00:00, SÁBADO, 10 DE MARZO DE 2012
High Street Kensington, Londres
Isabel Marks estaba haciendo la compra para la comida que iba a dar el domingo. Dos escritores de la editorial en la que trabajaba irían a comer junto con sus respectivas esposas. Ya le habían enviado a casa, en Kensington, una caja de aligoté de Borgoña, otra de tinto portugués Cortes de Cima y dos botellas de oporto seco Taylor de veinte años. Había comprado una botella de cachaza y una bolsa de limas para preparar las caipiriñas del aperitivo con un toque que, con suerte, le daría a la fiesta un puntito, sin sumir a los no iniciados en un estado catatónico. Parecía mucha bebida, pero, por experiencia, sabía que los banquetes de domingo con escritores londinenses que no tenían que levantarse temprano el lunes por la mañana se alargaban hasta consumir todas las horas y el alcohol disponibles.
También había invitado a Jason Bigley. Se trataba de un joven guionista de televisión que había intentado persuadirla para que publicara su nueva novela sobre un asesino en serie. El problema era que ya tenía en la lista a cinco mujeres que escribían sobre esos horrores y no necesitaba más. Sin embargo, el chico era atractivo e Isabel abrigaba la esperanza, tintada de esa negatividad tan típica de las madres, de que a Alyshia le gustase.
«No, sé honesta. Sabes que se olerá lo de Jason Bigley al instante», pensó.
Para su desgracia, Isabel sabía muy bien qué tipo de hombres le gustaban a su hija —gusto que quería cambiar—. Hasta donde ella sabía, había habido muy pocos, pero los que había conocido no le habían parecido idóneos. En un principio había depositado muchas esperanzas en Julian, un estudiante de doctorado de Oxford, hasta que vio una fotografía del chico y apreció en él una gran arrogancia que hizo que lo considerase un mal partido. Por fortuna, lo habían dejado cuando Alyshia se fue a Mumbai. Su exmarido le había contado que la chica no se había inclinado por ninguno de los solteros ricos de esa ciudad —cosa que no sorprendió a Isabel—. Desde que Alyshia había vuelto a Londres, no había tenido ningún novio. Siendo como era una preciosa muchacha de veinticinco años con un padre multimillonario, aquello no era normal.
Isabel se sacudió de encima el monótono ciclo de preocupaciones maternales. No podía evitarlo. Ella se había casado y había tenido a Alyshia con veinte años.
Se concentró en la comida. Iba a preparar platos portugueses. Gambas con la salsa de su madre, seguidas de arroz con pato, que consistía en un pato cortado en tiras con arroz cocinado en el propio caldo del pato, con salchicha picante y aceitunas negras, y, para terminar, la versión portuguesa de la crème brûlée. Le encantaba comprar en Whole Foods Market, en el viejo edificio Barker, en Kensington High Street. Lo encontraba todo bajo el mismo techo y dividido por nacionalidades, desde Armenia hasta Zimbabue. A pesar de ser estadounidense, era la perfecta tienda londinense, excepto por los absurdos precios.
Su móvil sonó. Le fastidiaba recibir llamadas cuando estaba en la calle, atareada, pero vio en la pantalla que se trataba de Chico, es decir, Francisco D’Cruz, su exmarido y el padre de Alyshia. Isabel siempre se dirigía a él con aquel diminutivo portugués: Chico. El resto del mundo le llamaba Frank.
—No me digas que estás en Londres —dijo nada más responder al teléfono.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó él jadeando.
—¿Y tú? ¿Dónde estás?
—En Bombay. —Nunca llamaba a la ciudad Mumbai.
—¿Y qué estás haciendo?
—Estoy en la puta bicicleta estática, ¿qué pensabas?
Por alguna razón, cuando Chico soltaba palabrotas no daba la impresión de que estuviera haciéndolo.
—Ahí deben de ser las nueve y media de la noche.
—Explícale eso a Sharmila. Tiene una habilidad natural para adivinar cuándo acabo de sentarme en el sofá a ver una peli.
—Debes de estar poniéndote muy gordo. —Isabel oía la televisión de fondo.
—No, no, no, Isabel; no estoy muy gordo. Estoy más delgado que la mayoría de los hombres de cincuenta años. La cuestión es que tengo una esposa más joven que piensa que debería seguir luciendo el mismo tipo que cuando actuaba en el cine.
—Ella te hace mucho bien, Chico. ¿Cómo están los peques?
—Mimados hasta decir basta —respondió Chico, que seguía usando muchas de las expresiones del padre de Isabel—. Estamos criando monstruos con un apetito voraz pero sin valores. Los quiero con locura. Dime un solo padre que no tenga el mismo problema.
—Yo.
