Las llamas de la hoguera, mecidas por una brisa imperceptible, se elevaban hacia el cielo sin estrellas. De vez en cuando, una semilla oculta entre la leña estallaba por efecto del calor, y una nube de pavesas salía despedida en todas direcciones, haciendo que las sombras danzaran locamente. A escasos metros, un hombre y una Matsushita estaban sentados, mirando al fuego con esa fascinación primitiva que miles de años no consiguieron borrar. En la piel de ella brillaban destellos rojizos, que realzaban su singular belleza.
—Había olvidado lo que era la noche —dijo Beni, pasando una mano por los hombros a su compañera.
—Es increíble —respondió Uhuru—. En cuanto abandonamos la zona de praderas y llegamos a los bosques de hayas y robles, la luz y la oscuridad se alternan cada doce horas. Me pregunto cuánta energía se necesita para encender y apagar parcialmente la iluminación de un planetoide de cien kilómetros de diámetro. Parece como si las propias nubes se tornaran fosforescentes.
—Si fueron capaces de construir una esfera Dyson, esto es pan comido. Sin embargo, aquélla poseía una utilidad manifiesta, mientras que Asedro resulta tanto más incomprensible cuanto más penetramos en él. La ecología desquiciada del interior de la primera esfera, sin un átomo de carbono; las ciudades muertas y los cadáveres de la segunda; el desierto con aquel monstruo asesino; y esta especie de paisaje druídico… Sin olvidar que los árboles que nos rodean y los animales que comemos proceden de la Vieja Tierra. ¿Qué relación puede tener todo ello con las naves Alien y el Desastre? No sé, pero intuyo que nada bueno.
Uhuru se apretó contra él.
—Existe una cierta regularidad en el diseño de Asedro, si lo estudias con atención. La esfera exterior medía quinientos kilómetros de diámetro; la siguiente, trescientos, y esta cien. No creo que haya otra en su interior; sería tan pequeña que apenas se podría caminar sobre ella.
—Apostaría un ojo de tu cara a que este último planetoide no es macizo, y que el centro de control está dentro, por fin. Debe de haber una puerta por algún sitio.
—No quisiera ser aguafiestas, pero su volumen es de unos 523.600 kilómetros cúbicos. Si el interior es un laberinto, podríamos pasarnos una eternidad recorriendo pasillos. Dudo que exista una oficina de información, donde repartan mapas a los turistas.
Beni no respondió. Miraba a Uhuru, y le parecía cada vez más encantadora. Sin poder reprimirse, la atrajo hacia sí y le acarició pausadamente el cabello, usando sus dedos como un rudimentario peine. El pelo se deslizaba entre ellos suave, como seda. Ella se sorprendió ante aquel arrebato, pero sonrió complacida.
—Muchacho, sí que te ha dado fuerte. Y no me mires así, que me haces sentir como un ejemplar de laboratorio.
—No te preocupes, conozco los síntomas; ya los he sufrido un par de veces. Como dicen en mi tierra, cuando uno se enamora se vuelve gilipollas.
—¿Ah, sí? Pues no lo había notado…
—Estás más guapa cuando te callas. Ven aquí, encanto.
Durante unos minutos estuvieron demasiado ocupados como para entablar conversación. Un rato después, Beni acabó de vestirse y echó un poco de leña en la hoguera, que mostraba tendencia a apagarse. Volvió junto a Uhuru.
—Muchacho, ¿nunca te cansas? —preguntó ella, mientras se arreglaba la ropa—. Menos mal que ACM es discreto, y siempre está explorando los alrededores. No sé que pensará de nosotros.
—Me confieso incapaz de averiguar lo que pasa por la cabeza de un androide de combate. Es un poco cruel tenerlo siempre por ahí, actuando como rastreador, pero me pone nervioso tener una carabina al lado.
—¿Carabina? ¿Qué es eso? —Beni se lo explicó—. Tú y tu jerga… Alguien debería normalizar el interlingua, uno de estos años.
—Los que lo intentaron acabaron con un ataque depresivo; es un idioma que se retuerce sobre sí mismo, como una sabandija espasmódica.
—Noto que te encuentras incómodo junto a ACM. Es extraño en alguien que no tiene reparos en acostarse con un mutante, o que consideraba a un ordenador uno de sus mejores amigos.
