6:45, DOMINGO, 11 DE MARZO DE 2012
Lugar desconocido
Alyshia estaba tumbada de espaldas. La parte inferior del antifaz de terciopelo todavía se le clavaba en las mejillas. Tenía los ojos abiertos y estaba desesperada por ver algo que no fuera el remolino de colores que llegaban a su retina debido a la ausencia total de estimulación visual.
No le había costado entender las reglas. Los privilegios tenía que ganárselos respondiendo a preguntas y se los quitarían por pequeñas infracciones, como hacer algo sin permiso. Si se negaba a responder a una pregunta, la castigarían esposándola a la cama en posiciones cada vez más incómodas. Cualquier ataque a los secuestradores supondría castigos corporales. Cualquier intento de salir de la habitación se consideraría un intento de huida y se castigaría con vejaciones sexuales.
—¿Violación? ¿No me mataréis? —preguntó Alyshia.
—Ni mucho menos. Hemos invertido demasiado en tu detención —respondió la voz—. Pero no creas que es un mal menor. Si intentas escapar, te violarán todos los matones. Así que no solo no lo habrás conseguido, sino que quedarás estigmatizada de por vida. Ni te lo plantees, Alyshia. Concéntrate en darnos lo que queremos y en mejorar tu calidad de vida.
El antifaz le producía claustrofobia. No como el pánico que le había ocasionado la negrura del garaje cuando estaba encerrada en el taxi, pero experimentaba tanta ansiedad que no se sentía a gusto. Necesitaba un horizonte. Siempre había evitado las situaciones que le privaran de ver la tierra. Y tampoco le gustaba lo abstracto, prefería lo figurativo. En su situación de privación sensorial, aquellos eran los fragmentos de sí misma a los que estaba teniendo que enfrentarse. Pero había otros miedos, de naturaleza más personal y que en otras situaciones habrían permanecido en un plano más subliminal, que empezaban a salir a la superficie de su conciencia. Aquella era la razón por la que quería ver. La oscuridad daba fuerza a la duda. La luz le proporcionaba equilibrio. Pero no quería que se dieran cuenta de que la oscuridad era una de sus debilidades. Se estaba obligando a soportar aquel estado tanto como le fuera posible para hacerles creer que tener los ojos tapados no le suponía ninguna molestia.
La formulación de esa estrategia menor le dio un poco de fuerza. Levantó las rodillas, cruzó una pierna por encima de la otra y empezó a mover el pie como si estuviera escuchando su iPod. No iba a pedirles nada, sino que iba a obligarlos a ir a ella todo lo posible y eso le daría la oportunidad de negociar.
Su cerebro se calmó. Podía concentrarse. Empezó a recuperar recuerdos de cosas inverosímiles que pudieran ayudarle. Las raras tardes de televisión por cable viendo historias de supervivencia. Gente en situaciones extremas, imposibles, y cómo salían de ellas. Todos los supervivientes hablaban de buscar cosas que hacer o en las que pensar para no verse superados por las dificultades de la situación en la que se encontraban. Se concentraban en los problemas inmediatos, como en racionar la comida. ¿Qué tenía ella? ¿Cuál era su equivalente a racionar la comida?
Necesitaba algo más activo que la estrategia pasiva de esperar a que le hicieran preguntas. Aquello podía suponer largas horas de aburrimiento. Dar prioridad a las necesidades. Eso estaba bien. Una lista de las diez cosas que mejorarían su situación actual. La primera era obvia: que le quitaran el antifaz. La segunda: lavarse. Sentirse limpia siempre había sido importante para ella, en especial durante su estancia en Mumbai. La tercera: ¿una excavadora? ¿A qué pregunta tendría que responder para que le proporcionasen una excavadora? Algo realmente íntimo y extraordinario acerca de su padre. Sí, bueno… sabía unas cuantas cosas de su padre que nadie más sabía.
—Alyshia, estás sonriendo.
No debería haberlo hecho. Eso iba a ser malo. Debería haber seguido pensando en la excavadora.
—Estaba imaginándome en otro lugar. Con algo tengo que entretenerme.
—¿Dónde estabas?
—En una playa de Goa.
—¿Con alguien?
—Un amigo.
—¿Un amigo como Duane?
