17

El hombre se levantó de la cama a causa del ruido. Cuando salió a la puerta, quedó aterrorizado. Unos individuos vociferantes, salvajes, tocados con cascos cornudos que les daban aspecto demoníaco, estaban matando a toda la gente del poblado e incendiaban las casas, entre risas y rugidos de alegría. El mundo entero parecía una hoguera, como las que encendían en la fiesta del nacimiento del Sol. Se metió rápidamente en la choza y se escondió bajo unas pieles a medio curtir, rezando a todos los dioses que conocía para que no lo encontraran, presa de un temblor incontrolable. De repente, oyó unos pasos y alguien apartó violentamente las pieles, dejándolo al descubierto. Pudo ver un rostro con ojos inyectados en sangre, riéndose de una forma que helaba el corazón. Se arrodilló, lloró y suplicó para que le perdonara la vida, pero el asaltante no lo entendió, o no quiso entenderlo. El hombre se aferró a las rodillas de su verdugo, pero éste lo apartó de una patada y agarró su espada de hierro. El hombre experimentó un dolor agónico mientras el arma penetraba por su vientre y le desgarraba las entrañas. Con una risa salvaje, el intruso lo dejó allí, gimiendo moribundo. Poco después prendieron fuego a la choza; las llamas acariciaron su piel, y…

… Su único delito había sido el afiliarse al Partido Comunista, y militar en el bando perdedor. De hecho, no había pegado un tiro en su vida. Era maestro, y trabajaba en una aldea perdida en las montañas, tratando de enseñar a leer a cuatro milicianos aburridos y a unos niños que sólo pensaban en luchar, como sus padres. Sin embargo, cuando recitaba poemas revolucionarios todos lo escuchaban, olvidando las miserias cotidianas. Se sentía respetado, útil, feliz. Pero la guerra no marchaba bien. El enemigo tomó la aldea y, para desgracia suya, no se trataba de militares profesionales, sino de jóvenes fascistas, fanáticos que disponían de fusiles y que experimentaban por primera vez la sensación del poder absoluto, de decidir sobre las vidas de los demás, de olvidar que pocos meses antes nadie les hacía caso. Se realizó un simulacro de juicio, donde los mismos que antes admiraban las poesías del maestro ahora saludaban con el brazo en alto, y todos los representantes de la canalla marxista fueron condenados a muerte. Casi fue una bendición que aquello terminara, ya que los niños, antes alumnos aplicados, ahora se dedicaban a tirar piedras e inmundicias a los reos. Al amanecer siguiente, un grupo de jóvenes, más o menos borrachos, tomó al maestro y a su mujer, y los condujeron al monte. A ella la violaron por turnos, a pesar de las súplicas de su marido, y la despacharon de un tiro en la cabeza. A él lo ataron a un árbol y, entre tragos de aguardiente, formaron un pelotón de ejecución. Al maestro nada le importaba ya. Les lanzó todas las maldiciones que conocía, mientras ellos alzaban sus armas, apuntaban («¿Eh? ¿Qué es…? Soy…») y el más sobrio de ellos daba la voz de fuego…

… Los hombres uniformados y con un brazalete con la odiada cruz gamada vinieron a por él y a por los que lo rodeaban. No tuvieron que esforzarse demasiado; parecían esqueletos vivientes, y estaban reducidos a un estado de estupor similar al de una bestia apaleada. No, peor, pensó el hombre, él nunca habría tratado a un perro de semejante manera. Meses atrás, aunque parecían siglos, su vida discurría tras el mostrador de una tienda de música, y era feliz, y sus vecinos lo respetaban. Pero aquel maldito Hitler había envenenado sus mentes, o tal vez la bestia siempre había aguardado, dormida. Lo sacaron de casa sin permitirle despedirse de los suyos, y viajó en un vagón infecto, donde se hacinaban docenas de otros desdichados, hasta el Campo. Poco a poco, lo fue perdiendo todo, mientras su cuerpo se secaba como una hoja marchita. El orgullo, la dignidad, la capacidad de derramar lágrimas… Era un vegetal, y ya todo le daba lo mismo. Los hombres uniformados los llevaron hasta un edificio anodino, conocido como el Hospital («Yo… ¿Jansen? ¿Uhuru?»). Era el fin, sin duda. En su absoluta apatía, el hombre sólo esperaba que los gasearan y acabaran de una vez. Los condujeron a través de corredores y salas hasta una estancia  que parecía un híbrido entre quirófano y matadero («Pero… ¿qué locura es ésta?»). Agarraron a uno de sus compañeros de miseria y lo ataron a una mesa de operaciones, una fría superficie metálica levemente cóncava, con un agujero en el centro y un cubo de cinc debajo. Cuando comprendió que lo iban a operar en vivo empezó a gritar como un loco, pero estaba bien sujeto («Esto no puede ser real… Soy… Benigno Manso, coronel de…»). Un hombre con bata grisácea, la cara cubierta por una mascarilla y los ojos escondidos tras gruesas gafas redondas, procedió a castrar a aquel infeliz. Sus aullidos habrían desgarrado el alma de cualquiera que poseyera un mínimo sentido de humanidad, pero los vigilantes parecían divertidos. El monótono gotear de la sangre en el cubo, la visión de los ganchos en las paredes, el olor, los gritos… El hombre no podía dejar de mirar, con los ojos muy abiertos. Cuando el cirujano terminó, efectuó un ademán impaciente. Le había llegado el turno («Asedro… El Consejo me nombró jefe de la expedición… Esto es imposible. ¿Habré muerto? Maldita sea, Beni, piensa. Es un mal sueño. Tengo que despertar. Tengo que…»). No se debatió; ¿para qué? Como un borrego, pues en realidad en eso los habían convertido, fue hacia el matarife. Lo ataron, y trató de reunir un adarme de dignidad, al menos para morir como un hombre. Pero cuando el bisturí tocó la piel, chilló («¡Recuérdalo! ¡Eres el coronel Benigno Manso, de…! Maldita sea, el dolor… Tengo que despertar… Por favor… Poner la mente en modo de combate… No existe el dolor…»). El dolor era…

