21

De acuerdo con lo confesado por el prisionero Blanco, tras unas convincentes sesiones de tortura, un grupo de unos ochenta combatientes había establecido un campamento provisional a cuatro jornadas de distancia, cerca del río de los Espíritus. Las razones para ello no habían quedado demasiado claras; el prisionero tendía a balbucear al final de los interrogatorios, a pesar de que no le fue arrancada la lengua. Sólo algunos dientes, pero no eran estrictamente necesarios para hablar, y tampoco le esperaban demasiadas cenas suculentas en el futuro. Los Blancos parecían querer organizar un puesto de avanzada desde donde atacarlos, o algo así, y eso era todo lo que se necesitaba saber. Había que exterminarlos.

Al principio, Beni se había mostrado escéptico sobre la capacidad de la pequeña tropa para lograr sus objetivos. Se mantuvo al margen, asistiendo como un espectador imparcial a la pugna por el poder entre el chamán y el guerrero más veterano. Por experiencia sabía que toda fuerza mandada por dos jefes estaba abocada al desastre. «Si mis conocimientos de historia no me fallan, las culturas primitivas nunca mezclaban brujos ni sacerdotes en las incursiones bélicas. Debe de ser una ocurrencia de los Alien, para amenizar el bucólico discurrir de su existencia».

Desde el principio le cayó bien el jefe militar. Era un sujeto rechoncho y cachazudo, que se limitaba a ignorar cordialmente las sugerencias del chamán, asintiendo a todo lo que éste decía con una sonrisa en el rostro, pero sin hacerle el más mínimo caso. Beni notó que los hombres confiaban en él. En caso contrario, difícilmente ocuparía el puesto de jefe; la experiencia era lo más valorado por una gente que se jugaba el pellejo ante una decisión errónea.

Durante los dos primeros días atravesaron un bosque de coníferas cuyas copas parecían tocarse en lo alto. En el suelo, las acículas caídas formaban una capa que ocultaba las huellas y amortiguaba el ruido de las pisadas. Ocasionalmente, un hongo fosforescente teñía con tonos verdosos las largas hebras de musgos y líquenes que pendían de las ramas. La expedición no se cruzó con ninguna alimaña peligrosa. Tan sólo un par de veces creyeron intuir la presencia de jabalíes, pero los animales no se atrevieron a curiosear frente a un grupo tan numeroso de seres bípedos, visiblemente armados y que no se molestaban en ocultarse.

A Beni le gustaban esos bosques. En las llanuras se gozaba de una visibilidad inmejorable, pero la gran curvatura del horizonte de Asedro resultaba evidente. Entre los árboles, aún podía imaginarse que estaba de patrulla en algún planeta convencional, al mando de sus soldados, como en los viejos tiempos. Le agradaba aquella sensación de haber tomado la iniciativa, de estar actuando contra el enemigo, por muy intangible que éste fuese. En momentos así podía olvidar muchas cosas: el Desastre, Asedro, creerse un juguete en manos de los Alien, los amigos muertos, los años pasados, los camaradas desaparecidos para siempre o la ansiedad, esa vieja colega.

Recordó, no sin cierta nostalgia, otro bosque en un planeta llamado Hades, cerca de un lugar misterioso conocido como La Colina, donde aquel infernal lío comenzó no hacía tanto tiempo, aunque se le figurasen siglos. Su mente trataba de ignorar que estaba tan lejos del Ekumen que jamás podría volver, que sus únicos compañeros eran un androide y una Matsushita, en vez de quienes le rodeaban en esos momentos. Ellos eran completamente humanos, pero nunca lo aceptarían del todo. Y no por tener un hígado artificial, o un receptor en el cerebro, sino por el color de su piel; vaya ironía.

Llegó el momento en que los hombres tuvieron que descansar. Muchas habían sido las horas de marcha ininterrumpida. Si alguno de los expedicionarios tenía hambre o sed, tomaba un bocado o un sorbo sin aflojar el paso, y seguía caminando. Beni se admiró al verlos. Él podía controlar hasta cierto punto sus procesos vitales, gracias a las modificaciones que todos los soldados corporativos sufrían en los laboratorios militares, y a un entrenamiento supervisado por técnicos y científicos. Aquella gente debía su fortaleza a milenios de contacto directo con la naturaleza, y a unas costumbres que consideraban a la más mínima queja o muestra de debilidad como una afrenta a la dignidad de la tribu. Miró a su alrededor: cuerpos ágiles, resistentes, adaptados a su entorno, aparentemente felices con su destino.