Silencio. ¿Cómo era posible que conociera a Duane? Nadie conocía a Duane.
—¿Quién es Duane? —preguntó a pesar de que sabía que no se lo iban a tragar.
—Inténtalo otra vez, Alyshia.
Descruzó las piernas y apoyó los pies para estar más equilibrada. Toda la fortaleza que había obtenido se disipó. Aquella gente la conocía.
—No estaba pensando en Duane, no.
—Seguro que eso le apena. Pero a Curtis no. Curtis se alegrará. Aunque tampoco creo que estuvieras pensando en él.
—¿Habéis hablado con Curtis?
—Yo no. No hacemos ese tipo de cosas —respondió la voz—. ¿Sabías que Curtis sufrió un desafortunado accidente el otro día?
—No —respondió preocupada—. No le habréis hecho daño, ¿verdad?
—No, se lo hiciste tú. Te vio con Duane. A los jóvenes como él les cuesta mucho superar esas cosas. Se ponen celosos. Quizá tú pienses que en la guerra y en el amor todo vale…
—Y en los secuestros.
—Esa ha sido buena, Alyshia. Eres una chica dura. Pero, claro, los más reservados lo son. Saber cosas que los demás no saben te da fuerza. Tu padre es igual.
—No se consigue nada dejando que los demás sepan lo que piensas.
—¿Eso te lo enseñó Frank?
—Mi padre siempre dice: «Si vas de cara con las personas, aprovecharán la menor oportunidad para joderte».
—Eso incluye a los empleados más leales de Frank.
—¿Eres uno de sus exempleados?
—Probablemente lo mejor será que no sepas quién soy. De esa manera podrás vivir.
—Te olvidas de lo que conseguirás a cambio de tu inversión.
—No conseguiré nada si voy a la cárcel. En cuanto piense, o sospeche siquiera, que el juego ha terminado… estás acabada, Alyshia. Tu padre ha salido de Mumbai hace unas horas. Pronto aterrizará en Londres. Queremos recibirle con un regalo de bienvenida con el que demostrarle que estás viva y en buen estado. Seguro que te resulta más sencillo darnos algo para tu padre que para tu madre.
La voz tenía razón. Su madre no escondía nada: lo de «vovomotora» era uno de sus mayores secretos. Su padre era diferente. El truco consistía en elegir el secreto que menos daño le hiciera. Pero también quería proteger lo personal. Los nombres por los que se llamaban cuando estaban solos y hablaban de padre a hija. ¿Por qué iba a tener que saber aquella gente cosas que ni siquiera su madre sabía?
—Mi padre concede muchas entrevistas. Antes era actor. Cada vez que le preguntan cuál es su libro favorito, da el nombre de un autor indio porque dice que es importante ser patriota. Pero, en realidad, su libro favorito es El gran Gatsby.
—Un personaje muy interesante, Alyshia. No me sorprende. Tu padre siempre ha tenido un gran poder de reinvención… Todo ello enfocado a que nadie llegue a conocerlo jamás.
El vuelo procedente de Lisboa aterrizó tarde en Heathrow, a eso de las once y media. Inmigración estaba a reventar. Mientras esperaba, Charles Boxer pensó en cómo sería trabajar con Mercy. Nunca lo había hecho, aunque se habían consultado en algunos casos. A pesar de estar separados, aún se sentían muy cerca el uno del otro. No es que fueran exactamente buenos amigos, eran más como hermanos. Se conocían mejor que los amantes, y quizá fuera esta la razón por la que no les había ido bien en ese aspecto. Pero la quería. Más que a nadie que hubiera conocido antes o después de ella. Le parecía que no veía en nadie lo que veía en Mercy. Mientras que los demás veían a una policía motivada, alta, delgada y erguida, él veía los miembros largos, los pómulos altos, los ojos almendrados y la extraña pero fascinante sonrisa que mostraba la dulzura que yacía enterrada en lo más profundo de su corazón. Sabía que no les costaría trabajar juntos porque entre ellos existía la más indestructible de las conexiones humanas: la confianza.
La llamó porque consideró que, dado que le habían asignado aquel caso, se habría visto obligada a dejar el curso al que tenía que asistir el fin de semana y que estaría en casa con Amy. Debía empezar a reparar los daños.
