20

Era un día como cualquier otro. Puede que los guerreros estuvieran más inquietos que de costumbre por los extraños rumores que corrían acerca de las incursiones del enemigo, pero la rutina habitual seguía invariable. Las mujeres, muchas de ellas con un crío a cuestas, salían al campo a buscar plantas y setas comestibles, mientras que otras se dedicaban a descascarar y moler piñones, preparar la comida, alimentar y vestir a los niños que aún no podían valerse por sí mismos, limpiar la casa y muchas otras tareas que no dejaban un momento libre. Por su parte, los hombres revisaban sus armas, preparaban sus atuendos de guerra, se reunían en corrillos para discutir futuras partidas de caza o ataques contra los Blancos, o simplemente se dedicaban a meditar sobre los misterios insondables del universo, tumbados en hamacas, donde nadie osaba molestarlos, ni siquiera las mujeres, en teoría incapaces de tales proezas mentales. En las afueras del poblado, los jóvenes se entrenaban para superar las pruebas y ritos que los convertirían en adultos. Corrían y se enfrentaban con palos que hacían las veces de lanzas, soñando con el momento en que podrían vestirse como los hombres, empuñar un arma de verdad y visitar la Casa Larga.

Al principio no parecía nada anormal: unos chiquillos que llegaban al poblado corriendo, gritando y alborotando. Lo que decían acerca de monstruos y Demonios tampoco resultaba extraño; los niños son dados a tales fantasías. Sólo cuando la vieja Shunda, bien conocida por su seriedad y estabilidad mental, llegó trotando a una velocidad que envidiaría un ciervo y vociferando como loca, los hombres comprendieron que pasaba algo extraño. Con el susto en el cuerpo, empuñaron sus armas y se colocaron a la defensiva. Alguien corrió a llamar a los chamanes, para que efectuaran sacrificios a toda prisa; tal vez en esta ocasión Dios les hablara, pero llevaba tanto tiempo callado que nadie lo creía posible.

Pasaron los minutos. Los hombres formaban una barrera protectora en torno al poblado, mientras que las mujeres y los niños se habían ocultado en las chozas, rezando o gimiendo, según el ánimo de cada cual. Por fin, cuatro figuras salieron de los linderos del bosque, y caminaron por el calvero que llegaba hasta las primeras viviendas. Uno de los extraños se adelantó, corriendo a toda prisa y profiriendo frases inconexas por la excitación, entre las que se podían distinguir las palabras «amigos», «estoy bien» y «nos ayudarán». Los guerreros reconocieron al joven N'gwa, pero no le hicieron mucho caso; era evidente que estaba muy trastornado, y que los presuntos Demonios podrían haberlo embrujado. Lo detuvieron, pese a sus protestas y llantos, y se lo llevaron lejos. Los hombres se dispusieron a enfrentarse con los extraños, y cada vez se sentían más inseguros. ¿Serían atacados por medio de hechizos malignos? ¿Eran ciertas las leyendas sobre los Demonios?

Los tres seres se detuvieron a una docena de metros de la primera línea de guerreros, que trataban de protegerse lo mejor posible con sus escudos, mientras les apuntaban con sus lanzas, no muy seguros de su efectividad. El hombre era poco más alto que ellos, aunque su color era anormal, una pálida aberración que no llegaba a ser Blanco, y su pelo no era rizado. La mujer escapaba a toda definición; la habrían tomado por una Diosa, si no fuera porque sólo había un Dios Verdadero; en todo caso, era un Demonio fascinante. El tercer personaje, un sirviente a juzgar por su aspecto, resultaba inclasificable, monstruoso.

Los dos grupos se miraron, cada uno esperando que el otro tomara la iniciativa. Los guerreros estaban muy nerviosos, y tenían miedo.

Beni miró al grupo de hombres agazapados tras sus escudos con ojo crítico, profesional, estudiándolos a conciencia. Nada de ello se reflejó en su expresión, totalmente impasible.