«Sí, pero ¿a qué precio? Progreso cultural cero, esperanza de vida menor de sesenta años estándar, guerra, miseria y, sobre todo, ser meras atracciones circenses, animales graciosos a los que enfrentar entre ellos, como gallos de pelea, para solaz y disfrute de los dioses. Oh, Uhuru, perdona; olvidaba mi arraigado antropocentrismo. Los designios divinos son inescrutables».

Paseó por el campamento. Los guerreros habían formado corrillos en torno a fogatas que prácticamente no emitían humo, y cuyo resplandor quedaba atenuado en gran medida. «Ajá, estos tipos saben hacer bien las cosas». Comprobó que nadie hablaba en voz alta, y que había centinelas que vigilaban por todo el perímetro, bien ocultos. «Según ACM, si el enemigo carece de visión infrarroja, pasaremos desapercibidos».

Vio al jefe separado del resto, empeñado en tratar de engullir una larga tira de carne de venado seca, acompañándola con frecuentes tientos a un pellejo lleno de un líquido que podía ser cualquier cosa, excepto agua. Beni se acercó a él; de todos cuantos le rodeaban, le parecía el más receptivo o, mejor dicho, el único con quien se podía hablar. Uhuru no parecía interesada en mantener largas conversaciones, y todo se reducía a un intercambio de los «sin novedad» de rigor, que se iban espaciando cada vez más. A Beni también le resultaba incómoda la comunicación mental, sobre todo cuando la otra persona estaba tan lejos. Por otro lado, ACM dejaba mucho que desear como contertulio.

—Hola, N'fad —lo saludó, sentándose frente a él. Ya controlaba el idioma lo suficiente como para mantener una conversación. En el pasado, cuando era capitán de comandos, su mente fue alterada para potenciar su capacidad de comprensión lingüística; los altos mandos lo consideraban de vital importancia cuando se combatía en tierra extraña, y él estaba completamente de acuerdo. Unas cuantas sesiones con ACM, más una escucha atenta a lo que se decía a su alrededor, eran suficientes.

—Hola, extranjero. Toma, come un poco —le ofreció una tira de tasajo, que se apresuró a aceptar.

La carne estaba tan seca que sintió cómo le absorbía la saliva de la boca, mejor que si se tratara de una esponja. Tragarla fue como deglutir una bola de papel secante.

—Creo que necesito un trago —logró balbucir.

N'fad soltó una carcajada y le alargó el odre.

—Te has puesto colorado como un cangrejo hervido, extranjero. ¿Tu piel cambia así de color cada vez que comes alimento de hombres?

Beni ingirió un cuarto de litro de líquido antes de poder responder. Eso le dio tiempo para ahogar el sarcasmo que pensaba soltar. N'fad tenía un estilo directo de hablar que le gustaba, y suponía que estaría acostumbrado a encajar bromas, pero no convenía abusar.

—Así no me confundirás con un Blanco. Uf, creo que ya sé por qué tus guerreros arriesgan tanto su vida en el combate; cualquier cosa es preferible a soportar esto —señaló el tasajo, pero cortó otro pedazo y se lo comió.

El jefe volvió a reír, y le propinó una sonora palmada en la espalda que estuvo a punto de hacerle escupir el bocado.

—Vosotros tres sois unos bichos raros, extranjero, pero me alegro de no haberos matado cuando os presentasteis de improviso en el poblado.

—¿Qué dicen vuestros chamanes al respecto?

—No había nada en las Tradiciones que justificara vuestra existencia. No sois Blancos ni Demonios, no hay más que veros. Supongo que estarán consultando todos los oráculos habidos y por haber, con la esperanza de que aparezcáis por algún sitio.

—¿Y qué piensas tú, N'fad?

—No me gusta complicarme la vida —se rascó la cabeza—. No sois Blancos, y os mostráis amistosos. Tenéis poderes, pero no los utilizáis contra nosotros. Es suficiente.

—¿No experimentas curiosidad por saber de dónde hemos salido?

—Es de mala educación preguntar a los forasteros por su madre. La última vez que lo hice, con el chamán principal de una aldea vecina, estuve a punto de  desencadenar una guerra civil. Los Blancos y su falso Dios habrían disfrutado de lo lindo.

