El final del museo resultaba deprimente. Ya no había hologramas, y el camino avanzaba por un espacio gris, vacío e inmenso, preparado para albergar otras imágenes, nuevas maravillas que nunca llegaron.
El viaje se había convertido en algo monótono, donde el tiempo perdía todo su significado. Beni probaba un bocado ocasionalmente, y apenas echaba una cabezada de vez en cuando. Aquella ingente vacuidad embotaba los sentidos; incluso los pensamientos fluían a menor velocidad, como objetos tratando de pasar a través de un líquido espeso.
Finalmente el camino se detuvo ante una pared metálica vertical, que se extendía arriba y hacia los lados, sin que fuera posible discernir sus límites. Los dos viajeros se pararon, indecisos.
Unos instantes después, ante ellos se abrió como un iris un hueco en el muro, de unos tres metros de diámetro. El condicionamiento militar de Beni actuó, tal como se esperaba de él. En una fracción de segundo, su embotamiento desapareció como por ensalmo. La adrenalina y multitud de neurotransmisores sintéticos invadieron su cuerpo, preparándolo para afrontar cualquier situación inesperada. Se comunicó con ACM sin palabras, y entraron.
El Diseñador estaba encantado. El Juego había resultado mucho más interesante de lo que supuso en un principio; todas sus expectativas se habían visto rebasadas.
El comportamiento de las criaturas se revelaba fascinante por lo imprevisible. Sin duda, los muchos Ciclos de Reina transcurridos habían seleccionado individuos más fieros y competitivos que en las muestras de los primeros tiempos. Se dijo que debería deshacerse de estas últimas y organizar una expedición para renovar las piezas del Juego; sin duda, las existencias habían quedado obsoletas. Incluso los Depredadores podían ser abatidos; tendría que seleccionar machos más agresivos. Renovarse era un deber ineludible.
Trazó planes para el futuro. Confiaba en que las criaturas no hubieran entrado en fase de plaga; solventar esas pequeñas molestias consumía un tiempo precioso, aunque necesario. Una plaga devoraba valiosos recursos naturales e interfería en numerosos procesos útiles. Obviamente, la aniquilación total no era rentable. Como sabía por experiencia, muchas criaturas, sometidas a un ambiente adverso y a una gran presión selectiva, podían convertirse en excelentes piezas para la competición.
Mientras parte de su mente trazaba planes a medio plazo, el Diseñador trasladó su atención a las dos criaturas que se habían acercado hasta el centro de control. Su tenacidad despertó su curiosidad; tal comportamiento era diferente al del resto de piezas. Parecían células de un tumor maligno, negándose a aceptar las reglas de control impuestas a sus colonias. Sentía verdadero interés en verlas de cerca, estudiar sus reacciones, aprender de ellas.
El primer Juego después de su resurrección le había proporcionado muchas más satisfacciones de las esperadas. Como tantas otras veces, sintió disgusto al considerar la rigidez de las reglas, que mandaban la conclusión de la partida para su perpetuación en la Exposición.
Beni y ACM avanzaron por un pasillo tubular, sin esquinas ni recovecos. Todo en él eran paredes desnudas y suaves curvas. Una luz blanca y difusa, que parecía no venir de sitio alguno, les permitía ver sin dificultades. Al cabo de unas decenas de metros empezaron las bifurcaciones, y poco después los pasillos se ensancharon hasta convertirse en salas, cada una con varias entradas. Todo aquello se asemejaba cada vez más a un laberinto.
Cada sala tenía un sello especial que la hacía diferente al resto, y ganaban en majestuosidad conforme se internaban en el corazón de Asedro. Algunas eran como geodas revestidas de hermosos prismas cristalinos, o como grutas cubiertas por protuberancias suaves, en vez de estalactitas. Otras estaban repletas de extraños muebles y aparatos de función desconocida, o quizá fueran obras de un arte incomprensible.
Llegaron a una sala tan desconcertante como las demás, aunque no parecía de las más espectaculares: unos doscientos metros cuadrados y apenas tres metros y medio de altura. El techo era plano, aunque estaba ornamentado con exóticas volutas y medallones, y lo sostenían unas columnas inclinadas que se enroscaban y retorcían de formas imposibles, separadas entre ellas unos cinco metros.
El amo de Asedro los aguardaba allí.
El Diseñador había adoptado la apariencia de un ser extraño para él, pero que despertaría sentimientos de sumisión y respeto en las criaturas; al menos, siempre había sido así.
Cambiar de cuerpo resultaba una experiencia estimulante. El proceso era prácticamente instantáneo, pero el ajuste brusco de unos receptores sensoriales a otros completamente diferentes proporcionaba una deliciosa experiencia que se prolongaba subjetivamente en el tiempo.
