2:50, DOMINGO, 11 DE MARZO DE 2012
Londres
Las llamadas de teléfono ya habían comenzado. Y cada una de ellas era más complicada que la anterior.
La primera fue entre Frank D’Cruz y el encargado de riesgos especiales de la compañía de seguros Lloyd’s de Londres, que le expuso que la compañía no se haría responsable del seguro de rescate por secuestro a menos que la Policía Metropolitana fuera informada de que su hija había sido raptada. No había mucha gente que le dijera a Frank D’Cruz qué podía y qué no podía hacer. Así que la siguiente llamada fue al ministro de Comercio, Innovación y Tecnología, al que le dejó bien claro qué sucedería con su gran inversión en la industria del automóvil de Gran Bretaña si no lo ayudaba.
El ministro llamó a la ministra del Interior, Natasha Radcliffe, y le explicó lo que Frank D’Cruz acababa de sugerirle de manera brutal, haciendo especial hincapié en la conversación que había mantenido con el responsable del seguro de rescate por secuestro de Lloyd’s.
—Recuérdame cuál de nuestros amigos indios es exactamente Frank D’Cruz —dijo Radcliffe.
—Es el que tiene esa nueva tecnología para las baterías. La del ion ferroso que puede recargarse en cualquier toma en menos de una hora y que tiene una autonomía para hacer viajes mucho más largos.
—Claro, lo siento. No estoy muy al día de todo eso —respondió Radcliffe, que ahora recordaba que la inversión consistía en dos plantas automovilísticas en las Midlands y la promesa de dar a conocer la tecnología por todo el país, lo que crearía muchos puestos de trabajo y vendría muy bien a medio plazo.
—Me ha dejado muy claro que el hecho de que la policía se viera envuelta en el tema afectaría en gran medida a su inclinación a invertir. Me pregunto si existe alguna manera de darle esa satisfacción sin pisarle el callo a nadie.
—¿Te refieres a que informe a la policía pero le pida que no meta las narices en el asunto?
—Si crees que es posible…
—Es difícil decirlo sin hablar antes con ellos, pero el instinto me dice que no va a gustarles. Aquí no tenemos la misma libertad en cuanto a personal y contratos de los sectores público y privado que, por ejemplo, en Estados Unidos. ¿Estaría Frank D’Cruz dispuesto a emplear a un especialista en secuestros proporcionado por la Policía Metropolitana? Los secuestradores no tendrían por qué saber que es policía.
—Él ya tiene su propio especialista en secuestros: Charles Boxer, que trabaja para una empresa privada llamada Pavis Risk Management y que está dirigida por un excomandante del ejército llamado Martin Fox.
—¿Y no es negociable?
—Tal y como me lo ha expuesto, no.
—La única manera de saber si la cosa va a funcionar es hablar con la policía. Si no les decimos nada y algo se tuerce y, Dios no lo quiera, matan a la chica, abrirán una investigación y todo saldrá a la luz. Y el tema no tendrá buena pinta.
—¿Tienes alguna influencia en el comisario general de la Metropolitana para asegurarnos de que el asunto se trata con cuidado?
—Déjamelo a mí. Voy a tener que hablar con Mervin Stanley; ya lo sabes, ¿no?
—Natasha, huelga decir que el asunto es urgente.
A medianoche, el cerebro de Charles Boxer había recuperado la agudeza diamantina a la que estaba acostumbrado cuando jugaba al póquer y de pronto cayó en la cuenta de que estaba sentado frente a Don, recogiendo las cartas. El dinero había vuelto a fluir hacia él. El estadounidense empezaba a sentirse frustrado.
—Van a dar las tres —comentó Don—. Quizá debiéramos hacer un descanso.
—¿Pretendes que te vuelva la suerte, como anoche? —preguntó Boxer.
—No sé lo que pasó —respondió Don con las manos abiertas.
—Me dejaste pelado.
Don no movió ni un músculo de la cara, solo se apartó de la mesa.
