18

En esta ocasión, el sueño fue agradable.

En primer lugar, no había imágenes. Nada de crímenes, masacres o desiertos: sólo una luz tenue, cálida, de vez en cuando surcada por sombras difusas.

Luego, los sonidos: un murmullo como de hojas de árboles mecidas por el viento y un rumor similar al de un arroyo de montaña.

El sueño era vívido, pero también lo fueron los anteriores. Sin embargo, tal vez por la calma que sentía, los detalles se le figuraban más intensos, más reales. Olía a hierba fresca, y a madera quemada, e incluso creyó sentir el aroma de un guiso que no pudo identificar, traído por la brisa. Hasta podría jurar que sentía a ésta acariciar su piel.

Todo resultaba tan auténtico que se dio cuenta de que estaba despierto.

Abrió los ojos y contempló un cielo completamente nublado, aunque no resultaba amenazador. La luz era clara, azulada, y sugería un día primaveral; no  molestaba a la vista, y pronto se dio cuenta de la razón. Se hallaba a la sombra de un gran árbol, al que no tuvo ninguna dificultad para clasificar como un tejo. Extendió la mano y sus dedos se hundieron en el césped hasta tocar la tierra, blanda y ligeramente húmeda. Respiró hondo; hacía tiempo que no se sentía tan a gusto.

«Eh, un momento. Pero… ¿no estaba yo en Asedro?»

Se incorporó de un salto, tan sólo para caer de nuevo, vencido por el mareo y por un dolor de cabeza que le asaltó súbitamente. Parecía como si dos enanos sádicos se dedicaran a martillear dentro de su cráneo.

—Vaya, por fin nuestro bello durmiente se digna reaccionar, y sin necesidad de darle un beso. No te muevas, Beni; deja que te ayude. Aún estás muy débil.

Uhuru se acercó a él, lo tomó en brazos sin ningún esfuerzo y lo depositó en un lecho improvisado con los restos de las escafandras.

—¿Te duele la cabeza? —le preguntó, cuando vio sus gestos al acomodarlo en la almohada.

—Sólo cuando me río, je, je. ¡Ay! ¿No tienes una aspirina? Y luego explícame qué hacemos aquí, si no es mucho pedir.

—Ésta es una de las últimas dosis del botiquín. Agotamos casi todo su contenido tratando de reanimarte. A este paso, pronto habremos de recurrir a las compresas de agua fría.

Beni tomó el comprimido, y automáticamente se sintió mucho mejor. Exhaló un suspiro de alivio.

—Y ahora, para completar este panorama de bucólica serenidad, creo que llegó el turno de las explicaciones, querida.

Uhuru se sentó frente a él, adoptando la posición del loto. Iba vestida con los pantalones del traje de presión y una camiseta que se ceñía al cuerpo de forma que no dejaba lugar a la imaginación. «Debo de estarme recuperando, porque se me ocurren unas cuantas ideas poco edificantes». Ella pareció leerle los pensamientos, ya que sonrió y le hizo un guiño. Beni se sorprendió al ver lo que había cambiado su carácter en unas cuantas semanas. «Si no fuera por el color de tu piel, me recordarías a alguien que conocí hace mucho tiempo».

—Cómo no. Después de que te provocáramos un coma artificial y tus funciones vitales quedaran prácticamente en suspenso, ACM y yo recogimos todos los despojos que pudimos hallar, incluyéndote a ti, nos los repartimos y nos pusimos a vagar por aquellos barrancos áridos, buscando un teleportador que nos sacara de allí. Tardamos muchos días en encontrarlo, pero lo logramos, gracias a ACM. Yo no me sentía muy bien, y tú estabas hecho un verdadero asco, a pesar de la medicación. El resto te lo puedes imaginar: oscuridad, desorientación, y aparecimos en medio de un prado, cerca de aquí.

—Seguimos dentro de Asedro, supongo.

—Efectivamente. Estamos sobre un planetoide de unos cien kilómetros de diámetro, sin duda incluido dentro de los dos anteriores; tu símil de las muñecas rusas resultó acertado. La composición de la atmósfera es idéntica a la de la Vieja Tierra, y la temperatura es de 20°C. Aún no lo hemos explorado, pero el paisaje parece uniforme: prados con algún que otro arbusto y bosquecillos de coníferas. El agua fluye con abundancia; no hemos visto llover todavía, pero la humedad relativa es alta y hay riachuelos por doquier.

—Parece un paisaje sacado de la Europa Atlántica…

—Más de lo que crees. Permíteme continuar con el relato. En cuanto nos repusimos de la sorpresa, y comprobamos que no había criaturas peligrosas al acecho, buscamos un sitio tranquilo donde restaurar nuestras maltrechas anatomías. Tu convalecencia ha sido más problemática de lo que creíamos. El correr en modo de combate no fue muy saludable para tu aparato respiratorio; quedó reducido a una masa sanguinolenta. No creo haber detectado más úlceras juntas en un solo paciente antes de ahora. Sí, antes de que me lo preguntes, estudié Medicina hace unos cuantos siglos. Afortunadamente, las modificaciones que sufriste años ha en los laboratorios corporativos incluían una capacidad de cicatrización sumamente mejorada. Entre eso y lo que pudimos aprovechar del botiquín, salvaste el pellejo. Sin embargo, has empleado gran parte de tu energía en restañar heridas. Estás más débil que un niño anémico, y habrás de reposar unas cuantas semanas para volver a recuperar la forma. Tuviste suerte; según los bioanalizadores, no quedarán secuelas.

—Sí; el pobre Jan no fue tan afortunado —ambos callaron unos momentos, recordando al compañero muerto—. Me pregunto de dónde saldría aquel bicho asesino. Probablemente lo enviaron para nuestro solaz y esparcimiento; allí no había nada de lo que pudiera alimentarse, salvo nosotros.

—Quizá fuera otro de los mecanismos de defensa automáticos de Asedro —repuso ella, sin mucho entusiasmo.

—Eso espero, porque en caso contrario alguien va a pagarlo, y al demonio los buenos propósitos del Primer Contacto.

