23:15, VIERNES, 9 DE MARZO DE 2012
Covent Garden, Londres
Último esfuerzo en equipo de la fiesta de despedida: salir del sótano en el que se encontraba el bar de tapas por la angosta escalera en espiral, todos ellos borrachos como cubas. A Alyshia, la jefa, de veinticinco años, se le enganchó el tacón en la reja de los escalones de hierro. El montón de gente que venía detrás, que intuyó una obstrucción, empujó con fuerza hacia arriba para desatascarla. La goma del carísimo zapato de tacón de Alyshia se soltó cuando esta salió disparada por la escalera. La estancia de arriba se bamboleaba mientras el grupo de gente cansada salía tambaleándose de las entrañas del local. Los taburetes de la barra se balanceaban mientras rebotaban contra la salvaje multitud de borrachos vociferantes, que gritaban más que los agentes de bolsa en el parqué.
Consiguieron llegar a la calle. Alyshia iba trotando como un poni cojo por Maiden Lane y el aire frío de la noche enfriaba la pátina de sudor de su rostro. ¿Estaba empeorando el oxígeno adicional el efecto del alcohol que había tomado? Concentrarse, reconcentrarse, mientras caras de una fealdad atroz entraban y salían de su campo de visión, desagradablemente flexible.
—Ali, ¿te encuentras bien? —le preguntó Jim.
—He perdido el tacón —respondió mientras le cedían las rodillas. Se agarró a él.
—Está trompa —comentó Doggy, siempre preparado para constatar lo evidente. Jim le dio un empujón.
—Todos lo estamos —respondió Toola, triunfante, antes de trastabillar y caer de culo con las piernas abiertas de par en par.
—Ya te dije que ibas a acabar en Urgencias si salías con esta peña —le susurró Jim a Alyshia al oído—. La última juerga antes de empezar a cobrar el paro.
Mientras la calle se le inclinaba y sentía que su cabeza era tan grande y dura como un zepelín, la chica pensó que era lo único decente que podía hacer.
—Ali, ¿te encuentras bien? —volvió a preguntarle Jim mientras la sujetaba por los hombros y su rostro entraba con el ceño fruncido en el palpitante campo de visión de la chica.
—Sácame de aquí —pidió ella.
—¿Dónde está Doggy? —preguntó Toola.
Doggy se acercó a ella como disparado por un resorte.
—Échame una mano, amigo —dijo Toola mientras, tambaleante, intentaba ponerse de pie.
—Pues dame un besito —soltó Doggy mientras tiraba de ella con la lengua asomando entre los labios.
La mujer soltó un grito de repulsión y el grupo siguió por la calle tropezándose y chillando como niños de colegio.
Alyshia cogió a Jim por el brazo porque la acera se había convertido en una cubierta agitada.
—Pídeme un taxi —le dijo. Las luces de neón destellaban en sus ojos lagrimosos y los empañaban.
Alboroto en Strand. Ladridos en Charing Cross.
—¡La está diñando! —gritó alguien a lo lejos.
Unos adolescentes aparecieron corriendo como locos por la calle, a toda velocidad, dando golpes en los escaparates y empujando a los transeúntes. Chicos vestidos con sudaderas con capucha repartían patadas a diestro y siniestro. Dos chiquillas se tambaleaban sobre sus tacones de aguja, mientras se tiraban del pelo la una a la otra. Se oyó un alarido. La muchedumbre se disolvió. Sombras en todas direcciones. En la otra acera de Strand, sentado en el suelo y apoyado en un andamio, había un chico negro con las piernas abiertas, la cabeza gacha y las manos en el estómago, intentando mantener algo dentro.
—Han apuñalado a ese chico —comentó Alyshia.
—Vámonos —dijo Jim—. Aquí no vamos a conseguir ningún taxi.
—Hay que llamar a la policía.
Rebuscó su móvil en el bolso mientras llamaba a gritos a la policía, pedía una ambulancia…, de todo. Tenía los labios hinchados y la boca pastosa, por lo que le costaba pronunciar las palabras.
Las sirenas cruzaron la noche como un rayo. Jim le quitó el móvil, lo apagó y lo metió en el bolso.
—Vámonos —le dijo—, ya se encargan de él.
—Deberíamos hacer algo.
—Vamos muy pedo —respondió Jim sin tacto.
La cogió por el brazo. No se veía ningún taxi en Wellington Street. La llevó hacia la Royal Opera House.
