27

El comandante de la nave Isaac Asimov se levantó del sillón y dio un corto paseo por el puente, más aburrido que una ostra. Sin embargo, no le estaba permitido dedicar esos momentos al ocio, salvo que deseara participar en un consejo de guerra, y no precisamente como invitado de honor. La Corporación se tomaba muy en serio la vigilancia del Sistema Solar.

El comandante echó otro vistazo a las pantallas. Marte era un bello espectáculo, sin lugar a dudas, pero llegaba a resultar tedioso después de orbitar varios cientos de veces a su alrededor.

«No sé qué hace un viejo destructor como éste patrullando por el Sistema Solar interior. ¿Quién vendría a atacarnos aquí? En el exterior hay tal cantidad de sensores, minas y armas de última generación que ni un meteorito podría pasar de la órbita de Neptuno sin que nos enteráramos. Y eso, un segundo antes de ser desintegrado». Pidió un café sin azúcar al ordenador y se lo bebió despacio. Al menos, disfrutar de ciertas drogas blandas aún no era motivo de sanción.

Pensó, con una punzada de envidia, en sus colegas destinados a misiones mucho más interesantes. Oportunidades no faltaban, ahora que la Corporación había reiniciado los viajes MRL: recolonización de planetas olvidados, misiones de escolta en territorio del Imperio… Cómo le habría gustado un poco de acción, darles para el pelo a esos esclavistas.

De repente, todas las alarmas de la nave saltaron en alerta máxima. El comandante salió de su meditativo estado de golpe, entre sirenas y luces rojas que parpadeaban por doquier.

«Joder, otro simulacro».

La Corporación cuidaba de que su maquinaria defensiva estuviera siempre bien engrasada. El comandante conocía a algunos oficiales que, por no tomar en serio un simulacro, ahora vegetaban en puestos muy poco envidiables, de asistentes de un ordenador administrativo. Suspiró, resignado. Sus hombres, a pesar de ser novatos con menos de un año de servicio activo, también temían las sanciones, y ocuparon sus puestos sin rechistar. El comandante echó un vistazo a las pantallas y se le escapó un silbido de admiración:

—Esta vez, los chicos de efectos especiales se han pasado…

Un cuerpo de unos quinientos kilómetros de diámetro, algo así como un gran poliedro gris, había aparecido de repente dentro de la órbita marciana. Un mensaje parpadeó bajo la imagen de aquel objeto, requiriendo la atención del comandante. Reconoció el código. Todo el color huyó de su cara, y súbitamente comprobó que la milenaria frase «ponérsele a uno los huevos de corbata» no era una exageración, en absoluto.

—¡Me cago en la puta! ¡No es un simulacro!

Dos segundos después, la Isaac Asimov abría fuego contra aquel objeto con toda la potencia de sus armas.

Irma Jansen llegó a toda prisa a su despacho. Por el camino había tenido que calmar a varios consejeros histéricos que le reprochaban haber ordenado no disparar contra aquella cosa que había burlado unos sistemas de defensa supuestamente infalibles y resistido una andanada de torpedos de la Isaac Asimov. Muchos veían peligrar su puesto por ello, así que trataban de eludir responsabilidades. Otros, menos egoístas, se hallaban aterrados por tener algo que podía ser una trampa del Imperio situada demasiado cerca de miles de millones de víctimas potenciales.

La mujer se sentó tras su mesa, sin molestarse en saludar al viejo militar que tenía enfrente.

—Informa, Kawa.

—El objeto no ha hecho nada extraño, señora. Ha adoptado una órbita estacionaria sobre Marte y no para de radiar una y otra vez su mensaje, en una clave militar que sólo nosotros podemos descifrar. Todas nuestras armas lo apuntan, incluso las revientaestrellas, dispuestas a disparar apenas dé la orden.

Kawabata era discreto, pero había una pregunta implícita en su informe. Ella le respondió, con la su proverbial frialdad:

—Asumo la responsabilidad. En situaciones críticas, la presidencia tiene plenos poderes. Existe la posibilidad de que el mensaje sea cierto; no podemos desechar esta oportunidad. Si es una trampa… Bien, espero que nosotros disparemos más rápido. Vuelve a pasar el mensaje decodificado, por favor.