—Bueno, sí… —respondió pensativo—, es cierto. Seguro que estás bien, ¿verdad?
—No digas tonterías, Chico. Estoy bien. Estoy en la calle, he salido a comprar para una comida que doy mañana. Vendrá Alyshia.
—Ah, ya. No responde al maldito móvil cuando la llamo.
—Anoche salió. Una fiesta de despedida. No creo que vaya a despertarse hasta mucho más tarde.
—¿Y quién va a esa comida?
—Unos escritores.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Un guionista llamado Jason Bigley.
—Lo sabía. Pero ¿Bigley? No puede casarse con alguien que se apellide así. Alyshia Bigley. Se reirán de ella.
—Chico, me has llamado porque te aburres. Déjame comprar en paz.
—No, no, Isabel. Te llamo porque he tenido una de mis historias.
—¿Una premonición? —preguntó Isabel. Era famoso por ellas.
—Sí, ya sabes… Algo no va bien en alguna parte. Así que estoy llamando a mis allegados para asegurarme de que se encuentran bien.
—Chico, estás muy estresado. No creo que tenga nada que ver con nosotras, sino con tus negocios.
—No, no, lo he sentido cerca del corazón… justo en el pecho.
—¿Antes de empezar a pedalear?
—Sí, claro. Me hice un chequeo el mes pasado. El médico dice que tengo la constitución de un toro. No, no, los negocios me golpean en el estómago y no me dejan comer. Pero estoy comiendo muy, muy bien. Demasiado bien, según Sharmila, que es por lo que no paro de pedalear, pedalear y pedalear.
—Llámame mañana, pero unas cinco horas antes. Alyshia estará en casa a mediodía.
—Mira a esos cabrones.
—¿Chico?
Isabel oyó cómo subía el volumen del televisor.
—Esos cabrones… esos hijoputas… esos mierdas que viven en las barriadas pobres de Bombay… están saliendo en la puta BBC.
—Creo que acabas de descubrir a qué venía tu premonición.
—Hasta mañana —dijo—. Puta gentuza.
Se abrió la puerta. Oyó dos pares de pies. Le quitaron las esposas de las muñecas y los tobillos. Le giraron los pies y se los bajaron de la cama. Unas manos grandes la cogieron por las axilas. Manos de hombre. La levantaron.
—¿Qué está pasando?
No hablaban.
—Te has ganado el derecho de hacer pis —respondió la voz—. Ellos te acompañarán al cubo.
La apartaron cuatro o cinco metros de la cama. A Alyshia le temblaban las piernas. Mareada. Tenía relación con la droga que le habían administrado. Le dieron la vuelta. Golpeó el cubo de metal con el talón. Uno de los hombres se encorvó y levantó una tapa.
—Agáchate —dijo la voz.
—¿Tienen que estar aquí ellos?
—Sí, tienen que estar. No puedes ver, así que deben guiarte.
—Pues me quito el antifaz.
—No te has ganado el derecho a quitártelo.
Aquel nuevo mundo la oprimía. Su vejiga iba a estallar por la presión. Se estremeció, intentando hacerse fuerte ante aquella humillación. Se bajó las bragas hasta los muslos y se agachó. El alivio fue extático. Le pusieron papel higiénico en una mano. Se secó, lo tiró en el cubo y se subió las bragas. La llevaron de nuevo a la cama mientras pensaba en la última vez que había orinado delante de alguien: su madre.
—Por favor, no me esposen.
—¿Prometes no quitarte el antifaz hasta que te hayas ganado el derecho a hacerlo?
—Sí.
Los pies se retiraron. La puerta se abrió y se cerró. Se tumbó de lado y se llevó las rodillas al pecho.
—Tienes que ser más inteligente, Alyshia —dijo la voz—. No puedes pasar por esto cada vez que quieras hacer pis.
¿Cada vez? Empezó a pensar en aquel nuevo régimen y a buscar su instinto de rebelión porque, por primera vez en la vida, se enfrentaba a un sistema de mando que no iba a ceder con facilidad. En Londres, sus profesores del St. Paul la habían llamado «obstinada» a la cara y «resuelta» en los informes. Su tutor de Psicología en la Escuela de Negocios Saïd, de la Universidad de Oxford, había dicho de ella que «defendía su independencia con ferocidad», pero se debía a que aquel hombre no le gustaba porque había detectado su vanidad y su interés sexual desde el primer día. El gerente de una de las empresas de su padre en Mumbai se había quedado sorprendido por su valentía. Y «La Vaca Sagrada» jamás se aliaría con ella. Pero ¿eso de ahora? Aquel era un régimen de lo más cruel, y lo más curioso era que la única vez que había tenido que enfrentarse a algo así había sido cuando trabajó para su padre. Un dictador. Y no siempre benevolente.