Boxer salió del casino a buen paso y fue directo al coche alquilado que había dejado en el aparcamiento subterráneo. Se metió la Glock en el bolsillo trasero del pantalón y el silenciador en el delantero. Cogió el paseo del río y se topó con Diogo Chaves por el camino. Iba con retraso. Mierda. Tendría que darle un poco de tiempo.
El agua del río corría y borbotaba mientras Boxer permanecía oculto bajo la oscuridad de una hilera de pinos. El poco tráfico de la noche avanzaba por el puente hacia las luces de Montijo, en el lado más alejado. Miró las puertas del balcón de Chaves. La luz estaba encendida. Esperó. Seguía encendida. No se veía movimiento. Pasaron diez minutos. En ese momento ya debería haber acabado de hacerlo todo. Pero nada. La tensión fue creciendo en su interior mientras el reloj desgranaba los minutos. Se alejó del tronco junto al que se resguardaba y fue hasta el edificio de Chaves.
Subió al primer piso. Escuchó tras la puerta. Música. Se esforzó en escuchar algo más. Nada aparte de la música. Metió la llave en la cerradura. Diente a diente, en silencio. Giró la llave. Abrió la puerta. La música estaba más alta de lo que le había parecido. Brasileña. La típica que te evoca la playa, el calor y los tangas. Le puso el silenciador a la Glock con la luz que le llegaba de la cocina, que estaba vacía. En el aparador había una botella de ron, una lata de refresco de cola y un charco marrón a un lado. El dormitorio que había al final de vestíbulo estaba a oscuras. Fue hacia la sala de estar y se asomó por el resquicio que dejaba la puerta medio abierta. No veía si había alguien en alguno de los dos sillones, pero el sofá estaba vacío. Miró en derredor en busca de luz en alguna otra parte del apartamento. Ni el más mínimo resplandor por debajo de las puertas.
Boxer llegó a la conclusión de que Chaves había encendido la música, se había servido otro trago en la cocina, había vuelto a la sala de estar para soñar con Brasil y se había quedado dormido en alguno de los sillones que no estaban en su línea de visión. No podía comprobarlo en el reflejo de las puertas correderas del balcón sin que apareciera su propia imagen. Lo único que alcanzaba a ver eran las luces del equipo de música. Se puso a cuatro patas y gateó hasta el otro lado de la puerta. Miró en los otros dos dormitorios y en los baños. Vacíos. Entró en la sala de estar con la pistola a la altura de la cadera.
Diogo Chaves estaba profundamente dormido en uno de los sillones con un vaso a medio terminar en la ingle. Boxer se sentó en el otro sillón y lo giró de manera que quedara justo enfrente del cuerpo inconsciente de Chaves. Le dio una patada en el tobillo y el hombre se despertó con un respingo y ahogando un grito mientras el líquido del vaso se le caía encima. Se agarró el tobillo mientras silbaba entre dientes. Vio lo que Boxer tenía en la mano y parpadeó de una forma que revelaba que no era la primera vez que le apuntaban.
—Porra —dijo Chaves—, o que quer, seo cuzão.
—Sé que hablas inglés, Diogo.
—¿Diogo?
—Venga, no me jodas.
—Me llamo Rui Lopes.
—Cierra los ojos y escucha mi voz. Tú y yo hemos hablado antes, Diogo Chaves.
Chaves negó con la cabeza mientras pensaba en ello.
—Soy el que te entregó el dinero de Bruno Dias. Por eso sé que hablas mi idioma.
Chaves se esforzaba por entender la trascendencia de aquella frase cuando el terror por haber sido descubierto se apoderó de él y el miedo empezó a subirle por el pecho.
—Veo que ya te acuerdas. Es imposible olvidar lo que le hicisteis a aquella pobre chica, ¿eh?
—No sé de qué estás hablando.
—Bianca Dias. Solo tenía diecisiete años y le jodisteis la vida. La disteis por muerta y la tirasteis en un arcén. Apaleada y violada.
—No, sigo sin saber de qué estás hablando.
Boxer le dio una patada en la rodilla.
—Porra —siseó Chaves mientras se agarraba la pierna y le afloraban lágrimas en los ojos a causa tanto del dolor como del alcohol.
—He visto el dinero que tienes escondido en el altillo.
