23:45, VIERNES, 9 DE MARZO DE 2012
Hotel Olissipo, Parque das Nações, Lisboa
—¿Negocios o placer? —preguntó la recepcionista desde el otro lado del mostrador de granito negro, incapaz de apartar la mirada de los ojos de color verde claro de Charles Boxer, un color que hasta entonces ella solo había visto en gitanos. Con aquella chaqueta de cuero negra, los pantalones tejanos desgastados y las botas negras, parecía extranjero, pero no el típico cliente que se hospedaba por negocios.
El hombre sintió un destello de irritación al revivir el momento en que le habían parado en el aeropuerto de Heathrow. A un especialista en secuestros como él no le esperaban en aquel lugar ni el placer ni los negocios, aunque había quedado por la noche con un antiguo cliente.
—Ocio —respondió con una sonrisa mientras le tendía el pasaporte.
La mujer rellenó el cuestionario en la pantalla y comprobó que no faltaba mucho para el cuarenta cumpleaños del hombre.
—Tiene una reserva para dos personas con desayuno incluido.
—Disculpe, voy a ser solo yo.
—No hay problema —respondió sonriente la mujer, cosa que hizo que a Boxer le cayera bien.
Unos minutos después, yacía en una de las camas gemelas de la habitación del hotel, mirando el techo, repasando la conversación telefónica que había mantenido en el aeropuerto con Amy, su hija de diecisiete años.
—No voy a ir —le había anunciado—. ¿Es que no te lo ha dicho mamá?
—¿Cómo que no vienes? Por Dios, Amy, teníamos esto planeado desde Navidad, ¿y te echas atrás ahora? Y no, Mercy no me ha dicho nada. No hablo con ella desde el miércoles.
—Seguro que estaba muy ocupada preparándose para ese curso que tiene este fin de semana. Me dijo que te llamara.
—Y lo has dejado para última hora.
Estaba seguro de que la chica se estaba encogiendo de hombros al otro lado de la línea y sabía que la elección del momento había sido clave. No iba a volver a Londres y arrastrarla mientras ella pataleaba y chillaba. Aquel era el típico fait accompli de Amy.
—¿Y a qué viene esto?
—Tengo que repasar para los exámenes.
—¿En casa de Karen? —preguntó intentando que no se notase el sarcasmo.
—No, allí solo voy a dormir. Estoy estudiando en mi habitación, en casa de mamá. Llámala. Ella te lo dirá. Hemos quedado así antes de que se fuera.
—Pero no conmigo. Y sabes tan bien como yo que no puede ponerse al teléfono hasta que acabe el curso.
—Ah, sí, es cierto.
—¿Y qué hago con tu billete de ciento cincuenta libras a Lisboa?
Silencio. La agresividad empezaba a transmitirse a través de las ondas. En los últimos tiempos no hacía falta mucho.
—¿Sabes por qué no quiero ir? —preguntó ella para acabar de fastidiarlo.
—Ya me lo has dicho: los exámenes. Aunque no sabía que fueras tan buena estudiante.
—Es porque nunca estás aquí.
—Razón por la que íbamos a pasar juntos este fin de semana.
—¿De verdad?
—De verdad.
—La razón por la que no quiero ir es porque sé que me dejarías sola por la noche para ir a jugar a alguno de esos estúpidos juegos de cartas tuyos.
—No es mi intención en absoluto.
—Entonces, ¿por qué has reservado habitación en un hotel en el Parque das Nações, en vez de en el centro de Lisboa?
—Primero, porque está cerca de donde vive un viejo cliente, Bruno Dias, que quiere conocerte; y segundo, porque está cerca del acuario, al cual me dijiste que te gustaría ir.
—Y una mierda.
—De verdad.
—He buscado el hotel por Internet y ¿sabes qué? Que de lo que está cerca es del Casino de Lisboa. A cien metros. Y te conozco: volverías a las siete de la mañana de buen humor si hubieras ganado, y decepcionado si hubieras perdido. Y no es así como quiero pasar el fin de semana, en función de cómo te vaya con las cartas.
Boxer bajó las piernas de la cama y apoyó los codos en las rodillas. El agujero negro había vuelto y era del tamaño de un puño. Lo había sentido desde que tenía siete años, cuando su padre lo abandonó, desapareció y ni volvió ni se puso en contacto con él jamás. Era el agujero del rechazo. A lo largo de los años había conseguido dejarlo a un lado hasta el punto de que casi había llegado a creer que había desaparecido. Pero en los últimos tiempos había descubierto que tenía menos control sobre él, en especial cuando Amy entraba en la ecuación. Su hija podía abrir aquel agujero negro con una mirada, una frase o frunciendo la boca, y él sentía el vacío oscuro y vertiginoso dejado por algo que se había perdido.
Así estaba la cosa. Hacía dieciocho meses, había dejado su trabajo como especialista en secuestros en GRM —la empresa privada de seguridad que llevaba a cabo el setenta por ciento de las negociaciones de secuestros en todo el mundo— para trabajar por su cuenta y pasar más tiempo con su hija. Y así había empezado todo. La pérdida de esa estructura corporativa y de la camaradería de sus colegas le había afectado de alguna manera a su cerebro. En cierto modo lo había liberado…, pero en el mal sentido.