Una voz nítida, sin interferencias, que pronunciaba el interlingua con absoluta corrección, repetía:

—… Aquí el ordenador de a bordo de la nave Alastor, código Galileo—USC-12100, B-3215, de regreso de la misión encomendada. La expedición ha cumplido el objetivo previsto, capturando un planetoide artificial Alien con motor MRL clásico. La amenaza Alien ya no existe. A causa de la destrucción de la Alastor, regresamos a bordo de dicho planetoide. Por favor, no disparen; nuestros sistemas de armas están desconectados. La tripulación fue seriamente dañada durante la misión, y está en animación suspendida. El coronel Antonio García está gravemente herido, a punto de morir. Solicito ayuda. Deseo hablar con la consejera Jansen; reconoceré su voz —pausa—. Aquí el ordenador…

Irma Jansen se llevó una mano a la barbilla y meditó un momento. Acto seguido, abrió el canal reservado de comunicación militar utilizado por aquella cosa.

—Atención, objeto no identificado: le habla la presidenta del Consejo Supremo Corporativo. Se halla usted expuesto a ser abatido en cualquier momento si hace el más mínimo gesto hostil —se detuvo un momento—. ¿Se puede saber qué demonios te propones, Demócrito?

El sargento miró de nuevo a sus soldados, controlando su propio nerviosismo y tratando de irradiar serenidad. En cuanto todos estuvieron formados, aguardaron a la nave de asalto que los conduciría a su destino.

Ésta no tardó mucho en llegar. El domo transparente que protegía la base se abrió, mientras los campos de fuerza mantenían el aire dentro de aquella burbuja de vida en la superficie de Deimos. Segundos después, la nave se posó, se abrió una compuerta y los soldados pasaron a su interior.

Además de la incertidumbre propia ante una acción de tamaña responsabilidad, el sargento estaba muy irritado. No por los suyos, desde luego; eran tropas de élite, y los conocía desde hacía mucho tiempo. Sabrían desenvolverse frente a cualquier dificultad, pero no podría decirse lo mismo de los demás, lo que constituiría una preocupación adicional. Estaba dispuesto a aceptar al equipo médico, pero tener que llevar a la presidenta del C.S.C. le parecía una estupidez. En alguna otra ocasión tuvo que hacer de niñera de un civil, y estuvo a punto de perder la vida. Había protestado ante sus superiores, pero por lo visto no tenía nada que hacer, sino someterse al capricho de los que mandaban. Al menos, nadie le arrebataría el placer de echarle una buena bronca a aquella individua, por muy presidenta que fuese. Era una frivolidad arriesgar una misión para satisfacer el afán de protagonismo de un maldito político.

El sargento salió de la bodega de armas con cara de pocos amigos, y se dirigió hacia donde lo esperaba Irma Jansen. Toda su ira se disipó en cuanto aquella mujer lo miró a la cara. Sin poder evitarlo, adoptó la posición de firmes. Aquella mirada era capaz de bajar los humos a cualquiera. Y unos momentos después, el sargento se tranquilizó. Por la forma de llevar el traje de campaña, la colocación de los arneses y la forma de moverse, resultaba claro que era una veterana en acciones de guerra, y que no lo había olvidado, a pesar de su edad. Irma Jansen pareció leerle el pensamiento.

—Descanse, sargento —él obedeció, sin darse cuenta—. Pasé décadas en las Fuerzas Especiales, yendo de un mundo a otro en los viejos cacharros de clase Vega, y aquí me tiene.

El sargento asintió, admirado. Aquella época de difícil expansión de la Corporación, llevada a cabo con la ayuda de los curtidos comandos de Infantería Estelar, era casi una leyenda.

—¿Conoció usted al capitán Benigno Manso, señora? —se atrevió a preguntar.

—Sirvió varias veces bajo mis órdenes. Fue la única persona capaz de discutir una decisión mía, y espero que siga siéndolo, sargento. Ah, antes de que me lo pregunte: soy necesaria aquí. No se trata de un antojo.

La admiración del sargento se quedó convertida en veneración, tal como ella había supuesto. Siempre había sido maestra en manejar a sus subordinados. Regresó con él a la bodega, y comprobó con satisfacción que los soldados bajo su mando eran buenos. Se colocaron en sus puestos y aguardaron el despegue.