El bar de tapas, los chavales de Bovingdon Recruitment bebidos, Toola caída de culo en la calle, el caos del Strand. Le parecía otra época… y curiosamente inocente en comparación con la actual. Lo repasó todo como si fueran las imágenes de una noticia o de una cámara de seguridad. No del todo real. No tanto como las imágenes que no quería ver danzando detrás del oscuro antifaz de terciopelo.
—¿En qué estás pensando, Alyshia?
Silencio. Los dos hombres con aquellas máscaras blancas sonrientes la habían aterrorizado, pero nada había sido tan desagradable como sus caras hinchadas una vez muertos.
—¿Alyshia?
—¿Cuáles son las reglas? —preguntó.
A las diez en punto de aquella misma noche, Boxer volvía a estar sentado a una mesa para dos del restaurante japonés del Parque das Nações en Lisboa y comía un menú de sushi y sashimi.
Después de estar jugando al póquer hasta las seis de la mañana, había dormido hasta tarde. A mediodía alquiló un coche y luego pasó el resto del día visitando los lugares a los que había planeado ir con Amy. A pesar de ser un típico día de primavera —claro, soleado y cálido—, se sentía deprimido, solo y frío. La echaba de menos y odiaba su soledad, que era diferente de ser solitario por voluntad propia.
Más tarde, sentado en la playa con el viento frío del Atlántico golpeándole el rostro, le sobrevino el pensamiento de que, en efecto, había tenido intención de jugar a las cartas mientras Amy dormía. La razón por la que la pelea había sido tan feroz era que le molestaba que ella le hubiera descubierto. Estaba enfadado consigo mismo: era un hombre que le mentía a su propia hija. Le faltaba algo. Quizá lo mismo que le había faltado a su padre, quien probablemente no había pensado en él en los últimos treinta años. Algo fallaba en la conexión. Eran incapaces de conectar. Se abrazó a sí mismo, no tanto por el frío sino porque sentía que el agujero de su interior estaba expandiéndose.
Aquellos pensamientos le ponían tenso. Tenía que tranquilizarse. Condujo de vuelta al Parque das Nações para prepararse para el trabajo de la noche.
Acabó de cenar, fue al aparcamiento subterráneo que tenía el teatro Camões, donde había dejado el coche, y recogió lo que había comprado por la tarde. Entró en el edificio donde se encontraba el apartamento de Diogo Chaves y escuchó tras la puerta. Silencio. Entró y miró en las habitaciones. Vacías. Cogió la escalera y se aupó al altillo, donde afianzó la cuerda que había comprado ese mismo día en la barra de acero medio salida que había visto. Colocó la caja de zapatos con el dinero del rescate junto a la trampilla. Dejó caer la cuerda y la midió. Cogió un cuchillo de la cocina y la cortó a la longitud adecuada. Volvió a cerrar la trampilla con la cuerda enroscada sobre ella y el dinero encima. Dejó todo lo demás en su lugar, encontró una escoba en un armario y barrió la entrada. Volvió a revisar las habitaciones y memorizó la disposición de todo una última vez.
Isabel Marks estaba en la cama. Se había quitado el maquillaje y la cara le brillaba levemente por el efecto de la crema de noche que se había aplicado. Tenía un iPad apoyado en las rodillas y estaba leyendo el texto de un autor, aunque solo tenía parte de su mente en el trabajo. El olor del guiso de pato inundaba toda la casa. Había cocido las aves con una cebolla rellena de clavo, hojas de laurel y granos de pimienta. Ahora, el caldo estaba en la nevera para que la grasa se quedase dura en la parte de arriba y pudiera quitarla con facilidad por la mañana.
Había cortado el pato en tiras y también lo había metido en la nevera. Mientras trabajaba, la había acompañado una sensación de intranquilidad. Al despellejar el pato y romper la carne con un tenedor, había sentido aprensión. Tocó el teléfono móvil que había dejado sobre el edredón. Alyshia no soportaba las llamadas cuya única intención era preocuparse por su estado. Su voz adquiría ese tono mordaz tan típico de quien no ha sufrido el miedo que se siente ante la posibilidad de perder a alguien. Isabel pensó en emplear la excusa de la premonición de Chico a modo de broma. Aquello divertiría a Alyshia, mientras que la preocupación maternal no lo haría. Isabel sabía que no se quedaría dormida hasta que la llamara. Qué mierda.
El teléfono sonó una vez antes de que respondiera una voz de hombre ligeramente distorsionada.
—Hola, señora Marks.
—¿Quién es? ¿Está Alyshia?
—Está aquí.
—¿Puedo hablar con ella, por favor?
—Ahora mismo no puede ponerse.
—¿Está bien?
—Está muy bien.
—La cobertura es muy mala.
—A la línea no le pasa nada, señora Marks.