—Si nosotros hubiéramos caído cerca de un poblado Blanco, puede que ahora estuviéramos marchando con ellos para combatiros.

—Supongo que debería matarte, por hereje. Pásame la bota —dio un largo trago, y se enjugó los labios con el dorso de la mano—. La Voluntad de Dios es incomprensible. En caso contrario, no necesitaríamos chamanes.

—¿Por qué lucháis a muerte contra los Blancos, y ellos contra vosotros? Hay sitio suficiente para todos.

—Dios ordena su exterminio; Él tendrá sus razones. Además, ya viste a uno de ellos. Son francamente monstruosos, aún más feos que tú.

—Gracias, excelsa belleza —N'fad rió estentóreamente—. Mira, aunque te parezca absurdo, nosotros venimos de otro mundo en el que Blancos, Negros y gente de todos los tonos intermedios se unen y conviven sin mayores problemas.

—Sin duda, la bebida te sienta mal y ofusca tu razón. Éste es el único mundo que existe, creado por Dios tras la destrucción del antiguo, donde reinaba el pecado. Nuestros antepasados fueron considerados los únicos dignos de perpetuar la especie, y Él los rescató y los trajo aquí, para que vivieran felices y sin tener que trabajar duramente. Pero ellos pecaron de nuevo, y Dios volvió a mostrar Su Cólera. Permitió al Señor del Mal que creara a los Blancos a partir de desechos y cadáveres podridos, y que les ordenara destruir la Obra Divina. Nuestra penitencia consiste en tratar de remediar el daño hecho. El día en que el pecado desaparezca del todo, eliminaremos a los Blancos y los Demonios de la faz del mundo, y volverá la paz, para siempre.

—El mundo antiguo no fue destruido, N'fad. Hemos sobrevivido a todos los intentos que hizo Dios por aniquilarnos, e incluso a nuestro empeño por autodestruirnos. Tardamos mucho en comprender que teníamos que usar la cabeza y permanecer unidos.

—Desvarías. La bebida se te ha subido a la cabeza. Eres flojo —la lengua parecía trabársele, pero sus ojillos no habían perdido un ápice de viveza.

—¿Por qué tenemos este color de piel, entonces?

—Castigo de Dios por algún crimen; hablar demasiado, probablemente. Escucha —puso una mano en el hombro de Beni y se dirigió a él con tono paternal, como si explicara algo a un niño lerdo—: aun admitiendo que el mundo primigenio exista, aquí somos muy pocos, y Dios es todopoderoso. Quizá lleve siglos callado, pero siempre puede regresar, y vengarse de los desobedientes. Desde que vosotros llegasteis, los signos han sido muchos. Los chamanes están desconcertados; ¿qué mejor prueba quieres? Y hay Blancos, y Demonios que nos atacan. Nuestro sino es pelear hasta que los pecados sean redimidos.

Beni calló. Había oído discursos semejantes en otros mundos, donde la clase sacerdotal, más o menos manejada por los que controlaban el poder, mantenía oprimido al pueblo, para poder medrar a su costa. Pero aquí los dioses no eran un medio para asustar a las gentes, sino una realidad. ¿Qué podían hacer para evitarlo? No tenía ni idea. Cambió de tema:

—¿Qué haréis con los Blancos cuando los atrapemos? Si el ataque sorpresa que planeamos funciona, más de la mitad de sus fuerzas caerán prisioneras.

—Para eso hemos traído al chamán, extranjero; como luchador, no sabe distinguir un arco de una flecha. Los sacrificaremos de acuerdo con la Tradición.

—¿No resultaría más práctico tomarlos como rehenes, para canjearlos a cambio de un tratado de paz, o cualquier otro beneficio para la tribu?

—¿Dialogar con los Blancos? Estás loco, sin duda. Debería delatarte al chamán, aunque sólo fuese para ver la cara que se le pondría al ver que un presunto enviado de Dios se empeña en decir que no existe, que hizo mal Su Trabajo y que la Tradición es errónea. Da gracias a que tanto tú como ese sirviente tan anormal que trajisteis tenéis aspecto de ser buenos luchadores, y saber cómo comportaros en una batalla. Vete a dormir, extranjero. El día de mañana será duro, y puede que el descanso despeje tu mente, y borre esas ideas tan poco convencionales —sin más ceremonias, el jefe se tumbó en el suelo cuan largo era, se tapó con unas pieles y comenzó a roncar a los pocos minutos.