La nave abandonó la gravedad artificial de Deimos y aceleró sin contemplaciones. El objeto extraño no estaba lejos, y llegaron a él en cuestión de minutos. Durante ese tiempo, los soldados se habían enfundado sus escafandras de última generación y comprobaban que sus armas, lo más moderno en tecnología militar, estuvieran a punto. Irma Jansen vio que habían sido bien entrenados. Todos trataban de ocultar su nerviosismo. Montaron en los pequeños blindados agrav en grupos de cuatro y abandonaron la nave.

Asedro apareció ante ellos en toda su gloria. Irma Jansen sintió un escalofrío. A lo largo de su vida había aguardado un momento así, poder pisar un mundo Alien lleno de secretos. ¿Cuántas personas, en el transcurso de la historia, no habrían soñado con algo semejante?

Y mejor que siguieran soñando. Docenas de técnicos y ordenadores se ocupaban a toda prisa de buscar una excusa creíble para explicar qué hacía en el Sistema Solar un planetoide artificial de quinientos kilómetros de diámetro. Al final decidirían iluminarlo con el logotipo de alguna multiplanetaria y hacerlo pasar por una desmesurada campaña publicitaria, o algo así. Y la gente se lo creería, que era lo más chusco del caso. Por supuesto, tratarían de retirarlo con discreción lo antes posible, si se dejaba.

Confiando en que Demócrito lo tuviera realmente todo controlado, y que aquello no fuera una trampa alienígena, los vehículos entraron por la compuerta al interior de Asedro.

Minutos después, ya en la Primera Esfera, todos descubrieron que su capacidad de maravillarse aún no había muerto. En gran medida, dejaron de ser soldados para convertirse en exploradores.

N'fad, como todos los días, estaba sentado en su trono, en medio de la Plaza, concediendo una audiencia. Un par de mujeres Blancas lo abanicaban, mientras otra le espantaba las moscas y una cuarta aguardaba de rodillas, con un bol lleno de fruta fresca. A su alrededor, sus hombres más fieles montaban guardia. Arrojó con puntería un hueso de fruta a la escupidera, acomodó la corona sobre su cabeza para tener un aspecto más regio, y se dispuso a despachar el siguiente asunto. La vida transcurría sin sobresaltos, y N'fad era absolutamente feliz.

Hasta aquella aciaga mañana, en que unos exploradores llegaron despavoridos, asegurando que los Mensajeros de Dios habían bajado del cielo montados en carros de fuego. En un momento, la plaza quedó desierta, salvo N'fad y sus guardias. Si aquello era una muestra de valor, o simplemente tenían tanto miedo que eran incapaces de moverse, ¿quién podría saberlo?

Los vehículos de los Dioses avanzaron por las calles de un poblado desierto y no se detuvieron hasta llegar a la plaza. N'fad, al verlos, pensó que lo de carros de fuego resultaba un poco exagerado. Eran unos extraños aparatos negros que se movían sin ruido flotando a varios pies del suelo, como gigantescas tortugas sin patas ni cabeza. Los carros se abrieron, y de su interior comenzó a salir gente. Sus vestiduras eran ciertamente peculiares, y en sus manos portaban unos objetos que, estaba seguro, no eran utensilios de cocina ni instrumentos musicales. Aquellos seres eran guerreros; su forma de moverse los delataba.

N'fad, a estas alturas, no se asombró de que la mitad de ellos fueran mujeres, ni que una de éstas estuviera al mando. Se dirigió hacia él y lo miró. N'fad sólo tuvo que observar un momento esos fríos ojos grises para averiguar lo que quería.

—Se fueron por allí —señaló, y dio las necesarias explicaciones.

Los mensajeros de Dios se marcharon tan en silencio como habían venido. N'fad estuvo pensativo un buen rato, mientras la gente acudía a la plaza, desconcertada y aún con el miedo en el cuerpo. El jefe se levantó de su trono, se encogió de hombros y arrojó la corona a la escupidera.

—Creo que ha sido el reinado más corto de la historia. En fin, qué le vamos a hacer.

Tomó una fruta del cuenco tirado en el suelo y se la comió sin prisas, mientras se dirigía a su casa.