Uhuru le puso una mano en el hombro.

—Tranquilízate, ¡oh, jefe! Ya que estás consciente y alegre como unos cascabeles, tendrás que comer algo. Me supuse que despertarías pronto, y te he preparado un caldito de carne. Debemos ahorrar las raciones de supervivencia que pudimos recuperar.

—Ya me parecía a mí que olía a humo —trató de incorporarse pero sólo pudo levantar la cabeza; Uhuru lo acomodó, utilizando el tronco del árbol a modo de respaldo—. Confío en que hayas analizado la fauna de por aquí antes de cocinarla. ¿Qué pasa con la incompatibilidad bioquímica?

—Las formas de vida son idénticas a las de la Vieja Tierra, molécula a molécula.

Beni respiró hondo y miró a su alrededor.

—Me lo temía. Esas flores amarillas son ranúnculos, y este césped es de gramíneas. El árbol bajo el que has tenido la deferencia de acostarme es un tejo, a pesar de que, según la tradición, dormir bajo él es invocar a la muerte.

—No era mi intención. Sabes que es imposible que dos sistemas biológicos de planetas distintos sean idénticos, ¿verdad?

—Sí. La conclusión es obvia: alguien trajo todo esto aquí desde nuestro mundo materno. ¿La razón? Seguro que no para que disfrutemos de un agradable día de campo —reflexionó unos momentos—. Es extraño; las naves Alien se limitaban a bombardear nuestros planetas, pero en ningún caso se dedicaron a la recolección de especímenes.

—Tal vez lo hicieron sin que nos diésemos cuenta. Recuerda que en Hades desaparecieron varios millones de colonos.

—Quizá. Se me está ocurriendo otra desagradable idea: ¿Y si nos visitaron mucho antes? Las culturas humanas están llenas de referencias a dioses que vinieron de las estrellas. La mayor parte son mitos, o bien elucubraciones de estafadores para vender libros pseudocientíficos, pero…

—Me temo que nunca podremos averiguarlo, a menos que encontremos a alguien dispuesto a decírnoslo.

—¿Habéis probado a analizar la deriva genética? Comparando secuencias de nucleótidos, o de aminoácidos, se podría calcular el momento en que estas plantas abandonaron la Vieja Tierra.

—Disponemos de un botiquín de campaña, no de un laboratorio. Lo siento, Beni.

—No te preocupes; ya habrá tiempo de buscar respuestas más adelante —volvió a sentir el aroma de la comida—. ¿Mencionaste algo sobre un caldo de carne?

—Sí. Los conejos abundan por aquí, y ACM consiguió atrapar unos cuantos. A él le resulta fácil; se queda quieto como una estatua cerca de sus madrigueras, y sólo ha de agarrarlos por las orejas cuando se le acercan. La verdad, me da mucha pena tener que matarlos; resulta repugnante darse cuenta de que la comida se mueve y te mira con ojos tristes, en vez de venir envasada en un recipiente de plástico, como sería decente. Yo puedo arreglarme con alimentos vegetales, pero tú necesitas un suministro rico en proteínas. Qué asco de humanos —hizo un mohín, medio en broma.

—Esto… No es que quiera dudar de tus capacidades, pero ¿sabes cocinar?

—¿Yo? ¡Qué va! Afortunadamente, en mi juventud (sí, los Matsushita también fuimos jóvenes) leí algunas novelas de aventuras de humanos que se veían abandonados en ecosistemas hostiles, y sobrevivían, y no se me han olvidado del todo. Si a eso le unimos el sentido común y ciertos conocimientos de dietética, creo que el éxito está asegurado. No pongas esa cara, hombre.

—Ya. De verdad, ¿no quedan raciones de supervivencia? Proteína de soja concentrada, aderezada con glutamato, o algo por el estilo… Me conformo con poco, palabra de honor.

—No seas agonías, Beni. De acuerdo con el bioanalizador, mi guiso es perfectamente comestible y nutritivamente idóneo.

—¿Serías tan amable de darme la receta? La verdad, si no sé lo que como, no me luce.

—No es demasiado complicado. Sacrificamos un conejo, lo desollamos, evisceramos y troceamos, y lo asamos con la pistola de plasma a mínima intensidad. Luego, utilizando los restos de un casco a modo de olla, cocí la carne en agua, acompañándola de algunos vegetales que tomé de la orilla del riachuelo y diversas hierbas aromáticas. Pensé en añadirle una trucha, pero me pareció demasiado. Eh, no me mires así. Desgraciadamente, debemos ahorrar las cargas de la pistola de plasma, así que tuve que recurrir a encender una hoguera. El hecho de que la cazuela improvisada no transmitiera el calor fue un problema, pero lo solucioné introduciendo en el caldo piedras calentadas al fuego. No te preocupes, las quitaré antes de darte de comer. También he diseñado unas cucharas; me siento orgullosa de mí misma.

Uhuru se dirigió a la hoguera, y regresó con un trozo de casco transparente que había pertenecido a una escafandra. Dentro de él se apreciaba un líquido verdoso en el que flotaban unos pedazos de algo que podría ser carne. Beni tragó saliva con dificultad.

—Maldita harpía, te aprovechas de que soy incapaz de moverme para someterme a tus infames experimentos. Te recuerdo que el cobayismo fue prohibido en la convención de…

—Calla, pesado —se sentó junto a él e introdujo una extraña cuchara hecha con trozos de plástico en el caldo—. Abre la boca, anda.

—¿Y si me niego?

—Si está muy bueno… Ánimo, valiente, que viene un avión… —imitó el sonido del aparato y dirigió la cuchara hacia los labios de Beni, que le lanzó una mirada asesina, hizo una referencia escatológica sobre los ancestros de la Matsu y se resignó a su suerte.

Una vez terminado el ágape, ACM retiró los improvisados cubiertos para lavarlos en el arroyo. Beni sudaba copiosamente, y la cara de un Ecce Homo, comparada con la suya, luciría alegre y jovial.

—¿Qué, te ha gustado? —preguntó Uhuru, sonriente.