… No podía ver las formas nítidas; tan sólo un mosaico de sombras en movimiento, apenas esbozadas en la claridad. Trató de moverse, para descubrir que no tenía piernas, al menos tal como las recordaba. Sintió como si saltara, y cayó torpemente. Las sensaciones nerviosas eran extrañísimas, pero por fin sabía quién era. Procuró serenarse y recordar. Había huido de aquella especie de robot, se introdujo en un nicho del pasillo, y luego nada. Tan sólo los sueños, y la impresión de haber vivido cientos, miles de existencias, cada una peor que la anterior. Pero de algún modo había vuelto a recobrar el control. Se estremeció al recordar todo lo pasado. Trató de analizar dónde se encontraba, cuando de repente lo supo. La visión borrosa, facetada, la mala coordinación de movimientos… Ocupaba el cuerpo de algún insecto, probablemente un ortóptero, a juzgar por la potencia de las patas traseras y el aparato masticador. Todo su ser sucumbió bajo una oleada de asco y, por primera vez en mucho tiempo, el pánico en estado puro lo venció. Saltó con escasa pericia, y aterrizó sobre algo blando. De repente, sintió un movimiento, y notó algo que no era dolor, pero que lo hacía moverse espasmódicamente. Vio, o mejor dicho, intuyó una gran forma que lo había atrapado. A pesar de su estado de confusión mental, no tuvo dificultad para reconocerla. Era una mantis, la cual había comenzado a devorarlo pausadamente, con toda la tranquilidad de un predador seguro de sí mismo. Estuvo a punto de volverse completamente loco, pero se aferró como un desesperado al último hilillo de razón que le quedaba. Aquello pronto pasaría, y despertaría por fin, o estaría definitivamente muerto. Tenía la impresión de que miles de bichitos le recorrían el cuerpo, y aquella cosa, más que comérselo, parecía estar degustándolo sin prisa, cual un epicúreo gourmet…

—¿Beni?

El Diseñador trató de averiguar dónde se encontraba. Por supuesto, no esperaba hallarse dentro de la Gran Casa, ya que preparó su huida y fingió su muerte a sabiendas de que los Sancionadores nunca olvidarían. Era una cualidad de la Raza que la había conducido a inconmensurables glorias, pero que a veces resultaba fastidiosa.

El campo estelar se le antojó familiar, pero la inmensa esfera infrarroja de la Gran Casa no estaba. El Diseñador fue pragmático. Dejó a los ordenadores la tarea de determinar su posición en el universo, y se olvidó de ellos, más interesado en comprobar el estado de su Obra. Estaba orgulloso de ella; ningún otro Diseñador habría hecho lo que él, con tal de conservarla junto a sí.

Se conmovió cuando contempló la cicatriz que perturbaba la serena belleza del casco de la Obra, y la horrible compuerta de entrada. Los Sancionadores eran incapaces de apreciar lo hermoso; obedecer era su función, no pensar ni sentir. Carecía de sentido culparlos. Sabiendo de antemano lo que iba a encontrar, se resignó a mirar en la Segunda Esfera.

Con profundo dolor, comprobó que todas sus creaciones habían sido expurgadas. Sentía de veras aquella pérdida, tal vez más que ninguna otra. Había dedicado mucho tiempo, muchos viajes a recopilar los ejemplares, los despojos de los Juegos, las tristes carcasas de los que fracasaron o se resistieron a su destino. Él los había elevado al glorioso estado de objetos artísticos, dispuestos según complicados esquemas con la precisión más absoluta. Pero tanto esfuerzo merecía la pena: podía pasar largos ratos contemplando aquellos huesos, aquellas cutículas sabiamente mezcladas con rocas grises y placas brillantes, meditando sobre el sentido de la existencia, lo efímero de la felicidad, la gloria de la Raza.

Ahora no quedaba nada. Todo había sido retirado, probablemente destruido. Las ciudades se alzaban como esqueletos vacíos de substancia en un desierto estéril. Era el precio a pagar; siempre lo supo. Mas no permitió que la tristeza lo embargara. Había aún mucho que hacer.

Conectó su mente al ordenador Centinela, y comprobó que el Programa no estaba. Sin embargo, el paso del tiempo había sido registrado: doscientos cinco Ciclos de Reina. El Diseñador sintió orgullo; nadie había logrado aguantar tanto tiempo en estasis sin perder su identidad.