«Jim, me alegro de que estés aquí», pensó para sí. Era mayor que los demás. «¿Tanto he bebido? Un gin tonic antes de comer. Vino con la paella. Doggy se ha tomado un Sambuca flambeado. Típico. ¿Qué le pasa al pavimento? En el centro hay una cresta montañosa muy empinada. ¿De verdad voy a vomitar frente al templo de la ópera? Un bostezo de paella en el amanecer de grosella. Se me va a caer la cabeza de los hombros. Respira hondo».
Por el rabillo del ojo vio una lucecita anaranjada, borrosa a causa de la borrachera.
—¡Taxi! —gritó al tiempo que levantaba una mano. El coche dio un volantazo.
Se limpió las mejillas. Tomó aire como pudo. Se agarró a la puerta. Intentó parecer alguien que no vomitaría a las primeras de cambio. Le dio su dirección al taxista: Lavender Grove. Cerca de London Fields.
A la luz de la calle parecía que el taxista tuviera ictericia.
—De acuerdo, cariño —respondió este mientras su lengua salía y entraba por entre sus labios grises—. Pasa. Menuda se ha liado ahí fuera, ¿eh? ¿Tú también vienes?
Jim negó con la cabeza, cerró la puerta y se despidió de ella con la mano.
El conductor miró por el retrovisor, arrancó y dio media vuelta para cambiar de sentido. El hombre cerró las puertas con el seguro y ella se alarmó. La luz comenzó a disminuir hasta que se apagó. La chica se sumió en la oscuridad del taxi e intentó evitar que su cabeza se moviera de lado a lado.
«No te desmayes. Ve indicándole el camino y sabrá que estás bien».
—Por aquí. A la izquierda, por Tavistock Street. De nuevo a la izquierda por Drury Lane. Recto por… Sí, siga recto…
—Tranquila, cariño, sé adónde tengo que ir.
No se podía humedecer los labios. Se estremecía con cada latigazo de luz de la calle. Sentía el latido del corazón en las sienes. La respiración en los oídos. Nunca había estado tan borracha. Se le caía la cabeza. Se le estaba tensando la garganta. Sobre la bandeja trasera del coche había un perrito de esos que asiente con la cabeza.
«Venga, parpadea, respira».
Se inclinó hacia un lado, pulsó el botón del intercomunicador y pensó que decía: «Me han puesto droga en la bebida», pero las palabras, amorfas, cayeron a sus pies.
—No te preocupes, cariño —dijo el taxista—. Estás bien.
«¿Que estoy bien? —pensó con la cara aplastada contra el asiento y mirando la alfombrilla con la boca abierta—. Si yo estoy bien, ¿cómo se encuentran los que están mal? ¿Papá? ¿Qué es eso que decías, papá?».
—En Londres, después de las once, coge siempre un taxi de los negros, recuérdalo bien. No uno de esos minitaxis con el salpicadero de felpa que conducen esos putos bangladesíes.
«Y tú qué sabrás, si estás en Mumbai y yo en la Niebla. En la oscura…».
Más oscuro que el interior de un ataúd. La única luz la ponía su medio migraña, que amenazaba con partirle el cráneo por la mitad. Parpadeó dos veces, lo que confirmó que podía mover los ojos y que la ausencia de iluminación era total. Pasó las manos por el asiento. Era el mismo asiento estriado del taxi que había cogido, pero el coche no se movía. No alcanzaba a ver las manecillas de su reloj Cartier. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado. Buscó la puerta. Sentía como si el cerebro se le moviera adelante y atrás. Estaba cerrada. Recorrió la ventanilla con un dedo en busca de alguna rendija. Se arrodilló en el suelo y buscó con las manos la ventanilla corredera del compartimento del conductor. Cerrada. Inamovible. Sintió el primer temblor de pánico por debajo de las costillas. La otra puerta. Cerrada. La ventanilla. Cerrada.
Escuchó con los ojos abiertos de par en par, intentando captar el menor sonido. Nada. Se llevó una mano a la boca. Los dedos le temblaban sobre los labios, y su aliento, a causa de la hiperventilación producida por la fobia, sonaba al pasar entre ellos. Una repentina oleada de adrenalina inundó su sistema y limpió el desorden de su cabeza. Ya no estaba borracha. Empezaron a temblarle los muslos de estar agachada. Trató de apaciguar lo que empezaba a formarse en su interior, pero no pudo. Se multiplicaba con mucha rapidez y se convertía en algo incontrolable a pasos agigantados, hasta que salió como un estallido de sus pulmones y le retumbó en los oídos al tiempo que, con un gran fogonazo de luz que no iluminó nada, se lanzaba contra la ventana y la aporreaba con pies y manos, y gritaba tan fuerte que sentía que la laringe se le rasgaba.