—…

—Tampoco esperarías un menú de cocina rigeliana. Para ser la primera vez, no estuvo mal, creo.

—¿Y la expresión sádica de tu rostro, mientras me hacías engullir esa bazofia?

—¿Osas decir que su sabor era desagradable? —Uhuru adoptó una expresión de cómica ofensa.

—Si se la llegas a dar a un cerdo, seguro que se le saltan las lágrimas.

Ambos rieron de buena gana, aliviando la tensión acumulada durante tantas jornadas. Ya más tranquilos, Uhuru volvió a acostar a su compañero, acomodándolo con delicadeza.

—La próxima vez, permíteme que sea yo el que proporcione la receta y supervise la preparación —dijo Beni—. He comido cosas peores, créeme, aunque me cuesta recordar cuándo. Los espíritus de incontables generaciones de cocineros deben de estar removiéndose en sus tumbas, sin mencionar al conejo. Menos mal que no se te ocurrió condimentarlo con una ramita de este árbol.

—¿El tejo es venenoso? —recibió una mirada poco amistosa—. Qué curioso; quién lo diría.

Beni sonrió. En el fondo, la situación era divertida, cosa de agradecer tras pasar tantas calamidades. Además, algo le intrigaba.

—¿Qué se ha hecho de la figura arisca y sobrenatural, que me miraba como si fuera el más despreciable de los gusanos? Has cambiado mucho desde que nos conocimos a bordo de la Galileo; no pareces la misma persona.

Uhuru se encogió de hombros.

—Soy vieja, Beni, más de lo que supones. He vivido en infinidad de mundos, y siempre capté odio hacia nosotros, hacia todo lo que es diferente, extraño, extranjero. Creasteis androides, robots y mutantes, que en muchos casos sólo tenían una finalidad, serviros, y eran felices con ello. Conocí a muchos, y eran criaturas sensibles, a veces excepcionales, maravillosas. Y cada vez que vuestros ineptos políticos os llevaban a una situación crítica, buscaban un chivo expiatorio a quien culpar de la frustración, del paro, de la guerra, del miedo al futuro. ¿Cuántos seres indefensos fueron asesinados, en nombre de virtudes humanas como el amor o la comprensión? Ninguna sucia máquina podía sustituir al ser humano, con sus bellos, cálidos y tiernos sentimientos, que nosotros no podíamos experimentar. Decían que éramos imitaciones obscenas, usurpadores que pretendíamos derrocar al legítimo rey de la Creación… Han pasado más de mil años, pero aún puedo ver a las hordas de Humanistas acorralando a los robots y a los mutantes. Sabían que no estaban programados para defenderse, y se aprovechaban de ello. Pude comprobar hasta qué extremos llegaba el ingenio humano a la hora de imaginar crueldades y vejaciones. La policía y los militares hacían la vista gorda en la mayoría de los casos. Los Matsushita no podíamos remediar nada. Nos habían diseñado para amaros y respetaros, y repudiábamos la violencia. Os odié, sí. No sé por qué no os matamos.

Uhuru calló. Su expresión era sombría, y su mirada se perdía en el horizonte. La luz, filtrada por las ramas del tejo, dibujaba sombras cambiantes en su piel de biometal. Beni, al contemplarla, no pudo evitar sentirse responsable de los crímenes que sus congéneres habían cometido contra sus propias creaciones. Era incapaz de comprender por qué retorcida lealtad éstas aún no se habían rebelado. Con un esfuerzo que estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento, consiguió mover una mano hasta tocar a su compañera.

—Lo siento.

Uhuru pareció volver en sí. Miró a Beni y tomó su mano entre las suyas. Le dio un leve apretón y volvió a acomodarlo en una posición más confortable.

—Lo sé; gracias —suspiró—. Pasó el tiempo, y los Humanistas cayeron. La Corporación contó con nosotros, y aceptamos colaborar, pero era imposible borrar el pasado. Mantuve el contacto con los humanos al mínimo nivel posible, y traté de cerrar antiguas heridas, sin lograrlo del todo. Pero cuando convives cierto tiempo con otra persona, y la ves desvalida, totalmente dependiente de ti, y has de curarla, alimentarla, limpiarla y lavarle la ropa, ya no puedes odiarla. Es curioso: aborrecemos a una colectividad, con razón o porque así nos lo han enseñado, pero nos resistimos a hacer daño a un individuo al que conocemos por su nombre. Me cuesta admitirlo, Beni, pero lo pasé mal cuando estuviste a punto de morir, hace unos días —sonrió—. Es tiempo de dormir; tienes que recuperar fuerzas, ahora que nada nos amenaza.

—Sí, mamaíta —contestó Beni, tratando de quitar dramatismo a la situación—. ¿No me das un besito de buenas noches, y me cantas una nana?

—Una hipodérmica sería más eficiente. Además, aquí nunca oscurece, así que buenos días —lo saludó con la mano y se marchó hacia el arroyo.

—¿Quién dijo que las mujeres eran sensibles y románticas? —se lamentó. Un minuto después dormía como un bendito.

Beni se incorporó con la ayuda de una rama de tejo que ejercía de improvisado bastón. Sacudió los restos de comida del regazo y se encaminó hacia el riachuelo, para intentar que el olor a pescado asado desapareciera de sus dedos. Uhuru marchaba tras él, indiferente en apariencia pero presta a sujetarlo si daba un traspiés. Aún estaba demasiado débil.

—He de reconocer que nunca se me habría ocurrido utilizar el papel de la impresora para envolver la trucha y cocerla enterrada en las brasas —le dijo—. Me hace gracia esa manía vuestra de convertir el devorar un pobre bicho en una forma de arte.

—No exageres; le faltaba sal. Si al menos los Alien hubieran reproducido un clima mediterráneo costero, podríamos haber improvisado unas salinas en miniatura. Sin sol, y con tanta humedad, resulta fatal para el reuma —dijo, imitando la voz de un anciano cascarrabias.

Llegaron a la orilla de un arroyo. Beni se dejó caer pesadamente, y sumergió sus manos en la corriente. El agua estaba helada y transparente, como si no existiera. Podían verse sin dificultad los guijarros del fondo, los peces que desaparecían dejando tras de sí algunos remolinos, o las larvas de libélula tratando de cazar a sus presas entre las hierbas acuáticas.