Retornó a la realidad, y examinó el interior de la Primera Esfera. Volvió a conocer el sabor del miedo cuando detectó daños recientes. ¿Habían regresado los Sancionadores? No le preocupaba en exceso el destino de los objetos creados; su diseño le había valido para ser considerado el mejor entre los Maestros, pero le aburrían aquellos seres que vagaban sin propósito, tanto como sin carbono. La mera ostentación de pericia al generar mundos alimentaba el orgullo, pero él prefería el Juego.

Analizó las grabaciones, y el miedo dejó paso a la perplejidad. Aquellas naves no pertenecían a la Raza; sus impulsores eran extraños. Buceó durante un milisegundo en los bancos de datos, y su sospecha se vio confirmada: se trataba de sus criaturas, los súbditos que le habían sido asignados miles de Ciclos de Reina atrás.

Emitió un rugido de rabia, y todas sus armas corporales fueron expuestas en un acto reflejo. El ultraje era demasiado grande, inconcebible; ni siquiera los Sancionadores tenían autoridad para manipular las piezas vivas de un Jugador, o alterar su campo de batalla. El Diseñador estaba indignado, fuera de sí; él había cuidado a aquellos entes, los había seleccionado, e incluso se ocupó de su exterminio cuando amenazaron con convertirse en una plaga. Incluso había cedido buenos ejemplares a otros Jugadores, para que organizaran sus propios escenarios. No podían tratarle así.

Dirigió su atención a la Tercera Esfera, y buena parte de su temor desapareció. No la habían tocado; los dos equipos mantenían un equilibrio inestable, sin ventajas destacables, tal como debía ser. Su nivel de población permanecía estacionario, y no habían entrado en fase de plaga. Entonces, ¿de dónde habían salido los otros?

Meditó sobre el tema, y llegó a la única conclusión posible. En el pasado, justo antes del ataque de los Sancionadores, había iniciado una campaña de control de aquellas criaturas. Proliferaban en exceso, y podían interferir con algún otro Jugador. Probablemente alguien, tal vez un Maestro, decidió paralizar la operación y apropiarse de ellas. El Diseñador lo maldijo. Eran sus juguetes, su Obra, y ningún rival tenía derecho a manipularlos.

Sin embargo, comprobó con satisfacción cómo los perímetros defensivos habían dado buena cuenta de la mayoría de aquellos intrusos. Sólo cuatro fueron capaces de colarse en el interior de la Segunda Esfera, tras pasar por la zona de castigo. Leyó lo que las sondas habían extraído de sus mentes. Las emociones de aquellos seres le resultaron tan incomprensibles como siempre, excepto una: el miedo. Nunca cambiaba.

Se regocijó. Probablemente, la atmósfera de la Segunda Esfera los mataría en poco tiempo, pero eso sería demasiado simple. El Diseñador deseaba experimentar de nuevo el placer de la caza, el goce intelectual que suponía analizar las estrategias empleadas por los seres vivos cuando luchaban por conservar la vida.

Decidió despertar al Depredador.

Recobró el conocimiento bruscamente, de forma dolorosa por la cantidad de sensaciones que lo invadieron en tropel. El inmenso alivio experimentado al volver a estar encerrado en su viejo y bien amado cuerpo, no obstante, eclipsó todo lo demás. Sin acabar de creérselo completamente, flexionó los dedos de las manos. «Siguen siendo diez… ¿Qué demonios me ha sucedido?» No se atrevía a abrir los ojos, no fuera a encontrarse de nuevo inmerso en otro panorama demencial.

Pero su felicidad fue muy breve. Algo marchaba mal; de momento, se le estaban abrasando los pulmones. «Sólo me faltaba que la escafandra se hubiera jodido. Menos mal que los fabricantes de equipos militares suelen pensar en todos los imprevistos». Fue a pulsar los controles del antebrazo, para hacer un chequeo, pero habían desaparecido. De hecho, sus dedos palparon piel y vello.

Se incorporó de un salto, con el corazón a punto de salírsele por la boca. Había tanta luz que las lágrimas le impedían ver el entorno, o tal vez la atmósfera contenía gases irritantes. Más bien esto último; la garganta le picaba, y tuvo que hacer auténticos esfuerzos por no romper a toser incontroladamente. «Tengo dos opciones: volverme loco definitivamente, o relajarme». Utilizó una técnica de autocontrol mental que un psicólogo compasivo le enseñó décadas atrás, y logró dejar a un lado los recuerdos desagradables. Su situación actual era inexplicable, empezando por el hecho de estar vivo, pero ya buscaría las respuestas más tarde.

«Primer paso: evaluación de daños». La parte superior de su escafandra había desaparecido; de cintura para arriba sólo iba vestido con una camiseta de manga corta. Los restos del traje aparecían desgarrados por el suelo, e incluso el casco (construido de polímeros teóricamente indestructibles) había sido rajado como si de un melón se tratara. Le habían dejado los pantalones y las botas, aunque habían desvalijado su cinturón. Las armas brillaban por su ausencia, y ni siquiera disponía del botiquín. «Como no lo encuentre pronto, voy a palmarla; el aire está envenenado, y la temperatura tampoco ayuda a sentirse mejor». Tenía la ropa empapada en sudor. «No me hacen falta instrumentos para saber que debemos de estar a más de 50°C».

