa foto tenía catorce y aún era dulce e inocente —repuso Boxer—. Ahora no deja que le hagamos fotos. Está arruinando su vida y sospecho que no quiere que nadie guarde ningún recuerdo de esta época.
—Son una preocupación constante. —Le devolvió la cartera.
—¿Qué más le dijo Jordan después de comentarle que tenía secuestrada a Alyshia?
—Dijo que no hablara ni con la policía ni con la prensa, pero lo expresó con un tono tan amenazante… Lo que quiero decir es que lo hizo de una manera tan gráfica que no sé si seré capaz de repetirlo.
—Inténtelo. Tenemos que conocer la psicología del hombre con el que estamos tratando.
—Me advirtió que, si yo hablaba con otros, con suerte podría dar con ella unos meses más tarde, pero que estaría en un estado de descomposición tan avanzado que atormentaría a la persona «que encontrara sus restos». No entiendo cómo puede haber alguien dispuesto a presentarle una imagen así a una madre. Es inhumano.
—Sí, lo es —reconoció Boxer, preocupado por lo que acababa de oír—. ¿Y las exigencias?
—Conseguí preguntarle qué era lo que quería y supuse que, teniendo en cuenta que Chico es un hombre de negocios tan conocido, sería dinero. Qué locura, ¿no? —Por un momento divagó—: Me alegré de que Alyshia volviera de Mumbai. Me aterraba que allí le pasara algo como esto… pero nunca pensé que fuera a pasarle aquí. No en Inglaterra. No en Londres.
—Podría haberle ocurrido en cualquier parte del mundo, Isabel —dijo Boxer, que se sorprendió del placer que le había supuesto llamarla por el nombre.
—Jordan dijo que no era por dinero. Que esto no se resolvería con «un sano regateo asiático». Que no iba a «ser tan grosero como para pedirme que le pusiera precio a la vida de mi hija». Comentó que Chico no se lo creería, pero que tenía que persuadirlo de que así era. No sé por qué, pero eso me hizo volver a la realidad. Hasta ese instante, todo había sido surrealista. Lo que acababa de decir me hizo pensar que conocía a Chico, así que se lo pregunté. Soltó un discurso acerca de lo mucho que sale mi exmarido en los medios y que, por tanto, habrá mucha gente que cree que lo conoce, pero que no hay nadie que lo conozca como yo. Eso volvió a hacerme creer que lo conocía personalmente. También me advirtió que solo hablaría conmigo. Que si alguien más se ponía al teléfono, colgaría. «Tres fallos al batear y estás fuera», fueron sus palabras. Después de eso, no sé cómo, se me ocurrió pedir una prueba de que tenía retenida a Alyshia. Me dio el mote de… un mote que no había oído en años. Era un mote con el que nos daba la risa floja, el que le puso nuestra hija a su abuela… mi madre.
Se desmoronó de nuevo y apoyó la cabeza en el hombro de su exmarido.
Sonó un teléfono en alguna parte de la casa. Isabel se puso tensa, se levantó de un salto y corrió escaleras arriba. Boxer la siguió y se quedó esperando en la puerta del dormitorio. La mujer miró la pantalla, negó con una mano y respondió. El especialista volvió abajo, donde se encontró con un multimillonario deprimido y desmoralizado por una situación que quedaba más allá de su enorme capacidad de control. D’Cruz arrastró la botella de whisky por la mesa y se sirvió un dedo en el vaso.
—Si le parece bien que continúe, tendré que marcharme e ir a recoger el equipo —le avisó Boxer.
—Le ha caído bien. Eso no será problema. Está usted contratado.