—No sé… Teóricamente es una máquina, un artilugio destinado a cumplir una función, diseñado para carecer de sentimientos, pero se parece tanto a nosotros… Cuando lo veo ahí sentado, sin mover un músculo, me resisto a pensar en él como una cosa. Me da la impresión de que su cerebro trabaja a gran velocidad, que analiza hasta nuestra más mínima acción. Y lo que es peor, que extrae conclusiones sobre todo ello —meneó la cabeza—. Mis temores son irracionales, desde luego; con el tiempo, me he convertido en un viejo aprensivo.
—No tan viejo, ni tan aprensivo —se miraron a los ojos—. Hace un momento dijiste que estabas enamorado de mi.
—Efectivamente, chiquilla —repuso él, acariciándole de nuevo el pelo—. No sé qué me has dado, pero te quiero.
Ella se puso seria de repente. Parecía triste.
—Soy la única mujer disponible. Supongo que en tales circunstancias, uno se adapta a lo que tiene a mano.
Beni la agarró por los hombros, y le habló con dureza.
—No tienes por qué creerme, pero nunca me permitiría jugar con los sentimientos. Si sólo quisiera echar un polvo para combatir la soledad, te lo habría dicho. El cariño es un bien demasiado escaso como para pedírselo a alguien y luego arrojarlo a sus pies, como si fuera un pañuelo desechable. Se pasa mal, te lo aseguro, y me juré que nunca le haría una faena así a nadie. Te quiero, Uhuru.
La expresión de la Matsu se dulcificó.
—Ay, Beni, me gustaría estar tan segura como tú. Arrastro demasiados prejuicios —se arrimó a él y apoyó la cabeza en su pecho. Estuvo así un largo rato, hasta que se separó y lo miró, con aire juguetón—. Oye, ¿sabes una cosa? Estás muy gracioso cuando te pones a filosofar.
—Vaya, me alegro; es un buen principio. ¿Qué hacer para que caigas rendida a mis pies? Te traería un ramo de flores, pero la última vez que lo intenté, ella resultó ser alérgica al polen. Tampoco sé cantar, ni recitar románticas poesías. Ni llevo encima mi agenda electrónica, para mostrarte el saldo de mi cuenta corriente en el Banco de Crédito Estelar. No se me ocurre qué hacer para seducirte.
—Así que tus intenciones son serias… Es una pena que las iglesias se declararan en quiebra hace milenios; el traje blanco y el ramo de novia me sentarían bien —ambos rieron al recordar una tradición tan arcaica que ya sólo se veía en los museos etnológicos o en algunos planetas muy conservadores—. Beni, estamos en un artefacto alienígena, demasiado lejos de casa, y lo más probable es que muramos de forma miserable —su voz era triste; a él le sorprendían esos bruscos cambios de ánimo—. Sería bonito pensar en el futuro, tratar de compartir tu vida con alguien, intentar ser feliz… Pero no hay tiempo.
Beni fue a decir algo, pero de repente se quedó quieto. Uhuru se alarmó, al ver su expresión de alerta.
—Oye, no te lo tomes tan a pecho. Si he dicho algo ofensivo, te pido…
La respuesta vino por medio del transmisor craneal:
—He oído un ruido. Hay algo grande moviéndose a nuestra derecha, tras los arbustos, y no es ACM. Lo enviamos a explorar hacia el otro lado, y es absolutamente silencioso. ¿Tienes la pistola de plasma a mano?
—Sí —ella contestó por la misma vía—. Si es un animal, yo podría reducirlo.
—Recuerda a la cosa que atacó a Jan. Yo bordearé aquel grupo de acebos; tú, cúbreme por el otro lado. En caso de duda, fríelo, y ya analizaremos el cadáver. Muévete como si nada anormal sucediera. Yo simularé que tengo ganas de mear, y actuaré primero.
—Suerte.
Beni se levantó, bostezó ostensiblemente y marchó con paso cansino hacia la zona no iluminada por la hoguera. En cuanto quedó oculto de miradas indiscretas, se movió con rapidez y sigilo sorprendentes. El entrenamiento de comandos era algo que nunca se olvidaba.