El Diseñador trató de normalizar sus movimientos con aquellas peculiares extremidades. Se dirigió hacia la pareja que lo contemplaba y le habló.
Beni quedó pasmado durante unos momentos. Por una puerta había entrado un personaje que se acercaba hacia ellos lenta y majestuosamente. Era un anciano venerable, alto, de largos cabellos y barba blanca, del mismo color que sus amplias vestiduras, que ondeaban a cada movimiento. Caminaba muy erguido, casi rígido, y un aura pálida rodeaba a su figura, tornándola borrosa, irreal. Su cara brillaba con un resplandor que dañaba a la vista, y de sus ojos salían rayos de luz plateada.
Y entonces el personaje habló; su voz era profunda, revestida de autoridad y serena belleza:
—Hijos míos, habéis venido ante mí para postraros y suplicarme la concesión de un don. Vuestro valor, sabiduría y arrojo han hecho que halléis gracia ante mis ojos. Hablad. Pedid y se os dará.
Beni nunca había oído pronunciar el interlingua con tal corrección. Por un momento quedó paralizado ante lo absurdo de la situación; no sabía qué hacer, ni qué decir. El mensaje de ACM lo hizo reaccionar:
—No es un holograma, señor. Solicito instrucciones.
De repente recordó para qué había llegado hasta allí. Pensó en sus amigos, sus compañeros muertos, y ya no dudó.
—Quisiera hacerte unas preguntas, Dios, o como demonios te llames.
El Diseñador, por primera vez en mucho tiempo, estaba perplejo. Las criaturas habían cambiado demasiado, más de lo que podía considerarse admisible. Se había encarnado en una Forma de Poder, que hacía a aquellos obtusos seres caer postrados a sus pies, incapaces de mantener un comportamiento coherente o coordinado. En cambio, estos dos no parecían afectados. ¿Cuáles serían los factores que activarían sus mecanismos innatos de sumisión?
Decidió estudiar el asunto en el futuro. De momento, continuó con el Juego, según las Reglas.
—Habla, pues, hijo mío —vocalizó con aquellos extraños órganos fonadores cuyo dominio le había costado tantos ensayos.
Beni respiró hondo, y trató de mirar a aquel ser a la cara. Intentó expresarse con claridad, sin permitir que sus sentimientos lo ofuscaran:
—Interviniste en nuestra historia, e introdujiste unos factores que provocaron baños de sangre, y la infelicidad de mucha gente. Elevaste los conceptos de odio, fanatismo y pecado hasta niveles que nunca se habrían alcanzado sin tu generosa ayuda. Sacaste a seres humanos de su tierra natal para utilizarlos como peones de ajedrez, o para elaborar un mosaico con sus huesos, como en Hades. Eso, sin contar los millones que desaparecieron sin dejar rastro, y que seguramente utilizaste como moneda de cambio para adquirir más rarezas con que adornar tu morada —se detuvo un momento, para evitar que la ira lo dominara—. Trataste de aniquilar a nuestra civilización, y casi lo conseguiste, condenando de paso a muerte a miles de mundos. ¿Por qué? Tenemos sentimientos, ilusiones, y podemos sentir dolor. ¿Sabes cuántos murieron y mataron con tu nombre en los labios? No tenías derecho a hacerlo.
El personaje de luz sonrió. Levantó su mano, e hizo un gesto como de bendición.
—No pretendas conocer mi voluntad, hijo mío. Mis caminos son misteriosos, aunque siempre justos —su tono de voz era la bondad personificada.
—Pues vete a tomar por culo —dijo Beni, y disparó a quemarropa la última carga explosiva del subfusil.
El sistema nervioso del Diseñador era rápido, mucho más que el de las criaturas que osaban hacerle frente.
En menos de un milisegundo se teleportó y recuperó su cuerpo favorito, un magnífico ejemplo de diseño orgánico. Había sido hecho a imagen y semejanza del mejor de los Depredadores, eliminando lo superfluo, añadiendo algunos notables complementos y potenciando todas sus capacidades hasta un grado sublime.
El Diseñador volvió a sentirse poderoso, invencible, y saltó de nuevo a la sala ocupada por las dos criaturas.
El proceso completo había durado un segundo y tres décimas.
Los acontecimientos se sucedieron a gran velocidad.
El proyectil no encontró a su objetivo, y acabó seccionando una de las columnas que sostenían el techo. Las dos mitades cayeron con gran estrépito, deshaciéndose en fragmentos. Beni no tuvo tiempo para preguntarse dónde se había marchado el viejo, esfumado como por arte de magia. Algo lo golpeó con violencia por detrás y lo arrojó al suelo.