—Tú dirás qué hacemos, coronel —dijo Uhuru por el micrófono laríngeo, sin mover los labios—. Por lo que recuerdo de tu currículum, no es la primera vez que te encuentras en un atolladero semejante.

—Afirmativo. Tenemos un problema; esa gente está al borde del pánico. Cualquiera de ellos puede verse traicionado por sus nervios, arrojar una lanza, y el resto hará lo mismo, por acto reflejo.

—Esa hostilidad me resulta extraña. Dejamos marchar a N'gwa para que les advirtiera, y no hemos efectuado movimientos agresivos…

—Aún no has comprendido la psicología humana, querida. Tienen miedo de lo desconocido, de lo que no pueden comprender. Para ellos somos criaturas sobrenaturales y, por lo que veo, han aprendido a temer todo aquello que venga del Más Allá. Trataré de hacer lo usual en estos casos. Supongo que me cubrirás, ACM.

—¿Desea una acción ofensiva, señor? —la voz tenía tan poca entonación como de costumbre.

—Me gustaría entablar relaciones amistosas; procura no freírlos con la pistola de plasma.

—Puedo atrapar una lanza al vuelo, señor; tal vez eso los desanime. En caso contrario, sugiero un disparo al aire.

—O.K. Deseadme suerte.

Beni se movió con una lentitud exasperante y calculada. Dio unos pasos hasta situarse a menos de cinco metros de los guerreros, y se detuvo. Sin realizar ademanes bruscos, y tratando de sonreír, tomó el cuchillo que llevaba en el cinto y lo dejó caer al suelo. Acto seguido, levantó sus manos abiertas, con las palmas dirigidas hacia adelante. Esperó unos momentos y, con la misma lentitud, se sentó sobre la hierba.

—Si no entienden esto —transmitió—, es que los Alien los han despojado de su naturaleza humana.

Uno de los guerreros, el que tenía más cicatrices rituales en el torso, formando intrincados dibujos, avanzó hacia Beni, sin dejar de apuntarle con su lanza. Se detuvo a unos pasos de él, y se tranquilizó al ver que su presunto adversario no mostraba hostilidad, e incluso le sonreía. Clavó su arma en el suelo, depositó el escudo a su lado y esperó.

Beni se levantó. Se dirigió hacia el guerrero, que había recuperado su valor, y le puso las manos en los hombros. El hombre le imitó, y ambos sonrieron. Tras ellos se oyeron suspiros de alivio, y la tensión se esfumó del ambiente.

Después de diez mil años, dos hermanos habían vuelto a encontrarse.

El resplandor del fuego se reflejaba en los cuerpos cubiertos de sudor de los danzantes, otorgándoles el aspecto de esculturas pulidas y barnizadas. Sus músculos se tensaban y contraían, semiocultos por pieles de animales y abigarrados abalorios. Los músicos percutían los tambores a un ritmo cada vez más frenético, y el baile se convertía en una alocada carrera donde cabezas, brazos y piernas se agitaban como si estuvieran dotados de vida independiente.

Numerosos espectadores asistían a la ceremonia sin perder detalle, hechizados ante el derroche de energía de los guerreros en torno a la hoguera. Los niños y las mujeres eran los más alejados, y en sus rostros había una mezcla de miedo y fascinación. Los chamanes nunca permitirían una aproximación mayor, ya que sus débiles mentes sucumbirían ante la magia y la trascendencia del acto. Sólo un cerebro varonil era capaz de soportar ciertas cosas.

Dispuestos en círculos concéntricos, los jóvenes candidatos a ser admitidos en el clan de los cazadores adultos permanecían de pie tras los que ya habían superado los ritos de iniciación. Los guerreros más experimentados se sentaban formando un corro en torno al fuego, donde los danzantes ejecutaban un ritual lleno de significado para todos los miembros de la tribu. A un lado, en un puesto de honor sobre un bajo estrado, estaban los chamanes, los jefes y los invitados.