—Mientras estoy fuera, deberían pensar en dónde quieren que lleve la operación. ¿Aquí? ¿En un apartamento alquilado? ¿En la habitación de un hotel? Isabel y yo tenemos que estar cerca. La llamada de un secuestrador puede llegar en cualquier momento y tengo que estar cerca para ayudarla con las negociaciones. También deberían hacer un pequeño listado de buenos amigos que pudieran negociar por ustedes. Lo primero que vamos a intentar es sacar a Isabel de la línea de fuego. Otro asunto sobre el que hay que reflexionar es que parece que el secuestrador le conoce a usted y cómo está eso relacionado con lo que le ha pasado cuando veníamos de camino. ¿Hay alguien que le tenga un fuerte odio personal y que disponga de los recursos necesarios para organizar un secuestro profesional? Porque, según lo que nos ha contado Isabel, eso es exactamente a lo que creo que nos enfrentamos: a alguien muy profesional, a un secuestro muy bien pensado y de carácter psicológico. Voy a ir a buscar mi equipo, pero no se preocupe, cabe todo en una maleta pequeña. Si Isabel prefiere quedarse aquí, a mí no me importa. Necesitaré una habitación para instalar el ordenador y el equipo de grabación, y un lugar donde dormir. Eso es todo.
—No pienso ir a ningún lado —comentó Isabel desde la puerta—. Por cierto, era Jo. Para disculparse. Te manda un beso, Chico.
—Loca de las narices… —soltó D’Cruz.
—Le he dicho que no hace falta que vuelva. Estaré bien con Charles.
Dejaron que Boxer usara el Mercedes. Se sentó junto al conductor, un londinense rechoncho con la típica cabeza afeitada. Este había aprovechado la hora que Boxer había pasado en la casa de Isabel Marks para instalar un plástico que cubría la ventanilla rota. Mientras se deslizaban por las calles de Notting Hill, Westbourne Green, Maida Vale y Kilburn, el chófer le contó que solo había trabajado para el señor D’Cruz tres veces y que nunca había sucedido nada como lo de aquella tarde.
—¿Ha hablado ya con su jefe?
—Nunca un domingo por la noche.
—¿Es de los que se ponen nerviosos?
—No, simplemente me dirá que coja un coche con las ventanas blindadas. Los tenemos. Es que ni se me había pasado por la cabeza que fuera a sucedernos algo así.
—Al señor D’Cruz tampoco. Será mejor que se asegure de que su jefe no le cuenta lo sucedido a la policía hasta que yo le diga que puede hacerlo. La situación que tenemos entre manos es muy delicada.
—Me parece que mi jefe no tiene muy buena relación con la poli… ya me entiende.
—Pero no intenten sacar todavía la bala del asiento. Voy a pedir a unos forenses que le echen una ojeada.
El coche se detuvo frente a una gran casa blanca estucada en los jardines de Belsize Park. Boxer cogió la maleta pequeña con la que había viajado y subió al apartamento que quedaba en el piso más alto. Sacó la ropa que había llevado a Lisboa, abrió el fondo falso de la maleta y sacó veinticinco mil euros en metálico: las ganancias del póquer. Metió los fajos de billetes en una caja fuerte que tenía en la pared, detrás de un cuadro de un mercader italiano del siglo XVI con un gran marco rococó dorado. Sacó dos mil libras, cerró la caja fuerte y volvió a poner el cuadro en su sitio.
Fue a la cocina y abrió el armario de las sartenes. Las apartó y desplazó una sección de la base. Levantó la tabla que había debajo y sacó una FN57 belga, una pistola semiautomática con una capacidad de veinte disparos. Le gustaba aquella arma porque, a pesar de ser ligera —menos de setecientos gramos completamente cargada—, las balas podían penetrar chalecos de kevlar. Cogió el arma, un cargador adicional y mil quinientas libras, y lo metió todo en el fondo oculto de su maleta de viaje. Metió también ropa limpia. Del cuarto de invitados cogió una maleta pequeña y rígida que contenía el equipo de grabación, un portátil, tarjetas de memoria, libretas, tarjetas prepago para móviles para usar en las llamadas con los secuestradores, marcadores y masilla adhesiva. De un armario sacó una linterna y unas herramientas metálicas, y lo dejó todo junto a la puerta de entrada. Solo entonces llamó a Martin Fox.