—¿Es usted mi nuevo colega? —preguntó Mercy cargando las palabras de ironía.
—Quién lo habría dicho, ¿eh? ¿Ya te han contado algo?
—No mucho. A última hora de hoy me darán un informe detallado. Lo único que sé es que eres el actor protagonista y yo, la actriz de reparto.
—¿Crees que funcionará?
—¿Lo de trabajar juntos? Claro —respondió Mercy—. Por lo demás, cuando están implicados Whitehall, la Secretaría de Estado y todos esos… ¡quién sabe! Somos peones, mientras los reyes y las reinas bailan. ¿Cómo has conseguido el trabajo?
—Martin Fox me ha contado que el cliente había pedido que me encargara yo.
—¿Y quién te ha recomendado?
—No me lo ha dicho.
—Deberías averiguarlo. Nos vendría bien saber que, por ejemplo, te ha recomendado alguien como Simon Deacon.
—¿Simon? —soltó Boxer, incrédulo—. El MI6 no va por ahí recomendando gente, y menos a alguien como yo.
—¿Qué significa eso?
—Da igual. Oye, dile a Amy que se ponga un segundo.
—Muy gracioso.
—Venga, Mercy, que tengo prisa. No nos despedimos muy bien y me gustaría empezar a arreglar…
Se quedó callado cuando empezó a comprender.
—Charlie, ¿qué quieres decir con «nos despedimos»? Está contigo.
—Mierda.
—Le di el pasaporte para que fuera a Lisboa contigo.
—Me llamó, me explicó que tenía que repasar para los exámenes y que se quedaría en casa de Karen a dormir. Y dijo que te lo había consultado.
—A mí me dijo que se quedaría a dormir en casa de Karen y que iría directamente a Heathrow para coger el vuelo de las siete. Incluso la llamé a eso de las seis y oí ruido de aeropuerto de fondo. Dijo que habías ido al lavabo.
—Dios mío.
—Lo digo en serio, Charlie, cuando hablé con ella había ruido de aeropuerto de fondo y llevaba el pasaporte. ¿Crees que…?
—No lo sé. Creo que es capaz de cualquier cosa. Fíjate en que tuvo la sangre fría de responder a tu llamada. Joder, qué huevos tiene la niña.
—Déjamelo a mí —dijo Mercy, furiosa y dura como el acero galvanizado—. Voy a encontrarla y, cuando lo haga, voy a esposarla al puto radiador. Deseará no haber…
—Jamás desafíes a Despiadada[1] Danquah. ¿Sabes lo que me jode? La facilidad que tiene para jugar con nosotros. Somos detectores de mentiras profesionales. ¿Serán todas las chicas de diecisiete años como ella?
—Eso me han contado.
El vuelo de Frank D’Cruz se había retrasado, así que Martin Fox y Charles Boxer no fueron al Ritz hasta las cuatro y media de la tarde. Un joven indio les abrió la puerta de la suite Berkley, les sirvió un té y les llevó una bandeja con varios pisos de galletas y pastelillos. Les comunicó que el señor D’Cruz estaba de camino y los dejó solos. Martin Fox estaba de pie frente a la ventana, mirando los árboles oscuros y sin hojas de Green Park a la altura de Constitution Hill como si estuviera llevando a cabo una especie de inspección militar.
—¿Quién me ha recomendado para el trabajo? —quiso saber Boxer.
—El cliente no me lo ha dicho —respondió Fox mientras se daba la vuelta para encararlo.
—No habrá sido Simon Deacon, ¿verdad?
—¿Por? No lo veo desde julio, desde el último partido de estrellas del críquet contra India en Lord. Ni siquiera lo he visto en el Club de las Fuerzas Especiales. ¿Está bien?
—Sí, que yo sepa. Está muy ocupado con la seguridad de los Juegos Olímpicos. ¿Sabes que está en el departamento de Asia?
—Ah, vale… ahora entiendo la conexión. Pues tendrás que preguntárselo a Frank D’Cruz. Fue el agente de seguros de Lloyd’s el que me dio tu nombre.