Examinó el panorama. No se sorprendió al ver el horizonte cóncavo curvarse sobre su cabeza. El nicho al que se precipitó cuando huía era un teleportador hacia la cara interna del planetoide, aunque algo o alguien se había dedicado a jugar con él durante el viaje. En todo caso, había avanzado otra etapa más para llegar al corazón de Asedro. «Aunque para lo que me sirve…» El paisaje era triste, desprovisto de vegetación, y consistía en colinas de escasa altura que se alzaban entre cárcavas erosionadas, las cuales adoptaban un parecido inquietante con un laberinto. Por encima de él, una espesa capa de nubes amarillentas refulgía como una gran lámpara. La fuente de luz quedaba oculta por ellas, pero su potencia debía de ser tremenda, ya que mataba todas las sombras.

«Me recuerda a la superficie de Venus, antes de que eliminaran el efecto invernadero y lo terraformaran; apostaría a que hay sulfúrico en el aire. ¿En qué estarían pensando los constructores cuando dibujaron los planos de esta cosa? ¿En un crematorio gigante?»

—¿Me escucha alguien?

Beni dio un respingo. Enfrascado en sus propias miserias, había olvidado a los demás. Los posibles sentimientos de culpa quedaron ahogados por una oleada de alivio, en cuanto reconoció la voz captada por su cerebro.

—¿Uhuru? ¿Dónde demonios estáis?

—¿Beni? ¿Te encuentras bien? —había ansiedad y preocupación en el tono—. Te dábamos por muerto —él fue a replicar, pero no le dio tiempo—. Me encuentro junto a ACM; a él no le afecta el ambiente, y los Matsushita tenemos mucho más aguante que vosotros. Será mejor que os quedéis quietos y ahorréis energías mientras os buscamos. ACM es capaz de localizaros; por lo visto, su receptor está mucho más perfeccionado que los que nos implantamos a toda prisa en la cabeza.

—¿Y Jan?

—También lo hemos captado. Parece muy tocado por la experiencia. Tú también lo pasaste mal, supongo.

Beni era reacio a contar lo que había sufrido; era demasiado personal, y los recuerdos sumamente desagradables, pero no tenía otra cosa que hacer mientras daban con él. Se sentó, y elaboró un resumen de lo acaecido.

—… Y desperté aquí, con el traje destrozado y sin armas. Tengo la ligera impresión de que la teleportación no fue instantánea esta vez —concluyó—. Ahora le toca a otro contar su historia.

Uhuru tomó el relevo:

—Yo también me interné en un pasillo para eludir a uno de aquellos robots y perdí el conocimiento. Te ahorraré los detalles sórdidos de mis sueños, o lo que fueran. De todos modos, estoy acostumbrada a hurgar en las desventuras pasadas, así que unas cuantas más no me hicieron mucho daño. Cuando desperté, ACM estaba a mi lado, sosteniéndome la cabeza y tratando de reanimarme, cual enfermera solícita. Creo que él puede proporcionarte más información que yo.

La voz neutra del androide resonó en el cráneo de Beni; comparada con ella, la de Uhuru era cálida y sugerente.

—Marchaba a escasa distancia de la consejera Uhuru, y me teleporté justo tras ella, aunque no sufrí pérdida de consciencia. Aparecí sobre una especie de mesa, de la cual surgían diversos cables y sensores que trataban de hurgar en mi cráneo, mientras que otros me arrebataban las armas y las arrojaban lejos, o se quedaban con ellas y las abrían. Me liberé de la sujeción con cierto esfuerzo, e inmediatamente aquella mesa y sus aparatos se replegaron al interior del suelo, fluyendo como el biometal. En menos de cinco segundos, cualquier rastro de ellos desapareció, como si nunca hubieran existido. A menos de cien metros, la consejera Uhuru estaba siendo analizada como un cadáver en la mesa de una sala de autopsias. Temiendo por su vida, traté de liberarla, y los artilugios que la aprisionaban desaparecieron como antes. La consejera despertó al instante, en un estado de gran confusión mental, aunque se rehízo pronto. Exploramos los alrededores y conseguimos recuperar el botiquín, algunas provisiones, una pistola de plasma y poco más. El resto estaba roto, inservible, y faltaban numerosos enseres y armas. Excavamos un agujero en el suelo con la pistola, pero no hallamos nada, excepto arena y grava. Después tratamos de localizarlos a ustedes.

—Lo hiciste muy bien, ACM —Beni pensó un momento, tratando de sonar animado a pesar de que cada vez se notaba más enfermo.

—No te fatigues sin necesidad, hombre —Uhuru parecía haberle leído el pensamiento—. Según ACM, estamos a menos de diez kilómetros de vosotros. Relájate y disfruta de estas bien merecidas vacaciones.

—Gracias —de repente, se acordó de su compañero—. ¿Jan?

—Señor…

Beni se asustó. El tono era débil, apagado.

—¿Estás bien, Jan? —silencio—. ¡Responde, maldita sea!

—Los sueños… Yo estaba en… era… —sonaba visiblemente agitado—. Por favor, señor, no me pregunte.

—Según nos contó antes, se halla en situación similar a la tuya, sin escafandra ni armas. De acuerdo con el androide, está muy cerca de ti, apenas a un kilómetro —dijo Uhuru.