Chaves se recostó. Le temblaban las manos, que había apartado de la dolorida rodilla.
—Quieres el dinero, ¿no es eso?
—¿Cuánto te queda, Diogo?
—Yo diría que unos ciento cincuenta mil —respondió, esperanzado—. Son tuyos.
Boxer se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—Si fuera eso lo que quiero, ya me lo habría quedado, ¿no crees?
Chaves se mostró confuso unos instantes, pero lo entendió.
—¿Por qué lo hicisteis, Diogo?
—¿El qué?
—Joderle la vida a la chica. Ya teníais lo que queríais.
—No fue cosa mía. Fueron los otros dos. Querían hacerlo. Una menina rica y bonita. Querían hacerle lo que les habían hecho a ellos durante toda la vida. ¿Qué podía hacer yo?
—Impedírselo.
—Quizá no entiendes cómo gana su dinero Bruno Dias.
—Sé cómo lo ganaste tú.
—¿Ahora estás del lado del rico?
—Estoy del lado de la chica. Y siempre lo he estado.
—Yo no le hice nada.
—No puede caminar. No habla. Y tú eras el líder de la banda. Tú eres el responsable. Y aquella niña de diecisiete años te importaba una mierda, ¿verdad? Antes de morir, ¿quieres que le diga algo a Bianca? ¿O a Bruno Dias? ¿O a la maravillosa Cristina que Bruno envió para vigilarte?
Chaves abrió los ojos de par en par cuando se dio cuenta de la trampa en la que había caído.
—Dile a ese cabrón de Bruno Dias… —Pero se quedó sin fuerza—. A la mierda, tío. Hazlo. Estoy acabado.
Natasha Radcliffe llamó al alcalde de Londres, Mervin Stanley, conocido afectuosamente como Merve el Regateador por su habilidad para zafarse de todas las catástrofes políticas y personales que habían sido, hasta la fecha, habituales durante su mandato. Le expuso el problema mientras este le llevaba un dedo a los labios a Svetlana y la miraba con deseo, pues la mujer acababa de echarse una copa de champán por encima de sus pechos, desnudos y operados, y estaba lamiendo el licor con una lengua sorprendentemente larga.
—¿Quién? —preguntó el hombre como si no hubiera estado prestándole mucha atención.
—Frank D’Cruz.
—Me suena.
—Coches eléctricos, Mervin. Va a construir dos fábricas en las Midlands. Sé que no es Londres, pero su hija ha sido secuestrada en tu ciudad.
—No podemos permitirlo —repuso con su acento fuerte y afeminado de Eton—. Un momento, ¿coches eléctricos? Por eso me suena. He dado permiso para que exponga unos prototipos en la City y en Stratford, frente al estadio olímpico. Creo que van a llevar la exposición por el país antes de los Juegos. ¿Cómo se llama su hija?
—Alyshia D’Cruz —contestó Natasha Radcliffe mientras negaba con la cabeza.
Stanley cogió su iPad y entró en Facebook. Encontró a la chica. Se pasó una mano por el pelo engominado y pensó que mostraba más clase que la que tenía la buena de Svetty Betty, allí sentada en la cama. Buscó a Frank D’Cruz en Google.
—¿Qué quieres que haga, Natasha?
—Necesitamos que el departamento pertinente de la Policía Metropolitana nos trate con cariño.
—Así que, aunque Frank D’Cruz no quiere que se informe a la Metropolitana, quieres que yo se lo diga y que les pida que actúen con mucha discreción, ¿no?
—Con mucha discreción no.
—¿Como si no supieran nada del tema?
—¿Qué posibilidades hay?
—¿Tú qué crees? —respondió irritado—. ¿Qué te parecería que una empresa privada sobre la que no tienes control alguno empezara a operar en el Ministerio del Interior? Son policías. Su vida depende de la confianza y la jerarquía. Desconfían mucho de la gente que hace lo mismo que ellos pero por dinero. Aunque, bueno, no es que el suyo sea un cuerpo de voluntarios.
—¿Crees que conseguirás un compromiso?
