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—Dice una leyenda tan vieja como el tiempo:

«El héroe Bradegund contempló las ruinas de su pueblo, y su corazón se afligió. Caminó hacia la mansión familiar, pero sólo halló cenizas; los cuervos picoteaban las cuencas vacías de las calaveras de sus padres. Nada vivía; todo era polvo, carroña, muerte».

«El héroe Bradegund gritó su rabia, y las montañas se conmovieron, y su lamento fue atendido. Y un Ángel visitó al héroe Bradegund en sueños, y le indicó el camino que le conduciría al Paraíso, a la morada de los santos, a la Luz Divina. Y dijo el Ángel: “Si quieres que el Supremo Hacedor atienda tu súplica y te proporcione los medios para vengarte de los que han matado a los tuyos, habrás de demostrar que eres digno de comparecer ante Él”».

«Y el Ángel prosiguió: “Pero sabe, ¡oh, héroe Bradegund! que el camino está lleno de dolor, y los cadáveres de quienes lo intentaron y fracasaron se pudren a lo largo de él, más numerosos que las briznas de hierba en la pradera”».

«Mas el ánimo del héroe Bradegund no flaqueó, tal era su deseo de justicia, y le respondió al Ángel: “Iré y venceré a todas las dificultades, porque está escrito que habré de lavar la afrenta hecha contra la casa de mis padres”».

«Entonces, el Ángel hizo una reverencia, y dio al héroe Bradegund un amuleto cuyo brillo lo guiaría conforme se acercara a su destino. Y cuando despertó, creyendo que todo había sido un mal sueño, vio que en su mano había una piedra azul, con una luz en su interior que latía como un corazón. Y el héroe Bradegund se arrodilló y rezó a Dios, porque Él lo había escuchado».

«Tras muchos días de marcha, el héroe Bradegund llegó al Valle de las Colmenas de Piedra. Grande maravilla eran; nadie sabía qué monstruosos animales las habían fabricado. Pero el héroe Bradegund venció su miedo, atravesó el Valle en toda su longitud y llegó al País de los Demonios».

«Los Demonios eran seres terribles, con aspecto de Ángeles Guerreros, pero no reconocían a los temerosos de Dios, y los destrozaban con sus dientes y colas y garras afiladas, y devoraban sus entrañas y bebían su sangre. Pero no era Voluntad de Dios que el héroe Bradegund pereciera, y le otorgó sagacidad para esconderse y ligereza para correr mientras los Demonios dormían. Y así, el héroe Bradegund pudo llegar a un castillo situado en el centro del País de los Demonios. Y la piedra que brillaba le condujo hacia el quinto matacán situado a la derecha de la gran puerta».

«Cuando el héroe Bradegund se situó en el centro del matacán, su cuerpo fue arrebatado en menos tiempo del que dura un parpadeo hacia una tierra desconocida. Y la tierra era árida, y estaba surcada por profundos barrancos y angostas cárcavas hasta donde se perdía la vista. El héroe Bradegund sintió miedo al verse solo en aquel vasto laberinto, pero entonces la piedra de luz le habló: “Sabe, oh mortal que me portas, que has de seguir el camino cubierto de arena roja si quieres salvar tu vida y llegar al Paraíso. No osarás poner un pie fuera de él, porque sería tu perdición”».

«El héroe Bradegund tomó el camino que le indicó la piedra azul. Caminó dos días y dos noches sin descansar, pues a su lado se abrían terribles precipicios, y junto a él aparecían los espectros de los muertos, dispuestos a llevárselo consigo si abandonaba el camino».

«Mujeres seductoras se le aparecieron, mas él no hizo caso y continuó caminando».

«Fantasmas con los rostros de sus padres le suplicaron que regresara, mas él no hizo caso y continuó caminando».

«Monstruos pavorosos amenazaron con devorarlo, mas él no hizo caso y continuó caminando».

«Al tercer día, todos los horrores desaparecieron. El héroe Bradegund, incrédulo, alzó sus ojos al cielo para dar gracias a Dios, cuando vio descender a pocos pasos a la guardiana de la Puerta, la Esfinge. Su rostro era de mujer, y sus ojos brillaban como el oro. De león eran su cuerpo y sus garras, y sus patas traseras de águila. La Esfinge habló, y su voz era fuerte y profunda como rocas moviéndose una contra otra: “Sabe, viajero, que sólo yo sé dónde encontrar la Puerta del Paraíso. Está escrito que te habré de proponer un enigma. Si lo aciertas, podrás llegar a tu destino; si fallas, devoraré tu corazón”».