Estos últimos habían sido las estrellas del poblado durante todo el día. Los chamanes tardaron en perder el recelo hacia ellos; a todo profesional de la religión le resulta un poco incómodo encontrarse a unos seres aparentemente sagrados, y a los que no puede controlar del todo. Sin embargo, en vista de que no parecían dispuestos a borrarlos del mapa, ni tampoco revolucionaban a la gente o cometían actos blasfemos, se tranquilizaron. Después de todo, bien pudiera ser que Dios se hubiera acordado de ellos, por fin, y los obsequiara con un arma que utilizar contra los odiados Blancos.

En la ceremonia que se llevaba a cabo esa noche, los extranjeros habían permanecido todo el rato como atentos espectadores, sin dirigir la palabra a nadie. Pronto fueron cordialmente ignorados, ya que la magia que irradiaba la danza atrapó el espíritu de todos. Pero la pasividad de aquellos tres peculiares personajes no era tal; muchas preguntas y comentarios se cruzaban de una mente a otra.

—No logro acostumbrarme —transmitió Uhuru—. Mira a las mujeres, allá al fondo. Hacen todo el trabajo, y las tratan a patadas. ¿Y los niños? Algunos están francamente desnutridos, con problemas de avitaminosis.

—Raquitismo, se llama —la interrumpió Beni—. Te aseguro que los he visto peores en algunos mundos. Aquí, al menos, no sufren enfermedades infecciosas; los Alien tuvieron especial cuidado con lo que introducían en Asedro, en todos los sentidos.

—Y los hombres, en cambio, están bien alimentados, y son felices. No sé por qué me escandalizaba cuando las hordas de Humanistas vejaban y mataban androides, robots y mutantes. Sois crueles con vuestros propios semejantes —incluso tratándose de una comunicación mental, el tono de reproche de la Matsu era evidente.

—Se supone que has estudiado antropología, querida —Beni parecía disfrutar con el espectáculo, y eso la irritaba—. Cuando un colectivo humano se encuentra en un ambiente con recursos limitados, adopta ciertas pautas de comportamiento para ajustar su nivel de población a lo que permite el medio. El machismo, el infanticidio selectivo de las niñas, el culto a la agresividad y la guerra sirven para controlar la expansión demográfica. Cruel, pero efectivo. Las sociedades tecnológicas y opulentas tienen otros métodos menos sucios de control de la natalidad: aborto, anticonceptivos, etcétera. Tras el Desastre, cuando muchos mundos regresaron a la barbarie, un gran número de costumbres que se creían erradicadas volvieron a emerger con renovados bríos. Durante mi época de comando en Infantería, visité planetas dignos de figurar en un museo de los horrores: esclavismo, teocracias… Comparado con aquello, esto resulta poco más que una edulcorada función teatral. Y cuando los intereses corporativos lo demandaban, debíamos luchar al lado de auténticos cabrones. Tuve compañeros poco recomendables, créeme; menos mal que los soldados no nos hacemos demasiadas preguntas sobre el sentido de la vida.

—¿Tiene sentido? —callaron durante unos minutos—. Eh, ¿qué están haciendo esos guerreros?

—Representan a los enemigos de la tribu. La danza es una especie de combate ritualizado, en el que los malvados serán vencidos. Se supone que la vida real imitará después a la ficción, merced a algún tipo de magia simpática. Pobres criaturas; no saben contra qué se enfrentan.