Fox se pasó las manos por el pelo rubio antes de metérselas en los bolsillos. Le proporcionó a Boxer cierta información acerca de Frank D’Cruz, su pasado en Bollywood y Konkan Hills Securities, el grupo financiero de D’Cruz. Caminaba entre los sofás mientras se lo explicaba todo, pero no le quitaba ojo a Boxer desde todos los ángulos. Sin duda, había algo distinto en aquel hombre desde que había dejado GRM dos años atrás. Nada importante, más bien una percepción. Fox se preguntó si los demás también se daban cuenta. Boxer era observador, paciente, y estaba interiorizando todos los detalles que le contaba; cosa que, por otro lado, era normal en un especialista de su calibre. Solo que ahora daba la impresión de que aquellas cualidades se hubieran casado con un hombre con ojo de francotirador, en vez de con alguien que, sencillamente, estaba muy preparado para entender situaciones nuevas.
Frank D’Cruz entró y, de inmediato, su carisma llenó la estancia. Ignoró a Fox y se dirigió a Boxer sin vacilar, le estrechó la mano y le miró a los ojos. Boxer le devolvió aquella intrusión intencionada y, después de unos segundos que se hicieron muy largos, D’Cruz se apartó de él con la sensación de que había contratado al hombre adecuado.
—Me gustaría hablar a solas con el señor Boxer —le dijo a Martin Fox mientras se daban la mano.
—Quizá lo mejor será que nos sentemos los tres y nos pongamos con el asunto —comentó Fox—. Usted nos hace un resumen de los acontecimientos hasta el momento. Nosotros le proponemos una actuación, hablamos de los términos y condiciones, y si Charles y usted quieren seguir hablando, pues, por supuesto, les dejaré solos.
Frank D’Cruz estaba molesto, pero también era consciente de que Fox tenía la llave para llegar a Charles Boxer. El hombre de negocios les señaló los sofás y se sentó en el sillón que presidía la mesita de café.
—Mi exmujer, Isabel Marks, llamó al móvil de nuestra hija a eso de las once y media de la noche del viernes, y aquel fue su primer contacto con los secuestradores. —Les hizo un resumen de la llamada sin olvidar el nombre del secuestrador y su manera calmada y autoritaria de manejarse.
—¿Ha sido el único contacto establecido con los secuestradores? —preguntó Fox.
—No, me han llamado con el móvil de Alyshia nada más aterrizar en Heathrow. Una voz distorsionada me ha dicho: «Bienvenido a Londres, señor D’Cruz». Ni siquiera había bajado todavía del avión. Eran las tres en punto.
—¿Le ha pedido algo?
—No. Ha dicho que ya habría tiempo para eso. El motivo de la llamada ha sido confirmarme lo que ya sabía. Por si dudaba de Isabel, supongo.
—Pero eso no lo han dicho —apuntó Charles Boxer.
—No. Me han dado las mismas instrucciones, lo de no ponernos en contacto ni con la policía ni con la prensa, y me han dicho que no volverían a llamarme. Todas las demás conversaciones las tendrán con mi exmujer.
—¿Le han ofrecido una prueba de su captura?
—Me han dicho cuál es mi libro favorito, cosa que nunca he admitido en público pero que Alyshia sabe muy bien.
Boxer y Fox quisieron hacer la misma pregunta, pero se contuvieron.
Hablaron de las dos frases que contenían cierto aire de petición. ¿A qué venía eso de que no sería «tan sencillo»? ¿Qué querrían decir los secuestradores con eso de que aquello no era un «ejercicio para obtener más dinero»? Si D’Cruz lo sabía, no estaba soltando prenda. Evidentemente, tenía enemigos empresariales.
—Dígame un solo multimillonario, aparte quizá de Warren Buffett, que no tenga una lista de personas a las que ha pisoteado para llegar a donde está ahora —soltó—. Libré una dura batalla para obtener el control del acero y se lo arrebaté de las manos a la familia Pitale en 2007. Hoy en día, estoy en mitad de un duro combate con la empresa de construcciones Mahale para conseguir el contrato para limpiar los barrios pobres del centro de Bombay y reemplazarlos por un importante centro de desarrollo. También los hay que están furiosos porque el gobierno me ha pedido asesoramiento en la construcción de reactores nucleares. Pero todo eso son batallas empresariales. Conozco a esa gente. Lo intentarán todo, pero no cruzan la línea de la familia.
—¿Está usted seguro? —preguntó Fox.