Había recibido tantos golpes a lo largo de su vida que reconoció los daños aún antes de caer. Tenía varias costillas rotas. Automáticamente, su mente entró en modo de combate. El dolor fue bloqueado, y su cuerpo intentó paliar en la medida de lo posible la catástrofe. Miró al ser que lo había atacado.
—¡Huye, ACM! —transmitió—. Escóndete, e intenta sorprenderlo más tarde. Mátalo.
El androide desapareció con el sigilo y rapidez habituales, sin que aquella cosa aparentara percatarse de su ausencia. Su atención estaba centrada en Beni, quien pudo a su vez examinarla a placer.
Era una pesadilla fascinante, similar a uno de los ya conocidos Demonios, un ser gris oscuro de más de dos metros y medio de altura, todo armadura, garras y pinchos. Pero no actuaba igual, aunque se movía tan rápido o más que ellos, y el aspecto resultaba similar. Lo perturbador era la sensación de inteligencia, tremenda y ajena, que se adivinaba dentro de aquella cabeza que ahora abría sus placas faciales y exhibía unas maxilas de cuarenta centímetros, que se deslizaban entre sí como un juego de tijeras de podar.
—Criatura peculiar —habló mediante unos órganos no diseñados para ello—. ¿Motivos?
Desde el suelo, Beni soltó una patada con las dos piernas a la altura de la rodilla de su agresor. Fue como golpear un pilar de hormigón. El amo de Asedro no se inmutó. Hizo un movimiento casual, casi lánguido con uno de sus brazos superiores. Un surco rojizo apareció en el pecho del hombre; la garra había cortado la ropa y la piel tan fácilmente como si fueran mantequilla.
—¿Dolor? ¿Miedo? Comportamiento anormal. ¿Motivos?
Beni no comprendía nada. No podía deducir el estado anímico del Alien a partir de su mímica o de sus gestos, ya que le resultaban totalmente extraños. «¿Qué pretenderá con esas preguntas inconexas? Y, sobre todo, ¿cómo demonios logró desaparecer cuando le disparé, y reaparecer con ese aspecto monstruoso? Porque es el mismo, estoy seguro». También sabía otra cosa; si ACM no acudía pronto al rescate, podía considerarse muerto.
El Alien ejecutó un movimiento que parecía un paso de danza, aunque estaba seguro de que no se trataba precisamente de eso.
—¿Resistencia al dolor? ¿Sumisión? ¿Mecanismos?
Levantó a Beni como si fuera una pluma y lo arrojó contra una columna, que vibró por el golpe. «Ahí va otra costilla. ¿Cuántas me quedan aún?» Beni podía bloquear el dolor, pero se notaba cada vez más débil. No se hacía ilusiones; aquello acabaría con él sin tardar mucho.
—¿Fuerza? ¿Solidaridad? ¿Empatía?
El Alien desapareció bruscamente. Beni parpadeó, confundido. El daño físico sufrido, superpuesto al desgaste metabólico que suponía el modo de combate, se estaba cobrando su precio. Comenzaba a amodorrarse. «En casos de crisis aguda, el sistema pone al cuerpo en letargo para evitar un colapso, y sólo queda confiar en la llegada de las asistencias. Sólo que aquí no hay asistencias». Sintió que la consciencia comenzaba a írsele, y trató de luchar contra la laxitud que lo invadía. «Ese bicharraco se ha esfumado de repente. Se teleportó, no cabe duda. Incluso puede permitirse el lujo de cambiar de cuerpo. ¿Cómo lo hará? ¿Qué querría decir con esas preguntas? ¿Y adónde habrá ido?» Dio una cabezada, pero levantó la cabeza bruscamente. Sólo cabía una posibilidad.
—¡ACM! —transmitió—. ¡Ese cabrón va a cazarte! ¡Puede teleportarse, y aparecer detrás de…!
No pudo continuar. A pesar del bloqueo del dolor, una punzada insoportable le taladró el cerebro, de un oído al otro. Se encogió sobre sí mismo, adoptando una posición fetal hasta que el ataque pasó. No necesitó la confirmación para saber lo que había sucedido, cuando el Alien reapareció y arrojó a sus pies una cabeza pequeña, calva y gris. El cuello había sido seccionado limpiamente, y de él rezumaba un fluido blanquecino, del mismo tipo del que goteaba de aquellas afiladas maxilas.
Beni ya no era capaz siquiera de experimentar pena. Él también estaba muerto. Miró a su antagonista con hastío.
—De acuerdo, tú ganas. No retrasemos lo inevitable. Acaba ya con esto.
Un salto, otro paso de danza.
—Empatía inexistente. Observar. ¿Mecanismos de sumisión?
—¿Quieres dejar de hacer el imbécil y no prolongar esta agonía?
