14

Las maravillas que Asedro desvelaba a cada paso no les dejaban tiempo para mirar arriba, aunque al final no pudieron evitarlo. El cielo, aparte de las solemnes bandadas de pisciposas, era una masa de nubes pardas de aspecto monótono y opresivo, a unos treinta kilómetros de altura. De ellas surgía el mortecino resplandor que iluminaba el paisaje, como en un perpetuo atardecer de un día tormentoso. Sin embargo, la capa de nubes ocultaba muchos enigmas. ¿De dónde provenía la luz? ¿Encerraba algún secreto?

¿Qué había en el centro de Asedro?

La nave auxiliar, pilotada por Demócrito, despegó verticalmente, efectuó unas acrobacias para comprobar el funcionamiento de los propulsores y se elevó hacia las nubes. Multitud de analizadores y sondas registraban los datos sin cesar y los comunicaban al campamento, cada vez más lejano. La nave se convirtió en un punto, que fue menguando en la atmósfera superior; tan sólo los destellos de las luces de posición permitían divisarla, allá arriba.

—Todo funciona sin novedad —dijo Demócrito.

Beni escuchó las palabras en su mente, y se sintió extraño. Para facilitar las comunicaciones, habían decidido implantarse unos receptores de radio en el interior del cráneo, junto al hueso temporal, así como unos micrófonos laríngeos. Su tamaño era minúsculo, y no molestaban en absoluto, pero la sensación de tener a alguien dentro de la cabeza era casi esquizofrénica. «Uno de estos días me acostumbraré», se dijo a modo de consuelo.

—Me introduzco en la masa nubosa —prosiguió Demócrito—. No se distingue nada; es como una niebla densa, de un pardo grisáceo que corresponde al color nº B456H2 de la escala oficial del C.S.C.

«Pedante». Beni se abstuvo de comentarlo en voz alta, para no propiciar otra discusión bizantina.

—Me hallo a 46 kilómetros de altura —prosiguió el ordenador—. La composición gaseosa no ha variado, ni la presión atmosférica. Esto último es extraordinario, y…

Y la nave auxiliar desapareció.

El corazón de Beni dio un vuelco. Curiosamente no sintió miedo, sino angustia por lo que pudiera haber sucedido a Demócrito. Las alarmas se dispararon al instante, pero antes de que pudieran hacer algo, la nave reapareció, aunque en un lugar inesperado: en las antípodas.

—Resulta inexplicable, señor —dijo Demócrito, tras convencer a sus alterados oyentes de que se encontraba sano y salvo—. Estaba allí, y en el momento siguiente me vi a 400 kilómetros de distancia, en el punto diametralmente opuesto de Asedro, sin impulso detectable.

—Da la impresión de que atravesaste el interior de parte a parte en un milisegundo —repuso Beni.

—Si mis relojes no fallan, la traslación fue instantánea, señor. Aunque es teóricamente imposible, creo que fui teleportado.

Tras esto, se organizó un buen revuelo. El descubrimiento abría una puerta a la esperanza; si lograban descubrir el secreto del desplazamiento instantáneo, podrían estar en condiciones de retornar a casa.

A casa… El coronel sintió una punzada de nostalgia. «No, si acabaré echando de menos mi aburrido despacho, y la rutinaria lucha contra jaurías de burócratas incompetentes. Debo de ser masoquista, en el fondo».

La esperanza no tardó en degenerar en frustración. Por cualquier punto que un aparato penetrara en las capas altas de las nubes, aparecía acto seguido en sus antípodas, con idénticos vectores de movimiento. Daba igual que fueran naves robot, el ordenador o vehículos tripulados. El resultado era el mismo: un salto instantáneo, y punto. Los instrumentos no recogían nada. Al cabo de varios días, aburridos, dejaron de intentarlo.

La pregunta del millón era: «¿Qué hacemos ahora?» Solos en un entorno ajeno y hostil, sin señal alguna de sus creadores y sin propósitos claros, cundió el desánimo; incluso Demócrito se comportaba como el ordenador bien educado y circunspecto de un ministerio cualquiera.

Fue entonces cuando decidieron explorar la Gran Meseta. Aunque nadie lo mencionaba expresamente, tenían claro que si la búsqueda resultaba infructuosa, sería la última expedición. Saldrían a la Alastor, proporcionarían a los ordenadores de vuelo las coordenadas de la esfera Dyson e hibernarían hasta llegar a ella. Entonces la explorarían y, si las cosas discurrían como en Asedro, se congelarían de nuevo, tal vez para siempre.

El ambiente era lúgubre. Beni se sentía frustrado o, mejor dicho, lo de Asedro se le figuraba un agravio personal. Le habría gustado encontrarse con un Alien, sólo para decirle que no era serio traerlos hasta tan lejos para abandonarlos en un zoológico desquiciado, obra de un genetista loco y, sobre todo, derrochador.

La Gran Meseta era su última esperanza. En su centro, un gran cráter daba cobijo a un lago de azufre, en el que de vez en cuando se intuían formas colosales que nadaban perezosamente. Sin duda era un ecosistema interesante, pero había muchos otros (selvas, manglares) más espectaculares, por lo que las muestras mesetarias eran pobres. Sin embargo, la carencia de ejemplares no era lo que había inducido la expedición, sino las abruptas paredes del cráter, con una vegetación que recordaba a un manto de lianas.