Al lado del taxi había una puerta y en ella se dibujaron cuatro rendijas de luz. Debía de encontrarse en un garaje adyacente a una casa. Se abrió la puerta. La luz inundó el interior oscuro e hizo que se quedase detenida, helada. Esperó paralizada. Dos siluetas. Hombres. La cabeza afeitada. Uno de ellos se acercó al taxi. Ella se echó hacia atrás, se sentó, cerró las manos con fuerza y preparó los zapatos de tacón. Las rodillas a la altura del pecho. Los codos apoyados contra el asiento. Los labios fruncidos frente a sus blanquísimos dientes. Las caras que flotaban fuera llevaban máscaras de plástico blancas y sonrientes. Las había visto antes y la aterrorizaban.
Se descorrieron los seguros de las puertas. Aparecieron manos por ambos lados. La chica soltó dos patadas, primero con una pierna y después con la otra. Oyó cómo uno de ellos gruñía de dolor. Aquello la motivó. Hasta que sintió que el otro la agarraba por el pie con una fuerza terrible y le retorcía el tobillo de tal manera que se vio obligada a girarse para que no se lo rompiera. El hombre la arrastró hacia él. La otra pierna se le quedó enganchada. El hombre la colocó boca abajo en el suelo del taxi con los tobillos sujetos, las rodillas dobladas y los tacones contra el culo. Se inclinó hacia delante, la cogió del pelo y tiró con fuerza hasta que la garganta de la chica quedó tan tensa que no podría ni gritar. Alyshia le lanzó unos puñetazos. Primero le cogieron una de las manos y después la otra, y la obligaron a mantenerlas a la espalda. Tenía la entrepierna de uno de los hombres en la cara. Este le aferró ambas muñecas con una mano, sacó algo del bolsillo, le tapó la nariz y la boca con un pañuelo, y su mundo se fue haciendo más y más pequeño hasta que se desplomó.
Dos hombres, ambos altos, robustos, de unos treinta años, iluminados de forma extraña en la cabina de una furgoneta Transit de color blanco, recorrían las calles del este de Londres. El más alto y también más delgado, que se hacía llamar Skin, tenía cara de niño, los ojos azules, y llevaba la cabeza afeitada. Estaba irritándose por momentos y no dejaba de ponerse bien la gorra —blanca, con la cruz de san Jorge a ambos lados y el escudo del West Ham United delante—. Iba consultando un callejero que llevaba en el regazo y que resplandecía en naranja y negro cuando pasaban bajo las farolas. Parecía que la araña que había en medio de la telaraña tatuada en un lado de su cuello y que le subía hasta la mejilla derecha fuese a meterse en su oído. Dan, el conductor, no se le parecía en nada: el pelo corto con raya a un lado, guapo pero no tanto como para destacar y sin pendientes ni tatuajes. Era la segunda vez que trabajaban juntos.
—Llegamos tarde —dijo sin alterarse al tiempo que miraba los nombres de las calles a derecha e izquierda.
—Sé que llegamos tarde, joder —contestó Skin—. ¿Dónde estamos?
—Parece que… en New Barn Street.
—¿En New Barn? —repuso Skin, perplejo—. ¿¡Dónde coño está eso!?
—Yo solo sé lo que pone en el cartel —dijo Dan, sosegado.
—A nadie le caen bien los listillos, que no se te olvide.
—Tú solo dime por dónde coño tengo que ir. Estamos llegando al final de la calle. ¿Sigo adelante? ¿A la derecha? ¿A la izquierda?
—¿¡Y yo qué cojones sé!?
—Eres tú el que tiene el mapa.
—¿Cómo es posible que no llevemos navegador?
—¡Dame eso! —Dan le arrancó la guía de las manos—. Joder, es que ni siquiera estás en la puta página correspondiente.
—En cuanto me sacan de Limehouse, estoy perdido.
Dan tiró el callejero sobre el regazo de Skin, redujo la velocidad, siguió adelante unos pocos cientos de metros y giró a la izquierda.
—¡Grange Road! —soltó Skin como si fuera un milagro—. ¡No estaba tan lejos!
—¿Qué número es?
—Es la casa con un taxi fuera.