—Tiempo reglado no transcurrido. Observar. Aprender.
El Diseñador siempre experimentaba una sensación agradable cuando ejercitaba su cuerpo favorito; un recuerdo de su pasado biológico, tal vez. Golpear, acechar y cazar eran acciones que le hacían sentirse vivo y poderoso.
Contempló a lo que quedaba de la criatura superviviente. Formulaba preguntas, que eran traducidas por el ordenador del Centro de Control y transmitidas a su mente. Le resultaba realmente difícil comunicarse con aquellos seres. En su primera aparición, las frases pronunciadas habían sido memorizadas previamente, y le permitían un discurso fluido. Ahora debía improvisar, y le costaba hacerse entender en un lenguaje tan primitivo. Había aspectos de él que le resultaban desconcertantes. Por ejemplo, conceptos como «sí», «no» o «quizás» se utilizaban para valorar o decidir sobre cualquier proposición, independientemente de su contenido, en vez de emplear el término propio y justo para cada ocasión. Sus idiomas eran toscos y divagantes, tan pobres en matices como cabría esperar.
De repente, la criatura comenzó a moverse de forma torpe y lenta. Estaba claro que su capacidad de resistencia estaba próxima al límite. Se puso en pie, vacilante. El Diseñador aguardó acontecimientos, curioso. La criatura habló, y el ordenador intentó proporcionar una traducción aproximada:
—Tú, monstruo, ya estoy harto de que me toques las narices de esa manera. Ahora es mi turno. Ya que voy a morir, no quiero hacerlo sin antes contarte algo.
La mayoría de giros coloquiales se le escapaban al Diseñador, pero resultaba evidente el deseo de comunicación de la criatura. Aguardó, atento.
—¿Sabes lo que es una esfera Dyson?
El término era incomprensible. El Diseñador aguardó un flujo de información mayor.
—Esto es como hablarle a una estatua, pero confío en que entiendas lo más básico. Mira, bicho: figúrate un sol, una estrella. En torno a ella giran planetas, y algunos contienen seres vivos. Tu raza nació en un planeta, pero construyó una gran cáscara alrededor de su sol, y habitó en su interior. Hay imágenes de ello en el museo que pasamos antes de llegar aquí.
El Diseñador quedó levemente sorprendido, aunque satisfecho. Su Exposición era tan buena que incluso una de aquellas obtusas criaturas podía captar lo esencial.
—Pues bien, bicharraco inmundo: al principio, mi raza vivía en un planeta que giraba en torno a otra estrella. El tiempo transcurrido en dar una vuelta se llama año.
El Diseñador comprendió. El ordenador le facilitó la equivalencia: un Ciclo de Reina duraba casi cuatro de esos años.
—Hace setecientos setenta años, aproximadamente, tus naves espaciales trataron de exterminar a mi especie; es la última imagen de tu museo. Pero nosotros contraatacamos. Hicimos reventar vuestro sol, y la esfera Dyson saltó en pedazos. Todos los tuyos murieron.
El Diseñador sacó sus garras, en un movimiento puramente reflejo. Lo que decía aquella criatura era alarmante. ¿Hasta dónde podían llegar en fase de plaga?
—Este extraño objeto en el que vives orbita en torno a una pequeña estrella blanca, ¿no es así? Pues es lo que queda de vuestro sol; los trozos de la esfera flotan a la deriva por el espacio. Y ahora puedes matarme, cabrón. Pero os dimos un buen palo, ¿eh? Estás solo, cerdo. Cuando mueras, tu raza se habrá extinguido. Jódete.
Sólo entonces el Diseñador fue consciente de que se había dejado subyugar por la magia del Juego, olvidándose de verificar los ordenadores de a bordo. Aquella pasión absorbente, el ensimismamiento en el placer, era su gran defecto. Ya le llevó una vez a enemistarse con sus pares, y de nuevo había vuelto a caer en el error. Se conectó mentalmente con el Centro de Control, e hizo trabajar a los rastreadores hiperlumínicos. Había pasado mucho desde que despertara; a estas alturas, su posición en el espacio estaría fijada con precisión. En cuestión de segundos, comprobó que las palabras de la criatura reflejaban la verdad; los restos de la Gran Casa se alejaban de ellos, vacíos y sin vida. En un acceso de rabia y frustración, el Diseñador descargó toda su furia animal en un golpe que mandó a la criatura al suelo, prácticamente muerta. Después, la racionalidad se impuso. Meditó.
Se había salvado por puro azar. Cuando el sol de la Gran Casa estalló, su Obra se encontraba muy lejos, escapando del castigo de los Sancionadores por culpa de su crimen. Pero ya no había Sancionadores, ni Reinas, ni Obreros, ni tan siquiera Gran Casa. Inmensos tesoros habían desaparecido, por culpa de una plaga incontrolada. Lloró.