A unos diez metros, tras una pequeña elevación del terreno, creyó intuir una sombra oscura que se agitaba y un leve sonido, como dos piedrecitas entrechocándose. Reptó hacia aquello lentamente, procurando no pisar hojarasca ni quebrar alguna ramita que delatara su presencia. Notaba la adrenalina correr por sus venas, y la excitación que siempre sentía al entrar en acción. Por primera vez en mucho tiempo, era él quien llevaba la iniciativa. Así, con una lentitud que habría crispado los nervios a cualquier espectador, llegó hasta dos metros de su objetivo. Súbitamente, como si lo presintiera, aquello se dio la vuelta, y Beni se encontró cara a cara con un habitante de Asedro.
El Diseñador emitió el equivalente a una exclamación de júbilo. Las piezas estaban en su lugar, y el Juego podía comenzar, por fin.
Durante una fracción de segundo, Beni se quedó tan paralizado por la sorpresa que ni siquiera fue capaz de sentir miedo. Ante él tenía a otro ser humano, cuya cara reflejaba un pánico mucho más profundo del que cabría esperar por haber sido descubierto. De modo automático notó que medía poco más de metro cincuenta, estaba vestido con un taparrabos de piel y tenía un cuchillo en el cinto. Era un joven, casi un adolescente, de raza negra, y en su cara resaltaban los ojos, dilatados por el terror. La escasa luz que llegaba de la hoguera no le permitía ver mucho más, y el extraño tampoco dio tiempo a una observación minuciosa. Giró sobre sus talones y huyó, como alma que lleva el diablo.
Beni no perdió tiempo en preguntarse qué demonios hacía aquel chico en Asedro; ya habría lugar para ello, si lo atrapaba. Se lanzó en su persecución.
El joven era rápido, conocía el terreno y el miedo daba alas a sus pies, pero tras él tenía al resultado de milenios de perfeccionamiento de las artes militares. El entrenamiento y el paso por los laboratorios corporativos hacían a sus soldados más rápidos, más resistentes, más fuertes. Las retinas de Beni eran capaces de ver en la oscuridad casi total, y alcanzó a su presa antes de haber recorrido doscientos metros. Se arrojó contra el muchacho y lo tiró al suelo. Con rapidez sorprendente, el caído giró sobre sí mismo, se incorporó y sacó su cuchillo. Con la furia de una bestia acorralada trató de pinchar a Beni, pero éste lo dejó inconsciente de una patada.
—Buen trabajo —dijo Uhuru, sentada en una piedra a unos metros de distancia.
Beni la miró con cara de resignación.
—Tienes la rara habilidad de hacerme sentir como un inútil, ¡oh, todopoderosa Matsushita! Anda, ayúdame a transportar a esta pobre criatura hasta el fuego. Lo siento por él, pero tendrá que responder a muchas preguntas.
Lo primero que vio el muchacho al despertar fue un rostro gris, inexpresivo, como el de un cadáver desollado, que lo vigilaba sin mover un músculo. Detrás de él, el hombre que lo había capturado discutía con una mujer cuya piel era como de metal líquido, cambiante con cada ademán. Al desconocer los hábitos alimenticios de seres tan extraños, que muy bien pudieran considerarlo su cena, el muchacho optó por lo más lógico: echar a correr. Sin embargo, nada más intentarlo, se dio cuenta de que lo habían maniatado a conciencia. Cerró los ojos, se hizo un ovillo tembloroso y se puso a rezar al Gran Dios con fervor recién descubierto.
—Mira, creo que ha despertado —señaló Uhuru—. Como te iba diciendo, el bioanalizador indica que es tan humano como tú. Probablemente más, ya que no tiene órganos postizos o modificados.
—Pues qué alegría —Beni se acercó al prisionero—. Confieso que nunca vi a nadie con unos rasgos raciales tan puros. Parece un negro africano auténtico; ya no queda gente así, ni siquiera en las reservas étnicas o los parques temáticos de la Vieja Tierra. Arrastramos varios milenios de cruzamientos y mestizajes.
—Eso nos puede ayudar a datar cuándo fue traído de su mundo materno, sobre todo si logramos descifrar su idioma. Sólo resta hacerle hablar.