«Difícil era el enigma. El héroe Bradegund estuvo a punto de desfallecer, pero Dios puso la palabra correcta en sus labios. La Esfinge bramó, llena de rabia. Sus patas arañaron el suelo, y grandes peñascos cayeron al abismo, tal era su ira; mas la Ley era la Ley, y desveló el camino hacia la Puerta».

«Finalmente, el héroe Bradegund llegó a la Puerta, pero ésta era una criatura sabia, llena de Gracia Divina, y planteó un nuevo enigma. Sin embargo, Dios ayudó al héroe Bradegund, pues era grato a Sus Ojos, y la Puerta se abrió».

«De este modo, el héroe Bradegund alcanzó el Saber, y pudo tomar venganza contra…»

—Es suficiente, ACM; el resto de la leyenda no nos interesa. Sin duda estamos en el Valle de las Colmenas de Piedra. Hacía tiempo que no veía una colada basáltica tan hermosa. Los Alien no carecían de buen gusto cuando decoraron esta parte de Asedro.

El hombre y el androide descendieron hacia los inmensos prismas hexagonales que tapizaban el fondo del valle. Se trataba de una formación natural corriente en el universo, familiar para cualquier aficionado a la Geología, pero cuyo aspecto era inquietante. Parecía obra de seres gigantescos, las ruinas de un inmenso mosaico escalonado. Tuvieron que avanzar saltando de un prisma a otro, tratando de no resbalar por culpa del musgo y el verdín, pero al final lograron atravesar el valle. Subieron por una de las laderas que lo limitaban y contemplaron al otro lado una inmensa extensión de hierba que se perdía en el curvo horizonte. Pequeñas masas rocosas y grupos de árboles salpicaban el terreno.

—El País de los Demonios… ¿Distingues algo, ACM?

Las pupilas del androide se contrajeron, para aumentar la profundidad de campo. Los receptores retinianos se ajustaron para trabajar como teleobjetivos, y los intensificadores de imagen fueron activados.

—Fíjese en aquel punto bajo el horizonte, señor. Es una masa rocosa que podría corresponder al castillo de la leyenda.

—Con teleportador incluido, esperemos. ¿Y los Demonios?

—Hay formas moviéndose de un sitio a otro, señor. A juzgar por su rapidez, se trata de criaturas de la misma especie que la que mató al vicealmirante Jansen, o de las que incineramos en la Ciudadela. Las hay de varios tamaños, puede que por la edad o por polimorfismo sexual.

—O sea, que debemos llegar a un castillo situado en el territorio de caza de unos bichos capaces de dejar al peor monstruo de ciencia ficción a la altura de una babosa anémica. Eso, si al simpático Dios no se le ocurre hacer aparecer una de esas criaturitas a nuestras espaldas. De puta madre; nos vamos a divertir.

Fue una cacería constante, sin cuartel. Salvaron el pellejo gracias a ACM, capaz de ocultarse mejor aún que los Depredadores y de detectarlos aunque no se movieran. La temperatura de aquellos seres era mayor que la del ambiente, y las débiles columnas de aire caliente eran perfectamente visibles para los receptores infrarrojos del androide.

Comenzaron con los más pequeños. Descubrieron enseguida que tenían que matarlos de un golpe, sin darles tiempo a reaccionar o a llamar a los adultos. El primero al que trataron de reducir medía apenas medio metro de cabeza a cola, pero estuvo a punto de abrir en canal a Beni. La cría gritó, y otros dos congéneres mucho mayores acudieron a la carrera. Tuvo que abatirlos a tiros, con gran disgusto; las cargas explosivas del subfusil eran cada vez más escasas.

Beni echó mano de todos sus recursos de los tiempos de comando. Prepararon trampas muy diversas, y neutralizaron a los Depredadores de uno en uno. Los adultos eran más duros de pelar, pero dieron con la estrategia adecuada. Beni hacía de cebo, y ACM los despachaba de un golpe seco bajo las placas faciales, su único punto débil. Millones de años de evolución no eran suficientes frente a una máquina diseñada por la Corporación para matar. Los Depredadores eran rápidos, y su armamento resultaba demoledor, pero ni siquiera veían a quien les golpeaba antes de caer muertos al suelo.