—Buenas noches, N'fad —dijo Beni en voz baja, y se marchó. Miró a su alrededor: nadie permanecía ya despierto, salvo los centinelas, y las fogatas se habían apagado. Meneó la cabeza y buscó algún sitio donde dejarse caer y descansar. Hacía tiempo que no se sentía tan solo.

Echaba de menos a Uhuru. Cerró los ojos y trató de imaginársela junto a él, de evocar el contacto de su cuerpo cálido. Sin embargo, sólo era capaz de ver su cara triste, como en los últimos días. Desde que llegaron al poblado, y especialmente tras el sacrificio del prisionero Blanco, la notó más distante, como si su mente estuviera en otro sitio. No podía decir que ahora lo rechazase, pero un buen número de los viejos fantasmas habían reaparecido.

Deseó volver a sentirla tan cerca como durante su convalecencia, cuando cuidaba de él como una madre solícita. O más tarde, abandonados al placer del contacto físico o al más sutil de contarse las penas. No recordaba haberse sentido mejor en muchos, demasiados años.

Y últimamente casi no hablaban. Pensó en llamarla por el comunicador, pero tal vez estuviera durmiendo. Decidió dejarlo para el regreso de la expedición. Le diría lo mucho que la necesitaba, que trataría de hacerla feliz, que… No permitiría que el amor se desvaneciera por no haber dialogado cuando realmente era imprescindible. Pero todo se arreglaría dentro de unos días, pensó mientras se dejaba vencer por el sueño.

La marcha continuó, eficiente y monótona. Los bosques de coníferas dejaron paso a las sabanas de hierba alta, y éstas a las praderas y los brezales. Resultaba muy llamativa la distribución en mosaico, totalmente arbitraria, de los diferentes ecosistemas. «Con razón la Ciencia no ha podido progresar entre esta gente. No hay nada lógico en Asedro, ni leyes que rijan la naturaleza deducibles por la observación. Los Alien se han asegurado a conciencia de que el ganado no se les desmande». Por supuesto, esa disposición de los accidentes geográficos, por más que pareciera arbitraria, era muy cuidada. Laberínticos desfiladeros y barrancos impracticables lograban que la reducida superficie de aquel planetoide interno, de cien kilómetros de diámetro, necesitara de muchos días y perseverancia para ser explorado. Sin duda, también habría áreas inaccesibles, o de paso restringido para los elegidos de Dios, pensó Beni.

Al final de la cuarta jornada, el paisaje había vuelto a cambiar. Las charcas se alternaban con las turberas, y de vez en cuando tenían que abrirse paso entre juncos y carrizos. El río de los Espíritus estaba ya próximo.

Atardecía o, al menos, la luminosidad de la capa de nubes menguaba perceptiblemente. Los guerreros estaban ocultos en las anfractuosidades del terreno, aguardando la orden de ataque. Detrás de un arbusto solitario, Beni, N'fad y el chamán discutían la estrategia a seguir.

—Según el prisionero, están al otro lado de esos montículos, junto a la orilla del río. Deben de haber establecido un campamento permanente, desde donde tramar Dios sabe qué maldades.

—Confío en que no estéis equivocados, y hayamos hecho este viaje para nada.

—Tranquilo, extranjero; la eficacia de los interrogatorios está garantizada —N'fad exhibía una sonrisa de oreja a oreja.

—Si tú lo dices… Sugiero que enviemos exploradores para averiguar cómo están acampados, y atacarlos mientras duermen. Tu idea de entrar a la carga, profiriendo alaridos para asustarlos, y alancearlos cuando corran desconcertados de un sitio a otro supondría un mayor riesgo de bajas. Podemos arrastrarnos hasta sus tiendas, degollarlos en la cama y tomar prisioneros a unos cuantos —la voz de Beni era ahora fría, profesional, pero el jefe la escuchaba complacido y asentía.

—Eso va en contra de nuestra sagrada Tradición —apuntó el chamán—. Dios ordena que el enemigo sea alanceado como una bestia salvaje, pues eso es, al tiempo que se entonan cánticos de alabanza a…

—ACM, quiero decir, mi sirviente podría infiltrarse entre ellos sin ser detectado —Beni prosiguió explicando su plan al jefe, que tampoco hacía mucho caso al chamán—. Sería capaz de pasar a tu lado sin que te dieras cuenta.