—Hay un pequeño problema, querida. El botiquín está casi agotado; no quedan sedantes, ni drogas musicales.
—¿Eh? —Uhuru arqueó una ceja, extrañada.
—Son las que hacen cantar a la gente.
—Me encanta el sentido del humor de los militares, ja, ja —hizo un gesto de hastío—. Sé que no me gustará la respuesta, pero ¿cómo conseguís que los prisioneros hablen, cuando se os acaban las drogas?
—No suele suceder, aunque en los viejos tiempos improvisábamos con notable éxito. Si hubiéramos capturado a dos, podríamos fingir que torturábamos a uno de ellos, para asustar al otro y motivarlo a entablar un fructífero diálogo.
—¿De verdad sólo fingíais la tortura? —inquirió Uhuru, no muy convencida.
—Palabra de honor; de vez en cuando era divertido ejercitar nuestras dotes dramáticas. El problema es que sólo tenemos a este pobre diablo —lo señaló con un movimiento de cabeza—. Y lo necesitamos entero y con talante colaborador —suspiró—. Estamos en un brete, querida.
—Si empezara a hablar, ACM sería capaz de descifrar su lenguaje.
Efectivamente, el androide, como todos los de su clase, había sido diseñado para internarse en las líneas enemigas y pasar desapercibido, una vez que se le hubiera proporcionado una piel artificial. Su ordenador interno poseía un programa traductor y una base de datos capaces de permitirle dominar a la perfección cualquier idioma humano, con un sinfín de acentos locales. Solo necesitaba captar unas cuantas frases para deducir reglas sintácticas con las que construir oraciones básicas para solicitar más vocabulario; en cuestión de horas podría hablar con más soltura que un académico.
—Eso ocurrirá si logras convencerlo de que abra la boca. Está absolutamente acojonado, y no me extraña, dado el espectáculo que ofrecemos —terció Beni—. Somos lo más granado de la sociedad humana, desde luego. Trataré de recurrir a la psicología.
Se acercó al cautivo, que seguía temblando con los ojos cerrados, y le pellizcó la nariz; el muchacho dio un salto, como si le hubieran aplicado unos electrodos, y se quedó mirando a Beni con el terror dibujado en el rostro. El militar compuso su expresión más amistosa.
—Escucha, chaval: o hablas, o te corto la lengua en pedacitos y te la hago tragar —el muchacho no reaccionó ante esas palabras—. Nada, Uhuru; creo que no entiende el interlingua, y eso que he vocalizado bien.
—Sutil como una patada en los huevos —replicó la Matsu—. Trata de usar la cabeza para algo que no sea producir caspa, querido. Si aceptamos la hipótesis de que este individuo proviene de un grupo secuestrado de la Vieja Tierra hace varios milenios, sin duda del África subsahariana, hablará una lengua del subgrupo bantú o del sudanés; los rasgos no parecen nilóticos, ni khoisánidos.
—Me abrumas con tus conocimientos, ¡oh, pozo de sabiduría!
—Calla, Beni, no seas fantasma. ¿Puedes probar con alguno de esos idiomas, ACM?
—Sí, señora. A partir de los datos lingüísticos actuales, puedo tratar de deducir cómo se hablaba en esa zona de África en la antigüedad, a grandes rasgos —respondió el androide, sin que en su voz se notara interés o emoción.
—Empieza con frases cortas y tranquilizadoras. Hemos de ganar su confianza; no lo atosigues.
—A la orden, señora.
El proceso fue tedioso. Sin embargo, llegó un momento en que el muchacho se sobresaltó al oír una pregunta efectuada en un ancestro del idioma ewé. A partir de ahí, todo fue más sencillo. Pronto lograron averiguar que se llamaba N'gwa, y que dentro de poco sería aceptado dentro del clan de los cazadores de los Verdaderos Hombres. Al final, lo difícil fue hacerlo callar.
Amanecía dentro de Asedro. La capa de nubes perpetuas que circundaba el planetoide se encendía lentamente, como si alguien vertiera en ellas un fluido que brillara con fulgor amarillento. Los últimos rescoldos de la hoguera se apagaban; en torno a ella, un muchacho dormía, agotado por las últimas emociones, vigilado por un androide de combate que no movía un músculo. Algo más apartados, Beni y Uhuru descansaban, recostados uno en el otro.