Pensó en el futuro. Existían más Jugadores, y más Obras. Tal vez alguna hubiera sobrevivido, viajando por el cosmos, ignorante de lo sucedido. Y pronto no estaría solo. Podría recrear los cuerpos de las diferentes castas, y empezar de nuevo. Poseía el poder, la tecnología y los bancos de datos suficientes para ello. Y esta vez no cometería errores.
Miró a la criatura, que aún se agitaba. Ya nunca más entrarían en fase de plaga. Sus mundos tendrían que ser esterilizados. Quizá guardara algunas para los Juegos, ya que habían demostrado su valor como piezas lúdicas. Sería interesante realizar una selección forzada y acelerada de los individuos más fuertes, y enfrentarlos con los Depredadores. O cruzarlos con otros seres, proeza bioquímica que algunos Diseñadores habían logrado otras veces.
En cualquier caso, el presente Juego había terminado. Sólo quedaba retirar a la pieza. En honor a su valor, guardaría su código genético en los bancos de datos. Era lo menos que se merecía un individuo tan notable.
Beni vio al Alien acercarse a él, y supo que había llegado su fin. No sentía dolor, a pesar de que ahora tenía el brazo izquierdo roto para unir a la lista de desperfectos. Sólo la frustración de no haber podido liquidarlo, de haber incumplido su promesa a la memoria de todos los que murieron por su culpa le fastidiaba, aunque cada vez menos. «Dicen que cuando uno va a morirse toda su vida desfila ante él en unos instantes. Pues me han engañado; que me devuelvan el dinero». Se preguntó cómo acabaría todo. «Confío en que me mate de un golpe, en vez de cortarme en pedacitos, sin prisas. Será mejor que me desconecte; una pena, esto resulta casi divertido». Sentía una leve euforia; el revoltijo de hormonas que su sistema endocrino modificado había vertido en la sangre provocaba singulares efectos secundarios.
Como en sueños vio al Alien a su lado, agachado.
—Qué feo eres, tío —le dijo, o eso intentó.
El Diseñador se preparó para retirar a la pieza. Sería interesante conservar el cerebro para ulteriores estudios. Una sección a nivel de las vértebras cervicales era lo más indicado, siempre que no se dañara el bulbo raquídeo. Escondió su juego de maxilas, dejando sólo las piezas más delicadas y afiladas, y se dispuso a cortar.
De repente…
A pesar de su creciente embotamiento, Beni también se percató de ello. Por uno de los pasillos que desembocaba en la sala cruzó una sombra veloz, y se oyó un rumor apagado, como de pasos. La reacción del Alien fue súbita; se levantó con rapidez increíble y se teleportó. Beni se quedó solo.
Una sensación de perplejidad lo invadió. «Mi simpático anfitrión parecía perturbado; fuera lo que fuese el origen de ese movimiento, ha resultado tan imprevisto para él como para mí. ¿De qué podrá tratarse? ¿Alguien que nos siguió a través de la ruta del héroe Bradegund? ACM, pobre amigo, lo habría detectado. En cualquier caso, no tiene ninguna posibilidad contra esa máquina de matar. Ni yo; mejor dormir, y terminar de una vez».
Tuvo un último pensamiento para todos los compañeros que se habían quedado en el camino. «Lamento no haber podido vengaros de ese monstruo, pero uno es humano, a pesar de los intentos de la Corporación para que dejara de serlo. Ay», suspiró, «tampoco podemos quejarnos de lo que nos ha tocado vivir. Pasamos buenos momentos, incluso memorables, ¿eh? Si la muerte es un eterno descanso, me gustaría soñar con vosotros, y estar en vuestro sueño. Al fin y al cabo, los fracasos no son tan importantes, si los contemplas desde una óptica global. Al universo le importa un rábano que sobrevivamos nosotros, o los Alien, o ninguno. Bueno, ya basta de filosofía barata. Llegó la hora de desconectarse y echarse a dormir. Adiós a todos». Se dispuso a entrar en letargo, del que nada podría despertarlo. Cerró los ojos e inició la secuencia de relajación.
Pero entonces comenzó a dolerle la cabeza.
Era una sensación extraña, una sucesión de débiles pinchazos que no se parecían a la agonía experimentada al morir sus compañeros, y potenciada por el transmisor; además, ya no quedaba ninguno de ellos. Por otro lado, las pulsaciones de dolor eran rápidas y arrítmicas, y no se correspondían con el latido cardíaco. Intrigado, suspendió el proceso de aletargamiento; siempre podría reanudarlo más tarde.