Un hombre había saltado al centro del corro, y brincaba y hacía aspavientos en torno a la hoguera. Un complicado atuendo a base de huesos, placas de corteza pintada y largas hojas de hierba, imitaba a un Demonio. A duras penas, Beni y Uhuru reconocieron en él a la cosa que había matado a Jan; las mujeres y los niños emitieron gritos ahogados, mientras que los guerreros entonaban un canto belicoso, al ritmo de la percusión. El Demonio brincaba y se agachaba, arrojando puñados de tierra a los espectadores. De repente, otros dos bailarines surgieron de la oscuridad. Sus cuerpos estaban embadurnados de ceniza, y sus cabezas estaban ocultas por máscaras de color blanco, en las que ojos y boca quedaban reducidos a simples hendiduras transversales. A pesar de su simplicidad, traían a la mente ideas de dolor, muerte y putrefacción.

—Los Blancos… —murmuró Uhuru, fascinada por el espectáculo.

—Efectivamente. Si no me equivoco, a continuación aparecerán los valerosos luchadores que defenderán a la tribu y derrotarán sin remisión al enemigo.

Los jefes guerreros entraron en el escenario, marcando el ritmo con los pies. Sus pieles estaban untadas de aceite, y reflejaban el brillo del fuego en cada movimiento. Las pinturas de guerra resaltaban los rasgos faciales, y los tocados de plumas oscilaban violentamente a cada paso, como si quisieran salir despedidos. Cada uno empuñaba una lanza, que blandía contra sus oponentes.

Los Blancos fueron los primeros en atacar, gesticulando y vociferando desaforadamente. Los guerreros permanecían firmes, mientras los enemigos se detenían a un paso de ellos y retrocedían, como atenazados por el miedo. El Demonio trataba de animarlos, pero tampoco era capaz de alcanzar a los guerreros. Finalmente, éstos simularon darles muerte y les arrancaron las máscaras, que mostraron a la concurrencia como si se tratara de cabezas cortadas. Los hombres de la tribu prorrumpieron en alaridos, y el tam-tam alcanzó un ritmo insoportablemente rápido, como si fuera a romperse. Poco después, todos se serenaron. Los bailarines se retiraron, y los espectadores se sentaron en sus puestos.

—¿Cuál es la siguiente actuación del programa? —preguntó Uhuru.

Beni señaló a un lado. Un grupo de mujeres se acercó adonde estaban los hombres, portando ornamentados cuencos de barro que contenían un líquido con aspecto de leche aguada. Ninguna osó levantar la vista, mientras los guerreros bebían y adoptaban una postura más relajada. En el círculo exterior, los muchachos los contemplaban con envidia, ansiando el día en que pudieran ser admitidos a la sagrada ceremonia.

—Droga —transmitió Beni—. No tengo ni idea de cuál es. Hace unas horas vi cómo era preparada. Las mujeres masticaban ciertos tubérculos y raíces y escupían la papilla resultante en un gran recipiente. Supongo que la saliva provoca la fermentación de los azúcares y el resultado es la formación de alcohol; puede que le añadan algún alucinógeno más, para potenciar el efecto. Creo que eso era normal en algunas culturas de la Vieja Tierra, pero no me hagas mucho caso.

—Supongo que nos acercamos a la parte esencial de la fiesta. No sé por qué los humanos necesitáis intoxicaros para alcanzar la trascendencia.

—Quizá porque nadie sobrio puede llegar a conocer a la divinidad.

—A pesar de tratarse de una comunicación mental, tengo la ligera impresión de que sonríes…

—Ya conoces mi profundo cariño hacia todo lo que huela a religión. Vaya, nos ha llegado el turno —tomó el cuenco que le ofrecían y bebió unos sorbos—. Muchas gracias —dijo en voz alta, y sonrió a la mujer, que no respondió; volvió a la comunicación mental—. Esto sabe a rayos fritos. Y lo peor del caso es que ni siquiera me servirá para alucinar; el día en que me implantaron un hígado artificial me condenaron a la sobriedad eterna. Me temo que tendréis que beber vosotros también; no es cosa de quedar mal con nuestros anfitriones. Trata de no poner cara de asco, querida.

