16

Beni cayó pesadamente al suelo, desconcertado. Tardó un instante en darse cuenta de que sus rodillas se apoyaban en un terreno pedregoso, y de que una luz difusa, amarillenta, parecía surgir de todas partes. Levantó la cabeza y, a través del visor de su escafandra, contempló un panorama increíble.

—¿Tiene alguien idea de dónde estamos? —fue lo primero que se le ocurrió decir.

—En el centro de Barcelona; eso debe de ser el Barrio Gótico —repuso Uhuru, tratando de disimular su desconcierto con un sarcasmo.

Beni se giró hacia ella, que levantó el pulgar de la mano derecha en señal de que todo marchaba bien. Jan y ACM la imitaron. Más aliviado, miró a su alrededor.

Se hallaban en medio de una llanura polvorienta, desprovista de vida, sobre la que se disponían multitud de guijarros con aristas cortantes. A escasa distancia, una pequeña colina erosionada presidía el panorama, que recordaba a un paisaje desértico. Y a lo lejos, el horizonte…

—¡Mierda! ¡Es convexo!

El coronel tardó un buen rato en recobrarse de su aturdimiento. Agradeció que el visor de la escafandra ocultara la cara de lelo que se le debía de haber quedado, aunque el espectáculo cortaba el aliento. Estaba claro que habían sido teleportados, pero ¿adónde?

El suelo no se alzaba sobre sus cabezas con la distancia, como hasta ahora. Estaban sobre un mundo convencional, con una perspectiva decente, o eso parecía; el color rojizo del terreno le trajo a la memoria las antiguas fotos de las llanuras marcianas, antes de que fueran terraformadas. Sin embargo, la curvatura del horizonte indicaba que se hallaban en un planetoide de pequeño tamaño, tal vez un asteroide grande; las mediciones que realizaron con los instrumentos, una vez recuperada la calma, dieron un diámetro aproximado de trescientos kilómetros.

No obstante, había un par de factores anómalos en aquel lugar, como se percataron enseguida: la atmósfera y la gravedad. Con un volumen tan pequeño, la fuerza gravitatoria debería de haber sido insuficiente para retener una cubierta gaseosa, pero allí estaba: 60% de nitrógeno, 30% de helio y 10% de dióxido de carbono, con leves trazas de radón y neón. Era una composición a todas luces artificial, imposible de hallar en la naturaleza. Pero lo que más llamaba la atención era la gravedad, idéntica a la de la cara interna de Asedro. Todo ello, unido a la capa de nubes a cincuenta kilómetros de altura, hizo que los expedicionarios empezaran a albergar una sospecha. Era absurda, pero cuando ACM detectó una tenue señal de las sondas que habían abandonado cerca de la Cueva, procedentes del cielo, no tuvieron más remedio que aceptarla.

—Estamos dentro de Asedro. La capa de nubes ocultaba este planetoide —concluyó Uhuru, anonadada—. ¿En qué clase de cosa estamos metidos?

Beni estaba sentado en el suelo, con la vista perdida en el horizonte. Agarró un puñado de grava y lo dejó caer despacio, levantando una nubecilla de polvo.

—¿Y si esto fuera otra esfera hueca, y dentro tuviera otra, y otra, y otra, como un juego de muñecas rusas? Apostaría lo que fuera a que no es maciza —dio un puñetazo en el suelo—. No; Asedro tiene un límite. En su centro se oculta una sala de control, o algo parecido; sería lo único lógico en este artefacto demente.

—Como obra de arte resulta demasiado pretenciosa, incluso de mal gusto —repuso Uhuru—. Hasta los centaurianos la hallarían excesiva.

—Si los Alien pretendían demostrar su poder, lo lograron de sobra —apuntó Jan; el mut parecía otro desde la teleportación, que había alimentado sus esperanzas de regresar a casa.

Beni era más prosaico. Echó un vistazo al desierto a su alrededor.

—Si el interior del casco de Asedro tenía un sentido, aunque sólo fuera una exhibición de ingeniería genética, el propósito de este yermo se me escapa. ACM, sube a esa colina, e indícanos si ves algo digno de mención. Procura no caer accidentalmente en un teleportador, ni despeñarte; el terreno no parece muy firme.

El androide se giró y se puso a correr velozmente hacia la solitaria elevación del terreno. Mientras llegaba, Uhuru comentó:

—¿Os habéis fijado en que los teleportadores no son bidireccionales? Por aquí cerca no hay rastros de otro.