—No te acuerdas del número, ¿verdad?
—Tú busca un puto taxi.
—El taxi estará en el garaje, tal y como nos ha dicho Pike.
—Joder. Me cago en…
Skin empezó a rebuscar en los bolsillos, sacó un pedazo de papel y le dijo el número. Era la última casa de una fila de casas adosadas. Dan subió por el camino, giró a la altura del garaje y apagó las luces.
—De acuerdo, quedémonos aquí unos minutos.
—Ponte esto —le dijo Skin mientras le lanzaba una capucha y metía su gorra del West Ham en la guantera—. Asegúrate de que te pones la parte de los ojos y la boca por delante.
—Gracias por el consejo.
—Y toma esto.
Dan echó un vistazo a la pistola, con un silenciador que hacía que el cañón fuera más voluminoso.
—Creía que solo veníamos a recogerla —dijo.
—Eres tú el que le pidió a Pike trabajar conmigo.
—Pero no había comentado nada de armas.
—A esto es a lo que me dedico.
—¿A qué?
—A encargarme de las cosas.
—No necesitamos armas para recoger a la chica. ¿Cómo quieres que sujete la jeringuilla si llevo una pistola?
—Ya se te ocurrirá algo. Tómala y punto.
Y le tendió unas cuerdas.
—Dios mío.
—Y ponte esto. —Skin le tendió un par de guantes de látex.
—¿Para qué son? —preguntó Dan mientras agitaba las cuerdas.
—Si tenemos algún problema, las pistolas harán que se callen, que se concentren; y si es necesario, ya sabes que Pike ha dicho que no quiere ruidos ni jaleo, así que las usamos.
—¿Que se callen? Creía que Pike había dicho que viniésemos a ver al taxista. Él nos entregaba a la chica, yo la sedaba y nos marchábamos. Le dábamos cinco mil ahora y le decíamos que los otros cinco mil se los daríamos más adelante.
—Eso es lo que te ha dicho a ti —respondió Skin mientras se ponía los guantes con un chasquido—. Lo que me ha dicho a mí es que nunca ha hecho negocios con el taxista y que fuéramos precavidos por si acaso se le había ocurrido alguna otra idea.
—¿Ocurrírsele alguna otra idea?
—Llamar a otros amigos que no quieran darnos a la chica o que quiera más dinero. El taxista tiene contactos… ¿Sabes a qué me refiero?
—¡Mierda! —exclamó Dan al darse cuenta de que la cosa se le escapaba de las manos.
—Cógela y deja de comportarte como una maricona.
Dan se metió las cuerdas en el bolsillo y escondió la pistola dentro de la chaqueta. Se pusieron el pasamontañas, salieron de la furgoneta y fueron hasta la puerta trasera por el lateral del garaje.
Tres hombres sentados a una mesa. Sobre ella, dos horripilantes máscaras con una goma, un cenicero lleno, un termo y dos vasitos de poliestireno con un café asqueroso. El taxista no permitía que se bebiera alcohol en el trabajo. Las cosas salían mal, sobre todo cuando había implicada una chica bonita. Había pillado al más joven de ellos mirándole la falda durante un buen rato y le pidió al de mayor edad, que hablaba un poco de inglés, que le explicara que no iba a consentir que le hiciera nada. Ahora, los miraba en silencio. Eran dos ilegales. Cabroncetes duros y fornidos procedentes de Vetetuasaberistán. Tenían la cabeza redonda y rapada, llena de cicatrices y marcas —probablemente causadas por uno de esos juegos de idiotas a los que jugaban a lomos de un caballo en la estepa o incluso por violencia carcelaria—. El más joven parecía el típico «inconmocionable», una palabra que había acuñado para los cabezas huecas que llamaban a su puerta.
—¿Mucho tiempo? —preguntó el que hablaba un poco de inglés, que tenía escayola reseca y agrietada en la camiseta.
El taxista no respondió. Consultó el reloj y miró a través de la cortina que cubría la ventana. Sí, llegaban tarde.
El joven le dio un codazo a su colega, que se inclinó hacia delante y frotó los dedos pulgar e índice ante la cara del taxista. Este se humedeció los labios con su lengua blanca, pero no se le oscurecieron. El gesto los dejó sin palabras y se comunicaron durante un minuto en su extraño idioma. El taxista se recostó, seguro de que, por muy diferentes que fueran ambos idiomas, «mierda» se decía igual —solo que, en el de ellos, sin vocales—. Hizo un gesto con las manos hacia abajo, como si estuviera tocando un par de bombos.