—Ah, qué placer… —dijo, mientras se agachaba y se mojaba la cara y el cuello—. Después de los ambientes tórridos que hemos sufrido, esto es un auténtico paraíso. Me resulta difícil creer que algo tan bueno esté durando tanto.

Uhuru no respondió. Ver a su compañero recuperado le causaba una extraña satisfacción. Por un momento, fue capaz de comprender por qué algunos humanos, habitualmente coherentes, se quedaban como embobados cuando sus hijos pequeños hacían alguna gracia, aunque fueran unos seres enanos y repelentes. Sonrió. Fue a decirle algo a Beni, pero comprobó que éste se dedicaba a examinar la vegetación de la orilla.

—Mira, son sauces. Podríamos recolectar sus cortezas y añadirlas al botiquín; en infusión servirían de analgésico —se agachó y arrancó unas florecillas—. ¿Y estas crucíferas? No soy un experto en flora terrícola, pero apostaría lo que fuera a que este paisaje es idéntico al de Galicia, Bretaña o cualquier región atlántica de la Vieja Tierra, al menos antes de que las llenaran de eucaliptos, urbanizaciones horrendas y contaminación. Asombroso —se incorporó para volver a sentarse apoyado en un aliso—. Me pregunto si habrán traído gente al interior de Asedro. No me sorprendería encontrarme un corro de menhires detrás de una de esas lomas.

Uhuru lo miró con atención. Su compañero se había quedado inmóvil, con la vista perdida en algún punto del horizonte, sumido en sus recuerdos. Se sentó a su vera.

—Si esperas la salida del sol, creo que te llevarás una gran decepción. No hay.

Beni retornó al mundo real. De repente, se dio cuenta de lo cerca que estaba de Uhuru. Aunque su extraña piel le daba un cierto aspecto de estatua metálica, el cuerpo era cálido, acogedor. Decidió aprovecharse de su condición de enfermo convaleciente, y de que ella estuviera últimamente amistosa, y apoyó la cabeza en su hombro. La Matsu lo miró divertida, pero no lo rechazó. Permanecieron así un buen rato, hasta que una sombra se cernió sobre ellos.

—Mira —Beni señaló con el dedo a la gran ave que, tras sobrevolarlos y decidir eran demasiado grandes para ser comestibles, se perdió en la lejanía—, es un águila; no me preguntes la especie —hizo una pausa—. Me dan envidia esos bichos; debe de ser maravilloso volar por tus propios medios, cortando el aire como un cuchillo.

—Vaya, vaya… —replicó la Matsu, en son de burla—. No sabía que a los militares os diera por la poesía barata. Creía que vuestro único contacto con los animales era a través del visor telescópico de un arma.

Beni la miró con cara de pocos amigos, pero se encogió de hombros; nunca sabía cuándo ella hablaba en serio.

—¿Acaso piensas que los militares nacemos con un subfusil bajo el brazo, y que la primera palabra que aprendemos a decir es banzái? —ella puso una cara de falsa candidez y asintió—. La madre que te parió… ¿O era una probeta?

Touché —replicó ella, sonriente—. ¿Continuamos zahiriéndonos, o firmamos una tregua?

—Haya paz… Además, te juro que yo de joven no tenía ideas belicistas. Soñaba con convertirme en un astrónomo de prestigio. De pequeño mi padre me llevó al museo orbital Hubble IV, y desde entonces decidí dedicarme a descubrir nuevas galaxias, bautizar cuásares y todo eso.

—Pues perdona que te diga, pero si por algo te has hecho famoso es por la masacre de Tau Ceti, las ejecuciones sumarias de Erídani, la toma del Complejo Gxak en Lacaille, la…

—¿Qué quieres que te diga? Los caminos del destino son retorcidos, y muchas veces dependen de una decisión arbitraria o atolondrada. En realidad (y no se lo digas a nadie) yo me metí en las Fuerzas Armadas por culpa de un desengaño amoroso.

—¿Eh? ¡No jodas! —Uhuru lo miró con interés—. El afán de cotilleo es una característica supuestamente ausente del cerebro Matsushita, pero cuenta, cuenta; no seas vergonzoso.

—La verdad, yo creía que eso de relatar tu vida mientras ésta peligra en el interior de una nave alienígena hostil, sólo pasaba en las películas… Bueno, yo era una tierna criatura, más bien mimada por sus padres, que por primera vez dejaba el hogar para irse a vivir en un apartamento, con otros estudiantes universitarios. Me inicié en unos cuantos vicios, dejé la mayoría de ellos, traté de aprender Astronomía y me aburrí. En los museos y en la holovisión se ve todo muy bonito, pero la realidad es mucho más prosaica. Creo que en mi universidad se juntaron los profesores con capacidad pedagógica más atrofiada del Ekumen; parecían médicos. En fin, únele a eso que me enamoré como un besugo de una chica preciosa. Me traía loco, hasta que descubrí que sólo me toleraba porque le ayudaba a resolver los problemas de Mecánica Cuántica. Evidentemente, mi profunda y rica vida interior le importaba un comino; ella prefería a sujetos más fuertes, más altos, más guapos… Al menos tenía buen gusto. Cuando caí del burro, me pasé un par de días tumbado en la cama, mirando al techo, y tomé una decisión. Me subí al monorraíl y saqué un billete para el centro de reclutamiento de las F.E.C. más próximo, en la ciudad de Cartagena. Y ya no pude volverme atrás. Madre mía, qué tonterías hacemos cuando somos jóvenes.

—Y no tan jóvenes…

—Desde luego. Tendrías que haberme visto: apenas veinte años estándar, canijo, cabezón y con acné, y me presenté en las oficinas, pidiendo que me destinaran al cuerpo más duro de todas las Fuerzas Armadas. No sé qué quería demostrar, ni a quién. El suboficial que estaba detrás del mostrador me miró de arriba abajo, se encogió de hombros y me hizo rellenar una tonelada de formularios. Al día siguiente me enviaron al hospital militar, donde sufrí mil perrerías, y empezó mi brillante carrera. Ya no podía regresar.