Finalmente llegaron a las cercanías del castillo. Era una mole pétrea cuya forma recordaba a la de una fortaleza medieval. También estaba en el centro de la zona de cría de los Depredadores.

Beni observaba el panorama desde lejos, con gesto preocupado.

—Aquella grieta tiene toda la apariencia de una puerta, y esos voladizos parecen matacanes almenados. Según la leyenda, el quinto por la derecha puede albergar un teleportador. Sólo hay un problema: llegar hasta él. ¿Cuántos bichos corretean felices a su alrededor?

—Si descontamos a las criaturas gordas e inmóviles, posiblemente hembras en avanzado estado de gestación, treinta y siete, señor. Diez de ellos son adultos plenamente formados. No creo que podamos con todos al mismo tiempo.

Beni miró el cargador del subfusil; sólo quedaban cuatro disparos. Meditó durante unos minutos.

—Cuando dé la orden —dijo, por fin— sal corriendo a toda velocidad hacia el castillo. Espero que no haya ninguno dentro.

Respiró hondo, se llevó el subfusil a la cara y enfocó la mira telescópica sobre una de las hembras más alejadas. Sus superiores siempre lo habían considerado como un excelente francotirador, y su pulso no temblaba cuando disparó.

El abdomen de la hembra reventó. Estaba lleno de crías muy próximas a la eclosión, que se retorcieron sobre la hierba, resistiéndose a morir. Beni volvió a disparar sobre un individuo joven que paseaba a un kilómetro de la hembra, arrancándole una pata. El animal comenzó a chillar y a contorsionarse. Todos los adultos corrieron hacia donde sus congéneres agonizaban, dejando el paso libre hasta el castillo.

—¡Ahora!

Los Depredadores los divisaron cuando estaban a medio camino de la puerta, y se lanzaron tras ellos. Beni y ACM consiguieron llegar con menos de diez metros de ventaja. Había un subadulto cobijado en el castillo, pero el androide lo liquidó de un golpe, sin bajar el ritmo de la carrera. Trepó con agilidad inaudita y ayudó a Beni a llegar hasta el quinto matacán a la derecha y, con los Depredadores pisándoles los talones, saltaron a su interior.

Una cabeza asomó tras una roca; a varios metros de distancia, otra la imitó.

—No hay rastro de ellos, señor —dijo ACM.

Beni expulsó el aire retenido en sus pulmones, aliviado, y bajó el subfusil.

—Desde luego, confiar ciegamente en una leyenda resulta emocionante. Aposté a que no nos seguirían por el teleportador, sin saber siquiera si éste funcionaría. Es lo más parecido al suicidio que he cometido en mi vida.

—La selectividad de los teleportadores resulta incomprensible, señor. Ahí está el camino de arena roja.

El lugar tenía un toque lúgubre. Grandes bancos de caliza erosionada se perdían a lo lejos, configurando un paisaje agreste, duro y salvaje. Se trataba de un inmenso karst medio desmoronado, en el que la erosión creaba fantásticas figuras de piedra. Profundas hoces cortaban los estratos, formando precipicios de paredes verticales y cientos de metros de profundidad, mas los cauces que los habían esculpido estaban secos. La vegetación quedaba reducida a plantas rupícolas que sobrevivían a duras penas en las grietas y fisuras. Incluso las nubes brillaban menos, empapando el paisaje de un aire melancólico y fúnebre. El camino se perdía entre el laberinto de barrancos, asemejándose de forma inquietante a un reguero de sangre. Beni lo contempló con aprensión.

—Podrían haber tenido un detalle y teleportarnos directamente al centro de Asedro. Pero no; deberemos dar vueltas por el planetoide, como el famoso Bradegund —hizo una pausa para acomodar el subfusil, el cuchillo y lo poco que llevaba encima—. Según la leyenda, no podemos salirnos del camino, por más que las visiones nos inciten a hacerlo. De acuerdo, vamos allá.