—Renuncio a comprender la lógica Alien. ¿Por qué no se han comunicado nunca con nosotros? Su idea de relaciones diplomáticas con la Humanidad parece reducirse a bombardearnos.

—El ataque a la Alastor y a nosotros mismos pudo deberse a un mecanismo automático de defensa. Tal vez sólo queden ordenadores en Asedro, y ni un tripulante vivo.

Antes de que Beni pudiera replicar, la voz de ACM resonó en su cerebro:

—He llegado a la cima.

Beni miró hacia el lugar indicado, y detectó a una pequeña figura gris que les hacía señas. El androide había conseguido subir con pasmosa rapidez, y sin que una sola piedra hubiera rodado ladera abajo, delatando su presencia. «Eres un auténtico ejemplar de combate, muchacho. Bien, veamos qué nos cuentas». Tenía miedo de que su informe sólo mostrara una pedregal interminable ya que, en ese caso, sólo les quedaría caminar hasta encontrar por accidente un teleportador, o morir. Sin embargo, las palabras del androide hicieron que todos dieran un respingo:

—Desde aquí se distingue una planicie con algunas colinas dispersas. A cinco kilómetros, en la vertiente opuesta a la que se encuentran ustedes, hay una ciudad amurallada. A unos 120 grados distingo otras dos, aunque están muy lejos, en el límite del horizonte. Solicito instrucciones.

Beni no supo qué le sorprendió más, si las noticias de ACM o el salvaje alarido de alegría que emitió Jan.

—Describe los detalles de esa ciudad cercana, ACM —consiguió ordenar, a duras penas.

El androide ajustó sus sensores ópticos. Las pupilas se contrajeron, y extraños cambios acontecieron dentro de sus ojos artificiales.

—Su plano es aproximadamente circular, y mide unos diez kilómetros de diámetro. Se halla circundada totalmente por una muralla de más de cien metros de altura, en donde sólo distingo una abertura irregular, de la que sale una rampa de tierra, y algo que parece una gran puerta cerrada. Los edificios son de color castaño rojizo, y se reducen a estructuras cúbicas y torres cilíndricas. En el centro hay un domo hemisférico de grandes dimensiones, en medio de una especie de plaza. En torno a la ciudad se distingue un elevado número de pequeños cráteres, que no aparecen en el resto de la llanura —hizo una pausa—. Las otras dos ciudades son sustancialmente distintas, aunque la distancia y la curvatura del horizonte no permiten mayor precisión. Una recuerda un conjunto de agujas, y la otra una amalgama de burbujas amarillas. No se aprecian formas de vida por ningún lado.

—¿Cuál es el mejor camino para llegar a esa ciudad, ACM?

—Les aconsejo bordear la colina por la izquierda; si desean subir para observar, la otra vertiente posee una pendiente mucho menor.

—Carece de sentido perder más tiempo. No es necesario que regreses, ACM; nos encontraremos contigo en el otro lado.

Los expedicionarios dispusieron la carga que portaban sobre una plataforma agrav plegable y el extraño fardo los siguió, como si se tratara de un obediente animal doméstico. Avanzaron rápido, levitando gracias a sus arneses, y se reunieron con el androide unos kilómetros más adelante.

Conforme se acercaban a la ciudad, descubrieron un detalle inquietante. La rampa de tierra que parecía un camino de acceso terminaba en un gran boquete irregular abierto en la muralla. Alrededor de ella, el suelo estaba salpicado de cráteres. Jan fue el primero en exteriorizar la impresión que todos compartían:

—Parece como si alguien hubiera tomado al asalto la ciudad.

Beni creyó detectar un punto de abatimiento en su voz. «Este chico es más inestable de lo que me figuraba, a pesar del rapapolvo que le di. Me temo que mi fe en el control mental de la Corporación va a resquebrajarse». Preocupado, decidió rodear la urbe, pero no detectaron otro punto de entrada que la rampa, y hacia ella se dirigieron. Conforme subían por aquel inmenso plano inclinado, y las murallas se iban mostrando en toda su majestad, un sentimiento de admiración se fue apoderando de ellos. Dejaron de hablar; las múltiples capas, galerías y estructuras que conformaban la barrera defensiva los fascinaron.