El reparto de la bebida concluyó. Las mujeres, los niños y los jóvenes desaparecieron definitivamente, y sólo quedaron los hombres adultos y los tres invitados. Los guerreros comenzaron a balancearse lentamente de izquierda a derecha, siguiendo el ritmo del tam-tam, aproximadamente un golpe cada cuatro segundos. Los chamanes se agruparon en torno a la hoguera, junto a una especie de mesa baja de madera. Tenían cuchillos de piedra en las manos, y sus cuerpos estaban untados de ceniza. Beni notó cierto movimiento a lo lejos y previó lo que iba a suceder a continuación.

—Creo que esto no te va a gustar, Uhuru. Trata de pensar en lo de la relatividad cultural, en que esta gente es nuestra anfitriona y, sobre todo, no intervengas. Trata de actuar como un etólogo cuando estudia el comportamiento animal —estaba tenso, preocupado por una posible reacción violenta de su compañera que lo echara todo a perder.

—¿Qué…? —ella giró la cabeza y también lo vio—. Mierda, ¿no irán a…? —le lanzó una mirada a Beni, el cual respondió con un leve asentimiento—. ¡Animales!

—Sí, ya sé que es un poco duro, pero esto ha ocurrido durante milenios, y sigue sucediendo en muchos planetas. El motivo es bien sencillo; se trata de… —se dio cuenta de que Uhuru había adoptado una pose rígida, como la de una estatua, y no movía un músculo; parecía la viva imagen de la desaprobación y el disgusto, todo en una—. Bah, olvídalo.

Dos fornidos guerreros traían en volandas a una figura que, aun siendo medio metro más alta que ellos, parecía ligera y desmadejada, como un muñeco de trapo. Las piernas apenas la sostenían, y en su cuerpo eran visibles las señales de la tortura.

—Es un Blanco; probablemente, el último superviviente de los que tomaron prisioneros —apuntó Beni; Uhuru no se dignó responder—. Nunca vi un tipo nórdico tan puro, ni siquiera en Noruega o Islandia: alto, rubio, de pelo largo, ojos azules y levemente rasgados, pómulos salientes… Los Alien buscaron los polos opuestos, cuando decidieron poblar Asedro con seres humanos. Los enemigos parecen así más monstruosos, menos personas, y eliminarlos no causa cargos de conciencia; supongo que ellos harán lo mismo con nuestros anfitriones. Los dioses se estarán divirtiendo de lo lindo.

El Blanco fue prácticamente arrastrado hacia donde aguardaban los chamanes, sin ofrecer resistencia; a Beni le daba la impresión de que le habían extraído todos los huesos, convirtiéndolo en una masa fofa, sin voluntad. Tan sólo cuando fue puesto boca arriba en la mesa de sacrificio, sujeto por cuatro ayudantes, pareció despertar y comenzó a gritar y a debatirse. Beni echó un vistazo a Uhuru, preocupado por sus reacciones, pero ésta continuaba impasible, como desconectada de la realidad.

El sacrificio fue rápido. Un golpe rápido entre las costillas, un giro de muñeca que rompió los huesos, otro movimiento veloz con la hoja de piedra y el corazón salió, entre un chorro de sangre que salpicó a los oficiantes. El cuerpo de la víctima dejó de debatirse, aunque continuó temblando imperceptiblemente durante unos segundos. Unos cuantos cortes más, ejecutados con mano diestra, y los chamanes pudieron proceder a la importarte tarea de leer el futuro en las entrañas. Por supuesto, los presagios fueron inmejorables. Mientras, los guerreros seguían con su monótono bamboleo, y las visiones comenzaban a acudir de ellos; imágenes de gloria, de victorias, mezcladas con el aroma de la sangre.

En el poblado, todos dormían. El alcohol que contenía la bebida alucinógena había hecho su efecto, y el único ruido que interrumpía la quietud de la noche era el de los ronquidos que salían de las chozas. De algún modo, los guerreros más sobrios habían logrado llevar al resto a sus camas, y nadie deambulaba por las callejuelas. Tan sólo los centinelas, maldiciendo su perra suerte, hacían guardia en las afueras con desgana. Estaban convencidos de que los enemigos no osarían atacarlos después de la ceremonia, en la que había quedado claro quiénes serían los triunfadores.