—Me parece que exageras, extranjero.

—Mira a tu derecha, N'fad.

El jefe obedeció, y se llevó un buen sobresalto. El androide estaba de pie a su lado, quieto como una estatua, observándolo sin interés.

—Me has convencido, extranjero. ¿Posee este extraño sirviente alguna otra habilidad que pueda sernos útil?

—Es capaz de comunicarse conmigo a distancia; sus palabras aparecen en mi mente —miró de reojo al chamán, que había puesto una cara muy rara, como si estuviera oyendo una retahíla de espantosas blasfemias—. Aguardemos a que oscurezca un poco más.

Cuando el brillo de las nubes se amortiguó hasta tal punto que resultaba imposible distinguir los objetos a más de diez pasos de distancia, ACM partió sin ruido, desapareciendo como un espectro. A pesar de estar familiarizado, tal facilidad de movimientos seguía fascinando a Beni. Al cabo de poco tiempo, la voz del androide resonó en su cráneo:

—Me acerco a los montículos, señor. Resulta extraño; no detecto columnas de humo ni fuentes de radiación infrarroja, como cabría esperar tratándose de una concentración humana tan grande. Prosigo la aproximación.

Beni comenzó a inquietarse, y el siguiente mensaje de ACM le confirmó que algo marchaba mal:

—Estoy en lo alto de una pequeña loma, señor. Aquí no hay nadie. El campamento no existe. Tan sólo detecto un grupo de pequeños animales reunidos en torno a algo. Creo que son carroñeros. Me acercaré —guardó silencio durante unos minutos—. He ahuyentado a un grupo de chacales que devoraban los restos de una pareja de seres humanos de raza negra, como nuestros aliados. Los cuerpos estaban atados a postes, sobre los que hay grabado un símbolo: un círculo con un triángulo inscrito, dentro del cual hay un aspa de brazos desiguales. Solicito instrucciones.

Beni transmitió la información a sus compañeros. En sus caras se fue dibujando una expresión de alarma, casi de pánico.

—Es la marca del Demonio Blanco, maldito sea mil veces —murmuró el chamán, trazando un signo protector con sus manos.

—Nos han engañado —dijo Beni—. ACM, regresa inmediatamente —ordenó por el transmisor.

—Es imposible —N'fad era la viva imagen del desconcierto y la desolación—. Ningún prisionero es capaz de defender una mentira en el interrogatorio. Me consta que se hizo a conciencia. ¿No es cierto, chamán? —éste asintió vivamente.

—Hemos subestimado a los Blancos —repuso Beni—. Se han burlado de nosotros; tienen técnicas para suministrar información falsa a los interrogadores, incluso bajo tortura. Tal vez se la proporcionó su Dios… Esto tiene todo el aspecto de una encerrona, pero no hemos visto a nadie que pudiera atacarnos —de repente se golpeó la palma de la mano con el puño—. Mierda, ¿cómo hemos sido tan idiotas? ¡El poblado! ¡Tenemos que volver ahora mismo!

N'fad se dio cuenta enseguida de la gravedad de la situación, y marchó corriendo a impartir órdenes y preparar a sus hombres para una salida inmediata. Mientras, el chamán se mesaba los cabellos y salmodiaba conjuros que sonaban fúnebres. Su postura no era nada envidiable: se consideraba responsable de haber caído en el engaño de los Blancos, y de inducir a los suyos a embarcarse en una empresa cuyos resultados podían ser catastróficos.

Súbitamente, Beni había caído en la cuenta de que hacía muchas horas que no se comunicaba con Uhuru. La excitación por la batalla en ciernes había hecho que olvidara completamente el contacto mental. Trató de serenarse. La Matsu era perfectamente capaz de enfrentarse con una horda de guerreros con armas de la edad de piedra, y no dudaría en dejar a un lado sus escrúpulos cuando tuviera que defender las vidas de las mujeres, los viejos y los niños de la tribu. Fue a comunicarse con ella, pero antes de que pudiera hacerlo sintió un dolor lacerante en su cabeza, que lo derribó al suelo, prácticamente inconsciente e incapaz de respirar. Su cerebro parecía latir como una masa pulsante dotada de vida propia, y armada de dientes afilados que mordieran las paredes del cráneo. En su agonía, ni siquiera pudo gritar.