Amy había respondido a su nueva ubicuidad recordándole cuánto tiempo de su corta vida no había estado a su lado. Dejarle plantado aquel fin de semana en Lisboa que habían planeado juntos era la manera de decirle que aquellos pequeños sobornos no servían para recompensar quince años de abandono. Lo que provocaba que el agujero negro se abriera era que tenía razón.
Había luchado mentalmente contra su incapacidad para conectar con ella, pensando que se debía a que estaba muy acostumbrado a ser un solitario que se refugiaba en México D. F., Bogotá o Karachi, leyendo novelas de suspense y jugando a las cartas a la espera del siguiente movimiento de la banda de turno. Ahora sabía que conectar con ella era mucho más complicado que todo aquello; aquel sentimiento, su certidumbre, y lo que tenía que hacer para que desapareciese. O casi.
Necesitaba ayuda.
Tenía que aprender a ser de otra manera.
Pero esa noche no. Por esa noche había tenido suficiente.
—¿¡Qué te ha parecido!? —exclamó Skin, furioso, con la gorra del West Ham puesta de nuevo, dándole caladas muy largas a su cigarrillo, apoyado contra la puerta de la furgoneta y con los pies en el salpicadero.
Dan no dijo nada y siguió conduciendo, todavía impactado por su primer asesinato. ¿Por qué habían tenido que estrangularlos? Aún notaba la sensación en las manos y los antebrazos.
—Nada de «gracias por traer a la chica sana y salva». Nada de «gracias por matar a esas dos ovejas aunque no estuviera en el puto contrato». Nada de «gracias por acordarte de conseguir el código de la alarma del apartamento de la puta». Nada de «gracias por ponerle el como-se-llame en el brazo». No. Es más bien «jodeos, deshaceos de las ovejas… y andaos con mucho ojo». Lo odio, ¡joder!
—¿El qué? —preguntó Dan, apenas capaz de pensar e irritado por el ridículo enfado de Skin.
—Cargarme a peña cuando no me han contratado para ello.
—Ya —comentó Dan mientras pensaba:
«Cargarme a peña, ¿a eso es a lo que me dedico ahora? ¿Por qué lo he hecho?». Por cierto, el «como-se-llame» se llama «cánula».
—¿Y dónde has aprendido a hacer eso con las agujas? ¿Eres yonqui o qué?
Dan permaneció en silencio mientras cruzaban el Royal Albert Dock y pensó en la facilidad con que había cruzado la línea. ¿Por qué lo había hecho?
—Venga, cabroncete, que aquí solo estamos tú y yo —insistió Skin.
Dan lo observó un instante y volvió a mirar por el parabrisas.
—Antes era enfermero —respondió.
Skin soltó una carcajada, se quitó la gorra y se rascó la cabeza con el pulgar.
—Pues eres todo un hijoputa para ser enfermero.
—Tendrías que haberlas visto a ellas.
—No jodas —soltó Skin mientras negaba con la cabeza—. ¿Y cómo has acabado metido en esto?
Buena pregunta.
—Tuve una novia que trabajaba en un club frecuentado por celebridades a las que les encantan los medicamentos con receta. Yo los conseguía y ella se los suministraba… hasta que me pillaron. Pasé tres años en Wandsworth. Y ahora, aquí me tienes, metido en esto.
—Ah, ya. ¿Es allí donde conociste a Pike? En Wandsworth ocupaba la suite real.
—Le administraba su medicación diaria. No quería que se la pusiera un drogadicto descerebrado.
Skin soltó una risotada mientras se imaginaba la situación.
—¿Todavía te ves con aquella novia?
—¿Tú qué crees? —Juntó el pulgar y el índice para formar un gran 0—. Estas son las veces que vino a verme cuando estaba dentro. Bueno, da igual, lo importante es dónde vamos a deshacernos de estos dos.
—Solo conozco un lugar. Sigue recto y gira a la derecha en Barking Road.
—Creía que cuando te sacaban de Limehouse estabas perdido.
—Te avisaré cuando lleguemos —le dijo Skin con una sonrisa en los labios—. Y no corras, no quiero que la poli nos pare con esa carga ahí detrás.
—Por cierto, ¿sabes quién es ella?
—¿Quién es quién?
—La chica que acabamos de entregar.
—No. Pero estaba muy buena, ¿eh? Pike no se dedica a eso. ¿Crees que se está metiendo en el negocio del sexo? ¿En la trata de blancas? Con eso se saca mucha pasta.
—¿Y tú qué sabes?
—He estado en una casa de Forest Gate unas cuantas veces. Chicas guapas de Moldova o Moldavia. No lo sé. Bielorrusia. De ese tipo de países. No hablan ni papa de inglés, ¿sabes? Aunque ¿¡quién puede hablar con la boca llena!?
Dan volvió a observarlo, más despacio. No estaba impresionado. Skin se rio para sus adentros.