Penetraron en la ciudad. Las calles eran limpias y funcionales, excepto en la proximidad del boquete, donde el desorden y la destrucción eran manifiestos. Sin embargo, otra característica resultaba mucho más perturbadora: la soledad. No se veía un alma, y Beni experimentaba la inquietante impresión de que los fantasmas de los Alien iban a salir a su encuentro, silenciosos y grises, de las puertas y agujeros de las viviendas. Pero allí no había nada vivo. Cuando desconectaron los arneses agrav y caminaron por un pavimento liso y de textura similar al mármol, sus pasos despertaron ecos en las calles, distorsionados por la peculiar atmósfera, aumentando aún más la sensación de irrealidad.

Pararon para examinar una casa. Con las armas de plasma activadas, apuntando al bostezante hueco de una puerta y listas para disparar, penetraron en ella. Unas paredes grises, desnudas al igual que suelo y techo, limitaban una única habitación. No había muebles, ni utensilio alguno. La soledad era opresiva, al igual que en otros habitáculos que visitaron, tan inhóspitos como el primero. ¿Qué sentido tenía una ciudad vacía? Si había sido atacada, ¿por qué no quedaban restos del saqueo, u otros signos de violencia aparte de la rampa de asalto y, tal vez, los cráteres que ACM había observado desde la colina? ¿Dónde estaban los constructores? En vista de que nadie iba a responder esas preguntas, se dirigieron hacia la estructura central de la ciudad, que parecía ser un edificio importante, tal vez un templo o un palacio.

El gran domo hemisférico se hallaba en medio de una extensa plaza de planta cuadrada, pavimentada con grandes losas vitrificadas, y se accedía a él mediante unas escaleras de color negro que lo rodeaban por completo. Beni contó los peldaños. «Doscientos diez…» Pensó un momento. «El producto de los primeros números primos. Tal vez signifique algo, aunque no creo que importe demasiado». Hizo una seña a los demás, y se dispusieron a subir al domo, guardando todas las precauciones posibles. Los escalones parecían hechos a la medida humana, lo cual no dejaba de ser significativo.

La simetría de la estructura enmascaraba sus verdaderas dimensiones, pero al aproximarse a ella daba la impresión de haber sido construida por titanes. Una vez arriba, se encontraron ante tres ciclópeas puertas, que daban entrada a un gran salón sumido en la penumbra. Los expedicionarios se miraron, indecisos. Beni se encogió de hombros y penetró en el interior, seguido por los demás.

De repente, todo se iluminó, como si un sol se hubiera encendido justo en el centro de las tinieblas. Los visores de las escafandras reaccionaron de forma instantánea y se tornaron casi opacos, aunque no lograron evitar que los expedicionarios resultaran deslumbrados. Sin embargo, habían sido entrenados o diseñados para reaccionar en momentos de crisis. Tardaron menos de cinco segundos en dispersarse, parapetarse lo mejor posible y tener sus armas dispuestas para abrir fuego.

Poco a poco, sus ojos dejaron de lagrimear y las motitas de color cesaron de danzar en su campo visual. El gigantesco recinto estaba vacío, sin muebles ni ornamentos; hasta el polvo y la suciedad habían sido erradicados. La luz parecía provenir de todas direcciones, y no creaba sombras, con lo que el ambiente poseía una frialdad descorazonadora.

Entonces miraron al techo, y se incorporaron lentamente, como si les costara un gran esfuerzo, atónitos. Bajo una cúpula tan lisa como la pantalla de un planetario, una serie de modelos a escala de ciudades flotaban a media altura, inmóviles. A un nivel ligeramente más bajo, las paredes estaban cubiertas de mapas y esquemas.

Al igual que si hubieran aparecido de repente en medio de un país encantado, y temieran romper el hechizo, se internaron en el recinto, y observaron las ciudades que pendían sobre ellos. No había dos iguales: unas, repletas de jardines y viviendas diseminadas; otras, similares a colmenas de pesadilla o a coladas de basalto; las más, inclasificables. Contaron veintinueve, dispuestas en torno a otra de mayor tamaño, que parecía presidirlas. Se acercaron a ella y la reconocieron de inmediato: era la misma que estaban explorando, con el domo en su centro. Se percataron de un detalle inquietante: los colores del modelo de la ciudad eran brillantes, y no había agujeros en las murallas, ni rampas de asalto. La sensación de hallarse en una urbe saqueada se confirmó.