—Llegarán enseguida y os pagaré lo que os he prometido —dijo con una sonrisa en la boca, que mostraba unos dientes grisáceos en su base—. Más pasta de la que habéis visto desde la boda de vuestras hermanas.
Aquellas palabras cayeron en sus cabezas magulladas y marcadas como los restos de una hucha de cerdito. Rebuscaron entre los fragmentos algo de valor, pero no encontraron nada. Hablaron largo y tendido. El taxista los miraba a uno y a otro con cara de alegría ensayada. A lo largo de las dos últimas décadas había aprendido a disfrutar cuando oía hablar a los extranjeros que llegaban a Londres y le fascinaba cómo sacaban fuera las palabras cada una de las razas. Los árabes las buscaban en lo más profundo de la garganta, como si pudieran llegar a atragantarse con ellas; los indios las balbuceaban como si estuvieran hablando en galés debajo del agua; los chinos resultaban burbujeantes, explosivos y sorprendentes como los fuegos artificiales. Estos dos sonaban como cabras tirándose pedos en el campo.
—Dinero —dijo el mayor mientras alargaba una mano como para coger dinero.
Una furgoneta aparcó fuera. Después de unos minutos, dos puertas se abrieron y se cerraron y se oyeron unos pasos por el lateral de la casa. El taxista se levantó y cerró la puerta de la cocina tras de sí, pero la dejó lo suficientemente abierta como para que se viera la espalda de ambos ilegales. Una vez en la cocina, abrió la puerta de atrás.
—¿Todo bien? —preguntó Skin, que iba con el pasamontañas puesto, de forma que solo se le veían los ojos y la boca.
—Os habéis tomado vuestro tiempo —dijo el taxista mientras se fijaba en los guantes de látex que llevaban.
—¿Algún problema? —repuso Skin.
—¿De quién?
—¿De quién va a ser? —soltó Skin al tiempo que miraba por el pasillo y veía a los ilegales—. ¿Quiénes coño son esos?
—Mis ayudantes por si llegáis tarde.
—Pike no ha dicho nada de… ayudantes.
—Lo sé, pero no podía con ella solo y se ha puesto como una loca cuando se ha despertado.
—¿Dónde está?
—En el dormitorio de atrás.
—¿Cómo está?
—Hace quince minutos que no voy a verla. Estaba dormida.
—¿Has usado cloroformo? —preguntó Dan.
—No he tenido más remedio. Se ha puesto como una loca. Debe de ser claustrofóbica o algo.
Dan no dejaba de mirar a los dos ilegales que había al otro lado del pasillo. Estaban hablando entre sí.
—Voy a tener que llamar a Pike —anunció Skin.
—¡Hostia puta! —exclamó Dan por lo bajo.
Skin se llevó a Dan con él, hizo la llamada y mantuvo una conversación entre susurros mientras Dan esperaba como si tuviese ganas de mear. Colgó y se pasó un dedo por el cuello. A Dan se le estremecieron las tripas y soltó:
—¡Mierda!
Sacaron las pistolas con silenciador de la chaqueta y volvieron a la casa con ellas a la altura de la pierna.
—¿Qué coño está pasando? —inquirió el taxista, que las vio enseguida.
—Despierta a la chica. Prepárala —ordenó Skin mientras lo cogía del brazo y lo empujaba por el pasillo.
—¿Prepararla para qué?
—Para llevárnosla. ¿Qué pensabas?
—¿Qué vais a hacer con las pistolas?
—No has seguido las putas instrucciones —le espetó Skin. Los labios se le veían rojos a través del agujero de tela negra—. Ahora tenemos nuestras órdenes. Despierta a la chica.
—No jodáis, por el amor de Dios.
—Hazlo —insistió Skin antes de empujar al taxista hacia la puerta del dormitorio.
Los ilegales se dieron la vuelta y se pusieron de pie cuando Skin y Dan entraron, y vieron que sus expectativas se reducían de pronto al pequeño agujero negro de un cañón grueso que fue acercándose hasta convertirse en todo su universo. Los cogieron del cuello con las manos enfundadas en látex y los apartaron de las sillas. Los obligaron a ponerse de rodillas a patadas y cayeron de golpe sobre el alabeado suelo de linóleo, con el grueso cañón de las pistolas apretado contra su cabeza afeitada. Los ilegales miraron hacia arriba, con unos ojos llenos de desesperación, y tenían los labios apretados contra los dientes, lívidos. Al darse cuenta de lo poco que valían en el sistema que los había atraído a la boca negra y rutilante de la insaciable metrópoli, empezaron a respirar aceleradamente. Skin y Dan sacaron las cuerdas de los bolsillos, guardaron la pistola en la chaqueta y pasaron las cuerdas por encima de la cabeza afeitada de los hombres que estaban arrodillados delante de ellos para apretarlas a la altura del cuello. El taxista cerró la puerta del dormitorio tras de sí.