Beni miró a su alrededor.

—Subiré a lo alto de una loma; así me veréis mejor, y tal vez localice primero a Jan. Me moveré sin prisas, descuida. No estoy para muchos trotes.

Beni caminó hacia una pequeña elevación del terreno, sudando a mares, con la boca seca y teniendo la impresión de respirar gas lacrimógeno. Trató de hablar sobre algún tema, para olvidar sus padecimientos.

—Supongo que yo también fui analizado por una de esas cosas, como vosotros. Tal vez nos provocaron los sueños, mejor dicho, las pesadillas que sufrimos.

—¿Crees en la reencarnación, Beni? —preguntó Uhuru, de sopetón—. ¿No te dio la impresión de estar reviviendo existencias anteriores?

Beni se lo pensó un momento.

—Me parece que no. Y antes de que me critiques, esto no se debe a mi incredulidad de científico oficial, enemigo de cualquier cosa que huela a religión. De acuerdo, aceptemos que guardamos algún tipo de memoria racial en los genes, o donde sea. Pero yo soñé que era un saltamontes más bien patoso, que acababa sus días entre los brazos amorosos de una mantis —se estremeció al recordarlo, a pesar del calor—. Y nosotros no descendemos de los insectos, querida. Los cordados se separaron del tronco de los artrópodos en el Cámbrico temprano, o incluso algo antes. No; alguien se dedicó a meter vivencias en nuestras mentes, a jugar con ellas sin pedirnos permiso. Puede que quisiera analizar nuestros sentimientos, aunque el test empleado me parece abominable.

—¿Y quién querría hacer algo semejante? —preguntó Uhuru.

—Algún hijoputa, al que me gustaría decirle un par de cosas —murmuró Beni, mientras se veía obligado a gatear para alcanzar la cima de la loma.

El mundo donde se había originado el Depredador era un auténtico edén, un remanso de paz. A diferencia de la Vieja Tierra, con su agitada tectónica de placas, impactos de cometas y catástrofes periódicas, ninguna convulsión geológica significativa alteraba la placidez de los ecosistemas. En la Vieja Tierra, las extinciones masivas obligaban a los afortunados supervivientes a pelear con el ambiente para colonizar nichos ecológicos vacíos y comenzar de nuevo. En cambio, en el mundo del Depredador ni siquiera había mareas pronunciadas. El ambiente era tan propicio, tan suave, que los seres vivos sólo tuvieron que luchar entre ellos por un pedazo de espacio o de alimento, y no contra los elementos. Por tanto, la competencia fue brutal, sin descanso, y dio lugar a los carnívoros más eficientes de toda la galaxia, auténticas máquinas de matar que sólo pueden surgir en un paraíso.

Sin embargo, ochocientos millones de años atrás, nadie habría apostado por la supervivencia de los ancestros del Depredador. Eran poco más que gusanos segmentados que se ocultaban entre las algas bentónicas, alimentándose de detritos y huyendo de un sinfín de carnívoros hambrientos, que nadaban con mucha mayor agilidad que ellos. Poco a poco, su número fue disminuyendo. Otros organismos mejor adaptados los fueron desplazando, y se vieron relegados a las charcas que recogían las salpicaduras de las olas en las costas rocosas. Allí ningún otro animal se dignaba molestarlos, y sobrevivieron, aunque de forma poco gloriosa.

Y entonces tuvieron suerte. Su aparato respiratorio había sufrido una mutación varios millones de años atrás. En el agua era absolutamente intrascendente, pero suponía una magnífica exadaptación para la vida aérea. Cuando las charcas se secaron, la mayor parte de sus inquilinos pereció. Sin embargo, algunos de ellos aguantaron, y acabaron colonizando la superficie del mundo.

La radiación adaptativa fue asombrosa. Los herbívoros eran increíblemente eficientes, miméticos hasta el punto de confundirse con una roca, más rápidos de lo que la vista podía seguir, o armados de defensas sumamente efectivas. Sin embargo, aquello no era nada comparado con lo que habían llegado a ser los carnívoros y, sobre todo, la especie del Depredador.

Era un organismo tan perfecto, que los Diseñadores amantes del Juego lo habían elegido para darle mayor animación a las partidas. De hecho, era insustituible cuando se deseaba eliminar una pieza, de forma que el proceso no resultara tedioso, sino incluso apasionante.

Beni había logrado trepar a lo más alto, y se dejó caer en el suelo, rendido. Sentía náuseas, aunque luchaba lo indecible por no vomitar; sabía que habría sangre en el suelo si lo hacía. Se incorporó sobre sus rodillas y miró a su alrededor.

El laberíntico panorama parecía igual por todas partes. A pesar de que su visión se tornaba borrosa por momentos, trató de localizar a Jan, y pronto lo logró. A lo lejos, una figura humana yacía tendida al fondo de una amplia cárcava.

—¡Jan! Escucha: creo que te he localizado. Levanta una mano, si eres capaz —así lo hizo—. Magnífico, eres realmente tú. Vamos hacia allá; no te muevas. Creo que ACM encontró un botiquín.

—Lo hemos captado, Beni —dijo Uhuru—. Estamos a menos de seis kilómetros de vosotros. Aguantad, débiles humanos —trató de animarlos.