—Gira a la derecha por debajo del paso elevado. No lo cruces por arriba. Hay una carretera estrecha a la derecha de… Esa.
Pasaron junto a unas fábricas después de dejar atrás el paso elevado a toda prisa.
—Gira aquí a la izquierda y aparca en el puente —dijo Skin.
Dan giró, redujo la velocidad y se detuvo. Permanecieron sentados y en silencio. El enfermero seguía luchando contra sí mismo. Skin se inclinó hacia delante. La visera de la gorra golpeó el parabrisas.
—Vamos a revisar a fondo la zona —informó Skin—. Un vistazo. Eso es lo que decía mi viejo. Vamos a echar un vistazo.
—Creía que un «vistazo» era mirar por encima.
—Tú lo sabes todo, ¿eh, enfermero?
—Yo que tú me quitaría la gorra.
Skin la dejó en la guantera. Salieron de la furgoneta. No había coches.
—¿Qué es eso? —preguntó Dan tiritando mientras miraba por encima de la barandilla del puente.
—No lo sé, pero va más allá de la estación depuradora de Beckton. A mí me parece que no hay moros en la costa. Hagámoslo.
Sacaron el primer cadáver y lo auparon sobre la barandilla. Skin gruñía por el esfuerzo y a Dan le faltaba el aire.
—No tiremos las lonas —advirtió Dan—. Tienen nuestras huellas por todas partes.
Sujetaron el toldo de nailon por las esquinas e hicieron rodar el cuerpo hacia delante. La lona se desplegó. El cuerpo cayó con un gran chapoteo.
—Joder, menudo ruido —soltó Skin.
Hicieron lo mismo con el segundo cuerpo. Doblaron las lonas y las metieron detrás. Miraron por encima de la barandilla, pero el agua estaba muy negra y no se veía nada.
Volvieron a la furgoneta. Dan arrancó mientras Skin movía los bíceps.
—Supongo que habías hecho esto muchas veces, ya sabes, cuando eras enfermero.
—¿Tirar cadáveres al río? Sí, cada día.
—No, idiota, lo de levantarlos. Ya sabes, levantar cuerpos, víctimas. Un, dos, tres, alehop.
—Hice pesas cuando estuve dentro. Te ayudaba a pasar el tiempo.
Volvieron a Barking Road, camino de casa.
—Lo odio, joder —se quejó Skin con la gorra puesta de nuevo y dándole caladas largas a otro cigarrillo.
—¿El qué?
—Lo de esos dos.
—¿Te refieres a que si les ha pasado a ellos puede pasarnos a nosotros?
Skin se encogió de hombros.
—La diferencia es que a ellos no van a echarlos de menos —respondió Dan con optimismo.
—Seguro que hay alguien, en algún lugar, que sí que lo hace. El más viejo tenía escayola en la camiseta, lo que significa que trabajaba en algún sitio. Y eso…
—¿Y eso qué?
—Y eso implica que esto no ha acabado todavía. Ni mucho menos.
Boxer recibió la llamada de Bruno Dias justo antes de medianoche, mientras daba cuenta de un plato de sashimi en un restaurante japonés que había cerca del acuario.
Diez minutos después, caminaba por la zona moderna que había crecido alrededor del recinto de la Expo y pasaba por delante del casino de cristal negro donde sabía que acabaría más tarde. Se dirigió hacia la nueva estación de trenes, con su tejado curvado, y a una de las imponentes torres de apartamentos que había enfrente de ella.
Bruno Dias era un hombre de negocios brasileño que había sido el segundo cliente de Boxer como especialista en secuestros autónomo para la compañía privada de seguridad Pavis Risk Management. Boxer se había ocupado de las negociaciones del secuestro para que liberaran a la hija de diecisiete años de Dias, Bianca. En un primer momento, parecía que todo había salido a pedir de boca. Por lo visto, los secuestradores estaban calmados, no eran violentos y solo les interesaba el dinero. Se habían detenido en seiscientos mil dólares, un rescate mucho mayor de lo que le hubiera gustado pagar a Boxer, pero Dias estaba desesperado por llegar a un acuerdo. Habían recibido y verificado una última prueba de vida. El hermano de Dias había llevado a Boxer a las afueras de São Paulo y lo había dejado en el arcén de una carretera comarcal. El jefe de los secuestradores le había dado indicaciones para que se dirigiera a una granja abandonada y dejara allí el dinero.
Durante las dos horas siguientes a la entrega del rescate, Bianca había sido violada y apaleada brutalmente, y la habían tirado —dándola por muerta— en un tramo de carretera desierto a unas horas de São Paulo, donde la encontró un obrero a la mañana siguiente. Más tarde, dos de los tres miembros de la banda fueron detenidos, juzgados y condenados a cadena perpetua en una cárcel brasileña, donde los demás reclusos no toleran a los agresores sexuales. No sobrevivieron ni seis meses. El tercero, a quien los otros dos habían identificado como Diogo Chaves, no llegó a ser detenido y la justicia supuso que había huido del país con el dinero, que se había sometido a operaciones de cirugía estética y que había desaparecido.