Una figura solitaria se acercó a una de las chozas más apartadas. Se movía rápidamente aunque sin hacer ruido, escudándose en las sombras. Apartó la cortina y pasó al interior. Sus ojos distinguieron en la penumbra la silueta de la mujer, que lo esperaba tendida en una especie de jergón de paja, con las manos cruzadas detrás de la cabeza.

—¿Qué, tu curiosidad ha quedado satisfecha? Tanto rogarme que me contuviera cuando sacrificaron a aquel desgraciado, y se te ocurre hacer una escapada a la barraca que hace las veces de santuario. Sólo nos faltaría que te pillara uno de los chamanes hurgando en sus altares y ornamentos sagrados.

—Reconoce que hace un rato no estabas muy comunicativa, querida. Te contenías, pero daba la impresión de que ibas a saltar en cualquier momento. Preferí salir a tomar el aire, y aguardar a que se tranquilizaran los ánimos.

—A veces me gustaría que todo me resultara tan fácil como a ti, y poder acomodarme a las circunstancias y dejar que el dolor ajeno resbalara sobre mí, sin afectarme.

—En ciertas ocasiones no puedes luchar contra lo inevitable, Uhuru. Lo he hecho, no creas, y casi siempre me he llevado algún palo de propina. He aprendido a respetar las costumbres de nuestros aliados, aunque puedan cortarte la digestión, o provocarte pesadillas. Así es la vida.

—Una postura muy cómoda —suspiró—. Cambiemos de tema. ¿Has visto algo interesante?

Beni se acostó junto a ella y comenzó a acariciarla; no se resistió, aunque tampoco respondió. Él se dio cuenta de que la cosa no estaba para festejos, y la dejó tranquila.

—Me resultó fácil entrar en su templo. Han dispuesto centinelas por todo el perímetro del pueblo, pero no en el interior. Parecen confiar ciegamente en los tabúes; ni siquiera cierran las puertas con llave. Simplemente, ACM y yo apartamos la cortina de la entrada y pasamos.

—Unas criaturas cándidas, los chamanes, todo bondad.

—Pobrecillos, algo tienen que hacer, para ganarse el sustento —Beni prosiguió, sin hacer demasiado caso a la ironía—. El interior era espacioso. Las paredes estaban cubiertas de telas multicolores, y sobre ellas reposaban numerosas máscaras, amuletos, bolsas con polvos y despojos inclasificables, que supongo funcionarán como talismanes, vestiduras talares… Y en el centro, surgiendo del suelo de tierra como si lo hubieran plantado allí, estaba el Rostro de Dios, rodeado de ofrendas.

—¿Eh? —Uhuru parecía interesarse, por fin—. ¿Cómo estás tan seguro?

—ACM se dedicó a escuchar conversaciones durante la fiesta, como quien no quiere la cosa, y logró extraer mucha información. Cuando adopta esa pose de estatua la gente, tras un primer momento de recelo, tiende a ignorarlo. Dedujimos que los chamanes rezaban a algún tipo de escultura, que nadie salvo ellos estaba autorizado a tocar. El resto de la población sólo la veía en las grandes celebraciones. Según se rumoreaba, en los viejos tiempos todo el que se acercaba a ella sin permiso se veía afligido por grandes dolores, e incluso la muerte. Además, por aquel entonces Dios les atendía y aconsejaba.

—¿Y…?