Alyshia estaba dormida, pero los ruidos de la habitación de al lado la despertaron. En cuanto vio al taxista se avivaron en ella miedos atávicos. El borde de sus ojos tembló al mirar a la puerta. A través de ella se oyó el ruido animal de un terrible forcejeo. Se sobresaltó cuando percibió un sonido sordo al otro lado. El taxista se asió la cabeza con ambas manos y miró al techo.
—¿Qué está pasando? —le preguntó la chica con un hilillo de voz.
El hombre no respondió. Por encima de los gruñidos y los jadeos del esfuerzo, sonaron pisadas sobre el linóleo. Después, al silencio tenso y contenido lo siguió una caída. El taxista dejó caer las manos y agitó la cabeza. Alyshia, con la espalda contra la pared, miraba hacia la puerta sin pestañear. No se oía nada.
—Vale —dijo el taxista, que no podía esperar más—, vamos a salir de aquí.
Abrió la puerta. La habitación se había llenado de un hedor impactante.
—¡Todavía no, idiota de los cojones! —le soltó Skin.
Alyshia vio a los hombres encapuchados y a los ilegales muertos en el suelo con la cara hinchada —su nueva y horrorosa máscara—. Vomitó. El taxista volvió a meterla en el dormitorio.
—Límpiala —dijo Skin—. ¿Tienes algo con lo que podamos envolver a estos dos?
—En el garaje hay lonas de plástico.
Dan salió de la estancia, fue tambaleándose hasta el garaje, mareado por lo que acababa de hacer, y volvió con unos toldos. Envolvieron a los ilegales con ellos y los cerraron por ambos lados mientras tosían por efecto del mal olor que se respiraba en la habitación. Los llevaron al garaje. Dan salió de la casa, la bordeó y miró si había alguien en la calle. Vacía. Dio unos golpecitos en la puerta del garaje y abrió las puertas traseras de la Transit. Subieron los cadáveres detrás, cerraron las puertas y volvieron a por la chica.
El taxista había abierto la ventana de la habitación, con lo que el hedor empezó a desaparecer, pero poco a poco debido al grosor de las persianas.
—No deberías haber hecho eso, joder —le dijo Skin—. No estás prestando atención a las putas instrucciones.
—Sí, bueno, no sabía qué mano me había tocado, ¿vale? —respondió el taxista—. ¿Traéis el dinero?
Skin le tendió un sobre gordo. Fueron al dormitorio. La falda y la blusa de Alyshia estaban en el suelo, manchadas de vómito y con unas medias marrones encima. La chica los miró desde la cama en sujetador y bragas, muerta de miedo.
—¿Tienes el código de la alarma de su apartamento? —preguntó Dan.
El taxista negó con la cabeza, contando el dinero. Skin y Dan miraron a Alyshia. Ella les dijo el código. Skin hizo una llamada, dio el número y colgó.
—Danos una bolsa de plástico para sus cosas —ordenó Dan.
El hombre fue a la cocina, volvió con una bolsa y metió la ropa de Alyshia dentro. Dan sacó una cajita negra del bolsillo y extrajo una jeringuilla con capuchón llena de un líquido transparente. Alyshia se pegó con fuerza contra la pared y lloriqueó mientras Dan le quitaba el capuchón a la jeringuilla y le sacaba el aire.
—¿Has hecho esto antes? —le preguntó el taxista mientras miraba por encima del hombro de Dan.
—Es la primera vez —confesó este, con los ojos en blanco.
—Estaré callada —dijo Alyshia—. Pero no…
—Con esto te quedarás a gusto y relajada —le explicó Dan. Luego, se volvió hacia el taxista, que lo miraba con atención—. ¿Te apetece un vodkatini?
—¿Quién va a limpiar toda esta mierda?
—No habría habido ninguna mierda que limpiar si hubieras hecho lo que se te dijo, joder —le soltó Skin a dos centímetros de su cara y todavía encapuchado.