Al principio no encontraron nada anormal, con excepción de las extrañas formaciones naturales típicas de todo país kárstico. Cruzaron frente a rocas con aspecto de rostro humano, de dinosaurio dormido, de grandes setas o de naves espaciales, y pasaron bajo frágiles arcos de caliza que parecían a punto de derrumbarse. El camino serpeaba y se retorcía de forma que se antojaba caprichosa, carente de lógica. Bajaba hasta el fondo de los barrancos, retrocedía en zonas francamente llanas o ascendía por laderas donde el paso era difícil, y la roca se desmoronaba casi con mirarla, en vez de tomar por los accesos más fáciles. Beni se sentía como un perfecto idiota mientras se pegaba a una pared de piedra siguiendo el dichoso sendero, con los guijarros que caían rodando ominosamente al precipicio que se abría a sus pies. Sin embargo, no se atrevía a desobedecer las instrucciones legendarias. El incomprensible sentido del humor de los Alien podría haberles preparado alguna sorpresa especialmente desagradable.

—Asedro, cada vez te entiendo menos —masculló, tratando de no despeñarse.

Al cabo de varias horas de recorrer barrancos y viejas galerías derruidas, el camino subió a lo alto de una meseta convertida en un magnífico torcal. El sendero rojo se adaptaba en esta ocasión a las curvas de nivel y evitaba meterse en hondonadas, cosa que los viajeros agradecieron.

Llegó un momento en que el camino pasó entre dos gigantescas torcas gemelas que casi se tocaban. Beni se asomó con precaución a una de ellas. Tenía forma de embudo, de unos ochocientos metros de diámetro y quinientos de profundidad, y sus paredes eran escarpadas. Los esqueletos retorcidos de unos árboles se aferraban aún a las grietas entre las piedras, y el fondo era un caos de grandes peñascos.

—Impresionante; qué preciosidad… —murmuró Beni, interesado a su pesar—. ¿De qué planeta sacarían los Alien esta…?

De repente, sin previo aviso, una cosa con forma de serpiente, piel cubierta de escamas plateadas y boca repleta de colmillos y orlada de tentáculos, surgió del fondo de la torca. Mediría más de cien metros de largo, y se lanzó hacia ellos emitiendo un chillido horrísono.

Beni actuó de forma refleja. Fue a saltar para esquivar a aquella pesadilla, pero una mano fuerte lo retuvo en el sitio, impidiéndole moverse.

—Es un holograma, señor. Permanezca quieto; es inofensivo. Si no lo hubiera agarrado, estaría usted ahí abajo —el androide señaló la otra torca.

Beni respiró hondo y procuró tranquilizarse. El holograma se había detenido a escasos metros de distancia, sin parar de chillar ni de agitarse.

—Madre mía, qué realismo; el puñetero héroe Bradegund tuvo suerte de no volverse loco.

—Si se fija, señor, notará que el aire no se mueve, como cabría esperar si esa enorme figura tuviera masa.

Un ruido raspante se oyó detrás de ellos.

—No me atrevo a mirar, ACM. ¿Otro holograma?

—Afirmativo, señor. Recuerda a un escorpión arcturiano, pero del tamaño de un bombardero estratégico Mitsubishi B-7070.

—Joder, qué asco —dijo Beni, después de echarle una ojeada. El escorpión se había detenido a pocos metros de distancia, y chascaba sus pinzas, mirándolos con malevolencia—. ¿Qué clase de mente retorcida diseñó esto, y para qué? Será mejor que nos marchemos.

Por simple curiosidad morbosa, Beni cronometró la frecuencia de las apariciones; salía a un sobresalto cada cinco minutos. Al final consiguió prever el momento en que surgirían, ya que parecían tener preferencia por los lugares recónditos y por esconderse tras los vericuetos del camino. Varias veces estuvo a punto de salirse de él a causa del susto, pero ACM siempre estaba allí para retenerlo; los hologramas no lo afectaban en lo más mínimo.

Beni estaba ya más que harto de engendros y monstruosidades varias. Ante ellos se había desplegado todo un repertorio de gigantescas bestias asesinas, que últimamente iban siendo reemplazadas por espectros descarnados y cadáveres en distintos grados de putrefacción. Llegó a no prestarles atención, hasta que uno de los hologramas exhibió un comportamiento anómalo que lo hizo detenerse. Era una momia cubierta de harapos que se arrastraba hacia ellos, pero de forma extraña: se movía unos metros, la imagen se descomponía en un caos multicolor de rayas y volvía de un salto a la posición inicial.