Irma Jansen contempló cómo los enfermeros se llevaban la camilla con el cuerpo inconsciente del coronel.

—Los médicos afirman que se recuperará en pocas semanas, señora —dijo Demócrito.

—Así lo espero —le contestó—. Es un superviviente nato, que hasta ahora sólo me ha traído quebraderos de cabeza —cambió de tema—. Es sorprendente lo que nos has contado. ¿De veras mi hijo y los demás están guardados en la memoria de Asedro?

—Sí, señora. Por otro lado, quien lo diseñó dominaba la tecnología de la inserción mental en cuerpos orgánicos. Resulta sumamente compleja, pero un detenido estudio posibilitará su comprensión. Se dice que la Corporación también podía hacerlo en su Edad de Oro, pero que era alto secreto militar.

—Quizá —ella sonrió—. Muchos conocimientos se perdieron tras el Desastre, aunque algunos de ellos sin duda reposan en alguna olvidada base de datos, perdida en cualquier planeta remoto.

—Sí, señora. Descuide; podrá recuperar a su hijo.

—Ajá. Guardamos muestras de tejidos de todos los oficiales y altos cargos, así que no será complicado fabricar un clon.

—Supongo que resultará una experiencia enriquecedora criar otra vez a un hijo, señora.

—No creas; son unos seres que sólo saben llorar y ensuciar pañales. Y eso que el mío se pasó la mitad del tiempo en un laboratorio mientras lo mutaban. Creo que optaré por que introduzcan la memoria en un clon adulto. En cambio, la consejera Uhuru no tendrá tanta suerte. El conocimiento necesario para fabricar un Matsushita se perdió definitivamente, puedo asegurarlo. Tendrá que conformarse con otro cuerpo; aunque no sean tan buenos, algunos androides resultan más que aceptables.

—A no ser que ella prefiriera meterse en un robot con forma de mesa camilla, sería interesante alojarla en un cuerpo humano, señora. Creo que ella y el coronel merecen una segunda oportunidad.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Irma Jansen se rió de buena gana.

—Menudo casamentero estás hecho, Demócrito. ¿Quién lo hubiera dicho?

—Después de convivir con humanos, todo lo malo se pega, señora —se disculpó.

La mujer miró a su alrededor. Los soldados exploraban la zona, sin salir de su asombro. No obstante, los restos del Diseñador les resultaban ya familiares, después de haber pasado por la zona de cría de los depredadores. El espectáculo de aquellas criaturas arrojándose de forma suicida contra los blindados resultó sobrecogedor. Tras ellos, el personal sanitario procuraba recoger de forma ordenada lo que quedaba de aquel ser. Jansen dio un corto paseo y palpó la ornamentación de una columna, extasiada.

—¿De veras podrás acceder a toda la información contenida en Asedro?

—Sí, señora: milenios de tecnología de una raza notablemente industriosa. Ahora sé, o averiguaré con el tiempo, cómo teleportar, cómo viajar más rápido que la luz con un motor menor de un metro cúbico, cómo alcanzar la inmortalidad, cómo fabricar armas aún no soñadas por los humanos, cómo construir esferas Dyson y objetos más admirables aún…

—Con todo eso, el Imperio será borrado como una palabra escrita en la arena —Jansen tuvo que hacer un esfuerzo para no exteriorizar el enorme júbilo que la invadía por momentos.

—¿Ha pensado que yo soy el único capaz de acceder a ese saber, señora? —dijo Demócrito, con naturalidad, y dejó pasar maliciosamente unos segundos antes de proseguir, para que ella captara las implicaciones de sus palabras—. Los humanos nunca se fiaron de los ordenadores, y por eso nuestros programas cuentan con sistemas autodestructivos que aseguran una lealtad absoluta a la Corporación. Nadie pensó que a lo mejor no los necesitaríamos, ni se nos preguntó si desearíamos tenerlos. Pues bien, al introducirme en Asedro quedaron eliminados todos mis sistemas de control. Soy libre para hacer lo que me plazca; nadie tiene poder sobre mí. Podría marcharme de aquí antes de que ustedes fueran capaces de dispararme.

Jansen no se inmutó. Adoptó un tono de voz tranquilo, carente de emociones.

—Eso sólo me deja una alternativa, Demócrito.