Boxer subió en ascensor hasta el piso dieciocho de la torre São Rafael, donde la sirvienta estaba esperándolo. La mujer lo acompañó hasta una estupenda sala de estar por cuyas paredes de cristal se veían las luces de la ciudad, que se derramaban sobre la negrura coriácea del Tajo. La brillante calzada del puente Vasco da Gama cruzaba el ancho estuario del río en dirección a la resplandeciente orilla de Montijo, al sur. Dias pidió a la sirvienta que se retirara y ambos hombres se abrazaron. Se habían hecho íntimos durante el secuestro debido a que sus hijas eran más o menos de la misma edad, a la evidente empatía de Boxer y a su inclinación a quedarse a beber con Dias hasta bien entrada la noche. El hombre había dejado bien claro que en absoluto consideraba responsable de lo sucedido a Boxer. De hecho, parecía culparse a sí mismo de todo.
Los últimos dieciséis meses no habían tratado bien a Bruno Dias. El régimen de ejercicio que se había impuesto no había sido capaz de eliminar las huellas que se habían ido acumulando en su rostro desde el momento en que recuperó a Bianca. Fue a la bandeja de las bebidas y preparó un whisky con hielo para Boxer y un brandy para él. Se quedaron frente a las puertas de cristal, que daban a una terraza con el suelo de madera.
—¿Qué tal está Bianca?
—No ha mejorado. Sigue en silla de ruedas. No puede moverse de cintura para abajo —contestó Dias mientras agitaba la cabeza frente a su reflejo fantasmal en las puertas correderas—. Tampoco ha dicho nada coherente. Me han asegurado que es todo psicológico. Podría salir de ese estado. O no. Estamos haciendo todo lo que podemos. Le han hecho montones de pruebas neurológicas en el centro médico de UCLA, en Santa Mónica. Estamos esperando a que nos cuenten qué han descubierto.
—Lo siento, Bruno. —Boxer puso una mano en la espalda del alto brasileño—. No hay un día en que no piense en ella. Es una de las que nunca me abandonan.
—¿Dónde está Amy? —preguntó Dias para cambiar de tema—. Pensaba que iba a venir contigo.
—Al final no ha podido. La presión de los exámenes. Por lo demás, está bien.
Dias lo observó en el vidrio oscuro. No lo creyó.
—Ella y yo estamos atravesando una mala época —añadió Boxer, claudicando.
—Da gracias. —Y le pasó un brazo por los hombros.
—Lo sé. Debería.
Silencio. El viento golpeaba el alto apartamento. Dias retiró el brazo, le dio un sorbo al brandy y respiró hondo. Estaba preparándose para algo, como si en su interior hubiera algo muy grande que necesitase salir.
—No te comenté nada —dijo por fin—, y no iba a mencionarlo porque pensaba que Amy estaría contigo en septiembre. Estuve aquí por negocios. Una mañana, salí a correr por la margen del río. Acababa de pasar junto al teatro Camões, cuando vi una serie de personas sentadas en la terraza de una cafetería, desayunando. Había un tipo solo, fumando un cigarrillo y bebiendo un bica. ¿Sabes quién era?
Boxer negó con la cabeza. No estaba preparado para creérselo.
—Diogo Chaves —dijo Dias mientras asentía—. Los únicos cambios en su apariencia eran el bigote y la perilla. Me tropecé y casi me dejo la cabeza en los adoquines.
—¿Se lo comunicaste a la policía?
—Tenía que asegurarme. Hice que uno de los miembros de seguridad de mi equipo, Cristina Santos, viniera desde São Paulo. Descubrió lo habido y por haber del hombre que había visto. Lo conoció. Tiene un bonito apartamento con vistas al río justo encima del café donde lo vi. Un negocio del que, por cierto, es el propietario. No trabaja, no lo necesita. Se ha cambiado el nombre, pero, por suerte para mí, su cara apenas ha cambiado.
—¿Y qué piensas hacer?
—He vuelto a verlo, ¿sabes? —Se giró hacia Boxer e hizo caso omiso de la pregunta—. He estado tan cerca de ese grandísimo hijo de puta como lo estoy ahora de ti.
—¿Qué tal le va?
—Me reconforta saber que el dinero sucio llena de una amargura casi inexplicable la vida de quien lo roba. Me han contado que el menor de sus problemas es que echa de menos su hogar.
—¿Tan cerca de él ha llegado a estar Cristina?
—Ese pobre idiota se ha enamorado. La ve como su salvadora.
—¿Qué hay de la extradición? Seguro que existe un acuerdo entre Brasil y Portugal.
Dias se alejó de la ventana, bebió un poco más de brandy, cogió un puro de la caja que había en la mesa de las bebidas y se sentó en un sillón de cuero blanco.
—Charlie, ¿qué es lo que ves cuando me miras?
Boxer lo observó con los ojos entrecerrados, como si mirase por la mira de un arma. Lo evaluó… con gentileza.
—A un hombre urbano, exitoso y atractivo… que está profundamente herido por lo que le sucedió a su hija.
—No solo herido, Charlie. Me siento hundido. No soy el mismo hombre. Mi esposa lo sabe. Todo el mundo lo sabe. ¿Y sabes qué es lo que me ha arruinado?