—Me han contratado —le dijo—. Alguien en una Vespa ha atentado contra D’Cruz mientras íbamos del Ritz a la casa de su exesposa, en Kensington.
—Joder… Aunque, a decir verdad, D’Cruz no parece un angelito.
—Será mejor que envíes a unos forenses para que saquen la bala del asiento trasero y le hagan un examen balístico. Le he dicho al conductor que no la toquen.
—Hablaré con los aseguradores de D’Cruz.
Mañana viene un tal superintendente Makepeace a la oficina para quedarse en mi sala de operaciones. Seguro que le interesa el asunto.
—No tengo muy claro que esté relacionado con el secuestro. ¿Por qué vas a matar al tipo al que quieres presionar? También podrías ponerle un guardaespaldas. El chófer está tranquilo, me ha dicho que sustituiría la limusina por otra con los cristales blindados. ¿Te ha llamado ya D’Cruz?
—No. ¿Estaba agitado?
—No, mezclado —respondió Boxer.
El vestíbulo de llegadas de Gatwick estaba abarrotado. Mercy se encontraba de pie en la parte de atrás, apartada del tumulto que se apiñaba junto a las barreras que había frente a la puerta doble de la zona de aduanas. Podía ver perfectamente el pasillo por el que aparecerían los pasajeros que llegaban. El vuelo de Amy había aterrizado.
Olía mucho a fritanga, lo que contribuía a que Mercy tuviera el estómago revuelto —aunque, en su mayor parte, era su estado mental lo que se lo provocaba—. No podía evitar pensar que había fallado como madre. Creía que su incapacidad debió de originarse con la pérdida de su madre, que había muerto al dar a luz cuando ella tenía siete años, y al descabellado y estricto régimen que su padre, policía ghanés, les había impuesto a ella y a sus cuatro hermanos. Quizá le repeliera la maternidad porque, al ser la mayor, había tenido que hacer de madre en muchas ocasiones. No había querido tener hijos siendo tan joven. Amy no había entrado en sus planes y llegó poco después de que Boxer y ella se separaran. Se había encontrado con poco que ofrecerle a la niña, reacia a imponer la misma disciplina que su padre, pero sin más alternativa que esa. Además, Amy tenía los genes de Charles Boxer, un chico fugitivo con un padre «desaparecido», un veterano de guerra, un profesional solitario, un hombre que, por lo que ella sabía, nunca había amado con pasión y que después de dejar su trabajo en GRM se había convertido en una persona preocupantemente distante. Y eso hacía que no fuera sencillo tratar con su hija.
La puerta doble se abrió y Amy salió sola, con sus rizos dorados rodeando su cara ancha de cutis color caramelo y sus labios gruesos y oscuros. Con sus ojos de color verde claro miró confiada entre la gente. Llevaba una mochila pequeña a la espalda y arrastraba una enorme maleta de color azul celeste que Mercy no reconoció y que parecía demasiado grande para un viaje de fin de semana.
Se quedó atrás y esperó. Cuando Amy llegaba al final del pasillo, un hombre negro salió de entre la multitud. Debía de tener unos treinta años, llevaba unas rastas cortas, un abrigo de cuero negro largo y un pañuelo blanco. A los ojos entrenados de Mercy, no parecía un criminal. Le dio un beso en la mejilla a Amy y se encargó de la maleta. Luego, le dio un abrazo rápido y la soltó. Mercy les hizo una foto con el teléfono móvil. Se marcharon juntos, charlando. Era como ver a un hermano mayor que se hubiera encontrado con su hermana.
Dejaron atrás a Mercy, que les dio veinte metros antes de empezar a seguirles. Se dirigían hacia donde estaban el aparcamiento de estancias breves y la estación de tren. Una oleada de gente salió de la estación y pasó entre Mercy y Amy justo cuando la chica se separaba de su compañero y bajaba por las escaleras mecánicas a los andenes. El tipo se fue con la maleta. Mercy siguió a Amy. Había comprado el billete de vuelta con anterioridad, así que bajó por las escaleras mecánicas y vio que su hija estaba sentada en la iluminada sala de espera.