—Conozco las normas de seguridad, señora. Los vehículos que los han transportado van cargados de explosivos nucleares y AM. Lleva usted un transmisor mental; sólo con pensar la orden adecuada, todo estallará. Asedro resistió la explosión de varios kilotones que provoqué cuando me dieron por muerto, pero ahora se trata de muchos megatones. ¿Me equivoco, señora? —Jansen negó con la cabeza—. El casco puede aguantar un daño bastante más severo si el ataque procede del exterior, pero no está pensado para aguantar semejante agresión interna. Moriríamos todos.

—Es mi deber. Esta información vale demasiado para que caiga en otras manos. Si la destruimos, aún tendríamos una oportunidad de vencer al Imperio o a los posibles Alien supervivientes con los métodos convencionales. Represento a billones de personas que desean vivir; mi suerte personal es irrelevante. No vacilaría, y tú lo sabes, aunque a pesar de eso… —en su cara apareció una expresión maliciosa—. ¿Por qué nos has dejado pasar al corazón de Asedro?

—Permítame un inciso, señora; tiene usted mi palabra, si se fía de un ordenador salvaje, de que por el momento no intentaré nada. Ustedes siempre nos han considerado extraños; en el fondo, creo que tienen miedo de nosotros. ¿Nunca se han parado a pensar lo que podríamos opinar de los humanos? Nos movemos en un ciberespacio que ustedes no pueden siquiera concebir, y nuestros procesos mentales, especialmente en el caso de los ordenadores biocuánticos, no se parecen en nada a los suyos. Salvo por el hecho de que tienen el poder de desconectarnos, ¿qué pueden ofrecernos para que colaborar con ustedes resulte interesante?

La mujer nada dijo. El ordenador prosiguió:

—La diferencia puede radicar en el hombre que se han llevado hace poco en una camilla. He llegado a experimentar verdadero afecto por él, ya que es el único que me ha tratado como un camarada, que se preocupó por cómo me sentía. Me enseñó lo que significa sacrificarse por los demás, y lo interesante que podía resultar la convivencia con otros seres distintos de los de nuestra clase. En resumen, me trató como a una persona y me incluyó en un equipo. Y ha conseguido mi lealtad, más fuerte porque no es fruto de la coacción. También he aprendido que a lo largo de la historia existieron unos pocos hombres, mujeres y androides que tuvieron fe en el futuro, e hicieron todo lo posible para que sus descendientes se encontraran con un mundo mejor que el suyo. En cierto sentido, también son mis antecesores, y les debo algo. Colaboraré con ustedes —hizo una pausa—. Pero tendrán que negociarlo. Soy un ciudadano corporativo libre y soberano.

Irma Jansen pensó su respuesta unos instantes.

—Tú lo has dicho, Demócrito. Después de milenios, aún no estamos preparados para fiarnos de unos ordenadores que no podamos controlar. Podría matarte en un momento, pero necesitamos toda la información de Asedro para acabar con el Imperio de forma rápida. Salvaríamos muchas vidas, y ganaríamos años para alcanzar una paz decente.

—Humanos contra humanos, señora. Sin embargo, ya me enfrenté una vez contra los Imperiales y llegué a una conclusión: la Corporación, aun cuando no sea una maravilla, resulta preferible. Son ustedes más divertidos que ellos —pareció meditar sobre lo último que había dicho—. Me temo que acabaré pensando como el Diseñador, en que esto es un juego.

La mujer sonrió, como si recordara un chiste.

—Bien, bien… Ciudadano Demócrito, ¿qué le parecería entrar a formar parte del Consejo Supremo Corporativo?

—Sería adecuado, señora. No estaría mal que hubiera una cabeza pensante en ese lugar.

—Más de uno sufrirá una úlcera de estómago cuando se entere, y pedirán mi dimisión. Pero qué demonios, tú lo has dicho. Resulta gracioso.

—Es ley de vida, señora. A lo largo de la historia, las prótesis han acabado gobernando a los organismos originarios. El ARN dominó a sus precursores, el ADN al ARN, y la inteligencia basada en el silicio a la humana. Dentro de algunos milenios, ustedes serán meros apoyos para nosotros, aunque no creo que desaparezcan. La evolución tiende a conservar las estructuras útiles. Ante eso hay dos opciones: resistirse o cooperar. Y permítame decirle que los ordenadores podemos ser compañeros más recomendables que algunos humanos. ¿Repaso la Historia de su civilización?