Beni activó su arnés agrav y levitó hacia el modelo. Se acercó a él con precaución, ya que le costaba calcular el tamaño de aquella cosa. Extendió el brazo, y vio cómo su mano desaparecía en la maqueta, sin notar resistencia alguna.

—Es un holograma —anunció a sus compañeros—, aunque se trata del más perfecto que haya contemplado nunca. La sensación de realidad es total. En los nuestros, siempre resta una leve vibración, una especie de parpadeo que los delata cuando se miran de cerca. El nivel tecnológico de los diseñadores de Asedro es envidiable.

Levitó hacia otra maqueta de ciudad, y comprobó que se trataba de un holograma, tan bien logrado como el anterior. Mientras revisaba unos cuantos más, se preguntó:

—¿Para qué demonios habrán construido esto?

—¿Cómo quieres que lo sepamos, jefe? —respondió Uhuru—. En la Vieja Tierra hay museos al aire libre que muestran reproducciones de viviendas antiguas, o incluso maquetas de monumentos más o menos gloriosos; los europeos sois muy aficionados a esas tonterías. Esto es lo mismo, aunque a mayor escala. O a lo mejor se trata de un mapa del planetoide.

Beni se sobresaltó al oír la voz de la Matsu resonar en su cráneo. Había creído hablar para sí mismo, olvidando el micrófono que tenía implantado en la garganta.

—Estas ciudades son completamente diferentes unas de otras; parecen diseñadas por razas no emparentadas —replicó, fastidiado—. Me temo que estos hologramas no proporcionan demasiada información, aparte de comernos la moral. Sugiero que probemos con los paneles de las paredes.

Sus tres compañeros levitaron y se repartieron por todo el recinto, examinando detenidamente una multitud de diagramas, murales y consolas con pantallas y luces que titilaban de forma caótica. En su mayor parte sólo les causaron perplejidad; su misión, o aquello que representaban, resultaba incomprensible. El único detalle común era una especie de emblema, similar a una A deforme con su imagen especular, encerrado en un cubo de cristal, y que presidía todos aquellos enigmas, como un símbolo o una marca de fábrica.

Tentativamente, probaron a manipular algunas consolas, ya que no tenían nada que perder. Sólo lograron que algunas lucecitas azules se encendieran y, en una ocasión, apareció una ranura en un tablero por la cual salieron varias tarjetas de plástico, con extraños símbolos impresos. Parecía evidente que se trataba de algún tipo de escritura, pero resultaba indescifrable; no había dos signos iguales. La excitación por el hallazgo dejó paso al desaliento, cuando comprobaron que no podían extraer ninguna información útil de aquella máquina.

Siguieron buscando. De repente, el grito alborozado de Jan martilleó sus cerebros:

—¡Aquí! ¡He encontrado algo!

—Ya vamos. Tranquilízate, muchacho.

Beni se sentía un poco molesto empleando ese tono paternalista, y más aún cuando lo hacía frente a alguien de mayor rango que él. Sabía que Jan había vivido más de setenta años estándar, pero el infantilismo de los mutados, su escasa madurez afectiva, resultaba cada vez más patente. «No sé si se trata de un fallo de diseño del modelo, o quizá tu educación fue deficiente, chico. En mi vida me había topado con alguien que poseyera tal capacidad para saltar de un estado anímico a otro». Meneando tristemente la cabeza, pulsó una tecla en su ordenador de pulsera y flotó hasta reunirse con los demás. Éstos habían formado un pequeño corro, y contemplaban la pared con un respeto casi religioso.

—Mierda… —fue lo único que acertó a decir.

Un vasto mural mostraba la estructura de la ciudad por medio de cortes y secciones en diversos ángulos. No pudieron por menos que admirarse ante la complejidad allí representada. El subsuelo y el interior de las gruesas murallas estaban horadados por múltiples corredores y probables sistemas de defensa, cual venas y arterias de una inmensa bestia dormida. Se entrecruzaban y anastomosaban entre ellas, y no parecían ir a ninguna parte, salvo una excepción.

—¿Os habéis fijado en esa zona subterránea marcada en verde? —Uhuru señaló al mural, extrañada—. Probablemente sea importante; hay muchos signos alrededor, similares a los de las tarjetas.