—¿Nunca te arrepentiste?

—No tuve ocasión. Al principio lo pasé peor que una beata en un prostíbulo, pero el orgullo me impedía salir corriendo y huir a casita. Después, no lo sé. Te aseguro que el desengaño amoroso se me olvidó al cabo de una semana de entrenamiento. La mitad de nosotros se retiró, e incluso uno se voló la cabeza con su arma reglamentaria; me tocó limpiar su habitación, qué asco. Por el día nos mataban a correr, saltar, esquivar, o nos metían en una especie de coctelera gigante para acostumbrarnos a resistir el mareo. Por la noche nos enchufaban a un ordenador, para aprender mientras dormíamos. Y sobreviví a todo eso, y a las novatadas, y a los sargentos cargados de mala leche. Y un soleado fin de semana me vi con uniforme de gala, jurando bandera ante un público muerto de aburrimiento y deseando que la ceremonia terminase. Mi madre lloró un poquito, como era de rigor, y yo me pregunté qué demonios estaba haciendo allí.

—Menudo propagandista estás hecho. Me extraña que algún comisario político no te denunciara antes.

—No creas. La Corporación practica un control mental sutil, hasta el punto que no le importa que seamos conscientes de que nos manipulan. Protestamos mucho, sobre todo en la cantina, pero a la hora de la verdad hacemos lo que nos dicen. No sé cómo demonios lo logran. En fin, déjame continuar. Me animó a seguir el hecho de que nos enviaran a otro Sistema en misión de combate. Me hacía ilusión ver planetas nuevos, otros soles… Nunca había pasado de la órbita de la Luna, ¿sabes? Joder, hace siglos de eso.

Meneó la cabeza y permaneció callado durante unos minutos, dejando que los recuerdos surgieran de las nieblas del pasado. Uhuru respetó su silencio, realmente intrigada. Jamás un humano se había sincerado con ella, como ahora.

—La primera misión consistía en ayudar a un movimiento rebelde para derrocar un gobierno hostil a la Corporación, en un planeta de cuyo nombre no quiero acordarme. Éramos pocos, pero nuestros dirigentes preferían no verse implicados en el asunto. Hacíamos el trabajo sucio, y éramos sacrificables. Nuestro capitán lo sabía, y probablemente por eso estaba de malas pulgas un día sí y el otro también. Nos hibernaron en un transporte mugriento y despertamos en un barracón infecto, iluminado a duras penas por un sol rojizo y un par de lunas apolilladas. Como en las películas, vamos: diversión, bares, paisajes exóticos, bellas mujeres… Mejorando lo presente, claro está.

—Muy amable el piropo —Uhuru lo miró con suspicacia—. ¿Has caído rendido ante mis encantos, o se debe a que soy la única cosa con tetas en ciento sesenta mil años luz a la redonda?

—Mi lujuria me ciega, sin duda —Beni replicó mecánicamente, pero se notaba que su mente vagaba por otro lugar, mucho tiempo atrás—. Estuvimos una semana familiarizándonos con el terreno, y una noche salimos a destruir una de las principales bases militares del enemigo, teóricamente inexpugnable. Pobres diablos… Eran reclutas de apenas dieciocho años, tiernos y bisoños. El servicio militar era obligatorio, fíjate.

—¿Obligatorio? No me tomes el pelo —lo interrumpió la Matsu, incrédula.

—Te lo juro. Y nosotros éramos profesionales, condicionados para matar sin sentir remordimientos. No tenían ninguna oportunidad. Aquello no fue una acción gloriosa, sino una masacre. Resguardados por la oscuridad, nos acercamos a una de las puertas de la base, guardada por un centinela que no paraba de dar saltitos y frotarse las manos para combatir el frío. Me parece estar viendo con qué indolencia sujetaba su fusil, y canturreaba en voz baja. El capitán me hizo una seña, y comprendí lo que tenía que hacer. Ninguno de nosotros había liquidado a un adversario así, a sangre fría, pero el entrenamiento funcionaba. Me arrastré hacia su espalda, saqué un alambre muy fino de mi cinturón y lo degollé, mientras lo sostenía para que no hiciera ruido al caer. El cuerpo tembló espasmódicamente unos instantes, y se quedó quieto. La sangre corría por mis dedos, y estaba caliente, y no paraba de manar, y caía en el suelo, pero no llegó a formar un charco. La tierra estaba seca, y absorbía muy bien el líquido. Estuve un rato así, hasta que el capitán llegó donde estaba yo y me obligó a reaccionar. Oculté el cuerpo lo mejor que pude, pero no pude resistirme a llevarme su cartera, que sobresalía del bolsillo de la guerrera. Tenía poca cosa: algo de dinero, documentos de identidad, unas fotos de un matrimonio ya anciano y sus hijos, entre los que estaba el soldado, y una carta repleta de faltas de ortografía. Era de su madre, contándole chismes del pueblo, lo mucho que lo echaban de menos, y pidiéndole que se cuidara y que usara los calcetines y la bufanda de lana que le había mandado. Y yo no era capaz de experimentar sentimiento alguno; miraba aquello como un botánico diseca una flor, para contarle los estambres y pistilos.

Hizo una pausa. Se pasó la mano por la frente, como si apartara algo.

—Penetramos en la base, y nos dedicamos a liquidar soldados en silencio. El segundo fue más fácil, y al cabo de cuatro o cinco muertos ya era un experto en la materia. Llegamos al depósito de armas, lo volamos y escapamos sin sufrir bajas, aunque nadie del enemigo sobrevivió. Nuestro capitán nos felicitó. Nos dijo que esa acción no tenía un gran significado en la guerra, pero que nos serviría de rodaje, de entrenamiento. La guerrilla a la que apoyábamos se atribuyó todo el éxito, e incluso escribieron canciones sobre su indómito valor a la hora de combatir a los opresores, etcétera. Y las batallas siguieron. Los superiores nos ordenaban a quién matar, y nosotros lo hacíamos. Hombres, mujeres, niños… ¿Sabes lo que es tener delante tuyo una niñita de seis años, muerta de miedo entre las ruinas de su casa, aferrándose a una muñeca de trapo rota, que te mira fijamente, y tener que volarle la cabeza de un tiro, y hacerlo? Los superiores nos tranquilizaban la conciencia diciéndonos que la muerte de esas criaturas era rápida, que les ahorrábamos una vida de sufrimientos… Al menos, la Corporación nunca torturaba al personal capturado, como hacían los nativos del planeta. No tomábamos prisioneros.