—Eso es lo que mejor se me da. Míralo de esta manera: al tirar de estos hilos, Frank D’Cruz deja que un montón de gente se entere de su secreto. Me pregunto, dada su evidente perspicacia, si lo ha hecho a propósito. Yo de ti me preguntaría a qué está jugando.
—Mervin, está jugando a que su hija ha sido secuestrada y está usando su gran perfil de inversor para persuadirnos de que hagamos que la ley se pliegue a sus designios y así no maten a la chica en el primer día de cautiverio. Y de paso está mostrando a todo el mundo que es poderoso, que le apoya algún ministerio y que está dispuesto a usar todo su músculo.
—¡Por supuesto! Lo único que digo es que es bueno saber con quién te vas a la cama. No me refiero a que vayas a acostarte con él, solo era una forma de hablar, ya me entiendes.
—Cállate ya, Merve —le espetó la mujer como respuesta a la risa hosca del alcalde.
—Una cosa está clara: sabe lo que está haciendo y sabrá lo que hacemos nosotros.
—Tú consigue un compromiso tan firme como puedas. Y recuerda que el especialista tiene que ser Charles Boxer sí o sí.
—Eso va a ser complicado.
—Mervin, por favor, ¿quieres llamar al comisario general ahora mismo?
Stanley consultó su reloj. Eran las tres y media de la madrugada. Svetlana ya roncaba plácidamente a los pies de la cama. Se encogió de hombros.
—Es la mejor hora para llamarle, Natasha. Me has jodido la noche.
Boxer no vio la lucha final de Chaves. Volvió a la sala de estar y decidió dejar la música en marcha y la luz encendida. Comprobó la lógica de la escena: el vaso vacío en el suelo y el hombre colgado en el pasillo sobre la caja de dinero hablaba de un borracho deprimido que se había dado cuenta de que no iba a ser capaz de enmendar sus errores y de que el suicidio era la única salida.
Sintió una punzada de compasión cuando Chaves por fin se quedó quieto; no por el muerto, sino por la joven a la que le había arruinado la vida. Dejó el cadáver a su espalda, pegó el oído a la puerta de entrada y, como no oyó nada, la abrió y se marchó.
La noche estaba en silencio y el río corría negro.
Volvió al casino. De nuevo se sentía sólido: el agujero de su pecho se había convertido en un simple alfilerazo.
El superintendente Peter Makepeace, jefe de la Sección 7 de Criminología Especializada, que incluía la Unidad de Secuestros, estaba sentado en lo alto de las escaleras, escuchando al comisario general de la Policía Metropolitana y sintiéndose cada vez menos impresionado.
—Entonces, señor, lo que está diciéndome es que, a pesar de que sea el mejor departamento de la Metropolitana, con un noventa y nueve y medio por ciento de éxito en recuperaciones, tenemos que dejar que el caso más importante que hemos visto en los últimos cinco años lo dirija una empresa privada —soltó Makepeace, comedido pero embargado por la furia—. A lo largo de los años hemos resuelto crímenes de lo más desagradable en los que había implicados jamaicanos, albaneses, chinos y gente por el estilo, pero, ahora, cuando sale algo verdaderamente importante, tenemos que dejárselo a un capullo con un despacho en Mayfair decorado a la última.
—Lo sé —respondió el comisario general, que simpatizaba con el superintendente—; ellos no tienen más que un único cliente a quien intentan sacarle el dinero, mientras que nosotros debemos cuidar de ocho millones de personas. Es cuestión de política, Peter.
—Y algo más, señor. ¿Y si los secuestradores son terroristas? Tenemos procedimientos definidos. ¿Qué tiene Pavis Risk Management? Lo más probable es que solo cuente con una estructura de bonificaciones.
—No van a actuar sin supervisión. No vamos a darles carta blanca.
—¿Cuál es su experiencia en secuestros llevados a cabo en Londres?
—Pues no lo sé.
—Esa gente es experta en Colombia y Pakistán, pero ¿qué saben de Londres? Tenemos confidentes…
—El especialista en secuestros que quieren emplear es exmilitar, como sucede con la mayoría de estas empresas privadas. Estuvo en la Primera Guerra del Golfo con el regimiento de los Staffords —comentó el comisario general tras ojear sus notas con la intención de aplacar la furia del superintendente y obtener su compromiso—. Y después se unió a la Metropolitana como detective de Homicidios.