—No pudimos analizar la estatua muy a fondo, para no levantar sospechas. Se trata de un gran busto humano de color negro, con aspecto de estar hecho de obsidiana pulida. Los rasgos faciales están poco marcados, apenas esbozados. Personalmente, me recuerda a una silueta, una sombra chinesca. Está recubierto de una ligera cota de malla metálica que llega hasta el cuello. La cabeza no presenta adorno alguno; lo único llamativo es la hendidura de la boca, sin dientes, y los agujeros que presenta, en vez de pabellones auditivos. ACM y yo nos acercamos y comprobamos que la estatua está hueca. Según ACM, en el interior de la cabeza hay diversos mecanismos, y cree haber identificado un emisor y receptor de radio.

—La Voz de Dios…

—Sí. Y probablemente la cota de malla, además de su función ornamental, descargaba sacudidas eléctricas a los que osaban tocarla sin permiso. Durante mucho tiempo, nuestros amigos gozaron de un peculiar privilegio: disponer de un Dios auténticamente efectivo, cuya clase sacerdotal estaba compuesta por auténticos servidores, y no por aprovechados que se enriquecían y detentaban el poder en su nombre. Pero llegó un momento en que la Voz de Dios calló.

—Por supuesto, los Blancos tendrán un templo similar.

—Con otra forma, puede que con otros ritos, pero es lo mismo. Lo malo es que su Dios empezó a hablarles hace poco, según confesó el prisionero, y les ordenó guerrear contra los Negros, para erradicar a esos servidores del infierno, etcétera. Todo resultaría incluso gracioso si no fuera porque nosotros estamos justo en medio y, me apuesto lo que quieras, hemos sido los desencadenantes de tan peculiar resurrección divina.

—Te embarcarás en la expedición que los guerreros del poblado van a emprender dentro de unos días, supongo.

Beni la miró, un poco dolido al notar la tristeza de su voz. Lo hacía sentirse culpable.

—De acuerdo con el prisionero, hay un campamento enemigo a unas jornadas de aquí, en dirección a las praderas. Los chamanes han convencido a todo el poblado de que los Blancos han de ser exterminados, por lo que nuestros guerreros lucharán hasta la muerte, sobre todo ahora que creen que somos un regalo de Dios para llevarlos a la victoria final. Si marchamos con ellos, podremos aplicar tácticas de combate más refinadas y ganar la batalla con el mínimo número posible de bajas. Trataré de convencerlos de que es mejor tomar prisioneros a los vencidos que matarlos, para poder utilizarlos luego como rehenes o parlamentarios.

—No iré con vosotros, Beni. Estoy harta de ver a seres supuestamente inteligentes aniquilándose unos a otros, incluso aquí, a tantos miles de años luz de casa. Bien sea por mandato de los jefes o por motivación propia, nunca dejaréis de derramar sangre. Prefiero quedarme con las mujeres y los niños. Trataré de utilizar mis conocimientos de medicina y lo que queda del botiquín para aliviar un poco sus dolencias, y mejorar en lo que pueda sus condiciones de vida.

—¿Estás segura? A los chamanes no les gustará eso. La miseria humana es un castigo divino por nuestros pecados, y toda interferencia en tal estado de cosas será considerada como diabólica, por atentar contra Su Suprema Voluntad…

Se quedaron mirando durante un rato, sin saber muy bien qué hacer. Beni fue a decir algo, pero Uhuru le puso un dedo en los labios, ordenándole callar.

—Tú no tienes la culpa de que el universo sea un desastre —sonrió—. Me encuentro muy cansada, y no sé por qué. Tratemos de dormir un poco; nos espera un día ajetreado, sobre todo a ti.

—Para una vez que podemos disfrutar de una cama decente… Buenas noches, querida; ya vendrán mejores tiempos.

Ella no contestó, pero lo abrazó hasta que conciliaron el sueño.

El día se presentaba prometedor para el grupo de cincuenta guerreros que aguardaban de pie las bendiciones de los chamanes. Éstos ejecutaron complicados pasos de danza, sahumaron a los hombres con hierbas aromáticas, les pintaron los rostros con colores de batalla y les dieron unos saquitos que contenían poderosos talismanes que garantizaban la invulnerabilidad. Un coro femenino entonaba cánticos de victoria, mientras que otras mujeres entregaban fardos con provisiones y alimentos secos, suficientes para un largo viaje. Los niños correteaban de un lugar para otro, excitados.