—El color verde podría indicar que no se trata de un área peligrosa, sino un centro de control, tal como lo que buscamos…

El tono ilusionado de la voz de Jan se apagó cuando Uhuru comentó, como sin darle importancia:

—Los humanos consideran el rojo señal de peligro y el verde de tranquilidad porque su sistema nervioso así lo interpreta. Tal vez sea porque aquél se relaciona con la sangre y la violencia, o porque ustedes están locos. Pero puede que los receptores ópticos de los constructores de Asedro cubran una banda del espectro diferente, y que su concepción del color no tenga nada que ver con la nuestra. A lo mejor, el verde significa riesgo de muerte inminente, o es el indicativo de las letrinas. Sin embargo, me decantaría por lo primero. Intuición femenina —sonrió tras el visor del casco—. ¿Qué hacemos, jefe?

—Saca unas fotos de esto. Necesitaremos planos para orientarnos —ordenó a Jan, que lucía abatido incluso bajo su escafandra.

Mientras el mutado marchaba hacia donde habían dejado el equipo, Beni le dio una palmada en el trasero a Uhuru.

—Acabarás desmoralizándome a la tropa, especie de quintacolumnista —antes de que pudiera replicarle, prosiguió—. Echemos un vistazo, a ver si se nos ha escapado algo importante.

—Nunca imaginé que fuera preciso trabajar tanto para acabar muriéndose —murmuró Uhuru, fatalista.

No hallaron nada que les fuera de utilidad; tan sólo un panel que cambiaba de color cuando era tocado los entretuvo unos minutos, aunque sin resultados.

—Me recuerda a esos cacharros llenos de botones y que nadie sabe cómo funcionan, que se muestran a las visitas en algunos laboratorios, para impresionarlas —rezongó Beni, más enfadado que otra cosa.

Jan, entretanto, había tomado una magnífica serie de fotografías, que la impresora transformó en unos planos primorosamente encuadernados. Salvo ACM, siempre imperturbable, los demás los examinaron una y otra vez, como si de aquellas hojas de papel plastificado fuera a salir una voz que les explicara la forma de salir de allí.

—Me temo que este antro no tiene ya nada para enseñarnos —dijo Beni—. Sugiero que volvamos al boquete de la muralla y penetremos en los pasadizos del interior; no parece haber otra vía para llegar a la misteriosa zona verde. Sí, ya sé que puede resultar arriesgado, pero estoy harto de pasearme por Asedro luciendo la misma cara que un paleto en un arcólogo de Tokio —hizo una pausa—. Seguro que allí hay algo importante —prefirió no mencionar la otra alternativa.

—No podremos meter todos los bártulos por esos corredores. Si la escala es correcta, algunos son muy angostos —apuntó Uhuru.

A Beni no le hacía mucha gracia alejarse demasiado del equipo, pero no tenían más remedio. Tomaron las armas portátiles, los botiquines de campaña, una buena provisión de raciones de supervivencia y todo aquello que pudieron acomodar en sus arneses sin perder demasiada movilidad, y partieron.

El lugar donde la muralla estaba desmoronada les había parecido caótico cuando pasaron por primera vez. Ahora, a sabiendas de que quizá ocultara la clave de Asedro, se les antojaba ominoso, como si hubiera adquirido un tinte amenazador.

Tras consultar detenidamente los planos, y situarse ante el boquete que los llevaría por el camino más corto, encendieron unos potentes focos integrados en las escafandras. Las tinieblas se esfumaron, revelando un corredor descendente, salpicado de cascotes y escombros. Entraron.

Había signos de violencia por doquier. Cada vez más alarmados, descubrieron que las paredes presentaban numerosos agujeros y grietas. El material en torno a los bordes estaba fundido, deformado y, en muchos casos, rodeado de manchas de hollín.

—Hubo una hermosa batalla aquí —murmuró Beni; nadie se molestó en replicar a semejante obviedad—. Se trata de armas energéticas —pasó una mano por la pared y la examinó con ojo crítico—. La piedra se derritió y vitrificó. Nuestros fusiles de plasma son incapaces de generar haces tan estrechos.

—Esto concuerda con la gran cicatriz del casco de Asedro, y aquella compuerta tan fea por donde penetramos —dijo Uhuru—. Alguien decidió tomarlo al asalto, y no reparó en medios. Y no me lo preguntes, sigo sin tener idea del motivo.

—Si hubieran tenido la deferencia de obsequiarnos con algo aprovechable… La ciudad estaba vacía, y me temo que en todo Asedro no queda ni dios.