Beni no contestó. Le había parecido ver algo moviéndose entre Jan y él. Por un momento pensó en que se trataba del androide, pero estaban aún lejos. Además, aquello se desplazaba demasiado rápido.

—¡Jan! —transmitió con todas sus fuerzas—. ¡Algo se dirige hacia ti a toda marcha! ¡Ponte en guardia! —al tiempo que decía esto echó a correr hacia su compañero, aunque cada paso que daba resultaba una auténtica tortura.

El Depredador se hallaba al acecho de una presa para saciar su hambre, cuando sintió la llamada.

La reacción fue instantánea. Abandonó su inmovilidad y se desplazó a toda velocidad hacia el punto que ya conocía de sobra. A cualquier observador ocasional le habría parecido que una roca cubierta de líquenes, de aspecto inofensivo, daba un salto, adoptaba una forma vagamente antropoide y se alejaba corriendo a más de setenta kilómetros por hora.

El Depredador tenía prisa por llegar a su destino. Al principio, mucho tiempo atrás, lo hacía por miedo al castigo si desobedecía. Pero después, el placer de la caza, la satisfacción que experimentaba al matar sus presas, eran inenarrables. Sin que él lo supiera, los Diseñadores habían alterado su mente, introduciéndole refuerzos positivos siempre que cumplía su cometido. Así, cada vez que sus garras sajaban la carne aún palpitante de sus víctimas, o mientras la sangre caliente descendía por su garganta, el Depredador entraba en éxtasis.

El lugar del traslado se hallaba al pie de un roquedo, muy cerca del área de cría de las hembras. El Depredador se cruzó con una de éstas sin prestarle mayor atención. La hembra estaba en fase terminal, hinchada y perdida su capacidad de movimiento, salvo algún respingo que denotaba la agitación interior. Las crías pronto acabarían de devorarla, romperían su piel y emergerían al mundo, donde comenzarían a ser adiestradas por los adultos estériles. Sólo los mejores de entre los machos sobrevivirían a sus congéneres y se convertirían en Depredadores, encargados de proteger al clan y proveerlo de alimentos. En su mundo natal también se habrían ocupado del mantenimiento del territorio y los cotos de caza, pero aquí era innecesario. Se aprende pronto a alejarse de una cerca electrificada.

El Depredador llegó al lugar del traslado, aunque se detuvo un momento antes de dar el paso definitivo. Si bien no era exactamente lo que podría llamarse un ser inteligente, gozaba de una memoria fotográfica. Normalmente, su misión consistía en cazar pequeñas criaturas bípedas, incapaces de defenderse ante un macho que había matado a oponentes curtidos durante los combates nupciales. Se movían lentamente, y con frecuencia se quedaban quietas, esperando el final. El Depredador gozaba de un fino instinto para oler el pánico, y sabía que aquellos seres lo experimentaban intensamente al apercibirse de su presencia. No obstante, en otras ocasiones resultaban peligrosos: arrojaban palos aguzados o, a pesar de su miedo cerval, empleaban tácticas de equipo. Pero el Depredador nunca olvidaba, y cada vez adaptaba mejor sus estrategias de ataque al comportamiento de las presas. Tal vez por eso era el favorito del Diseñador, aunque él no lo sabía y, en verdad, no le habría importado demasiado.

El Depredador se preparó para el salto. Como en un ritual, abrió sus placas faciales y extendió las maxilas, afiladas como navajas, de las cuales goteaba veneno. Sintió un escalofrío de placer cuando anticipó el banquete por venir, una vez finalizada la caza; el Diseñador, a modo de recompensa, había modificado su metabolismo para que fuera capaz de devorar cualquier cosa, incluso carne alienígena, sin riesgo de intoxicación. Extendió la doble fila de espolones que recorría sus costados y flexionó los dedos, permitiendo emerger un juego de garras capaz de partir en dos una barra de acero. Movió lentamente su cola de un lado a otro, armada de crestas y púas de aspecto peligroso, y flexionó su potente juego de músculos, apenas apreciables bajo la coraza ósea que cubría su cuerpo.

El Depredador emitió su personal grito de batalla y avanzó hacia el teleportador.

En cuanto Beni vio moverse a aquella cosa comprendió que se disponía a atacar a Jan. Se desplazaba tan rápida que parecía no tocar el suelo. Calculó, grosso modo, que medía más de dos metros y medio de alto, sin contar la cola, la cual mantenía rígida y utilizaba como contrapeso para correr mejor. Su color parecía variar gradualmente, hasta el punto de mimetizarse con el terreno. Aquello era un carnívoro eficiente, estaba seguro.

Transmitió la situación a Uhuru y ACM, pero estaban demasiado lejos para poder intervenir. Él mismo tampoco resultaba de mucha utilidad, desarmado y enfermo.

La reacción de Jan fue lenta. Vio a la criatura cuando ésta se hallaba a menos de trescientos metros de distancia. En un momento calculó sus posibilidades de escapatoria, y se dio cuenta de que eran inexistentes.

A pesar de la distancia, Beni vio cómo Jan se incorporaba y adoptaba una posición de combate. Se admiró de su valor, y por un momento abrigó esperanzas. Los mutados eran realmente muy fuertes.