Boxer asintió. Después de sus idas y venidas al Golfo cuando estaba en el ejército, entendía a los hombres que habían sobrevivido a experiencias traumáticas. No era solo su rostro lo que estaba lleno de surcos. Si fuera creyente, diría que su alma también estaba marchita.
—Pensabas que eras un hombre civilizado —dijo Boxer.
—Ha sido una lección terrible… —respondió mientras asentía— descubrir que estoy tan amargado como Diogo Chaves.
—¿Y cómo has acabado así?
—Me culpo por lo sucedido. Me torturo pensando en qué habré hecho en la vida para que aquellos hombres le hicieran lo que le hicieron a mi pequeña. Me he formulado tantas preguntas sin respuesta que cada vez me siento más pequeño. No sabes cómo era yo antes. Era un tipo alegre. Pero ahora…
Dias apretó los puños y los dientes.
—¿Qué vas a hacer con Diogo Chaves?
—¿Recuerdas una de las conversaciones que mantuvimos en São Paulo acerca de las represalias? —le preguntó mientras cortaba la punta del puro.
—Puede que sí.
—Dijiste que el único fallo de tu trabajo era que conseguías que el rehén volviera, pero que luego te marchabas. Que no llegabas a verte envuelto en ningún tipo de represalia. Las víctimas y las familias daban carpetazo al asunto, pero tú no. Nunca veías cómo se castigaba al criminal. ¿Cierto?
—Sí, algo por el estilo —respondió mientras recordaba sus charlas nocturnas, pero no los detalles—. Es probable que te dijera que la mayoría de las víctimas no quieren testificar. Solo desean seguir adelante con sus vidas cuanto antes. Pero el problema con los secuestradores es que, en cuanto han visto lo fácil que se consigue ese dinero, vuelven a las andadas.
Dias se inclinó hacia delante, dejó la copa en la mesa y se quedó mirando fijamente a Boxer a los ojos.
—Exacto. ¿Te gustaría asegurarte de que Diogo Chaves no vuelve a hacerlo nunca más?
Silencio. El jugador de póquer que Boxer llevaba dentro reprimió la sacudida que le produjo la adrenalina que entraba a raudales en su torrente sanguíneo. Por supuesto que le gustaría. O peor incluso. Desde que había dejado GRM y había descubierto que el agujero negro de su interior empezaba a abrirse de nuevo, lo necesitaba. Pero había aprendido algo acerca de sus terribles ansias: no debía dejarse llevar por ellas.
—Creo que tendrías que ser tú quien fuera a la policía —comentó Boxer, jugando sus cartas con cuidado.
—Nadie ha dicho nada de la policía. —Dias se recostó y encendió el puro con un Zippo de oro—. Estoy hablando de ti… de que te encargues de Chaves.
Cerró el Zippo con un chasquido y le dio una chupada al puro.
—Bruno, ¿qué te hace pensar que estoy dispuesto a hacer algo así? —preguntó con calma.
—Tengo un amigo, un empresario ruso. Hiciste un trabajo para alguien que conoce. Dice que recuperaste al hijo de aquel hombre sano y salvo de una banda de Kiev y que después seguiste cierta información que recibió acerca de uno de la banda, un ucraniano… al que más tarde encontraron congelado en un bosque a las afueras de Arcángel.
—No iba vestido como es debido para las condiciones en las que se encontraba.
—Mira, Charlie, sabes de qué te estoy hablando. Lo haría yo mismo si pudiera, pero no soy capaz.
Boxer se preguntó si Bruno Dias esperaba sentirse mejor después de soltar aquella frase. El brasileño malinterpretó su silencio.
—No espero que lo hagas por amor al arte.
—No sería por amor al arte. Ya te he dicho que pienso en Bianca a diario.
—¿Qué hay de tu fundación de caridad?
—¿Cómo te has enterado?
—Por ahí —respondió Dias al tiempo que agitaba el puro con un gesto vago—. Fundación LOST. Ayudas a la gente a encontrar a personas desaparecidas cuando la policía se ha rendido. ¿Lo haces a escala mundial?
—De momento, únicamente en Gran Bretaña. En la actualidad, solo tengo a dos exagentes de policía empleados. Necesitaría más medios para hacerlo a escala mundial.
—¿Qué tipo de contribuciones necesitas?
—Más investigadores cualificados. —Y dejó que Dias llegase a sus propias conclusiones—. Y una oficina como es debido.
—¿Qué te parecerían doscientos metros cuadrados de oficina en una zona tranquila de Marylebone High Street?
—Inimaginable.
—Pues empieza a imaginarlo. —Dias estaba encorvado hacia delante—. ¿Trato hecho?
Boxer parpadeó y tragó con dificultad. Cada vez que se había encontrado en esa situación había intentado analizar qué es lo que le llevaba a cruzar la línea. Sabía que tenía que ver con su padre, con lo que le había hecho, pero siempre había una grieta, un abismo que la lógica no podía saltar.
—¿Qué me dices del acceso a Diogo Chaves… y del método? —preguntó Boxer—. No estoy del todo preparado.