—Vaya, éste se les estropeó. Se trata de un mecanismo automático, como me temía. Lleva mucho tiempo sin pasar una revisión. Esta historia me parece cada vez más irreal, ACM; tanto esfuerzo como debió de suponer construir Asedro, para dedicarlo a un necio juego que…

Y al doblar otro recodo del camino, Beni se encontró frente a sus padres.

Se paró en seco, atónito y boquiabierto. Buceó en su memoria; estaban igual que la última vez que los vio, antes de su muerte, hacía ¿cuánto tiempo?

—Hola hijo; hay que ver cómo has crecido —dijo su madre, y sonrió.

—Hemos organizado una pequeña reunión familiar —continuó su padre; el tono de voz, los gestos eran los mismos que recordaba—. Mira, supongo que te alegrarás de verla.

Beni se dio la vuelta. El subfusil cayó de sus manos a la arena del camino con un golpe sordo.

—Ana…

La que fue su primera mujer, la única persona de la que realmente estuvo enamorado hasta la médula, se encontraba de pie, a pocos pasos de él. En ese instante su mente olvidó que llevaba muerta más de medio siglo, que había expirado en sus brazos en uno de los planetas de un sol llamado Épsilon Erídani, que él mismo había esparcido sus cenizas al viento. Ana no llevaba puesto el baqueteado y práctico uniforme de las tropas de asalto, sino un vestido rigeliano de imitación que él le había comprado durante uno de los escasos permisos. Le sentaba divinamente, sobre todo con sus negros cabellos recogidos en una trenza que le caía por la espalda. Aquel día hicieron muchas bromas sobre su indumentaria, y luego marcharon a un parque de atracciones tan clásico que no tenía ni una sola cabina de ciberrol. Fue una de las mejores temporadas de su vida. Y ahora ella estaba allí, más encantadora que nunca.

—He esperado mucho este momento, cariño; no sabes lo que he tenido que pasar para llegar hasta ti. ¿Es que no vas a dar un abrazo a tu pequeña?

—Ana, yo…

Nada había cambiado, nada. Aquella pose siempre lo había desarmado, y ella sabía emplearla cada vez que discutían. Beni dio un paso en su dirección, sin darse cuenta.

Repentinamente, un Depredador apareció a poca distancia, y corrió hacia Ana. Ella se dio cuenta e intentó huir, pero resbaló y cayó al suelo, donde quedó tendida y vulnerable.

Él no se lo pensó dos veces. Se agachó y tomó el subfusil, pero no tuvo tiempo de disparar. ACM se lo arrebató y lo arrojó lejos, aunque dentro del camino.

—¿Qué has hecho, imbécil? ¡Va a matarla!

—Son hologramas, señor.

Pero él no lo escuchaba. El Depredador había caído sobre Ana, y sus zarpas le desgarraban la carne. Beni no pudo resistirlo, y se abalanzó sobre la criatura o, al menos, lo intentó. El androide lo inmovilizó en el suelo.

—¡Ayúdame, Beni! ¡No me dejes morir otra vez! —gritó Ana.

Él intentó zafarse, pero ACM no lo permitió; tocó un nervio de su cuello y quedó paralizado, incapaz de mover un músculo. Tuvo que asistir impotente al espectáculo del descuartizamiento de su mujer, llevado a cabo con exasperante lentitud del Depredador. Finalmente, éste procedió a alimentarse.

—Le repito que es un holograma, señor. Probablemente, el ordenador que lo genera tomó la información a partir de su mente, cuando usted experimentó aquellas visiones en el interior de la segunda esfera de Asedro. De algún modo, pasó esas vivencias a sus bancos de datos y las emplea ahora para sacarlo del camino. Voy a liberar el bloqueo sobre usted, señor. Utilice el autocontrol, o ponga su mente en modo de combate, pero serénese.

Beni recuperó el movimiento poco a poco. Consiguió sentarse y miró hacia el lugar donde la imagen de Ana había caído, pero ya no estaba.

—La has dejado morir. Le fallaste, hijo mío —dijo una voz detrás de él.