Uhuru se percató, no sin sorpresa, del tono de indignación de Beni. Resultaba extraño escuchar a alguien contar tales atrocidades y ser incapaz de odiarlo. Siguió pendiente de sus palabras, como hipnotizada.

—Y después de ese planeta otro, y otro, y otro. Siempre era lo mismo: había que derrocar un gobierno hostil a la Corporación; se buscaba un grupo insurgente cuyos soldados normalmente eran incapaces de atarse los cordones de las botas sin ayuda; los entrenábamos y nos ocupábamos de las misiones más difíciles, por supuesto en la sombra; el jefe de los rebeldes se convertía en presidente, o rey, o dictador, o dios… con algún político corporativo detrás, en la sombra, manejándolo. Al cabo de unas décadas, ese gobierno se había convertido en una democracia más o menos representativa, sus habitantes veían aumentado el nivel de vida, se abrían nuevos mercados a las grandes compañías corporativas, había más dinero para desarrollar mutantes como tú… Y nosotros vagábamos de mundo en mundo, asesinando gente, arrastrándonos por el fango en junglas pantanosas, quemándonos en desiertos de arena, cociéndonos en trajes espaciales, viendo envejecer y morir a nuestros parientes y amigos por culpa de los viajes sublumínicos, y quedándonos sin raíces. Muchos no lo soportaron. A pesar del condicionamiento mental, degeneraban en sádicos que gozaban torturando prisioneros, violándolos, mutilándolos, haciendo de ello una nueva forma de arte. En aquellas circunstancias era difícil asquearse, pero nosotros mismos quitamos de en medio a estos encantadores compañeros, sin necesidad de que nos lo ordenaran. Otros se suicidaban, o recurrían a las drogas para soportarlo y se convertían en desechos. Y unos cuantos aguantamos, y fuimos ascendidos para encargarnos de formar a otros reclutas, que llegaban jóvenes y sedientos de aventura.

Beni cambió de postura, aunque no se separó de Uhuru. El contacto era relajante, y hacía que los recuerdos fueran menos dolorosos.

—Así, pues, tuve que dejar la gratificante tarea de francotirador, en la que me había especializado, y dedicarme a enviar a otros a morir. Traté de negarme; matar gente a distancia es parecido a un videojuego, y no ves la sangre, pero había que cumplir órdenes. Por primera vez, tenía una responsabilidad entre las manos. No es lo mismo jugarse el pellejo que enviar a los demás a una trampa, por tu culpa. Así que empecé a estudiar táctica militar a fondo, e historia, y muchas otras cosas. Creo que eso me salvó de convertirme en una máquina. Me despertó el deseo de aprender. Traté de formar un equipo eficiente, en que unos se apoyaran a otros, de despertar la camaradería… y funcionó. Mi batallón llegó a ser el mejor, con el menor número de bajas. Éramos un pequeño grupo de hombres y mujeres, pero llegamos a compartir algo. Nos divertíamos en nuestro trabajo, dentro de lo que cabe, y la camaradería dejó paso a matrimonios, comunas y qué se yo. Lo pasamos bien, aunque los enemigos no pensaban lo mismo, evidentemente. Otros batallones siguieron nuestro ejemplo, y las tropas de choque se convirtieron en un lugar soportable para vivir.

Beni miró a Uhuru a los ojos, y sonrió débilmente.

—El resto ya lo sabes. Campañas más o menos gloriosas, sobrevivir a tus viejos compañeros, que van cayendo uno tras otro, enamorarte de alguien dispuesta a compartir su vida contigo, y ver cómo muere por salvarte de una bomba trampa… Y aguanté a todos y a todo. Mi exilio en Hades me permitió encontrarme a mí mismo, y poder hacer todas esas cosas que siempre deseé: una vida tranquila, estudiar varias carreras universitarias, dedicarme a la investigación… Pero me temo que tantos años en las F.E.C. dejaron su huella. Quiéralo o no, me educaron para ser una máquina de matar, siempre en nombre del Estado. Lo he asumido, y eso es todo. Un relato nada edificante, como ves.

Uhuru, para su sorpresa, le acarició la mejilla.

—Nunca pensé que fuera a decir esto, pero te comprendo mejor de lo que crees. Tanto tú como nosotros, los androides o los mutados, somos meras herramientas, creadas por la Corporación con fines concretos, para servir a la colectividad. Y a nadie le importa lo que nos pase, siempre que cumplamos la función que nos ha sido asignada.

—El tener sentimientos es un desagradable defecto de fabricación, que la Corporación aún no ha sido capaz de obviar —Beni se apretó un poco más contra ella.

—Y el desarraigo, la incomprensión, y la soledad. Sobre todo la soledad, compañero.

Los dos se abrazaron, y se quedaron contemplando un paisaje que parecía sacado de un antiguo cuento de hadas, sintiendo cómo poco a poco se reconciliaban con el pasado.

Beni se dejó caer al suelo, desfallecido. Trató de relajarse y de regularizar su ritmo respiratorio.

—Creo que gané —dijo, en cuanto hubo recuperado el resuello.

Uhuru, de pie ante él, lo miraba con semblante divertido.

—Aún no ha nacido el día en que un humano pueda vencer a un Matsushita en una carrera. Me he frenado un poco, para no herir tu hipertrofiada vanidad. Sin embargo, he de reconocer que no lo haces mal; has corrido los diez kilómetros en un tiempo realmente magnífico. Me parece que tu convalecencia ha terminado.

Beni se incorporó.