Dias salió de la habitación. Boxer se dio la vuelta y se quedó mirando su reflejo en el cristal. Como siempre, no podía creer lo que le estaba sucediendo y se sentía incapaz de detener la situación. Hizo que su mente entrara en «modo profesional» cuando Dias volvió con un rollo de mapas, una caja pequeña y un maletín que pesaba bastante.
—Estos son los planos del apartamento de Diogo Chaves —dijo Dias, entusiasmado con el proyecto, mientras desenrollaba los papeles y abría la caja—. Esta es la llave del edificio y esta, la de su apartamento.
—¿Lo ha conseguido tu empleada, esa tal Cristina?
—Es muy minuciosa. Chaves es un animal de costumbres. Sale a beber cada viernes y cada sábado por la noche a un bar brasileño llamado Ipanema, en la rua do Bojador, frente al río. Se queda hasta tarde, hasta las tres de la madrugada por lo general, y vuelve caminando a su apartamento por el río. Los fines de semana nunca se levanta antes de mediodía.
—¿Foto?
—Esta es reciente. Se la sacaron en el café que hay debajo de su apartamento.
—Bruno, ¿esperas que lo haga esta misma noche?
—Ya que tu hija no está, he pensado… ¿por qué no? Esta noche o mañana por la noche.
—No tengo arma.
Dias abrió el maletín y sacó una caja en la que había una Glock 17 y un silenciador AAC Evolution 9 mm.
—Tengo entendido que esta es una de las pistolas reglamentarias usadas por los agentes de la policía británica —comentó Dias—. No tienes por qué usarla, pero estoy seguro de que llamará la atención de Diogo Chaves que lo hagas.
—Deja que les eche un vistazo a los planos una vez más. No quiero llevarlos encima. —Boxer memorizó la disposición de la casa y se metió las llaves en el bolsillo—. Esta noche haré una misión de reconocimiento. Lo vigilaré en el Ipanema, observaré cómo se comporta.
—Espero no haberte estropeado el fin de semana.
—Ya se había estropeado.
Fueron hacia la puerta, Boxer con el maletín.
—¿Quieres que te traiga algo… de Chaves? —preguntó Boxer.
—No, nada físico. Pero pregúntale por qué le arruinó la vida a mi hija.
En el apartamento 1 del número 14 de Lavender Grove, en Dalston, Londres E8, en el distrito de Hackney, reinaba un gran silencio hasta que la llave entró en la cerradura, se abrió la puerta y un hombre vestido de negro encendió una linterna y desconectó la alarma. En el apartamento hacía buena temperatura en contraste con las cifras bajo cero de fuera. El hombre se movió con rapidez por el dormitorio, que estaba en la zona de atrás.
El haz de luz de su linterna se paseó sobre unas fotografías que había en la pared y se detuvo en el póster de una vieja película. La luz, que iluminaba el rostro de un indio atractivo, bajó por el cuerpo flexible del hombre, que llevaba una camisa y unos pantalones blancos, a juego con sus dientes, y que irradiaba carisma a raudales mientras miraba el revólver que alguien sujetaba delante de él. Su nombre artístico, Anadi Kapoor, aparecía debajo.
El intruso se acercó a la pared y enfocó con la linterna una fotografía del mismo hombre, pero tomada veinte años después, con cincuenta y pocos años. Conservaba el pelo negro, pero había engordado e iba vestido con un caro traje de color gris, una camisa blanca abierta y una cadena de oro al cuello. A pesar del horrible trabajo ejercido por la gravedad, la cara seguía siendo atractiva y su carisma y el encanto de su mirada permanecían intactos. Esto último quizá fuera la razón —aunque no la única— por la que llevaba del brazo a una espectacular mujer india que le sacaba un palmo. Ella iba vestida con una blusa de color marfil que dejaba la parte superior de los pechos al descubierto, una minifalda y unos tacones de aguja que acentuaban la longitud de sus esbeltas piernas.
Delante de ellos había dos niños que miraban hacia delante como esfinges.
El mismo hombre aparecía en otra fotografía con un esmoquin, pero esta vez acompañado de una mujer blanca con el pelo largo y oscuro, rizado, un tanto aniñada para su edad —unos cuarenta años—. Ella llevaba un vestido de noche.
Entre los dos había una chica preciosa con la piel del color de la miel, un vestido largo de color negro y un collar deslumbrante. En el marco de la fotografía había una plaquita de latón con la siguiente leyenda: EN OCASIÓN DEL VEINTIÚN CUMPLEAÑOS DE ALYSHIA D’CRUZ. Una mano enfundada en un guante de látex dio unos golpecitos en el cristal sobre el abdomen de la chica. Aquel era el vestido que le habían enviado a buscar.
El haz de luz revoloteó por la habitación hasta toparse con el armario, que iba de pared a pared. El hombre abrió las puertas y pasó las manos por las prendas que colgaban con aspecto desolado, hasta que en uno de los extremos encontró varios vestidos largos. En la funda de plástico de una tintorería estaba el vestido negro de la fotografía. Lo dejó sobre la cama.