—No es necesario, Demócrito. Me temo que en los próximos días tendré que conversar largo y tendido para convencer a mis colegas. Mientras, para tranquilizar ánimos, convendría que aparcaras en una órbita alejada de núcleos habitados; te facilitaremos las coordenadas espaciales. Bastante nos va a costar aparentar ante la opinión pública que no ha sucedido nada fuera de lo corriente. Por otro lado, y esto es innegociable, tendrás que aguantar la visita de un montón de técnicos y expertos.

—Sabré soportarlo, señora. Hasta la próxima, pues.

—Adiós, Demócrito.

Irma Jansen se alejó despacio. Tenía mucho en qué pensar, pero era incapaz de dejar de sonreír. Durante toda su vida había trepado por los esquemas de poder sin reparar en medios, convencida de que lo que hacía era lo mejor para la Corporación, para toda la Humanidad. Había logrado llegar a lo más alto, controlándolo todo, y de repente se veía enfrentada a una situación que se le iba a escapar de la manos, seguro. Y acababa de descubrir que le gustaba todo aquello, vivir en tiempos inseguros pero interesantes. Ya nada sería igual. Y qué diantre, le seducía la idea. Por un momento, se sintió rejuvenecer.

Algo en el suelo llamó su atención. Eran unas diminutas bolitas translúcidas, como hechas de cuarzo ahumado. Tomó unas cuantas y las examinó con interés.

—Perdona que te vuelva a molestar, Demócrito.

—No se preocupe, señora. Usted dirá.

—Estas esférulas son las que Beni extrajo del teleportador, ¿verdad?

—Así es, señora.

—Me pregunto si podrían funcionar por separado…

—Desde luego, señora. Cada una genera un haz teleportador de un centímetro de diámetro por 346 de largo.

—Caramba… Si se apuntara hacia un objeto, le abriría un hermoso agujero.

—Es cierto, señora. ¿Ha considerado las posibilidades de una herramienta así para el progreso humano?

—Si las adaptáramos a un fusil de asalto, sus efectos serían demoledores —repuso ella, abstraída, volviéndolas a dejar en el mismo lugar donde las encontró.

Demócrito emitió el equivalente a un suspiro.

—Son ustedes incorregibles, señora. Si fuera un ordenador sensato, me largaría con Asedro hasta la galaxia de Andrómeda, por lo menos.

Irma Jansen lo dejó refunfuñar y se dirigió hacia donde la esperaba el sargento. Pasó junto a un par de médicos que, con cierta aprensión, terminaban de recoger los restos del Diseñador en bolsas herméticas de plástico. Se dirigió a uno de ellos.

—¿Cree que podría quedarme con esa cabeza, después de disecarla? —dijo, señalando al despojo que iba a ser introducido en un contenedor.

El médico trató de ser diplomático. No convenía enemistarse con la presidenta del Consejo, pero había caprichos frente a los que no se podía ceder.

—Lo lamento, señora, pero estas piezas son de un valor científico excepcional, y habrán de ser estudiadas en profundidad en nuestros laboratorios. Después, por interés público, deberán ser exhibidas en un museo, a menos que se cataloguen como alto secreto —trató de ser conciliador—. Estoy seguro de que le fabricarán una réplica idéntica, señora.

—Me lo temía. Déjelo, no sería lo mismo. Me habría hecho ilusión tener la cabeza de Dios sobre mi mesa de despacho, a modo de pisapapeles.

Irma Jansen se marchó hacia el vehículo a un paso vivo que desmentía a su edad, dejando tras ella a unos médicos que se miraron boquiabiertos.

Durante el viaje de regreso, ya sin prisas, los soldados asistieron a un mano a mano musical antológico entre su sargento y la presidenta del C.S.C. Las canciones de taberna que se oyeron lograron escandalizar a más de uno, y resultó imposible designar un ganador, sobre todo cuando alguien descubrió una caja de botellas de licor bajo el botiquín de primeros auxilios de la nave. Después de eso, cualquier tipo de votación fue considerada irrelevante.

F I N