—Trato con miembros de esas familias. No hablo solo con los patriarcas; también lo hago con sus hijos e hijas. Conozco a esposas, maridos e hijos. Los conozco en sociedad. Por ejemplo, mi esposa, Sharmila, es muy amiga de varias de las mujeres de la familia Mahale.
—¿Ha incrementado la seguridad de su familia en Mumbai? —preguntó Fox.
—No saldrán del complejo hasta que esto haya terminado. Los niños tendrán profesores que les enseñarán a distancia por ordenador. Sharmila solo dejará entrar en casa a gente que conoce. He redoblado la seguridad en el complejo.
—¿Y los negocios en el extranjero? —preguntó Fox—. Tengo entendido que ha entrado usted en el mercado chino. Y está extrayendo materias primas de África.
—Sí, bueno, podríamos decir que los chinos son más despiadados que, por ejemplo, los europeos, pero no me he enemistado con nadie… todavía. Les vendo acero. Les compro piezas. He levantado dos empresas en las zonas económicas especiales que hay en Cantón y Shénzhen. Estoy creando puestos de trabajo y pago con una moneda fuerte, si es que el dólar puede seguir considerándose fuerte.
—¿Y en Londres? —preguntó Fox—. ¿Tiene algo aquí?
—Propiedades. He comprado propiedades comerciales en los últimos cuatro años, cuando el mercado estaba muy bajo. Ahora estoy revendiéndolas.
—¿Y en Gran Bretaña en general? —insistió Fox.
—Estoy a punto de llevar a cabo una inversión importantísima para construir coches eléctricos y una red de estaciones para recargar sus baterías. La semana pasada llegaron unos prototipos desde India para exponerlos en la City de Londres y en Stratford. Intento conseguir fondos para el proyecto en el mercado de valores. Y, por si se lo preguntan, no he recibido ninguna amenaza de muerte ni de Nissan ni de Toyota.
—Entiendo que va a obtener apoyo del gobierno británico para esta iniciativa —comentó Fox—. ¿Exenciones tributarias?
—Por supuesto, como cualquier otro que lleve a cabo una inversión de esta magnitud.
—Creo que será la «no tan sencilla» naturaleza de sus demandas lo que nos indique si esto es cosa de un enemigo empresarial —dijo Boxer—. Si es cierto que no se trata de un «ejercicio para obtener más dinero», tampoco es probable que sea una banda criminal y tendremos que centrarnos más en lo empresarial, lo político e incluso en enemigos de Bollywood. No son principiantes. Distorsión de voz, no tienen miedo, elocuencia y el momento en el que le han llamado, con lo que pretenden dejar bien claro que estamos tratando con profesionales con recursos.
Martin Fox se dio cuenta de que a Frank D’Cruz lo había impresionado la manera en la que Boxer había expuesto el caso. Acordaron hablar de los detalles si Isabel Marks aceptaba trabajar con Boxer. La reunión terminó. Fox se marchó.
—Vamos a tomar algo —propuso D’Cruz mientras se acercaba a un carrito lleno de todo tipo de bebidas imaginables.
—Un Famous Grouse con hielo, por favor —pidió Boxer.
D’Cruz se lo sirvió y, después, se preparó un Pink Gin.
—El padre de Isabel era un diplomático británico. Me acostumbró a beber esto. Me gusta tomar este cóctel de día. El whisky para la noche.
—Martin Fox me ha explicado que pidió usted que me contrataran a mí en concreto. No hay mucha gente que vaya por el mundo con una lista de especialistas en secuestros en la cartera.
—Investigué un poco por mi cuenta. Siempre lo hago, sea cual sea mi objetivo: una empresa que quiero comprar o la contratación de la persona adecuada para un trabajo. Conozco a mucha gente. Personas que hablan conmigo y a las que escucho. Conozco a gente rica, pero también conozco a gente pobre. Yo mismo salí de la pobreza. La pobreza puede aturullarte los sentidos, pero, si quieres salir de ella, también puede aguzártelos. Nunca me he equivocado con la gente a la que le he dado trabajo.
Boxer no le interrumpió. Sabía que era el momento del hombre rico.