—¿Nombre?
—Charles Boxer.
—Lo conozco.
—¿Lo conoce?
—No sabía que la empresa para la que trabaja fuera Pavis —dijo Makepeace—. Su exmujer trabaja conmigo en la 7. Se llama Mercy Danquah. Es de Ghana. Tuvieron una hija, pero se separaron al poco de que naciera.
—¿Quedaron a malas?
—No, no, todo lo contrario. Todavía son buenos amigos. Él dejó su trabajo en plantilla en GRM el año pasado porque se pasaba todo el tiempo fuera del país y su relación con su hija empezaba a complicarse. Ya sabe, lo que ocurre siempre con los adolescentes. Mercy estaba cargando con todo el problema, así que Charles decidió dejar aquel trabajo.
—¿Está pensando lo mismo que yo?
—Es posible. Me parecería bien que Mercy fuera la especialista de apoyo —respondió Makepeace—. Aunque me gustaría que hubiera alguien más que hiciera el trabajo preliminar. Y quiero acceso al departamento de operaciones de Pavis.
—¿Como supervisor?
—En un mundo ideal me gustaría ser yo quien lo controlase.
—¿Y si no les parece bien?
—Entonces que nos consulten todos los asuntos operativos y tendremos derecho a veto. Y si sospechamos que hay cualquier conexión terrorista, nos haremos cargo del asunto.
—Me parece justo. A ver qué puedo hacer.
Boxer pasó la mirada de la pantalla del móvil a los dos reyes y los dos cuatros que tenía en la mano. Sopesó la situación: Martin Fox, probablemente para ofrecerle un trabajo, o la posibilidad de conseguir un full.
—Lo siento, pero tengo que responder —dijo al tiempo que se retiraba.
Salió de la estancia y permaneció en el pasillo, que tenía baldosas de granito y dos lámparas enfocadas hacia el techo.
—¿Qué tal te va, Martin?
—Hola, Charlie, ¿dónde estás?
—En Tierra del Fuego.
—Qué pena. Yo diría que no te he despertado. ¿Hace mucho viento?
—Suena a que tienes un trabajo para mí.
—Así es, pero la primera reunión es aquí, no en Argentina.
—¿De qué se trata?
—Han secuestrado a una chica en Londres. El cliente ha pedido que seas tú quien lleve el caso.
—¿De qué me conoce?
—Eso tendrás que preguntárselo a él.
—Estoy en Lisboa.
—Lo sé. Te he rastreado. Además, por el ruido de fondo nunca habría dicho que estás en la Patagonia. ¿Placer o negocios?
—¿Has dicho que en Londres?
—¿Te interesa? —le preguntó Fox.
—¿Cuándo es la reunión?
—Esta tarde, a las dos, en el Ritz.
—Mi vuelo no sale hasta la noche.
—Te reservo otro en primera.
—¿Londres? —repitió Boxer como si no quisiera que se le pasara ese detalle—. ¿Y qué ocurre con la Metropolitana?
—Vamos a llegar a un acuerdo de colaboración con ella.
—Ahora es cuando viene la letra pequeña. Suéltalo.
—Tendrás que trabajar con ellos. Y yo. Y el cliente no puede saberlo.
—¿Es un tipo importante?
—Están involucrados los ministros del reino.
—¿Y con quién voy a tener que trabajar de la Metropolitana?
—El enlace será Mercy.
—¿Y cómo va a ir el tema?
—Todavía no tengo los detalles. Esto ha sido todo lo que podía contarme el agente de Riesgos Especiales de Lloyd’s.
Silencio mientras Boxer lo sopesaba todo.
—Dadas las circunstancias, te pagaré el doble por día.
—Hum, eso me parece sospechoso.
—Pavis conseguirá más trabajo cuando esto se sepa.
—Bueno, en cualquier caso, tengo que mantenerme en forma, ¿no? —concluyó Boxer—. Y me deberás una.
—¿Te la deberé?