El poblado Blanco estaba situado en lo alto de un cerro, bien protegido por una muralla de adobe encalada que parecía brillar bajo el resplandor de las nubes. Las calles se adaptaban al relieve del terreno como si formaran parte de él. En la zona más alta, protegida por una segunda muralla, estaba la Ciudadela, con las casas de los guerreros, el hogar de los religiosos y el Templo.
Desde lo alto de un parapeto, el Sumo Sacerdote contemplaba la campiña circundante y meditaba sobre los graves acontecimientos que tendrían lugar ese mismo día. Habría mucho trabajo, sin duda; los sacrificios eran una labor pesada, aunque gratificante.
Miró a su alrededor. Estaba orgulloso de su pueblo, sobre todo cuando lo comparaba con las atrasadas tribus de los Negros. Según la Tradición, en el pasado también los Blancos formaban una confederación de aldeas dispersas, desunidas y expuestas a los ataques enemigos. Pero un Sumo Sacerdote de virtud intachable, el Santo Vandra, oró a Dios, pidiendo ayuda para sacar a sus congéneres de tan miserable situación. Y Dios se conmovió ante sus lamentos, y le entregó la Ley Nueva. Le enseñó a leer los signos escritos en tabletas de arcilla, y le ordenó que llevara a toda su gente hacia un lugar sagrado, que Él le indicaría con una señal.
Costó mucho convencer a todos los jefes de las tribus. Incluso trataron de matar al Santo Vandra, pero Dios no permitió que Su Elegido fuera dañado. Los rebeldes fueron despedazados por los Ángeles Guerreros, y la Gran Peregrinación comenzó. Cuarenta días y cuarenta noches duró, hasta que unas luces misteriosas les indicaron el sitio que Dios había escogido como morada para ellos y sus descendientes.
Fue una época difícil, porque Dios les ordenó cambiar totalmente su modo de vida, su forma de construir casas, de cultivar la tierra, de organizarse en familias. La fe de muchos decayó, pero los rezos del Santo Vandra provocaron el arrepentimiento o la muerte de los pusilánimes, y el nuevo poblado creció, grande y poderoso. El consejo de jefes estaría siempre bajo la supervisión del Sumo Sacerdote, encargado de hablar con Dios.
Y así fue durante incontables años. Llegó un momento en que Dios cesó de hablar a los servidores del Templo, por más súplicas que sus devotos Le hicieron. Los sacerdotes llegaron a la conclusión de que Dios había decidido descansar tras concluir Su Obra, y les había dejado la responsabilidad de gobernar al pueblo. Si hubo problemas a la hora de interpretar la Tradición y las Escrituras, nadie excepto ellos lo supo nunca.
Hasta que, unas semanas atrás, Dios volvió a hablar. Muchos sacerdotes dudaban que eso fuera posible, pobres ateos, pero Él envió de nuevo a Sus Ángeles Guerreros, armados de afilados cuchillos y cuyos rostros eran reflejo de la Ira Divina, y descuartizaron a los incrédulos. Y Dios volvió a dictar órdenes, que el Sumo Sacerdote se guardó mucho de criticar. Además, las cosas habían marchado bien. ¿Cómo podía ser de otro modo, si Dios estaba con ellos?
Su primera orden fue clara. Los Negros, esa infame obra del Demonio, preparaban la destrucción del pueblo. Mediante rituales de una maldad indecible, lograron crear tres lacayos nefandos, tres abominaciones que habían de ser destruidas a cualquier precio. Pero Dios tenía un plan para acabar con ellos, para someter a los impíos Negros, reduciéndolos al papel de esclavos, para que pagaran por sus innumerables pecados. Y el Pueblo de Dios triunfó. La primera de las abominaciones, la Gran Ramera, había caído, purificada por el fuego. Y los Negros, ante la amenaza de que sus mujeres e hijos serían sacrificados si no obedecían, iban a traer ese mismo día a los otros dos engendros.
Un mensajero sudoroso llegó al lugar que ocupaba el Sumo Sacerdote. Se arrodilló ante él y, sin mirarlo directamente, le habló:
—Los Negros se acercan por el sendero oriental, Su Santidad. Los escoltan seis Ángeles Guerreros, y con ellos traen las abominaciones. Una está muerta, y la otra viene atada como una bestia para el matadero. También han entregado sus extrañas armas.