—Nunca me había sentido tan vivo como ahora. En muchos momentos, consigo olvidarme de que estamos en el interior de una estructura alienígena, y de que pronto habremos de continuar con nuestra exploración —se pasó el dorso de la mano por la frente—. Madre mía, estoy sudando como un pollo.

—Los pollos no sudan, que yo sepa. Las aves…

—¿Nadie te habló sobre las frases hechas o las tradiciones lingüísticas? —replicó Beni, enfadado.

—Nuestra educación fue mucho más coherente.

—Cabezas cuadradas… —refunfuñó él—. Creo que voy a darme un baño; estoy hecho un asco.

—No le eches la culpa a la carrera.

—Gracias, encanto —la miró con detenimiento—. ¿Vosotros no sudáis?

—Tenemos otros métodos menos burdos para regular la temperatura corporal. Por otro lado, la cubierta dérmica de biometal no permite la existencia de glándulas sudoríparas.

Ambos se encaminaron sin prisa hacia una charca de aguas termales que habían descubierto unos días antes, charlando mientras paseaban.

—Desde luego, los Matsushita sois una maravilla. No sudáis, ni evacuáis residuos, ni tenéis la regla… Vuestro diseñador os quiso evitar gran parte de las lacras humanas.

—Sí, aunque no le guardamos ningún afecto. Puestos ya, podría habernos dotado de una forma completamente distinta, más racional; una esfera con ruedas, un cubo, o algo así. Tenemos motivaciones y sentimientos en parte humanos, en un cuerpo diseñado a vuestra imagen. A nadie le gusta ser un híbrido, una especie de caricatura.

—No te quejes tanto. Puedes conservarte eternamente joven, y ganarías cualquier concurso de belleza. Bueno, casi cualquiera —rectificó, recordando los criterios estéticos de algunos mundos que había visitado—. Oye, si no te resulta incómodo, ¿podrías contarme algo sobre vosotros? Cómo es realmente vuestra fisiología, las relaciones con los demás…

—Nunca nos gustó comentar cuestiones íntimas; considéralo un mecanismo defensivo ante una Humanidad hostil. Bah, qué más da —se encogió de hombros—. Necesitamos alimentarnos para mantenernos con vida, pero aprovechamos la comida de forma mucho más eficiente, gracias a un bioconversor de baja energía. No hay residuos, ni excretamos; los desechos se irradian en forma de calor. Respiramos oxígeno, ya que estamos compuestos de células, aunque podemos aguantar en atmósferas muy pobres; si nos falta aire, nuestro metabolismo se bloquea y entramos en criptobiosis.

—Mira que sois raros, ¿eh?

—Es tu opinión. Nuestros músculos son más fuertes, más rápidos, nuestro cerebro es más eficiente, y nuestros sentidos más finos.

—Qué maravilla.

—Ajá… Tal vez por eso nunca nos permitieron reproducirnos. Oh, sí, por supuesto que podemos tener relaciones sexuales. Fue una deferencia de nuestros diseñadores, a cambio de no ser capaces de engendrar hijos. Muchos humanos bienintencionados hablaban de igualdad de derechos entre todos los seres pensantes, pero ni siquiera ellos se fiaban de unos mutantes capaces de vivir eternamente. Despertábamos viejos temores; quizá quisiéramos dominar el universo, a pesar de los condicionamientos pacifistas que nos implantaron en la mente… Ya sólo quedamos cuatro, Beni. Accidentes, suicidios… Sólo nos relacionábamos entre nosotros, y cada vez estamos más solos.

Siguieron caminando; ella, cabizbaja y con las manos en los bolsillos del pantalón; él, pensando cómo animarla y sin que se le ocurriera nada. Al cabo de unos minutos llegaron a una pequeña colina granítica, en cuya cima había una serie de pozas llenas de agua templada. No era una formación natural, pero nada referente a Asedro les extrañaba ya. En vez de preguntarse por los motivos de los constructores, era más sensato darse un baño.

Se acercaron a la poza mayor, cuyo borde descendía suavemente hasta alcanzar unos cuatro metros de profundidad en el centro. Beni comenzó a desnudarse, y Uhuru se dio la vuelta.

—Disculpa —dijo él, cortado—, no sabía que los Matsus fuerais tan vergonzosos. Las décadas que pasé con las tropas de choque y los comandos no han contribuido a educarme debidamente. Ay, qué tiempos aquéllos —meneó la cabeza con pesadumbre, acabó de desvestirse y se zambulló en el agua.

Una oleada de placer recorrió su cuerpo cuando sintió el agua caliente resbalar por su piel. Buceó un rato, dio unas cuantas volteretas en el fondo y emergió a la superficie. Nadó perezosamente hacia la orilla, y se tumbó, dejando sólo la cabeza fuera del agua.

—Qué gusto —dijo, mientras cerraba los ojos y se relajaba—. A veces, la felicidad es una cosa simple.

Uhuru se sentó cerca de él.

—Supongo que mi actitud te habrá parecido rara, pero siglos de rechazo y aislamiento hacen que valores la intimidad por encima de todo. Ha sido un acto reflejo.

—No tienes por qué disculparte, mujer —Beni seguía sin abrir los ojos, ocupado tan sólo en chapotear en el agua caliente—. ¿Qué, no te animas? Decían de una reina de Inglaterra que era tan limpia que se bañaba una vez al mes, aunque no le hiciera falta. En tu caso, opino que…

Fue interrumpido por el sonido de un chapuzón. Algo muy grande había caído al agua, a juzgar por el ruido y las salpicaduras. Abrió los ojos, justo para ver a Uhuru surgiendo del agua, tras tomar impulso en el fondo. Beni era consciente de que se había quedado boquiabierto, como un perfecto bobo, pero no pudo evitarlo. «La Venus de Botticelli es una naturaleza muerta, a su lado». Uhuru nadó con la facilidad de una sirena y se situó junto a él.

—Desde luego, estamos de acuerdo; esto es un placer. Y no me mires así, que me recuerdas a las fotografías de niños muertos de hambre en África, antes de la Era Ekuménica. Tu expresión es idéntica a la suya, cuando llegaba un camión de la Cruz Roja, cargado de alimentos —sonrió con picardía y se alejó, flotando sin esfuerzo—. No creas que hago esto todos los días, que una es muy decente. Sé que puedo confiar en ti; te considero todo un caballero.