El atacante derribó a Jan simplemente embistiéndolo. Ni siquiera le dio tiempo a incorporarse, y lo destripó de un zarpazo.

Beni sintió en su cabeza el grito de agonía de su compañero, y cayó de rodillas, llevándose las manos a las sienes. Su aturdimiento duró pocos segundos. Levantó la cabeza, y comprobó que aquello había decidido rematar a Jan más tarde, ya que ahora se dirigía hacia él.

El Depredador se sintió defraudado. Como a todo ser medianamente complejo, le gustaba disfrutar con su trabajo, y en esta ocasión la cacería prometía ser aburrida. La primera presa ni siquiera había intentado huir. Le desconcertaba no oler su miedo, pero tal vez la sorpresa la había paralizado.

Se resignó a concluir la tarea. Sacó las maxilas y se dispuso a cortar la garganta de aquella criatura, para poder beber mejor antes de que se desangrara del todo, pero en ese momento oyó un leve ruido a sus espaldas. Saltó y giró en el aire con agilidad increíble; sus armas estaban desplegadas antes de volver a caer al suelo.

Un momento después se relajó. Había otra criatura a poca distancia, y sus movimientos parecían inseguros. Decidió que su comida podía esperar; además, no tenía prisa. Optó por acorralarla sin cansarse demasiado, y saltarle finalmente a la espalda, cuando huyera. La mataría despacio; los movimientos y gritos de aquellos seres cuando eran capturados resultaban realmente llamativos, y despertaban su interés.

Avanzó hacia su víctima a un trote cómodo, relajado.

Beni miró desesperadamente a su alrededor. «Me temo que de esta no salgo. En cuanto ese bicho me caiga encima, estoy listo de papeles. No puedo correr lo bastante rápido como para llegar hasta Uhuru, ACM y su pistola de plasma. En fin, si he de morir, que sea pronto».

De repente, algo atrajo su atención. A unos centenares de metros de allí le pareció distinguir un destello metálico. Parpadeó, pero seguía allí. «Puede tratarse de un fragmento de la escafandra de Jan, pero ¿y si fuera un arma?» Calculó mentalmente. Por mucho que corriera, aquel engendro era mucho más rápido. Sin embargo, no se lo pensó dos veces, y puso su mente en modo de combate.

Las tropas corporativas de élite recibían un entrenamiento extraordinariamente complejo. Entre las técnicas que debían dominar, figuraban varias que permitían moverse y razonar a una velocidad varias veces mayor que la normal, aunque a costa de un enorme gasto energético, que a veces degeneraba en un choque hipoglucémico, si el esfuerzo era mantenido demasiado tiempo. Beni sabía todo esto cuando empezó a correr más rápido que nunca antes en su vida. También había bloqueado las sensaciones de  dolor, ya que la respiración acelerada hacía que aquel aire le quemara literalmente los pulmones. Su atención estaba enfocada en sólo dos puntos: el brillo metálico que podía significar un arma, y la criatura que deseaba matarlo.

Los segundos se arrastraban como horas. Le parecía que no iba a llegar nunca, y que aquello se acercaba cada vez más. Sin embargo, notó que no se movía tan aprisa como cuando atacó a Jan. «Subestimar a una presa es un error imperdonable». Siguió corriendo.

Una eternidad más tarde pudo identificar al objeto causante del brillo. Era un subfusil de proyectiles explosivos mediante campo impulsor de masas. Recordó que Jan se había empeñado en llevarlo, a pesar de que se trataba de un arma voluminosa y poco práctica. Podía ser que estuviera descargada, o rota, o con el seguro echado o, lo más seguro, que su perseguidor no le dejara llegar hasta ella. Prácticamente le pisaba los talones.

Beni se arrojó sobre el subfusil, al mismo tiempo que la criatura saltaba hacia él desde diez metros de distancia, como un demonio gris erizado de cuchillos. Agarró el arma, giró sobre sí mismo y, rogando a nadie en particular que aquel trasto funcionara, disparó justo antes de perder el conocimiento.

El Depredador murió feliz. Cuando saltó, anhelando sentir la calidez de la carne de su presa entre sus zarpas, recibió el impacto directo de todo un cargador de balas explosivas. Su trayectoria quedó cortada en seco en el aire. Al suelo cayó un despojo sanguinolento, que ni siquiera tuvo tiempo de alarmarse porque algo no había salido como hasta entonces. De hecho, no se enteró de nada; el primer proyectil le había volado la cabeza.

Beni sintió que lo agarraban del cuello y trató de zafarse, pero no pudo moverse, ni tan siquiera para abrir los párpados.

—Cálmate, soy yo —dijo Uhuru, mientras le limpiaba el sudor de la frente.

Él se relajó. Trató de hablar, pero su garganta no emitió sonido alguno. Tosió, y notó que algo húmedo resbalaba por las comisuras de sus labios. «Qué raro… ¿Por qué no sentiré dolor?»

—No hagas esfuerzos, pobrecito mío. Te hemos sedado; no quisiera alarmarte, pero estás hecho un auténtico guiñapo. Necesitarías unos bronquios nuevos, y los pulmones tampoco funcionan demasiado bien. No, no hables —lo sujetó suavemente por los hombros, al ver su agitación—. Trata de subvocalizar; puedo captarte por el receptor craneal.