Apartados del bullicio general, los supervivientes de la Alastor también se preparaban para la partida. No había alegría en sus gestos ni sus actitudes, tal vez porque habían sobrevivido a demasiadas guerras.

—Odio las despedidas —dijo Beni, mientras acababa de acomodar los escasos componentes de su improvisado arnés de campaña—. Supongo que seguirás aquí para cuando vuelva, y que habrás organizado alguna especie de matriarcado, liberado a las mujeres del yugo secular y puesto a los chamanes a trabajar en algo útil.

—No te preocupes; me portaré bien.

Ambos sonrieron y se quedaron mirando a los ojos.

—Te quiero, Uhuru —Beni se había puesto repentinamente serio—. Si salimos de ésta, me gustaría que lo intentásemos. Hay muchos mundos tranquilos, donde la gente trata de no complicarse la vida, aprender de los errores pasados y hacer las cosas de forma más o menos decente.

—Ojalá. Pero la vida es como es, no como nos gustaría que fuera. El dolor siempre prevalece —calló unos momentos, sumida en sus pensamientos; al final, levantó la vista, aparentemente más animada—. Pero hay que luchar, aunque pensemos que no merece la pena. Si regresamos al Ekumen… Sí, tal vez.

Se besaron como si fuera la primera vez en su vida, tratando de no romper el encanto del momento. Permanecieron abrazados largo rato, hasta que el nivel sonoro de los cánticos femeninos les indicó que el momento de la partida estaba próximo.

—Acabaré volviéndome tonto si seguimos así —Beni se separó de ella, y se dispuso a marcharse—. Menos mal que se avecina una batalla, y podré retornar a mi auténtico ser.

—No seas malo, y procura hacer honor a tu nombre, coronel Benigno Manso —bromeó ella.

—Mis padres, y su sentido del humor… Oye, por cierto, ¿qué significa el tuyo, Uhuru?

—Es una palabra perteneciente a un viejo idioma terrestre hoy extinguido, el suajili. Quiere decir libertad. Otra ironía de nuestros creadores.

—Sí, se aprovechan de que no podemos defendernos cuando somos pequeñitos. El caso es que al final les acabas cogiendo cariño. En fin, querida, nos veremos dentro de unos días. ¿Seguro que no quieres quedarte con ACM?

—Puedo defenderme sola, gracias. A vosotros os hará más falta que a mí, sobre todo si os topáis con el grueso de las tropas Blancas. Cuídate, Beni.

—Igualmente. Si se presentara algún problema, utiliza el transmisor mental. Vamos, ACM.

El hombre y el androide se unieron al grupo de guerreros que ya emprendían la marcha, encabezados por su jefe militar y un chamán castrense. Antes de la partida definitiva, Beni volvió la vista atrás. Uhuru, en un rasgo de humor, se había agenciado un pañuelo y lo agitaba, a guisa de despedida. Su figura destacaba de entre las demás, alta y resplandeciente, brillante como la plata. La saludó por última vez con la mano, se dio la vuelta y marchó con los guerreros.

«Como un imbécil; me he enamorado de esa cosa como un imbécil», se dijo, invadido por una especie de oleada de ternura. «Esta aventura tiene que acabar bien; ya hemos sufrido demasiadas calamidades». Sin embargo, no podía quitarse de encima una sensación de catástrofe inminente. Sabía que era totalmente irracional, pero…

El grupo de guerreros desapareció en el bosque, y las mujeres volvieron a sus quehaceres cotidianos.

El Diseñador movió otra pieza en su tablero. En la compleja yuxtaposición de placas córneas que podía haber sido su rostro se esbozó un gesto equivalente a una sonrisa.