Rebuscó en los cajones de la cómoda que había junto a la cama, mirando entre la ropa interior, hasta que encontró justo lo que quería. Puso el sujetador negro sin tirantes y las bragas a juego sobre el vestido. Volvió a mirar en los cajones, pero no encontró la otra cosa que estaba buscando. Echó un vistazo debajo de la cama, levantó el colchón, gateó por la habitación mirando y palpando debajo de los muebles. Nada. Volvió al armario. El instinto le decía que, por razones sentimentales, ella lo guardaría allí en vez de en una caja de seguridad.
Debajo de la ropa del armario había decenas de cajas de zapatos. Las abrió una a una: sacaba los zapatos y palpaba el fondo antes de volver a dejarlas en su sitio. En el fondo del armario encontró un par de botas Ugg viejas y desgastadas con la puntera levantada. Metió una mano dentro de la bota izquierda y lo encontró. Una cajita alargada con las palabras ASPREY LONDRES impresas en oro en la tapa. Dentro estaba el collar de diamantes que aparecía en la fotografía de su veintiún cumpleaños. Se metió la cajita en el bolsillo, dejó las Ugg donde las había encontrado, eligió un par de zapatos de tacón alto de Prada con tiras que dejó junto a la lencería y lo enrolló todo con el vestido, aún metido en la bolsa de plástico. Comprobó una última vez que todo estaba en orden en el dormitorio y se marchó.
Percibía un sonido de succión en sus oídos. Tenía la sensación de ser arrastrada por un vórtice, pero sin girar. Alyshia respiró profundamente y recuperó la conciencia, pero una oscuridad aterciopelada le presionaba la cara. Levantó la cabeza del basto algodón de la almohada y se secó la baba de la comisura de los labios. Luchó contra las náuseas e, indecisa, se llevó una mano a la cara y se tocó el antifaz para dormir.
Una voz tranquila pero autoritaria, que había sido amplificada y distorsionada, le ordenó:
—No lo toques. Baja la mano al costado.
La chica obedeció de inmediato. Cuando apoyó la muñeca en la cadera, a la altura de la goma de las bragas, notó que tenía algo en el brazo: una cánula. Y no llevaba medias. Todavía llevaba puesto el sujetador, pero el Cartier de pulsera había desaparecido y estaba descalza. Recordó que se había vomitado encima y por qué lo había hecho. Se estremeció al recordar aquellas dos caras amoratadas con los ojos medio salidos.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó la voz.
—Mareada y desorientada. Y necesito ir al baño.
—Aquí hay que ganárselo todo.
—¿Ganárselo?
—Sí, ganárselo. Me consta que no es un concepto con el que esté familiarizada tu generación. Ahora ponte boca arriba y coloca las manos sobre el estómago. Respira hondo y a intervalos regulares.
—Quiero algo de ropa. Tengo frío. —No lo tenía, pero no quería sentirse tan vulnerable.
—Es imposible que tengas frío. La habitación está a veinticinco grados —dijo la voz—. Deja de quejarte y haz lo que te he ordenado.
—Dame una sábana.
—Aquí hay que ganárselo todo.
—Explícame cómo me gano las cosas.
—Respondiendo a mis preguntas.
La chica pensó en ello. Su situación privilegiada le había dado cierta resistencia natural al control de los demás. Por otro lado, necesitaba hacer pis. Adaptarse. Luchar desde una posición cómoda.
—Vale, pues esta la responderé para poder ir al lavabo.
—Dime algo que solo sepáis tu madre y tú.
La petición hizo que le asaltaran las emociones. A pesar de las recientes dificultades que habían atravesado, la idea de que su madre se viera involucrada en aquel asunto la dejó sin habla. Tragó saliva y pensó que no debía permitir que sus sentimientos afloraran tan pronto. Se concentró en respirar. Intentó pensar en qué podía querer de ella esa voz.
—¿Tan difícil te resulta? —insistió la voz—. Solo lo necesitamos como prueba de que te tenemos. Ayudará a que tu madre conserve la calma.
Odiaba que la voz hablase de forma tan calculada y notaba que un sentimiento de beligerancia le ascendía por la garganta.
Se abrió una puerta. Unos pies cruzaron la habitación con resolución. La chica se encogió. Le apartaron con brusquedad las manos del estómago y se las esposaron a la barra de metal que había por encima de su cabeza. Otra persona le esposó los tobillos a los lados de la cama. Los pies se retiraron. La puerta se cerró. Su exposición e indefensión redoblaron su vulnerabilidad.
—Méate en la cama, Alyshia. Yace sobre tu orina hasta que se seque —dijo la voz—. Así, la siguiente pregunta será para que te ganes el derecho a lavarte y la siguiente, para unas bragas nuevas. Hazte un favor.
—Llamo a mi jefe «La Vaca Sagrada».
—No me sirve. Eso podría saberlo cualquiera. Quiero algo que sea muy personal entre ambas. Piensa.
No quería revelarle cosas personales a aquella voz. Quería quedárselas para sí, para seguir siendo fuerte.
—Tan solo me interesa para demostrarle sin sombra de duda que estás viva y sana. Es parte del proceso.