—¿El… el monstruo? —consiguió articular, a duras penas.

—Lo hiciste puré. A juzgar por el rastro de huellas que ambos dejasteis, debió de ser una carrera impresionante.

—¿Jan?

Uhuru dudó un momento. Su tono era apenado:

—El pequeño botiquín que logramos rescatar no es suficiente para curar sus heridas. Vuestro agresor lo destrozó. ACM le ha inyectado un sedante para que muera sin dolor. Lo siento tanto como tú, Beni.

«Maldita sea. Ya he matado a dos de los míos en esta expedición sin sentido». Su estado de postración le impedía quejarse, lamentarse o acompañar al amigo moribundo, y eso resultaba frustrante. Por otro lado, estaba tan drogado que era incapaz de sentirse mal.

—¿Señor…? —era Jan.

—¿Cómo te encuentras, compañero? Me parece que esta vez nos tropezamos con un adversario más listo que nosotros. Valiente jefe de expedición os he salido. Y haz el favor de tutearme, que no estamos en la Academia.

—A la orden, señor —Beni oyó en su cabeza algo parecido a una risa, aunque se trocó en un quejido—. No te culpes por lo sucedido, Beni. Yo sí que me he comportado como un aficionado, sin poder controlar mis emociones. Si alguien sale de ésta, debería comunicar al alto mando que el condicionamiento de los mutados de clase D-6 no es perfecto.

—¿Jan? —preguntó Beni, alarmado, al cabo de unos momentos de silencio.

—Esto se acaba, coronel. Si consigues volver, dile a mi madre que… Bah, olvídalo. Estamos demasiado lejos; es imposible regresar —la voz se iba apagando poco a poco.

—Jan, te prometo una cosa —a Beni le costaba trabajo vocalizar, y el efecto del sedante comenzaba a remitir—. Alguien está jugando con nosotros, pasándoselo en grande. Si llego a tropezarme con él, o ella, o ello, lo mataré con mis propias manos, en tu nombre y en el de Demócrito —hizo una pausa—. Y en nombre de todos los que murieron durante el Desastre. Que la consejera Uhuru me perdone.

—Ya os he dejado por imposibles, humanos. ¿Y puede saberse de dónde has sacado esa ridícula idea de que esto es un juego?

Beni fue a responder, pero un terrible dolor, idéntico al que sufrió cuando el ordenador se inmoló para salvarles la vida, explotó en su cabeza. Su cuerpo se arqueó en un violento espasmo, y Uhuru, aturdida por un ataque similar, logró retenerlo con esfuerzo.

—De acuerdo con los indicadores del botiquín, el señor Jansen acaba de morir —dijo ACM, lacónico.

—Ya lo sé —logró murmurar Beni, antes de desmayarse.

El Diseñador estaba genuinamente sorprendido. Nunca antes había sido eliminado un Depredador. Puede que el animal se estuviera haciendo viejo, pero las criaturas habían aprendido a defenderse, sin duda. Sólo una de ellas había muerto.

Su indignación por la pérdida de una pieza valiosa duró poco. La pasión por el Juego había vuelto a anidar en su espíritu. Sí, tal vez resultara interesante permitir que pasaran a la Tercera Esfera. Pensó con nostalgia en las magníficas partidas que se habían librado allí en los viejos tiempos y descubrió que, a pesar de todo, las echaba de menos.

Sin embargo, a falta de un oponente digno al otro lado del tablero, un solitario tampoco estaría nada mal. Se levantó del puesto de control y se dispuso a acondicionar el escenario. Doscientos cinco Ciclos de Reina eran demasiados, incluso para una maquinaria cuidada por los robots de mantenimiento.

La consciencia retornó poco a poco, aunque amortiguada, como si estuviera arropada entre algodones. Los recuerdos también.

—¿Qué habéis hecho con…? —no necesitó concluir su pregunta.

—Incineramos los cadáveres con la pistola de plasma; como comprenderás, no hubo tiempo para un sepelio decente —aunque trataba de sonar indiferente, su tono era triste—. Respecto a ti, te inyectaremos algo que reducirá tu metabolismo al mínimo, como si estuvieras hibernado. Supongo que ya habrás pasado por este trance varias veces a lo largo de tu vida. ACM y yo podemos resistir mucho tiempo la acción de la atmósfera y la temperatura. Te llevaremos entre los dos hasta que encontremos un teleportador y saltemos a un ambiente más favorable. Si no tenemos suerte, morirás sin enterarte. Prepárate, muchachote.

Beni sintió que un objeto frío y metálico le tocaba el cuello. Sus pensamientos discurrían cada vez más despacio, mientras el sopor lo invadía.

—El subfusil…

—Tuviste suerte al hallarlo, Beni. Es lo único aprovechable que os dejaron a Jan y a ti. El resto consiste en meros despojos.

La mente se le iba por momentos.

—Estaba… justo en el sitio… sin seguro, listo para disparar… Qué… casualidad, ¿no?

—Tranquilo. Duerme, como un niñito bueno.

Le pareció que su cabeza reposaba en el regazo de Uhuru, mientras ella le pasaba la mano por la frente, aunque no podía estar seguro. Segundos después, la oscuridad y la paz caían sobre él.