Extremaron las precauciones. Beni no esperaba encontrar a nadie vivo, ya que tenía la impresión de que toda esa violencia había sucedido mucho tiempo atrás. Sin embargo, en sus años de comando logró adquirir un temor paranoico hacia las minas y las bombas trampa. Si sus compañeros consideraron chocante su manía de sortear todos los obstáculos y no tocar un solo cascote, no lo manifestaron.

A pesar de todo, lograron orientarse por el laberinto de pasadizos y desembocaron en una rotonda de unos veinte metros de diámetro y cuatro de altura. De ella partían radialmente cinco galerías que tiempo ha debieron de ser idénticas, pero que los impactos de armas desconocidas habían decorado de forma diversa.

Mientras los demás intentaban averiguar en los planos el camino a seguir, Beni se dedicó a pasear por la estancia, examinando precavido detalles aquí y allá, como si se tratara de una expedición botánica en un ecosistema extraño. Estaba contemplando unas planchas espectacularmente retorcidas por alguna poderosa explosión, cuando el suelo cedió bajo sus botas y se hundió.

Aterrizó unos metros más abajo sobre algo blando. Los gritos de Uhuru y Jan que resonaban en su cerebro no contribuían a sacarlo del aturdimiento provocado por el golpe.

—Estoy bien; una caída tonta la tiene cualquiera —los tranquilizó, en cuanto pudo centrarse un poco—. El suelo no era demasiado firme, y he ido a parar al piso inferior —miró hacia arriba y localizó a sus compañeros, que le hacían señas; respondió alzando el brazo.

—¿El traje y la escafandra están intactos? ¿No te has roto nada?

Beni sonrió. Uhuru sonaba realmente preocupada.

—Tranquila; suelo darme estos batacazos todos los días, para proporcionar una pizca de emoción a mi triste vida de soldado. Pasando a otro tema, ¿cómo demonios se sale de aquí? El agujero por donde he caído resulta demasiado estrecho, y podría quedarme atorado en él como un corcho en una botella. ACM podría pasar, pero el culo no te cabría por ahí, querida.

—Como no soy partidaria de la palabra soez, prefiero no contestar a eso. Será mejor que nos aguardes. Uno de los corredores, según el plano, desciende helicoidalmente y comunica los distintos pisos. El lugar donde te hallas nos pilla de paso para la zona verde. Nos reuniremos contigo en un momento. Por cierto, ¿hay también signos de violencia ahí abajo?

—Echaré un vistazo. Creo que caí sobre algo, una especie de fardo o…

El haz de su linterna iluminó aquella cosa, y se quedó sin respiración, incapaz de mover un músculo durante unos segundos. Una oleada de terror irracional lo invadió, y sólo el adiestramiento militar que los expertos corporativos le habían grabado en el cerebro evitó que huyera gritando, o que empezara a disparar a tontas y a locas. Respiró hondo.

A escasos centímetros de sus ojos, brutalmente iluminado por el reflector, lo miraba un rostro indescriptible.

Se alejó un poco. La criatura estaba muerta, lo supo enseguida, y su cuerpo se hallaba encerrado en un traje hermético, con un casco transparente. La forma de aquel ser era humanoide; por ello, las diferencias eran más perturbadoras. Beni ejerció todo su autocontrol para tratar de pensar como un exobiólogo, y lo examinó detenidamente, después de tranquilizar a los demás y prepararles para lo que se iban a encontrar.

La criatura poseía rasgos insectoides aunque, desde luego, la similitud con un artrópodo terrestre no era total. Los ojos eran grandes domos negros, no facetados, sin párpados. Una ranura rodeada de una cresta ósea le cruzaba la región occipital. «Seguro que es un receptor auditivo, o de ondas de presión». La boca era una pesadilla. Unas placas faciales aparecían descoyuntadas, en extraños ángulos, mostrando una batería de piezas masticatorias que sobresalían, como las entrañas de un mecanismo roto. La parte interna de la escafandra estaba manchada por algo que pudiera ser sangre, vómito o cualquier tipo de líquido interno.

A nivel del abdomen, el traje aparecía reducido a jirones, y su ocupante no ofrecía mejor aspecto.

—Menuda carnicería —murmuró Beni.