—¿Quién es usted?
—Llámeme Jordan. ¿Para qué mantener las formalidades cuando es posible que hablemos durante las próximas semanas, meses… incluso años?
—¿Es usted amigo de Alyshia? —La pregunta era estúpida. Había algo en el tono de voz del hombre a lo que Isabel no iba a poder enfrentarse.
—Todavía no. Pero estoy trabajando en nuestra relación. Los hombres no somos tan buenos en la fase inicial de familiarización. No tan buenos como las mujeres.
—Quiero hablar con Alyshia —exigió Isabel, con una irritación que ya se le notaba en la voz.
—Es comprensible, pero no es posible.
—¿Por qué no?
—Ha sido secuestrada y tenemos que llevar a cabo todo un proceso antes de dejar que hable con ella.
Silencio. Parálisis mental. Las palabras se apelotonaron en su garganta. La emoción en estado puro se adueñó de ella. Su sangre se convirtió en éter: fina, fría, incapaz de transportar oxígeno. Un derrumbamiento repleto de náusea castigaba su cerebro.
—¿Señora Marks? ¿Me oye?
La palabra «sí» se le cayó de la boca como un diente flojo.
—Escúcheme con mucha atención. Su hija ha sido secuestrada. Sé que está sorprendida —dijo la voz con suavidad, pero entonces cambió el tono—. No avise a la policía y no hable con la prensa. Si sospechamos siquiera que lo ha hecho, nunca volverá a saber nada de nosotros. Lo digo muy en serio, señora Marks. Si lo hace, con suerte encontrará a su hija en unos meses y la chica estará en avanzado estado de descomposición y permanecerá para siempre en la memoria del senderista, granjero o agente forestal que encuentre sus restos. ¿Me ha entendido?
—Ni policía, ni prensa —dijo ella como un autómata.
—Puede hablar con el padre de Alyshia acerca de lo sucedido, pero…
—¿Qué es lo que quieren? Querrá saberlo.
—Bueno, no es tan sencillo. Habrá que hablar al respecto a lo largo de…
—¿Dinero? ¿Es dinero lo que quieren? ¿Cuánto?
—Ojalá fuera así de sencillo. Claro está que la gente rica siempre cree que lo único que quieren los demás es su dinero. Y que el secuestro de alguien tan preciado como su hija se puede solucionar negociando durante unos pocos días o, como mucho, unas pocas semanas. Yo empiezo con cincuenta millones, usted me dice que veinte mil y después de un sano regateo asiático llegamos a, digamos, medio millón. No lo hemos hecho por dinero. No voy a ser tan grosero como para pedirle que le ponga precio a la vida de su hija. Su exmarido intentará menospreciar nuestra iniciativa diciendo que solo es un mero ejercicio para obtener más dinero… Así que, señora Marks, está en sus manos asegurarse de que se lo toma muy en serio.
La conversación del hombre tenía un efecto extraño en Isabel. Su manera calmada de hablar la hechizaba. Tras la sorpresa inicial y la terrible y escalofriante opresión que le había infligido, su locuacidad, incluso la severidad de la amenaza que había articulado, habían restaurado el fluir habitual. Por fin su cerebro empezaba a funcionar de nuevo.
—¿Conoce a mi exmarido?
—Frank D’Cruz sale mucho en las noticias hoy en día, así que podrías ir a cualquier parte del mundo y encontrar gente que cree que lo conoce. La cuestión, señora Marks, es que usted lo conoce mejor que nadie.
—¿Eso cree? Llevamos divorciados doce años y no permanecimos juntos mucho tiempo durante los tres que estuvimos casados.
—Es lo que sucede cuando eres muy rico: te aseguras de que la gente te conozca lo menos posible. Así tienes mayor margen para la crueldad —dijo la voz—. Una última cosa antes de que cuelgue, señora Marks. Solo voy a hablar con usted, ¿entendido? Con nadie más. Ni con su esposo, ni con un amigo o un abogado. Solo con usted. Si alguien más responde al teléfono, colgaré. Y ya sabe: tres fallos al batear y estás fuera.
—¿Qué significa eso?
—Si alguien que no sea usted responde al teléfono más de dos veces, no volverá a ver a Alyshia. Adiós, señora Marks.
—Espere —dijo sorprendida por lo que acababa de ocurrir—. ¿Cómo sé que de verdad la tienen? Eso es lo primero que me preguntará mi exmarido.
—No tengo pruebas físicas, pero no la espere a comer mañana.
—Eso no es suficiente.
—Alyshia me ha pedido que le recuerde que cuando era pequeña solía llamar a su abuela portuguesa «vovomotora».
El auricular quedó en silencio. Isabel Marks tuvo la sensación de que ambos pulmones se le habían colapsado.