Unos minutos después volvió en sí. ACM y N'fad lo sostenían; el semblante del jefe lucía preocupado, aunque se relajó un poco al ver que reaccionaba.

—¿Qué te ha pasado, extranjero? ¿Estás enfermo? ¿Has tenido una visión?

Beni recobró de golpe la lucidez. Conocía los síntomas; los había experimentado cuando murieron Demócrito y Jan.

—¿Uhuru? —preguntó, sintiendo al miedo subir desde su estómago hacia la garganta, imparable.

Silencio. Su mente no recibía nada.

—¡¡Uhuru!!

El viaje de regreso fue muy duro, y mucho más rápido que el de ida. Marcharon a un trote sostenido, parando para descansar sólo cuando estaban prácticamente desfallecidos. Todos sentían la urgencia de llegar lo más pronto posible; sus mujeres, sus hijos podían estar muertos o prisioneros de los Blancos. N'fad se maldecía por haber dejado el poblado guardado por tan pocos hombres, y murmuraba sobre alianzas con otras tribus y una expedición que borraría al odiado enemigo de la faz del mundo.

Beni era incapaz de sentir nada. Corría como un autómata, seguro de que ella había muerto, no importaba cómo, y de que él no había estado allí cuando lo necesitaba, para hacer frente al peligro y, al menos, haber caído juntos. En cambio, seguía vivo, acompañado por sus remordimientos. Ése parecía ser su destino, sobrevivir a todos los seres que alguna vez habían sentido afecto por él.

No pararon de correr hasta llegar al poblado.

Los guerreros tuvieron que pasar junto a lo que habían sido sus casas, ahora reducidas a esqueletos carbonizados. De trecho en trecho, unos cadáveres mutilados y atados a estacas los contemplaban, mudos recordatorios de que habían fallado a quienes dependían de ellos.

Ninguno de los hombres que dejaron al cuidado de los más débiles había sobrevivido. Ni siquiera los viejos y los chamanes se habían librado de ser amarrados a los postes. A la mayoría le habían cortado las manos, para ser clavadas en la madera bajo el signo del círculo, el triángulo y el aspa deforme. Otros habían sido castrados, y los verdugos, con cierto sentido estético, les colocaron los miembros en la boca. En cualquier caso, antes de morir desangrados había transcurrido largo tiempo. Los hombres se dieron cuenta, y más de uno lloraba.

Caminaron hacia el centro del poblado. Algunos detalles les devolvieron una pizca de esperanza: no había mujeres ni niños en los postes. Tan sólo algunos en el suelo, pero con las heridas propias de una incursión bélica.

Alguien gritó. N'fad se acercó, para retroceder cuando vio lo que había en el suelo.

—¡Extranjero! ¡Aquí, rápido! ¡Un Demonio!

Beni se acercó a paso lento. Cuando llegó vio que en el suelo yacía un ser similar al que mató a Jan. La cabeza, un horror de mandíbulas y apéndices afilados como navajas, estaba prácticamente separada del cuerpo, en el centro de un gran charco de sangre negruzca.

—Fue ella —dijo, en interlingua; no le importaba que nadie le entendiera—. Esos condenados Matsushita son más fuertes y rápidos de lo que creía. Estoy seguro de que lo hizo sin armas. Entonces, ¿dónde…?

Se alejó cansinamente de allí, dejando a los demás perplejos, intentando hacerse a la idea de que un Demonio podía morir. Caminó sin rumbo fijo. Pasó junto a la cabaña-templo, sin sorprenderse de que la hubieran respetado. El chamán, único superviviente de los de su clase, trataba de limpiarla de profanaciones y marcas del enemigo; sobre su mente había caído una piadosa capa de olvido, e ignoraba la destrucción a su alrededor, enfrascado en la única tarea que podía llevar a cabo.

—Señor, está aquí —transmitió ACM.

La pira había ardido bien, y la leña era mucha. Lo que quedaba de un Matsushita tras ser sometido a altas temperaturas no resultaba agradable de contemplar. La carne estaba abrasada, pero la piel impregnada de biometal se conservaba en gran medida. Afortunadamente ya había pasado cierto tiempo, y no olía demasiado a quemado.