El Sumo Sacerdote asintió levemente y chascó los dedos. El mensajero ejecutó una complicada genuflexión y se retiró discretamente. El religioso compuso sus vestiduras talares, se alisó su luenga melena blanca, que caía lacia hasta la cintura, y se dirigió con aire mayestático hacia la Gran Plaza para asistir al ritual de sumisión. Los jefes militares, las tropas de élite y la clase sacerdotal estaban presentes, e hicieron reverencias a su paso. Cada uno ocupó su puesto de acuerdo con la jerarquía, y aguardaron.
La comitiva penetró en el poblado y caminó lentamente hacia la Gran Plaza. Una escolta de hombres armados se le unió, y fue abriendo camino entre una multitud curiosa. No necesitaron esforzarse mucho; el aspecto de los Ángeles Guerreros aterrorizaba a cualquiera. Por fin llegaron a su destino, y se postraron ante el Sumo Sacerdote.
Los Ángeles se hicieron a un lado en silencio. El alto dignatario no podía evitar sentirse incómodo ante ellos. Sus movimientos tan pronto eran espasmódicos como fluidos, absolutamente inhumanos. Dios le había dicho que fueron creados como reflejo de todo Su Furor, para contrarrestar el Mal. Eran la Justicia encarnada; no conocían la compasión. Castigaban a cualquier ser humano que se les pusiera delante; sólo Su Misericordia impedía que atacaran a los Blancos devotos. Ellos estaban seguros; sin embargo, los Ángeles destilaban terror y miedo; nadie podía contemplar sus rostros sin echarse a temblar. El Sumo Sacerdote contuvo un escalofrío, y su atención se centró en los prisioneros. Hizo un gesto, y un soldado empujó al jefe de los Negros, que se arrodilló y humilló ante él. Le habló con la vista fija en el suelo, mientras un intérprete traducía sus palabras:
—Gran Señor, aquí nos tienes, postrados a tus pies, suplicando clemencia, y que dejes vivir a nuestras familias. Hemos obedecido tus órdenes: estos son los extranjeros. Cuando quemasteis a la mujer, el hombre cayó abrumado por el dolor y no intentó luchar. Nuestros guerreros lo capturaron, le arrebataron sus armas y lo maniataron como a un cerdo listo para el sacrificio. Su sirviente se rebeló, pero estaba desconcertado, sin guía, y lo matamos a palos. Te los entregamos, Gran Señor, para que hagas con ellos lo que te plazca. ¡Ten piedad de nosotros, Gran Señor!
El jefe Negro se abalanzó sobre los pies calzados con sandalias, intentando besarlos. El Sumo Sacerdote lo apartó con un gesto de disgusto, y se acercó a observar las abominaciones.
El hombre, un infame híbrido ni Blanco ni Negro, era una auténtica ruina. Nunca había visto a nadie tan abatido, tan moralmente deshecho. Estaba sucio, desgreñado, con las manos atadas a la espalda, y una cuerda le ceñía el cuello, sostenida por uno de los veinte Negros que formaban la comitiva. Otro de ellos portaba las armas del hombre, y las depositó en el suelo. Se trataba de un extraño objeto de función desconocida, cuchillos de impecable factura y otros utensilios diversos.
La atención del Sumo Sacerdote se centró ahora en lo que habían denominado su sirviente. Era una criatura grisácea, pequeña pero monstruosa, un burdo remedo de un ser humano desprovisto de pelo. Su cabeza y uno de los brazos colgaban en un ángulo antinatural. Lo golpeó con el pie y notó la carne fláccida. Desde luego, aquello estaba completamente muerto; los Ángeles Guerreros se habrían asegurado de ello. Una lástima, ya que su sacrificio habría resultado muy edificante. Sin embargo, con el hombre y alguno de los Negros bastaría. Se dio media vuelta, para regresar al lugar de honor y organizar la ceremonia.
De repente, el sirviente resucitó. Con rapidez increíble, hizo presa en el Sumo Sacerdote, lo agarró por el cuello y lo tiró al suelo.
—¡Un solo movimiento y lo mato! —gritó, en el lenguaje de los Blancos.