A lo largo de su vida se había encontrado con cadáveres de toda especie. Muchas veces, la expresión de los muertos proporcionaba pistas sobre qué los había aniquilado, pero aquella cosa le era totalmente ajena. ¿Se podía interpretar como miedo el estado desordenado de las placas faciales? ¿El ataque había sido repentino? Frustrado, se apartó a un lado, y enfocó el amplio pasillo en que se hallaba con la linterna.

Había más de cien cuerpos tirados por el suelo, todos ellos destrozados de formas diversas. Un escalofrío recorrió su espalda, y le invadió la irracional sensación de que el causante de tal masacre podría estar al acecho.

Algo se movió a veinte metros de distancia.

—¡Calma! ¡Somos nosotros! —la voz de Uhuru resonó en su cráneo un milisegundo antes de que disparara su pistola de plasma, por puro acto reflejo.

—La madre que os parió, vaya susto —respiró hondo, se relajó y enfundó su arma—. Venid a echarme una mano; con tanto fiambre alrededor, espero poder hacerme una idea de su aspecto completo.

Dejando a un lado la visceral repugnancia que los humanos sienten por cualquier ser grande similar a un insecto, trataron de recomponer el aspecto de alguno de ellos. No tuvieron muchos problemas, ya que todos eran idénticos.

—El tamaño sólo fluctúa cuatro centímetros en los distintos ejemplares. Considerando que la estatura media es de metro cuarenta y ocho, resulta admirable —apuntó Uhuru—. ¿Qué indican los análisis bioquímicos, Jan?

—El secuenciador portátil del botiquín no es ninguna maravilla, pero según él sus macromoléculas poseen un esqueleto de carbono. Se detectan glúcidos como probable fuente de energía, y polímeros similares a las proteínas. Los monómeros que hacen el papel de aminoácidos resultan completamente diferentes a los nuestros. Los grupos prostéticos son numerosos, y muy diversos. Quizá alguna de esas proteínas realice funciones de transmisión de la información genética.

—Nada extraño; es el patrón que sigue la mayoría de formas vivientes en la Galaxia —por un momento, la curiosidad científica había vencido a los problemas, y Beni adoptó el tono académico usual en estos casos—. Su forma tampoco supone una novedad. Mirad: cefalización notoria (son ciertamente cabezones), simetría bilateral, y seis extremidades. Las dos superiores son prensoras, con cuatro dedos oponibles mediante un complicado juego de articulaciones. Las centrales son vestigiales, apenas muñones con restos de garras. Las inferiores son locomotoras, sin dedos pero con dos rodillas. Observad ese conato de segmentación en el tronco, y la serie de bultos en los costados. Probablemente evolucionaron por metamería, como los insectos o nosotros.

—Traduce, lumbrera —pidió Uhuru.

—¿Estudiaste una carrera de Letras, o la edad ha hecho que olvides conceptos básicos de Biología? —ambos sonrieron—. Hay organismos que segmentan su cuerpo en partes iguales, repetidas, como una lombriz. Algunos de estos segmentos pueden evolucionar especializándose en tareas determinadas, fusionarse, duplicarse, etcétera, y si proporcionan una ventaja adaptativa son seleccionados. Los insectos lo hicieron; por ejemplo, la cabeza se originó por fusión de varios segmentos, y las patas de éstos se modificaron para dar lugar a mandíbulas y maxilas. Probablemente, estas cosas —señaló a una escafandra rota— tienen un origen similar. Por supuesto, el parecido es meramente superficial; su estructura interna es diferente, más similar a la nuestra. En cualquier punto del universo, las presiones selectivas conducen a soluciones similares, por evolución convergente. El aparato respiratorio es fascinante; nunca pensé que unas branquias pudieran adaptarse de tal modo a la vida aérea. ¿Cómo demonios se reproducirán? No distingo nada parecido a órganos copuladores u orificios genitales. No logro quitarme de la cabeza la imagen de una colmena, con sus multitudes uniformes de obreras estériles…

—Perdona que te corte, pero poco más tenemos que hacer aquí. ¿Te has fijado en que no hay armas, ni nada que indique quién o qué los mató, ni por qué los dejó aquí tirados?

—Disculpa —Beni pareció bajar de las nubes—. Supongo que debemos continuar nuestra exploración. Qué lástima —suspiró—. Me gustaría saber cuánto tiempo hace que murieron. Están momificados, sin signos de putrefacción. Pueden llevar aquí un mes o un milenio.