Beni había caído de rodillas, incapaz de otra cosa, de sollozar o de dejar de mirar. Paradójicamente, sólo podía pensar en una cosa: «Se ha ido sin que tuviera tiempo de hablarle…» ACM estaba detrás de él, sosteniéndolo por los hombros, confortándolo, aunque esto último pudiera ser una apreciación subjetiva, tratándose de un androide de combate.

Pasó el tiempo, nunca supo cuánto. Un grupo de hombres, encabezado por N'fad, se acercó. Acompañaban a alguien que apenas podía moverse por sí mismo. Beni pudo reconocer a N'gwa, el chico que los condujo al poblado por primera vez. Lo habían apaleado, y uno de sus brazos estaba roto, pero aún podía hablar:

—Llegaron de improviso, tres o cuatro días después de vuestra partida, no lo sé —le costaba articular las palabras; su rostro presentaba mal aspecto, lleno de hematomas, los ojos casi cerrados y el labio inferior partido—. Eran muchos; rodearon el poblado mientras nos insultaban y se reían de nosotros, pero aún no atacaron. Los guerreros trataron de hacerles frente, aunque eran pocos, pero entonces enviaron al Demonio. Apareció de improviso entre ellos, y los mató antes de que pudieran defenderse. No teníamos escapatoria; los Blancos nos cerraban el paso. Y entonces ella… —rompió a llorar al mirar lo que quedaba de Uhuru en la pira; tardó unos minutos en recobrarse y poder continuar—. Atacó al Demonio por detrás; Él se movía rápido, pero era incapaz de tocarla, por más que sus garras cortaran como cuchillos y su fuerza fuera la de una tormenta. Ella lo mató de un golpe con el canto de la mano. Fue magnífico. Los Blancos enmudecieron, espantados.

N'gwa calló unos instantes. Antes de que pudiera proseguir, Beni se abalanzó sobre él.

—¡Era capaz de haberlos vencido a todos ella sola, sin ayuda de nadie! ¿Por qué se dejó matar? ¿Y por qué no me dijo nada, maldita sea? ¿Por qué no quiso hablarme antes de morir?

El muchacho alzó la cabeza. Lo reconoció y volvió a sollozar. Beni estuvo a punto de abofetearlo para que le respondiera, pero se contuvo y esperó.

—Algunos Blancos se habían infiltrado en el poblado, y capturaron a un grupo de mujeres y niños pequeños. Uno de sus brujos iba con ellos, y hablaba nuestro idioma. Dijo que matarían a los prisioneros si ella no se entregaba. Algunos le suplicamos que no lo hiciera, que ellos nos sacrificarían de todas formas, pero no nos hizo caso. Yo estaba a su lado; me miró muy triste y me habló: «Si Beni regresa, dile que estoy cansada de luchar, de ser testigo de tanta desgracia, de tanta sangre. Es mejor así. Lo nuestro era irreal, demasiado bonito para ser verdad. Yo soy incapaz de continuar; él se merecía algo mejor». Y se fue con ellos sin ofrecer resistencia, y la quemaron. No se defendió ni gritó… —tuvo que esperar un rato antes de que los sollozos le permitieran seguir—. Después, los Blancos mataron a todos los hombres adultos y se llevaron a los demás. Antes de marcharse lo quemaron todo; sólo dejaron la Casa de Dios…

Beni ya no escuchaba. Con los hombros caídos, había vuelto su mirada hacia la pira.

—¿Por qué? Teníamos que arriesgarnos; podía haber salido bien… —musitó, en voz demasiado baja para que nadie reparara en sus palabras.

—Y a ti, ¿por qué te perdonaron la vida? —preguntó N'fad al muchacho.

La voz de N'gwa temblaba cuando respondió:

—Me pegaron para que no olvidara el mensaje, pero no lloré. Dijeron que matarían a las mujeres y a los niños si no les entregábamos a todos los extranjeros, cautivos y desarmados.

Beni miró a su alrededor. Todos los ojos estaban fijos en él.

El Diseñador se encontraba sumamente satisfecho de sí mismo. La última jugada había sido sencillamente magistral, como en sus mejores tiempos. Pudo paladear el exquisito y refinado sabor del dolor ajeno, de las emociones desatadas en aquellas criaturas cuando se las situaba en una posición insostenible. Las nuevas piezas eran sencillamente soberbias.

Era una lástima que todo fuera a terminar tan pronto.