Todos, incluso los Ángeles, quedaron paralizados durante una fracción de segundo. Antes de que fueran capaces de reaccionar, el otro prisionero se deshizo de sus ataduras con una simple sacudida y sacó un pequeño artefacto de entre sus ropas. Los Negros, con una sincronía producto de muchos ensayos, se arrojaron al suelo.
Beni no dio tiempo a que aquellos Demonios, Ángeles o lo que fueran, se abalanzaran sobre ellos. Apretó el disparador de su pistola de plasma y trazó un arco incandescente que incineró a todo lo que pilló por delante. Inmediatamente, los Negros se levantaron, tomaron las armas de los caídos y, entre alaridos de batalla, comenzaron a atacar a los Blancos. El pánico se desató en la Ciudadela.
—¡Acabad con todos, menos con los sacerdotes! ¡Los quiero vivos! —gritó Beni, al tiempo que se unía a la matanza.
Al igual que los demás, descargó toda su frustración y su agresividad, liquidando a quien se cruzó en su camino. En cada Blanco veía a uno de los asesinos de Uhuru, y se sentía mejor al quitarlo de en medio. Llegó un momento en que se agotó la batería de la pistola de plasma, y tuvo que utilizar el cuchillo y sus propias manos. Sólo tenía una cosa en mente: destruir, matar, vengarse, derramar sangre.
N'fad y sus hombres actuaron con lógica. Durante los primeros momentos de desconcierto, el extranjero había eliminado a los Demonios y los mejores guerreros Blancos. A pesar de su gran número, los demás estaban aterrorizados, y resultó fácil reducirlos. Y cuando liberaron a las mujeres y niños cautivos, ellos se mostraron tan deseosos de pelear como el que más. Fue una auténtica carnicería.
Beni se acercó a la prisión. Saludó a N'fad, que estaba sentado en el trono del Sumo Sacerdote y parecía ufano y divertido. Se había convertido en lo más parecido a un líder mundial; todos los Negros lo reconocían como jefe, y los Blancos estaban acabados. Cometieron un error fatal: reunir a toda su población en un punto. Ahora, los supervivientes tendrían que trabajar como esclavos, o perecer. No sería necesario sacrificarlos, sobre todo si se consideraba que tampoco quedaban muchos chamanes. El extranjero tenía razón, desde luego; eliminar la mano de obra era un desperdicio.
Los guardias que custodiaban a los prisioneros saludaron a Beni. No eran demasiados, pero con los refuerzos llegados a toda prisa desde las tribus aliadas bastaban para mantener el control.
—Los brujos Blancos están en la habitación del fondo. Los tenemos bien sujetos, no sea que vayan a emplear sus malas artes.
Beni penetró en el cuarto, con el subfusil en la mano, la única arma operativa que aún le quedaba. Pudo sentir el olor del miedo nada más entrar. Los sacerdotes, antes tan orgullosos, sólo eran ahora un grupo de ancianos asustados.
—ACM, ven enseguida —transmitió.
Mientras el androide llegaba, se sentó en un rincón y miró fijamente a los prisioneros, para ponerlos aún más nerviosos, al tiempo que examinaba el subfusil con meticulosidad. Finalmente, ACM se reunió con él.
—Traduce literalmente lo que voy a decirles —se dirigió hacia el Sumo Sacerdote, quien pareció recuperar algo de su perdida dignidad y lo miró desafiante—. Ponte en pie —el prisionero no le hizo caso, así que Beni tuvo que agacharse—. Escucha. En el Templo hay una estatua que, supongo, representa a vuestro Dios. ¿Cómo hacéis para comunicaros con él? ¿Cuál es la clave? —la pregunta fue hecha en un tono correcto, educado.
El Sumo Sacerdote lo miró de arriba abajo, con el desprecio pintado en su rostro.
—¿Acaso crees que te lo diré? Ni la tortura más horrenda que puedas imaginar hará que…
Beni, sin prisas, quitó el seguro del arma y le voló la cabeza. Los trozos de carne y de masa encefálica salpicaron a todos los presentes. Sin perder la calma, limpió el subfusil con la túnica del muerto y se dirigió a otro sacerdote.
—Escucha. En el Templo hay una estatua que, supongo, representa a vuestro Dios. ¿Cómo hacéis para comunicaros con él? ¿Cuál es la clave? —la pregunta fue hecha en un tono correcto, educado.
El sacerdote lo miró con ojos desorbitados por el terror.