Deambuló por el sombrío andén mientras miraba a Amy por la ventana. Le intrigaba observar a su hija como a una persona que no pertenecía a su esfera habitual. Estaba hablando con una pareja de unos cuarenta años. Estaba relajada. La pareja reía. Podrían haber sido… deberían haber sido Charlie y ella, pero no era así. Sintió un nuevo pinchazo por la sensación de haber fallado. Se sentía atraída hacia la ventana, como si se tratara de una pantalla que no podía dejar de mirar. Se acercó más y más hasta que tuvo la cara pegada al cristal. Su hija proseguía, distraída. Estaba contándoles una historia, poniendo caras, entreteniéndoles. Entonces levantó la mirada.
Lo primero que vio Mercy fue miedo, después enfado.
—¡Oh… mierda! —dijo una voz detrás de ella.
Mercy se dio la vuelta y vio que Karen llegaba a la sala de espera. En la cara de la chica también se dibujaba el miedo. ¿Era aquello lo que inspiraba Mercy? ¿Miedo? No, no, también enfado.
—¿Qué… qué está haciendo aquí, señora Danquah?
—Pensaba que tú también bajarías del avión.
La puerta de la sala de espera se cerró de golpe.
—¡Qué típico! ¡Qué típico de ti, joder! —le espetó Amy mientras le hacía un gesto obsceno con la mano—. No puedes dejar de jugar a policías y ladrones, ¿verdad? Ahora también con tu propia hija, ¿no?
Mercy se quedó desolada por un momento debido al repentino cambio que acababa de experimentar su hija. La ferocidad instantánea. Segundos antes era tan encantadora… ¿Dónde estaba ahora el encanto? Venga, chiquilla, recupéralo.
Pero lo que Amy había dicho era cierto. No podía evitarlo. La inspectora Mercy Danquah se rehízo en unos momentos. Cuando llevas trece años en la Policía Metropolitana, no dejas que una chica de diecisiete años te deje con la palabra en la boca.
—Si estuviera jugando a policías y ladrones habría organizado un comité de bienvenida para ti y tu amiguito y ahora estaríais ambos arrestados por contrabando —respondió Mercy—. ¿Qué sería de ti entonces, Amy Boxer? De hecho, todavía estoy a tiempo de hacerlo usando como prueba la foto que os he sacado.
Le enseñó el móvil con la fotografía de ambos en la pantalla. Amy la miró con los ojos como platos.
—Será mejor que me digas qué es lo que había en esa maleta.
Amy estaba tan cabreada porque la hubiera pillado con las manos en la masa que no era capaz de articular palabra. La humillación se convertía en rabia en su interior. Y, encima, delante de su amiga.
—Solo son cigarrillos, señora Danquah —dijo Karen con precipitación—. Nada más. Se lo prometo. Solo cigarrillos.
Isabel estaba cocinando el arroz con pato que debería haber sido para la comida con los escritores. D’Cruz se llevó a Boxer a una habitación de invitados del piso de arriba. El especialista dejó su bolsa de viaje sobre la cama y preguntó si había una habitación central con una toma telefónica en la que pudiera instalar el equipo de grabación.
Volvieron al piso de abajo, donde D’Cruz le enseñó una estancia con un escritorio, una mesa y una cama individual. El hombre se quedó observando desde la puerta cómo Boxer conectaba la grabadora a las tomas y al teléfono. Le preguntó el número de teléfono de Isabel y lo introdujo en el ordenador para las grabaciones. Encendió el portátil y marcó el número de Alyshia en el programa de seguimiento de Pavis. No daba señal.
La presión que ejercía D’Cruz por su necesidad de hacerle una pregunta resultaba palpable. Boxer prosiguió con su labor. El hombre de negocios cruzó la habitación y se quedó mirando los jardines oscuros que había frente al complejo.