La intensidad del dolor se incrementó, haciéndose verdaderamente molesto. Por otro lado, la secuencia varió, y se tornó regular: tres pulsaciones cortas, tres largas, tres cortas, calma, y repetición de la serie. «Qué raro; coincide con las letras S.O.S. del alfabeto Morse. Si no fuera porque es imposible, diría que hay alguien tratando de comunicarse conmigo. Hay que ver qué cosas tan raras hace el cerebro cuando estás desahuciado». Abrió los ojos, y el dolor menguó. Sin querer, alzó la cabeza, y los pinchazos cesaron. Volvió a bajarla, y el dolor se reanudó. Tres pulsaciones cortas, tres largas, tres cortas. Volvió a levantar la vista, y el alivio fue inmediato.
«Coño, qué curioso. Diríase que alguien está empeñado en que mire hacia el techo». En cuanto lo hubo pensado, una oleada de placer lo invadió. Algo había activado su sistema límbico, proporcionándole una recompensa. A pesar de que sabía que era imposible, ya no dudó.
«Mierda, alguien quiere que me fije en el techo. Pero ¿por qué? ¿Y quién o qué eres?» Silencio. De repente, otra idea. «¿Has sido tú quien ha alejado al Alien de aquí?» Otra oleada de placer. «Vale, no es necesario que la cosa sea tan intensa; he comprendido. Tu forma de comunicarte deja mucho que desear. ¿No sabes hacerlo mejor?» Silencio. «¿No puedes hacerlo mejor?» Pequeño toque de éxtasis. «De acuerdo, tú ganas. En el techo hay algo interesante. En el caso de que me esté volviendo loco, al menos tiene cierta elegancia».
Trató de acomodar mejor su espalda contra una columna y contempló el techo. Era plano, y liso, excepto por la ornamentación. Cada diez metros había una voluta, un medallón, un rosetón u otras molduras incomprensibles. Parecían hacer juego con el barroquismo de las columnas y, como ellas, no vio dos iguales. Su vista fue paseando de una a otra. Cuando sus ojos se posaron en un medallón de unos ochenta centímetros de diámetro, de color negro y ornamentado con unas extrañas figuras que recordaban caracolas, Beni volvió a sentir un cosquilleo de placer. «¿Ese medallón? Pues es bastante feo». Dolor de cabeza. «De acuerdo, de acuerdo, no te gustan las bromas. Ese objeto es importante, por alguna razón. Aparte de la ornamental, francamente abominable, no se me ocurre…» Y entonces comprendió, y se maldijo por no saber apreciar lo obvio. Un violento ataque de éxtasis le confirmó que había dado en el clavo.
«Hay un teleportador camuflado en ese adorno». Descansó unos instantes, satisfecho de su perspicacia. «¿Podré escapar si me arrastro hasta ponerme debajo de él?» Dolor. «¿Sabes cómo manejarlo?» Dolor. «Ajá, sólo el Alien puede utilizarlo». Cosquilleo. «De puta madre; así que no me sirve para nada… Con tu permiso, seas quien seas, me voy a dormir». Dolor. Dolor. Dolor. «Escucha: estoy muerto. Apenas puedo moverme, y tampoco tengo armas. Ese subfusil que hay tirado en el suelo está descargado, y sólo llevo encima un cuchillo que no le haría ni un arañazo a aquel monstruo. ¿Por qué no me dejas morir en paz?»
El dolor cesó. «Menos mal; gracias por tu comprensión. Buenas noches». Beni se dispuso a iniciar el letargo, pero entonces algo activó su memoria, y los recuerdos llovieron sobre él. Se vio a sí mismo en un pueblo de montaña de un planeta cuyo nombre había olvidado. Junto a él se hallaba Ana, su mujer. Sus trajes de campaña estaban sucios, y arrastraban el cansancio de varios días sin dormir. Miraron al grupo de aterrorizados reclutas nativos que tenían bajo sus órdenes. Muchos lloraban; otros eran incapaces de moverse. Uno perdió el control. Ana lo abofeteó con tal violencia que lo arrojó contra una pared. Beni la oyó hablar, tan claro como si realmente estuviera a su lado. Su tono de voz era duro, cortante:
—Escuchad, idiotas. Todos tenemos miedo a morir, y probablemente eso sea lo que nos ocurra. Ellos son más, mejor armados, y no toman prisioneros. Pero si vosotros escapáis, su ejército caerá sobre vuestra ciudad, y sabéis tan bien como yo lo que harán con vuestros padres, vuestras hermanas, los niños pequeños. Cada minuto que sigamos defendiendo esta posición aumentaremos la posibilidad de que lleguen refuerzos. Si se terminan las municiones, lucharemos a pedradas, pero aguantaremos. Ellos dependen de nosotros. Si queréis largaros, es vuestro problema. Beni y yo nos quedaremos aquí, aunque esa gente no sea nuestra gente, y a nosotros nos consideréis unos malditos mercenarios. Sí, la vida es bella, la amamos porque es lo único que tenemos. Pero, ¿merece la pena si no se puede dormir con la conciencia tranquila? ¿Sabéis lo que significa la palabra dignidad? Es pelear, caer derrotado por las adversidades y levantarse una y otra vez, hasta que nos fallen las fuerzas, no dejar de hacer algo sólo porque nos digan que es imposible. Y si las vidas de otros dependen de nuestra actitud, si ellos han confiado en nosotros, no podemos dejar que el miedo o el cansancio nos aparten de nuestro deber. Y ahora podéis iros a la mierda, cobardes.