—Tal vez lo averigüemos en la zona verde —Jan sonaba ansioso.

—De acuerdo, vamos —Beni miró a su alrededor, por última vez—. No entiendo nada. ¿Acaso los constructores de Asedro se volvieron locos?

El trayecto fue lúgubre. El número de cadáveres aumentaba conforme se acercaban a su meta, destrozados y sin armas. Era como vagar por un cementerio profanado, donde la violencia se unía a la muerte, sin respeto alguno por los que allí reposaban.

Llegaron a una sala hexagonal, de unos diez metros de diámetro y cuatro de altura. Tan sólo el pasillo que habían tomado conducía a ella. No se veía otra puerta ni abertura, pero la pared del fondo era verde. La cantidad de alienígenas muertos era asombrosa.

—No me gusta esto —susurró Uhuru.

—A mí tampoco; parece como si hubieran tratado de proteger algo —Beni lo pensó unos momentos—. ACM, echa un vistazo, mientras nosotros te cubrimos.

Sabía que el androide había sido fabricado para participar en tareas de alto riesgo, y que en su mente no había lugar para la protesta ni las emociones, pero no le gustaba enviarlo hacia lo desconocido. «He mandado a mucha gente a la muerte sin que me remordiera la conciencia pero, en cambio, dudo cuando se trata de un individuo familiar. A veces no me entiendo. Me temo que mis jefes no me educaron lo bastante bien al respecto».

ACM caminó lentamente por la sala, rodeando cadáveres, y pisoteando alguno cuando no tenía más remedio, el cual se rompía con un crujido desagradable. Llegó al muro verde y apoyó una mano en él.

Tres de las paredes se deslizaron hacia abajo silenciosamente, y el negro hueco tras ellas se iluminó de repente, mostrando una criatura que se dirigía a toda velocidad hacia ACM. Beni necesitó menos de un segundo para reconocerla (era idéntica a las que había destrozado con D'ai'la en la Colina), apuntar su arma, disparar un haz de plasma sin tocar al androide y destruirla.

A lo lejos divisaron docenas de aquellas cosas que se abalanzaban hacia ellos.

—¡Aquí estamos demasiado expuestos! —ordenó el coronel—. ¡Dispersaos, y situaos en puntos por donde sólo puedan pasar de una en una, para abatirlas sin achicharrarnos mutuamente! ¡Corred!

Beni no perdió tiempo en comprobar si le obedecían; los demás eran mayorcitos, y sabían cuidarse. Se introdujo en un estrecho pasadizo lateral, rogando a su buena estrella por que tuviera una salida, sobre todo al percatarse de que era seguido por un robot aracnoide con intenciones asesinas. Divisó a escasos metros una especie de nicho desde donde podría parapetarse y dedicarse a practicar el tiro al blanco. Sin pensárselo dos veces, saltó a su interior.

Al instante se dio cuenta de que algo marchaba mal. Sintió un extraño mareo, notó como si una fuerza tirara de él y perdió el conocimiento.

El despertar fue brusco, sin transición, como si nada anormal hubiera sucedido, pero ese mismo hecho implicaba el éxito total.

Durante un momento, el Diseñador se maravilló de su resurrección. Gozó durante un largo rato de aquella paz perfecta, sin mover un músculo. Después levantó con deliberada lentitud uno de sus brazos motores y puso la mano a poca distancia de su rostro. Cerró con fuerza el puño y contempló cómo la débil luz se reflejaba en las garras retráctiles, afiladas y tan pulidas que pudo examinar su imagen distorsionada en ellas. Meditó.

Majestuosamente, se levantó de su lecho y dio unos pasos lentos, pero sin vacilar. Un júbilo salvaje lo invadió cuando comprobó que controlaba a la perfección su nuevo Cuerpo, un trabajo de maestro, el más poderoso que jamás hubiera visto la Raza. Sintió la necesidad de correr, perseguir, matar, abandonarse a sus instintos. Más rápido que el pensamiento, se giró y partió en dos de un golpe el lugar donde había reposado poco antes. Gritó, sintiéndose el ser más fuerte del universo. Su autoestima, que antes había sido inconmensurable, creció al comprobar que había burlado a los Sancionadores. Estaba exultante.

Por fin, la curiosidad venció al deleite. Se incorporó, y marchó con pasos seguros hacia el Centro de Control.