—Bueno, no es del todo cierto —corrigió D’Cruz—. Me equivoqué con Alyshia. Desde que me demostró lo inteligente que es, ya desde muy pequeña, estuve completamente seguro de que acabaría trabajando para mí, que aprendería de mí y que, al final, terminaría haciéndose cargo de todo. No me considero una persona patriarcal. Tengo un hijo pequeño, de solo seis años, pero a estas alturas ya me he dado cuenta de que no tiene lo que tiene Alyshia. Sin embargo, me equivoqué con ella. Se alejó de mí. La infravaloré.
D’Cruz tragó saliva. Estaba emocionado. El especialista en secuestros lo observó y se preguntó cuánto de lo que estaba viendo era real.
—¿La infravaloró?
—Pensé que le gustaría hacerse cargo de lo que yo he creado… pero no. Quiere abrirse camino en el mundo por sus propios medios, hacerlo todo de acuerdo a sus propias reglas. Quiere aprender por sí misma, descubrir con sus propios ojos cómo funcionan las cosas. No le gusta que le digan nada. Hace unos años me soltó: «La experiencia de otras personas es muy valiosa, pero solo la mitad que la de uno mismo». No está mal para una jovencita de veintiún años.
—Eso está bien —reconoció Boxer—. Le servirá para soportar mejor el cautiverio. ¿Tiene aguante físico? ¿Ha estado antes en circunstancias difíciles?
—No; naturalmente, ha llevado una vida acomodada. Eso es contra lo que lucha. En Bombay descubrió lo difícil que es asumir la pobreza. Le horrorizaba que la gente viviera rodeada de tanta miseria mientras que otros como ella… bueno, ya sabe a qué me refiero. El choque de culturas le duró más que a la mayoría. De hecho, yo diría que nunca ha dejado de afectarle. Esa es una de las razones por las que volvió a Londres, señor Boxer. ¿Cree usted que eso supondrá un problema?
—Cuando uno se ha puesto a prueba, sabe qué esperar de sí mismo. Si nunca lo ha hecho, podría sorprenderse. Hay personas que se creen muy duras y que se arrugan como el papel, mientras que otras creen que son débiles y descubren que son de hierro.
—¿Y qué tipo de personas soportan mejor estar retenidas?
—Las que aceptan su situación y son capaces de adaptarse a ella. Son muchos los que reaccionan al miedo negándolo. No es por valentía, sino porque están paralizados. Una persona capaz de controlar sus emociones lo soportará mejor que una histérica. Las emociones consumen mucha energía y la inestabilidad emocional no es una buena base para pensar como es debido.
—No es muy nerviosa. A diferencia de su madre.
—Las personas inteligentes se las arreglan mejor porque saben cómo ocupar el tiempo. No necesitan estímulos exteriores. Pueden entretenerse por sí mismas, pensar, observar y calcular. Todo, cosas positivas. Dicho esto, tampoco es bueno ser demasiado inteligente, porque es importante que seas capaz de conectar con los demás. Por ejemplo, para persuadir a los guardias de que te den cosas y no te maltraten. Tienes que ser capaz de establecer lazos con los secuestradores para que en los altibajos de un proceso de negociación siempre logres mantener algún tipo de contacto con ellos.
—Es muy inteligente —comentó D’Cruz mientras iba marcando con una cruz los atributos de la chica en la lista de Boxer—. Y cae bien a todo el mundo.
—Por otro lado, tampoco debes ser muy abierto. Eso puede desembocar en complicaciones típicas del síndrome de Estocolmo, en el que la víctima empieza a identificarse con la causa de los captores. Así que, señor D’Cruz, ya ve que los rehenes necesitan un equilibrio de lo más delicado. No es una cualidad con la que se nace. Aprendes sobre la marcha, adaptando tu comportamiento de la manera adecuada y desarrollando técnicas de supervivencia.
—No sé lo que haría si le pasara algo a Alyshia.
—¿Hacerme a mí? —preguntó Boxer, impávido.
—No, no, no, no, no. —El hombre de negocios a punto estuvo de soltar una risotada—. A mí mismo. Esa chica lo es todo para mí. Soy una persona resuelta, señor Boxer. Odiaba ser pobre. Me forjé un nombre con las películas. He creado una grandísima riqueza para mí y para mi país. Y, sin embargo, nada me ha afectado tanto en la vida como mirar cómo dormía Alyshia cuando era pequeña y darme cuenta de que mi felicidad dependía de ella.