Beni notó cómo se le humedecían los ojos. Nunca supo si Ana creía en lo que decía, o era un discurso preparado que leyó en algún manual, pero motivó a los reclutas, vaya que sí. Aquélla fue una batalla memorable. Al final sólo quedaron cinco nativos supervivientes, pero resistieron y ganaron. Estaban rotos y deshechos, mas cuando salieron de la fortaleza, una auténtica ruina destrozada por las bombas, sacaron fuerzas de flaqueza y desfilaron con la cabeza bien alta, ante unas tropas que les rendían honores. Sí, era uno de los momentos más emotivos que podía recordar. «De acuerdo, seas quien seas, éste ha sido un golpe bajo, pero tienes razón. No hay que rendirse». Pensó en los hologramas que mostraban la historia del pueblo elegido. «Ellos tampoco lo hicieron; es lo menos que le debo a su memoria».
Miró hacia el techo. ¿Cómo podría alcanzar el medallón? Echó un vistazo por la sala. «Habrá más teleportadores, supongo». Cosquilleo. «Aquel adorno de allá, ¿contiene uno?» Cosquilleo. «Está junto al capitel de una columna inclinada. Si estuviera sano, podría trepar por ella sin dificultad; toda esa ornamentación que la recubre proporciona magníficos asideros. Pero estoy hecho una mierda, y tengo el brazo izquierdo inutilizado, y mis costillas rotas no me permiten respirar bien». Por otro lado, el estado de su mente, condicionada para ahorrarle el sufrimiento, provocaba una sensación de pereza que no invitaba al movimiento.
«Escucha. Sólo te pido una cosa: trata de entretener a nuestro anfitrión un ratito más, mientras yo me dedico a hacer el imbécil en vez de descansar en paz».
Beni intentó cambiar de posición; prácticamente no podía. Con gran dificultad, consiguió desenfundar el cuchillo y se lo llevó a la boca. Lo mordió con fuerza, respiró hondo y eliminó el bloqueo contra el dolor. Un espasmo lo sacudió. Las lágrimas le corrieron por las mejillas, pero consiguió no gritar y salirse con la suya; el choque había sido tan brutal que logró despejar su mente. Se puso de rodillas, aunque cada movimiento era una tortura y respirar le resultaba prácticamente imposible. Un horrible mareo lo invadió, y vomitó sangre.
Nunca supo cuánto tiempo invirtió en arrastrarse hacia la columna y trepar por ella. Había vuelto a morder el cuchillo con fuerza, para no gritar ni quejarse, aunque casi no se daba cuenta de ello. Pero finalmente logró su objetivo. El adorno del techo, que recordaba a una gran margarita deforme, estaba al alcance de su mano sana. Afianzó sus piernas en unos huecos de la columna, y lo tocó.
El adorno desapareció. En su lugar había un disco plano, cubierto por centenares de pequeños bulbos que le daban el aspecto de un gran ojo facetado. Beni comprobó que podía arrancarlos con facilidad.
«¿Estos son los generadores de la teleportación?» Cosquilleo. «Probablemente han de funcionar todos a la vez para que el aparato cumpla con su cometido. ¿Hay que arrancarlos todos para pararlo?» Cosquilleo. «Pues qué bien. Y así que lo haga, ¿qué? El Alien se mosqueará, me matará y luego arreglará el desperfecto, sin que eso le afecte en lo más mínimo. ¿Es que no hay ninguna posibilidad de dañar a ese hijoputa?»
Y entonces tuvo una idea, refrendada por una auténtica explosión de placer.
El Diseñador decidió volver a la sala para retirar por fin a la pieza del Juego. De acuerdo con el Ordenador, todo había sido una falsa alarma, una avería en los sistemas de iluminación. Antes de iniciar el exterminio de la plaga, debería revisar la Obra concienzudamente. Tantos años de letargo no le habían sentado demasiado bien.