—¿Qué proceso?
—El del secuestro.
—¿Para el rescate?
—Bueno, «rescate» es una manera muy simplista de definirlo. Puede que ya te hayas dado cuenta, por la naturaleza del proceso que has vivido hasta el momento, de que no estamos en esto por unos cientos de miles.
—Entonces, ¿qué queréis?
—Si no recuerdo mal, intentabas ganarte el derecho a hacer pipí. Tu madre y tú sois muy amigas, ¿verdad? O al menos lo erais. Sigues yendo a verla una vez a la semana. Mañana tenías que ir a comer a su casa. Creo que sería mejor que le comunicaras que estás en buenas manos en vez de no aparecer por allí mañana, cosa tan poco típica de ti.
—Si no aparezco y no respondo al móvil, mi madre irá directa a la policía.
—Bueno, ahí tienes una motivación adicional.
—¿Por qué?
—Si tu madre llama a la policía, te mataremos. No te dolerá nada… porque estarás muerta. Quizá tu padre consiga superarlo porque ahora tiene una nueva familia, pero ¿y tu madre? Yo creo que la destruiría.
—Mi abuela materna es portuguesa. «Abuela» en portugués se dice vovó. La mujer siempre tuvo mucha energía, por lo que cuando yo era pequeña la llamaba «vovomotora».
Eran las dos y media de la madrugada, pero no estaba cansado. Los jugadores acordaron hacer un descanso. Boxer fue hacia la puerta.
—Qué cartas tan buenas te están tocando, Charlie —apuntó Don, el estadounidense—. ¿De dónde las sacas?
—De mis botas. Los trucos clásicos son los mejores.
—Tienes razón. No te vayas ahora, ¿eh?
—Solo voy a tomar un poco el aire. Vuelvo en media hora.
Dejó a los demás jugadores fumando y bebiendo un café más negro que el betún en la barra del salón privado que había alquilado el sindicato y salió a la calle. El aire era frío. Casi como si pretendieran compensarle por la ausencia de su hija, las cartas le habían sido propicias. Consultó el reloj, apuró el paso por la Alameda dos Oceanos, giró a la izquierda hacia el río, atajó en diagonal frente a las taquillas del acuario por unos jardines y llegó al teatro Camões y al edificio donde Diogo Chaves tenía su apartamento. Siete minutos.
Abrió la puerta principal, confirmó lo dicho por la empleada de seguridad de Dias —que no había cámaras—, subió al primer piso y puso la oreja en la puerta del apartamento. Nada. Entró. Ni sistema de alarma, ni cadena de seguridad. Fue de estancia en estancia y memorizó dónde estaban los muebles. Comprobó las puertas correderas del balcón, la barandilla y la caída. Prefería hacerlo dentro, pero no había ningún sitio adecuado. Fue a la entrada y se dio cuenta de que el techo allí era más bajo que en la sala de estar y en los dormitorios.
Alumbrado por su móvil, Boxer encontró las líneas delatoras en el techo, a tres metros de la puerta de entrada. Cogió la escalera que había en la cocina, abrió la trampilla y vio un espacio estrecho. Se metió dentro con el teléfono móvil en la boca. Al fondo había dos maletas vacías y una caja de zapatos llena de billetes de cincuenta dólares en fajos. ¿Sería lo que quedaba del rescate? Anotó el número de serie de varios billetes. Y, por fin, encontró lo que estaba buscando: una barra de acero que sobresalía ligeramente del cemento.
En cinco minutos lo dejó todo como estaba antes y salió al paseo del río. No había nadie. Corrió pegado a la corriente de agua. Tranvías esqueléticos colgaban vacíos en la oscuridad, bamboleándose por el viento, fantasmagóricos y amenazadores, mientras se dirigía hacia la cúpula con aspecto de babosa de mar del Pabellón Atlántico. Estaba motivado. Todas las dudas acerca de aquella misión de locos se habían desvanecido. Ya no notaba el agujero negro de su interior.
Diez minutos después estaba en el Ipanema, escuchando la música de Bebel Gilberto y bebiendo un whisky con hielo. Diogo Chaves estaba sorbiendo una caipiriña —que parecía la décima de la noche— en una mesa con un grupo de animados brasileños. Sus risotadas llegaban a destiempo debido a la falta de claridad de su cerebro. La flacidez de su rostro indicaba que su sonrisa no era del todo real. Tenía los ojos acuosos y ennegrecidos. De repente, el grupo se levantó y sus integrantes se despidieron. Chaves aún se peleaba con la silla mientras los demás se marchaban y se dispersaban. Para cuando salió, no había nadie que lo acompañara a casa. Se metió las manos en los bolsillos y se sumergió en la noche, a la deriva junto al río, hacia su apartamento. Cinco minutos después, Boxer estaba de nuevo en la mesa de póquer.
—Me alegro de que hayas vuelto, Charlie —dijo el estadounidense mientras consultaba su reloj—. Estaba preocupado.
—¿Qué tipo de persona crees que soy, Don?
—No lo sé. No he sido capaz de descifrarte.