Boxer pensó que hubiera preferido que nadie le dijera que D’Cruz había sido un actor famoso. Descubrió que examinaba cada cosa que decía, cada gesto que hacía, en busca de veracidad emocional. También se dio cuenta de que la conversación avanzaba en círculos. D’Cruz quería llegar a algún lado, pero no de forma directa. Podría deberse a una diferencia cultural, asiático frente a anglosajón, aunque le daba la impresión de que tenía más que ver con la delicadeza. El hombre le escuchaba y le respondía, pero había algo gordo y apremiante concentrado en otro lado.
—He visto que usted también tiene negocios —comentó D’Cruz.
—Dirijo una organización benéfica —respondió Boxer mientras pensaba: «Ahora viene la investigación más profunda».
—Tengo entendido que la puso en marcha por la desaparición de su padre.
—Desapareció cuando yo tenía siete años —comentó Boxer, evitando incluir el verbo «huir» en la frase.
—Pero no le puso su nombre a la fundación. Normalmente, las fundaciones suelen llevar el nombre de…
—No tengo razones para pensar que está muerto. Pero eso no viene al caso. Creé la fundación porque, cuando desaparece gente, suelen ser las personas que se quedan atrás las que sufren de verdad. La llamé fundación LOST porque describe el estado de las personas desesperadas por saber qué ha sucedido[2].
—¿Y cómo financia la fundación?
—Con donaciones. Con fiestas para recaudar fondos.
Boxer sentía la presión del interés del hombre, pero no cedió ni un ápice. La mente de D’Cruz se lanzaba en picado sobre él y se nutría de lo que le contaba.
—¿Y continúa investigando el caso de su padre?
—No, ya no. Cuando obtuve acceso al archivo policial, pasaba todo mi tiempo libre siguiendo pistas.
—¿Para demostrar su inocencia?
—Para encontrarlo.
—¿Cuándo y dónde lo vieron por última vez?
—Donde vivía, en el vecindario de Belsize Park, a última hora de la mañana del 14 de agosto de 1979. —Boxer se preguntaba si de verdad estaría aquel hombre interesado o si era parte del proceso de conocerse—. Veinte años después, di con el dueño indio de la casa de apuestas ilegales que le vendió el billete a Creta y, más tarde, encontré el hotel donde se había alojado, en la costa sur de la isla, y al que había sido su dueño en 1979. Me llevó a la playa en la que encontraron su ropa y su pasaporte. Y ahí es donde me quedé.
—No tiene que ser fácil pagar a dos empleados a tiempo completo en Londres, por mucho que sean policías retirados.
—Me las arreglo —respondió Boxer sin mostrarse molesto por la sorprendente técnica de interrogatorio de su empleador—. Creo que debería contarme por qué sabía de mi existencia.
—Me habló de usted un empresario chino de Shanghái. Llevó a cabo usted un servicio muy especial para él, por el que entiendo que le hace un sustancial pago mensual a la fundación LOST.
—Zhang Yaoting. ¿Y le contó la naturaleza de ese servicio especial?
—Me contó que, después de que negociase usted la recuperación de su hijo de manos de la banda que lo tenía retenido en Nigeria, dio con ellos y los mató a los cuatro. Quiero que haga lo mismo en mi caso.
—¿Significa eso que sabe con quién estamos tratando?
—No, no lo sé. No tengo ni idea. Yo, evidentemente, estoy… llevando a cabo una investigación, pero no tengo pistas.
Boxer permaneció en silencio mientras miraba implacablemente a D’Cruz a la cara en busca de signos reveladores. Lo único que vio fue una gran determinación. Pero ese tiempo le sirvió para rehacerse de la sorpresa de que D’Cruz fuera la segunda persona en veinticuatro horas que le demostraba que conocía su terrible secreto. En algún lugar, alguien se estaba yendo de la lengua, y no le hacía ninguna gracia.
—Lo digo en serio. Cuando haya acabado de negociar la liberación de Alyshia, quiero que encuentre a los que la han secuestrado y los mate a todos.
—Hay una gran diferencia entre hacer eso en el delta del Níger y hacerlo a orillas del Támesis.