Beni suspiró ruidosamente, murmuró algo ininteligible sobre el sentido del humor de los mutantes y volvió a cerrar los ojos. Se le estaban ocurriendo unos pensamientos más bien lascivos.

Media hora después, los dos estaban tumbados sobre la hierba, dejando que la brisa secara su piel. Beni se notaba un poco incómodo. La psique de Uhuru le resultaba cada vez más complicada. Parecía alguien que había pasado largo tiempo sola, y que ahora descubría el placer de relacionarse con los demás, como un inválido capaz de andar de nuevo. Se sentía atraído por ella, pero temía hacer algo que la hiriera y provocara el retorno a su coraza. De repente, la voz de Uhuru lo sacó de sus cavilaciones:

—Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien…

—Lástima que Jan y Demócrito no puedan opinar lo mismo.

Inmediatamente se maldijo por bocazas, pero ya no tenía remedio. Para su sorpresa, ella no parecía molesta. Se acercó aún más a él, hasta casi tocarlo.

—Éramos una tripulación de lo más heterogénea, ¿verdad? Humano, androide, Matsu, ordenador y mutado… Todos diferentes, pero hacíamos un buen equipo. He sentido mucho su pérdida, Beni, más de lo que crees, pero aprendí desde muy joven que exteriorizar los sentimientos es peligroso. Te hace vulnerable y eso, en uno de nosotros, es un riesgo demasiado alto —bajó la vista—. Supongo que me he vuelto senil; ya me ves, desnuda y contándole mis penas a un humano, militar por añadidura.

Beni la contempló, como si la viera por primera vez. Tenía el cuerpo más bonito que hubiera visto nunca; sin duda, cuando la diseñaron habían tomado como modelo el canon de la belleza clásica. Era como una estatua, pero la frialdad y el distanciamiento de un principio habían desaparecido. Se fijó en sus ojos negros, y vio en ellos una extraña mezcla de sentimientos, pero uno destacaba sobre los demás: la tristeza. La comprendía muy bien; él había pasado por eso muchas veces. En un impulso que no pudo evitar, la atrajo hacia sí. Ella no se resistió, y respondió al abrazo.

Beni acarició su espalda, sintiendo bajo sus dedos una piel suave y un cuerpo cálido, que se movía lleno de vida.

—Creo que los dos necesitamos un poco de cariño —le dijo al oído.

Uhuru lo miró a los ojos. Pareció dudar un instante, pero luego sonrió.

—Menuda pareja. Hemos acabado como dos perros apaleados, lamiéndose mutuamente las heridas.

Callaron unos instantes, estudiándose, esperando la reacción del otro, aún inseguros de lo que hacer.

—Me siento como el macho de una mantis religiosa —dijo Beni, por fin—. Nunca he intentado seducir a alguien capaz de arrancarme la cabeza de un golpe, si se lo propusiera.

—Los Matsushita somos seres pacíficos, no lo olvides.

—Me fiaré de tu palabra.

Beni la besó. Por un momento, sintió un temor irracional a descubrir un sabor metálico en la boca de Uhuru, pero los Matsushita eran humanos en demasiados aspectos. Pronto, los besos dejaron paso a las caricias, y ambos yacieron sobre la hierba, ocupados en descubrirse el uno al otro.

—Creo que estamos sentando un precedente —dijo Uhuru, en un momento de tregua—. Nunca antes un humano y un mutante han hecho esto, al menos que se sepa.

—No creo que nos den una medalla, precisamente —respondió Beni, mientras su mano ascendía por la parte interna del muslo, aunque la retiró antes de llegar a su objetivo—. Oye, no me morderá, ¿verdad? —preguntó, con cara de fingida seriedad.

Ella rió de buena gana.

—Tonto.

Le pasó los brazos detrás del cuello y lo atrajo hacia sí.

Desde lo alto de un montículo, Beni miró hacia el paisaje que dejaban atrás, contemplándolo largo rato. Luego volvió hacia donde Uhuru y ACM empaquetaban sus escasas posesiones.

—¿Sólo tenemos esto? —examinó los fardos—. Una pistola de plasma, el subfusil que me salvó el pellejo con unas docenas de cargas explosivas, dos machetes, un botiquín casi agotado, unas cuantas raciones de supervivencia, los restos de las escafandras, algunos despojos informáticos y la ropa que llevamos puesta; no había visto tal penuria de medios desde que estuve en la universidad pública. Bien, se supone que con esto debemos llegar al centro de control de Asedro, tomarlo y convencer a sus posibles tripulantes que nos devuelvan a la Vieja Tierra. Fácil, ¿no?

—Deja de quejarte, holgazán —le riñó Uhuru—. Llevas más de un mes dándote la gran vida, con el pretexto de tu convalecencia. Llegó la hora de explorar, y de volver a sufrir calamidades.

—Ya lo sé, aguafiestas. Dame el subfusil, ACM; le he tomado cariño.

Se repartieron sus magras pertenencias y se pusieron en marcha. Beni volvió la vista atrás por última vez.

—Lo voy a echar de menos —murmuró.

—Yo también, Beni —dijo Uhuru.

Cogidos de la mano, y precedidos por un ACM tan circunspecto como siempre, emprendieron la marcha.

El Diseñador se levantó del puesto de control, sumamente complacido. Las criaturas se encaminaban hacia la zona de Juego por sus propios medios, sin necesidad de ser impulsadas hacia allí.

Su inactividad le había causado cierta impaciencia, pero se contuvo. No estaba mal que recuperaran fuerzas; así tendrían alguna oportunidad de sobrevivir. Después de todo, no había nunca que olvidar el espíritu deportivo.

Examinó los mapas. Las criaturas se dirigían hacia los cazaderos del Equipo B. Meditó largamente, y al final decidió una estrategia que, estaba seguro, le reportaría una gran satisfacción intelectual y, por qué no, estética.