—No… no me obligues a decirlo —suplicó—. Dios me castigará si…
Otro disparo, otro cuerpo caído. Beni repitió su pregunta a un tercer sacerdote:
—Escucha. En el templo hay una estatua…
El tercer sacerdote habló hasta por los codos.
Beni penetró en el Templo, acompañado por ACM. Se dirigió directamente hacia la escultura que ocupaba el lugar de honor, sobre un altar. Era muy similar a la que había visto en el poblado de N'fad aunque, obviamente, el color no era el mismo. Pulsó unos ornamentos del cuello según la secuencia que le habían facilitado, y los ojos de la estatua se iluminaron. Beni le habló, y ACM tradujo sus palabras:
—Escúchame, Dios, o quien seas. Has jugado con estas gentes durante milenios, tanto como con nosotros. Tú o los tuyos desencadenasteis el Desastre, y miles de millones de personas murieron. Frustrasteis la única oportunidad que tuvo la Corporación para construir un Ekumen en paz, desterrando la miseria y el dolor. Asesinaste a Demócrito, y a Jan, y quemaste viva a Uhuru, malnacido. Y aquí, ante tu altar, voy a hacerte una promesa: buscaré tu escondite, aunque te ocultes en el corazón de Asedro. Nos veremos cara a cara, y entonces te mataré con mis propias manos. Vas a pagar todo el daño que nos has hecho, hijoputa. Te lo juro.
Disparó un proyectil explosivo contra la estatua, que saltó en mil pedazos. Su mecanismo interno chisporroteó un buen rato, antes de apagarse definitivamente. Después tomó una tea y quemó todos los ornamentos sagrados, tal como hizo días atrás en la cabaña de la tribu de N'fad, pese a las protestas del chamán. Estuvo durante unos minutos contemplando la acción destructora de las llamas. Finalmente, escupió en el suelo y se fue.
Los nuevos amos del mundo estaban reunidos cerca de las murallas del poblado, que bullía de actividad. Los guerreros más experimentados formaban una especie de consejo, aunque estaba claro que el poder recaía en manos de N'fad, que cada vez se mostraba más amigo de lucir adornos que afirmaran su rango.
«Creo que el mundo ha ganado un nuevo tirano. Otro, qué más da». Beni se preparó para la despedida, confiando en que el extrovertido y algo achispado N'fad no hubiera elegido un largo discurso para la ocasión. Afortunadamente para él, el jefe no se anduvo por las ramas. Le dio un abrazo que estuvo a punto de triturarlo, y un par de besos en las mejillas.
—Te echaré de menos, extranjero. Quizá sea mejor que te marches, ya que sin duda habría tenido que matarte algún día; el mundo es demasiado pequeño para dos personas con dotes de mando.
—Eres un encanto, N'fad. Deseo que tus digestiones no sean flatulentas.
—Gracias por el cumplido. Extranjero, ¿estás seguro de querer emprender tu absurda búsqueda? Probablemente los Demonios te matarán antes de llegar a tu destino que, en el fondo, no es más que otra leyenda de los brujos Blancos.
—Creo que es cierta; tenían demasiado miedo como para mentirme. En algún lugar hacia occidente hay una puerta al Paraíso, al Hogar de los Bienaventurados. Dios está allí, y tengo que decirle un par de cosas.
—Tienes suerte de que ya no haya templos ni chamanes, porque te sacarían el corazón por tus herejías. ¿A quién se le ocurre pensar que Dios y el Maligno son la misma persona, empeñada en jodernos noche y día? Menos mal que no lo has pregonado por ahí, porque muchos hombres podrían ponerse nerviosos. Buena suerte, abominable extranjero.
—Quizá la necesitéis más que yo; supongo que Dios estará un poco mosqueado por lo sucedido. En fin, si centra su atención en mí tendréis más tiempo para prepararos frente a la adversidad. Confío en haber despertado su curiosidad. Adiós a todos —saludó con la mano—. Vamos, ACM.
Sin más ceremonias, cargaron con las mochilas y se encaminaron hacia la puerta de la muralla. Antes de abandonar el pueblo, vieron a unos ancianos Blancos barriendo la calle y recogiendo desperdicios, vigilados por un muchacho Negro de aspecto desganado, armado con un palo. Beni meneó la cabeza, suspiró y se alejó de allí.