La Matsu miró a su compañero. Su mente parecía estar en otro sitio, muy lejos de allí, y la expresión de su rostro era inequívoca.
—No te comprendo, Beni —dijo, mientras le acariciaba la cabeza—. Lo que nos ha relatado N'gwa es fascinante, increíble. ¿Por qué estás enfadado, pues?
Él tardó unos momentos en responderle, como si tratara de ordenar sus ideas:
—Por lo que se deduce de su verborrea, hace unos diez mil años estándar los Alien secuestraron un grupo de aborígenes africanos y los trajeron aquí, diciéndoles que era la Voluntad de Dios. Se adaptaron perfectamente al entorno, y han conservado sus costumbres y tradiciones sin cambios desde entonces. La subsistencia se basa en la recolección, la pesca y la caza, sobre todo de ciervos y conejos. Incluso existen zonas con animales feroces, tales como jabalíes, bisontes y leones, donde los varones celebran sus ritos de iniciación. Hasta ahí, todo normal; todo esto sería una especie de gran zoológico o parque temático, muy limpio y presentable. Resulta un poco rara la mezcla de fauna africana y europea, pero los criterios estéticos de los Alien son inescrutables. Pero después están esos dos o tres detalles desagradables, que me hacen preguntarme sobre el sentido de las cosas. Las Montañas de los Demonios, por ejemplo.
—Los Demonios, sí… —admitió Uhuru—. Su descripción se parece demasiado a la criatura que os atacó a Jan y a ti.
—Los Verdaderos Hombres, como se autodenominan los paisanos de N'gwa, tienen pánico a esas montañas. Sin embargo, uno de ellos, tratando de demostrar su valor ante los demás guerreros, llegó hasta allá y vio a los Demonios. Un grupo de ellos se abalanzó hacia él, pero algo paró en seco su embestida, y los hizo retirarse aullando. No hace falta ser un lince para reconocer una valla energética, o una cerca electrificada invisible. Según sus leyendas, antiguamente los pecadores eran arrojados a los Demonios, para morir en castigo a sus faltas. Y esto sólo se hacía si Dios hablaba a los sacerdotes, proporcionando los nombres de los destinados a morir. Y cuando digo hablaba, lo hago en sentido literal.
—Tal vez sólo sea eso, una leyenda. Según N'gwa, hace siglos que Dios permanece callado.
—¿Una mera leyenda? No lo creo. Mira, Uhuru: algo raro sucedió en Asedro que alteró la rutina habitual. La cicatriz exterior, los muertos en aquella ciudad, el silencio repentino de la Voz Divina… El tal Dios mandaba ejecutar a determinadas personas, por motivos que se me escapan y, a saber por qué, dejó de hacerlo. Para tratarse de un parque temático, funciona de una forma sumamente atípica —hizo una pausa—. Y luego están los otros, los Blancos.
—De acuerdo con las descripciones de N'gwa, se trata de individuos de raza caucásica y elevada estatura, rubios, con ojos azules y rasgados y narices afiladas, que viven en las antípodas de este planetoide. Sin duda, los Alien decidieron traer dos grupos humanos de lo más dispar, para dar diversidad a su colección. Después de todo lo que hemos visto, no sé de qué te extrañas.
—Blancos y Negros… ¿Te diste cuenta de lo desconcertado que parecía el chico respecto a nosotros? Según nos dijo, éramos un mal sueño, no podíamos existir. Resulta comprensible en ACM y en ti, ya que vuestra pinta es bastante anormal…
—Creo que ya sé por qué me gustas; tus halagos me vuelven loca —Uhuru le dio un tirón de orejas.
—En cambio, mi caso es distinto —Beni prosiguió, sin atender a juegos—. Tengo todo el aspecto de un humano típico y, sin embargo, fui el que más le perturbó, y no a causa de mi caída de ojos. N'gwa no podía asimilar el hecho de que existiera una persona que no fuera Blanco o Negro puro. ¿Te das cuenta? Tras diez mil años de convivencia, las dos comunidades de humanos nunca se han cruzado; no hay un solo mestizo. Es increíble.
—Quizá los Alien traten de conservar la pureza racial, por fines estéticos —propuso Uhuru, no muy convencida.