—¿Cómo es matar a alguien?
—¿Por qué quiere saberlo? ¿Quiere matar a alguien?
—No sería capaz —respondió D’Cruz.
—Una observación interesante.
—Cuando era actor de cine representé a gánsteres que mataban a gente, pero nunca he sabido cómo es en realidad.
—¿No le presentaba el director a gánsteres que hubieran matado a gente?
—Claro, pero jamás llegué a hacerles esa pregunta. Nunca era el momento adecuado. Ya sabe, hay que seguir un protocolo.
—¿Me lo pregunta por lo que ha sucedido cuando veníamos hacia aquí?
—No, se lo pregunto porque me veo con fuerza para hacerlo y usted es lo suficientemente inteligente como para darme una respuesta.
—Solo puedo decirle una cosa. —Se dio la vuelta para mirar a D’Cruz—. Matar a alguien, sea por la razón que sea, te aleja del mundo de los hombres. Te sientes apartado para siempre… porque has hecho el mayor daño que un ser humano puede hacerle a otro.
Se estudiaron durante un tiempo. Las lámparas de la habitación zumbaban.
—Me sorprendió usted cuando le conocí —dijo Frank D’Cruz.
—Cuando era detective de Homicidios —prosiguió Boxer con una sonrisa irónica—, descubrí que los asesinos que más éxito tienen son aquellos que no van por ahí con pinta de serlo.
—Me refería a que pensaba que sería usted más grande.
Boxer soltó una carcajada hosca.
—Y lo era. Me puse enfermo mientras viajaba por una zona remota de Mongolia después de dejar Homicidios. Un grupo de turistas me recogió a tiempo. Perdí mucho peso y nunca he conseguido recuperarlo.
—¿Qué le sucedió?
—Nunca llegué a saberlo. Frank, ¿responde usted a las preguntas en alguna ocasión?
—No siempre con toda la verdad por delante, he de admitirlo. Parte de mi trabajo consiste en dejar a la gente haciéndose más preguntas.
—Me alegro de que me avise.
—A usted no voy a mentirle. Es usted el hombre que va a recuperar a mi hija.
—Esta cajita grabará todas las llamadas al móvil de Isabel que tengan lugar en esta casa —dijo Boxer mientras le tendía un accesorio a D’Cruz—. Si sale de casa y recibe una llamada del secuestrador, debe sujetar esto junto al teléfono.
Boxer hizo una llamada de prueba al móvil de Isabel para comprobar que se grababa.
—Le he pedido que pensara en algo mientras yo estaba fuera —comentó Boxer—. ¿Tiene algo que contarme?
—La competencia ahí afuera es despiadada —respondió mientras daba unos golpecitos en la ventana—. Me refiero a Bombay.
—Enemistades personales —aclaró Boxer—. No negocios. Alguien que quiera vengarse de algo que usted le hizo o que cree que le hizo. Piense de forma visceral. Se trata de alguien que está atacando a su familia. Se ha llevado a su hija.
D’Cruz negó con la cabeza. Tenía los labios fruncidos.
—¿Alguna mujer? —preguntó Boxer.
—¿Una mujer?
—Yo diría que recibe usted mucha atención de las mujeres.
—¿Cree que esto podría ser cosa de una mujer?
—No, pero las mujeres pueden inspirar comportamientos extremos en los hombres. ¿De dónde provienen las grandes emociones humanas? ¿Qué hace que los hombres se comporten de forma irracional? Los celos. La traición. La humillación. Si Jordan dice la verdad cuando asegura que no quiere dinero…
—Ya verá como al final es cosa de dinero. Ya verá.
—No estoy tan seguro, razón por la que quiero que piense en ello y, lo más importante, que me lo cuente.
D’Cruz parpadeó ante la posibilidad de que su enorme capacidad monetaria pasara a ser un factor insignificante. El miedo embargó su mirada y se quedó contemplando su poco consistente reflejo en la ventana.