Se volvió. Sus padres envejecían visiblemente. La carne se secaba, y la piel se rasgaba como el pergamino, mostrando el hueso.

—Nosotros te quisimos, hijo. Ana también. Vendrán más que confiaron en ti. Mira cómo nos pagaste —las voces se tornaron cada vez más cavernosas conforme avanzaba el proceso de desintegración.

Beni bajó la vista. «Son hologramas, recuérdalo. No existen. Es un truco». Pero aquello dolía muy hondo. Todos sus fantasmas habían regresado para reprocharle sus faltas, y no podía evitar sentirse culpable, cansado y viejo. ACM tuvo que cogerlo de la mano para sacarlo de allí.

No habían caminado quinientos metros cuando surgió otro holograma. Era Uhuru, y los Blancos la conducían a la hoguera. Ella miró a Beni a los ojos.

—Te reíste de mí. Dijiste que me querías, pero me utilizaste para aliviar tu soledad, nada más. Me he dado cuenta, y creo que no merece la pena vivir; no hay nada más triste que el desengaño. Mira a estos Blancos; podría acabar con ellos en un minuto, pero me volverías a engatusar —guardó silencio, y siguió caminando hacia la pira.

—Mentira… Yo te quería, yo… No pude decírtelo, pero te juro que…

ACM tuvo que volver a tirar de él, pero el holograma se desplazó con ellos, para que no perdieran detalle de la ejecución. Y luego aparecieron otros antiguos amigos, y morían, y le echaban la culpa. Incluso Irma Jansen vino para preguntarle qué había hecho con su hijo.

Llegó un momento en que Beni se detuvo. Apretó los puños y Levantó la vista al cielo.

—Me debes otra, cabrón —y continuó caminando.

Las apariciones habían cesado por fin, y el paisaje volvía a ser un simple karst en ruinas. Beni miró hacia atrás, inexpresivo. Sin embargo, en su interior todo su sufrimiento y el sentimiento de culpa se habían convertido en odio y rabia. Nadie tenía derecho a jugar de ese modo con un ser humano. Ese odio era lo que le daba fuerzas para seguir, para buscar al culpable de todo aquello aunque fuera la última cosa que hiciera.

Se oyó un aleteo por encima de ellos.

—Joder, ¿otra más? —exclamó Beni, hastiado y sin molestarse en mirar.

—Esto no es un holograma, señor.

—¿Qué? —enseguida recordó la leyenda—. ¿La Esfinge?

Era una criatura majestuosa. Unas alas como de ave rapaz la ayudaron a descender con suavidad. Las plegó a su espalda en una posición que recordaba a los toros con rostro humano de los palacios asirios, pero su cara era de mujer. Resultaba inquietantemente similar a Uhuru, pero tenía un toque de inhumanidad que se hizo evidente cuando comenzó a hablar, y mostró unos colmillos agudos como dagas. La Esfinge arañó el suelo con sus garras. Tenía aspecto peligroso, especialmente si se consideraba su tamaño, más de cinco metros de altura en la cruz. Cuando habló, su voz, de un timbre increíble, retumbó y despertó ecos en los barrancos. Tan sólo el hecho de que se expresara en interlingua le otorgaba un toque grotesco.

—Sabe, viajero, que sólo yo sé dónde encontrar la Puerta del Paraíso. Está escrito que te habré de proponer un enigma. Si lo aciertas, podrás llegar a tu destino; si fallas, devoraré tu corazón —hizo una pausa.

—Acabo de analizarla por espectroscopia, señor. Es un robot —transmitió ACM por vía mental.

—El enigma es el siguiente —prosiguió la Esfinge—. ¿Qué animal camina a cuatro patas de pequeño, a dos patas cuando es adulto y con tres al envejecer? —guardó silencio, y contempló a los viajeros con unos ojos que parecían de fuego.

Beni soltó un taco bien recio y recorrió a la Esfinge con la mirada. Después, sin prisas, quitó el seguro al subfusil, apuntó a una roca que se mantenía en equilibrio inestable y disparó, provocando una pequeña avalancha. Volvió a mirar a la Esfinge.