Se teleportó. Para su sorpresa, la criatura aún estaba viva. Es más, se había incorporado, aunque apenas podía tenerse en pie, y se apoyaba en una columna. Tenía un objeto cortante en una de sus extremidades superiores. La otra colgaba fláccida a un lado. Se percató de su llegada, y lo miró.
—Ven a por mí si tienes cojones, bestia infecta —dijo la criatura, aunque su voz era vacilante, y un hilillo de sangre manaba de su boca.
El Diseñador estaba admirado; aquella pieza era sobresaliente. Sintió curiosidad por ver cuánto podría aguantar sin desfallecer; siempre habría tiempo para guardar sus genes, antes de que se deteriorasen. Se movió rápidamente y la golpeó. La criatura cayó, pero volvió a ponerse en pie. El Diseñador la continuó golpeando, pero controlando cuidadosamente su fuerza. La criatura trataba desesperadamente de no caer, y cuando lo hacía se incorporaba, aunque cada vez le costaba más trabajo. Llegó un momento en que resbaló en un charco de su propia sangre y quedó inmóvil.
El Diseñador sacó sus maxilas, para cortarle la cabeza y preservarla. Nunca había lamentado tanto que un Juego concluyese, pero eso sólo abría maravillosas perspectivas para el futuro.
La criatura trató de incorporarse otra vez.
Beni sabía que estaba muriéndose, aunque no se sentía especialmente afectado por ello. Su única frustración era no haberse podido llevar al Alien consigo. «¿Por qué no te teleportas, maldito cabrón? Menuda sorpresa te llevarías». Sin embargo, aquel ser parecía haberse decidido a darle una paliza de forma artesanal: un paso, un puñetazo; otro, una bofetada; otro, un airoso coletazo. Y el puñetero no tenía prisa.
Se dijo que era mejor acabar de una vez, pero sacó fuerzas de donde no las tenía y logró ponerse de rodillas. Abrió los ojos; aunque su visión era borrosa, pudo comprobar que el Alien se había detenido a pocos pasos de él, justo debajo del teleportador. De su boca salían unas estructuras como tenazas, y lo observaba inmóvil, esperando acontecimientos.
«Mierda, si consiguiera inducirte a que lo utilizaras… ¿O acaso has detectado el sabotaje, y por eso no lo empleas?» Sintió que iba a desmayarse. «Maldita sea; aguanta medio minuto más. Y tú, bicho, sigue fijándote en mí y no mires al techo». Reunió las escasas fuerzas que le quedaban y le habló al amo de Asedro:
—Voy a morir, pero tú vas a acompañarme.
Cogió el cuchillo y untó la hoja con su propia sangre. «Por favor, créete que es venenosa, o que te puede hacer daño». El Alien aún no se había movido. Con el último adarme de energía que le quedaba, le arrojó el cuchillo antes de caer desfallecido.
«Bueno, hice todo lo que pude», pensó, antes de que la consciencia lo abandonara. «En realidad, la hoja no podría ni hacer un arañazo en esa coraza. Además, él es demasiado rápido, y puede esquivarla. Bah, qué más da». Creyó oír un grito mientras perdía el sentido, y la oscuridad se abatió sobre él.
Minutos u horas más tarde recobró momentáneamente el conocimiento. Abrió los ojos.
Delante de él, la cabeza del Amo de Asedro lo contemplaba, inmóvil, en el centro de un charco de un líquido negruzco. Otros fragmentos del cuerpo aparecían dispersos en un confuso montón, pero faltaban muchos. Haciendo un gran esfuerzo, se dio la vuelta, gimiendo cuando sus maltratadas costillas rozaron el piso.
El resto del Alien estaba a unos diez metros de distancia. Pudo distinguir una pierna, la cola, una masa de vísceras.
—Mierda, funcionó. El imbécil se teleportó, en vez de esquivar el cuchillo. Estaba tan seguro de sí mismo que cayó en una burda trampa.
No pudo seguir hablando; un acceso de tos se lo impidió. Escupió sangre, y se asombró de que todavía le quedara alguna.
«Tú, seas quien seas, mi ángel de la guarda o mi subconsciente, gracias por conseguir que no detectara el robo». Se metió la mano en el bolsillo. Los bulbos estaban ahí, apenas treinta, pero los suficientes para que el teleportador no funcionara al ciento por ciento. Sólo parte del cuerpo del Alien había podido ser trasladado, y ni siquiera aquel ser era capaz de soportar ser fragmentado en pedazos.
Volvió a mirar la cabeza de su enemigo. Sonrió y le sacó la lengua, único gesto irrespetuoso que le permitían sus menguadas fuerzas.
—Como en el fútbol, no hay que bajar la guardia ni en la prórroga. Te derrotamos otra vez, Dios.
Y dicho esto, se desmayó.