—¿Por medio del odio y de la guerra santa? Cuando Dios les hablaba, siglos ha, era para incitarlos al combate, para sugerirles estrategias de lucha. Supongo que los Blancos tendrán su propia divinidad, que les ordenaría cosas parecidas en el pasado. Como método de control de la población resulta un poco retorcido.
—No apliques tus conceptos morales a todo lo que se relacione con los Alien. Recuerda lo que te enseñaban en la escuela sobre el relativismo cultural.
—Blancos y Negros… —Beni no la escuchaba—. ¿De qué colores son las piezas del ajedrez, Uhuru?
Ella lo miró, entre divertida e indignada.
—¡Y dale con tu manía del juego! De todas las ideas peregrinas que se te han pasado por la cabeza, ésta es la que más… —se detuvo, al ver la expresión de él—. Me temo que no bromeas.
—No me gusta reírme de las cosas serias. Y perdona que te lo recuerde, pero N'gwa dijo, antes de dormirse, que los Blancos han reanudado sus incursiones bélicas, después de una larga época de tregua. Consiguieron capturar a unos cuantos, y antes de que los mataran de acuerdo con el ritual sagrado, desollándolos y troceándolos, confesaron que su Falso Dios (eso dice N'gwa, claro) les había hablado tras un silencio de muchos, muchos años, y les había ordenado atacar. ¿Por qué ahora, justo cuando llegamos nosotros? Y no me vengas con lo de los mecanismos automáticos de defensa de Asedro, porque me enfadaré. Sigo sin poder quitarme de la cabeza que hemos reactivado una partida que llevaba siglos parada.
—Acabarás tan paranoico como un maestro de escuela.
—Tal vez tienes razón —Beni sonrió—. Pero si los Alien desearan de veras quitarnos de en medio, seguro que disponen de los medios necesarios; matarnos es fácil, comparado con mantener varias esferas huecas del tamaño de asteroides una dentro de otra. Naves Alien recogieron humanos para traerlos aquí, hace milenios; naves Alien provocaron el Desastre. Supongo, sin pena ninguna, que la mayoría pereció cuando reventó la esfera Dyson. Y hemos tenido la mala suerte de topar con algunos supervivientes, a los que nuestra llegada parece haber animado a regresar a los antiguos hábitos: hacer la puñeta a la especie humana.
—Tus razonamientos son incoherentes, Beni; me resulta difícil seguir tu argumentación. No tienes pruebas para estar tan seguro; puede que hayamos activado los mecanismos automáticos de defensa de Asedro, perdona que insista.
—Ya sé que también me repito, pero creo que hay algo, o alguien, mirándonos. Alguien que se hace pasar por el Dios de los Blancos ha ordenado a sus creyentes atacar, tras siglos de silencio, justo cuando nosotros nos teleportamos a este sitio.
—Estás cometiendo un error que cualquier científico que se precie debería evitar: el antropocentrismo —lo amonestó—. Piensas que los Alien tienen idénticos motivos que los humanos, y eso es improbable. Un juego… Sólo algunos mamíferos, vosotros incluidos, poseéis inclinaciones lúdicas, que no son más que una forma inofensiva de canalizar la agresividad. Se me ocurre una docena de teorías para explicar el comportamiento Alien; yo me inclinaría por algún incomprensible experimento. Lo más seguro es que también me equivoque; los sentimientos de nuestros anfitriones serán más raros que cualquier cosa que podamos imaginar. Y eso, suponiendo que términos como razonamiento o sentimientos se puedan aplicar a ellos.
—Acepto la reprimenda, pero…
—Menudo científico… —repuso, divertida—. Nada de lo que diga te convencerá de lo contrario, cabezota —Uhuru se desperezó con gracia felina y se incorporó—. Trata de dormir un poco, Beni, aunque sea de día. Mañana nos espera un largo viaje.
—Lo intentaré, aunque no prometo nada —repuso, acomodándose en el suelo—. No hace falta que me cuentes un cuento para conciliar el sueño; ya he oído demasiadas historias durante las últimas horas.
Muy lejos de allí, la Voz de Dios volvió a hablar, y sus órdenes fueron claras. Aquéllos a quienes iban destinadas obedecieron.