—Caminad por espacio de diez mil pasos hacia adelante, viajeros —respondió ésta, hablando con cierto apresuramiento—. Veréis a vuestra izquierda una roca cuya forma recuerda a la de un ciervo recostado, con una pata extendida. Seguid la dirección que ésta os indique durante otros diez mil pasos y encontraréis un monolito tumbado. Golpead la mancha de su punta tres veces con una piedra, y os indicará dónde está la puerta. Adiós.

La Esfinge se marchó, aleteando a toda prisa, con la gracia de un inmenso murciélago beodo. Beni la contempló hasta que se perdió de vista. Suspiró.

—Y lo curioso del caso es que sabía la solución, pero estaba harto de pitorreo. Lástima de disparo, pero si no lo hago, reviento. Vámonos, ACM; empieza a caminar y a contar —le dio una palmada en la espalda y prosiguieron su recorrido.

El monolito recordaba al cadáver de una ballena varada en la playa, tanto en su aspecto como por las dimensiones. En el extremo que correspondería a la boca había una mancha gris de forma vagamente pentagonal, desprovista de líquenes. Beni buscó una piedra en el suelo y golpeó con fuerza tres veces.

A unos metros, parte de una pared caliza se desintegró, quedando reducida a polvo. Cuando éste se hubo posado, los viajeros vieron una puerta hecha de un metal cuyo aspecto recordaba al del casco de Asedro. Tendría unos tres metros de altura por dos de lado, y no se distinguían en ella cerraduras, picaportes ni mando alguno que permitiera abrirla. Se dirigieron hacia ella, expectantes y alerta.

Beni la tocó con cuidado. Era fría al tacto, y lisa como un espejo. De pronto, un cuadrado de color naranja, de poco más de treinta centímetros de lado, se dibujó en su superficie, a la altura de la cara. ACM y él retrocedieron de un salto.

El cuadrado comenzó a cambiar de color, pasando al amarillo, verde, azul, violeta, rojo y luego al naranja de nuevo. Una melodía extraña, aunque no desagradable, surgió aparentemente de la roca misma. Poco después una voz habló, y lo hizo en interlingua:

—Bienvenido, viajero. Esta es la Puerta del Paraíso. Increíbles maravillas te esperan al otro lado, mas habrás de demostrar que tu mente es capaz de contemplarlas sin perder la razón —el timbre era femenino y el tono trataba de sonar tranquilizador, pero había algo en él que resultaba desquiciante. La voz prosiguió—. Si realmente eres un Hijo de Dios, comprenderás mis palabras. La luz que brilla en mí se apagará —así lo hizo—. Ahora se encenderá; tócala una vez con la mano —Beni obedeció—. A continuación dará varios latidos; golpéame el mismo número de veces.

La luz dio tres destellos; tres golpes. Después pulsó cinco, ocho, diez y veintitrés ocasiones; Beni hizo lo que la puerta exigía, aunque estaba empezando a impacientarse.

—Ahora, mis latidos seguirán una serie, y se detendrán; tú deberás continuar.

La puerta dio un pulso; cambió de color, y pulsó dos veces; otro cambio, tres veces; otro, cuatro.

Beni miró a ACM, y luego a la puerta. Dio cinco golpes.

—¡Muy bien! —la puerta parecía contenta—. Tu inteligencia supera con mucho a la de un chamán. Ahora vamos con otra serie.

Un destello, tres, cinco, siete, nueve.

—Alguien nos está tomando el pelo. ¿Acaso cree que somos chimpancés, para someternos a un test? —dio once porrazos a la puerta.

—¡Magnífico! —respondió ésta—. Pero ahora, ¡oh, héroe!, viene la prueba más difícil de todas, la serie que sólo los más sabios conocen.

Un destello, dos, tres, cinco, siete, once, trece.

Beni dio diecisiete patadas a la puerta, acompañando a cada una de ellas con un insulto diferente.

La música ambiente cesó. La puerta habló por última vez, pero su tono era jubiloso:

—Sabe, prudente viajero, que has demostrado ser digno de acudir a Su Presencia. No te asustes por lo que veas; Él te sostendrá en el Vacío, para que comparezcas ante Su Divina Faz. Entra, pues.

La puerta se deslizó hacia arriba, dejando un hueco en la roca que reveló un túnel de sección rectangular. En su interior reinaba la oscuridad, pero al fondo se distinguía un leve resplandor gris. Beni y ACM franquearon el umbral a la vez, y la puerta se cerró detrás de ellos.