Beni creía que ocultaban algo; era razonable pensar que en el inmenso volumen ocupado por la Meseta se podía encerrar un centro de control, tal vez tripulado (aunque cada vez lo dudaba más). El cráter le parecía el lugar más adecuado para ocultar una entrada, pese a no tener argumentos lógicos para demostrarlo. El radar no detectaba nada.

La navecilla robot partió, atiborrada de sondas, y observada ansiosamente desde la improvisada sala de control del campamento. Beni, dejando la labor de supervisión a Demócrito, examinó a sus compañeros.

«Menudas caras lucimos… Me recuerdan a las de un batallón de Infantería, camino de la revisión médica tras un permiso en un barrio de putas». Sonrió, pero enseguida sintió un escalofrío. Por un momento, a la luz mortecina de Asedro, se le figuró que todos estaban muertos, cadáveres que vagaban eternamente en una atmósfera de azufre. Meneó la cabeza y la visión se disipó, aunque no del todo.

Los semblantes de los demás eran inexpresivos. No le extrañaba en ACM, tan incapaz de irradiar sentimientos como un adoquín, y en Jan, cuyo aire abatido ya se había hecho familiar. ¿Y Uhuru? La Matsu miraba las pantallas como perdida en sus pensamientos. Beni la contempló a placer, sin que ella se apercibiera. «Es bonita», se dijo, e inmediatamente se dio cuenta de que era la primera vez que empleaba ese adjetivo. Hasta ahora, le había recordado a una estatua clásica, hermosa pero fría y distante, como si un abismo espaciotemporal la aislara del resto de los seres. En ese momento, en cambio, vio su cara de perfil, iluminada por las luces cambiantes de las holopantallas. Estaba abstraída, y en su faz se adivinaba una leve sonrisa triste, como si escarbara en recuerdos agridulces.

Meditó acerca de su hostilidad al principio. «Tenías algo contra los militares, o contra la Humanidad en general, y la pagaste conmigo. Por lo visto, simbolizo todo aquello que odias. Cuánto me gustaría conocer tu vida anterior; o mucho me equivoco, o tuvo que sucederte algo muy serio. Sin embargo… Convivir en una nave junto a un mutado, un androide, un ordenador narcisista y un servidor te ha suavizado el carácter. Supongo que habrás notado que no somos tan malos. No quisiera insultarte, pero pareces más humana». Sintió de repente ganas de acercarse a ella, acariciarle el pelo, largo y negro, y decirle alguna palabra amable, pero refrenó sus impulsos, asombrado de sí mismo. Ella podía reaccionar mal, y nunca le habían gustado las escenas, sobre todo delante de público.

La navecilla se aproximó a los escarpados barrancos que separaban a la Gran Meseta de la llanura que la bordeaba por el sur. Beni ordenó un vuelo lento cercano a las paredes, y pudieron examinarlas concienzudamente. Algunas zonas ofrecían un aspecto desolado, erosionado por profundas cárcavas, aunque ningún arroyo, ni siquiera de azufre, corría por ellas; los ríos nacían de grandes manantiales, prácticamente al pie de la Meseta. Tampoco se veía vida, salvo unas plantas que recordaban a arbustos muertos, retorcidos y sin hojas, que se aferraban a la roca mediante discos adhesivos.

—¿En qué estaría pensando el diseñador de estas estructuras? —Beni estaba impresionado por el panorama, salvaje y tétrico, sobrecogedor.

Las cámaras enfocaron las paredes del sureste de la Meseta y Beni decidió cambiar a rumbo norte, penetrando en la planicie. La navecilla se elevó sobre los barrancos, ascendiendo a poca distancia de la ladera. Ésta terminaba en un reborde que recordaba a una sierra mellada y roma; por detrás se extendía la Gran Meseta. Era un mar de hierba alta; la similitud con una estepa de gramíneas era inquietante, aunque las diferencias se manifestaban al magnificar las imágenes de las pantallas. La base del tallo de cada planta se dividía por debajo, como las raíces aéreas de un manglar; la parte superior estaba llena de filamentos helicoidales, con aspecto de estropajo, que en la punta tenían saquitos de esporas. No había hojas, ni órgano fotosintético alguno.

De cuando en cuando, una pequeña colina rocosa interrumpía la uniformidad de la estepa. En pocos metros se distinguían varios pisos de vegetación: arbustillos, hierbas cortas y cosas que recordaban a líquenes foliáceos en las cumbres. Criaturas insectoides vagaban de un sitio a otro, pastando y ramoneando.

Pronto dieron con las grandes manadas de herbívoros, que se desplazaban lentamente y no hacían otra cosa que comer hierba. Los animales consistían en tres esferas adosadas negras y dos pares de patas gruesas y elásticas en cada una. En ambos extremos se abrían las bocas, sin dientes, aunque con unas lenguas largas y prensiles que llevaban el alimento a su interior, donde era triturado por un sistema que recordaba a la rádula de un molusco, aunque más compleja. Beni, maravillado, contempló a uno de esos seres comiendo simultáneamente por las dos bocas, y se preguntó cómo demonios excretaban. Lamentó haber tomado tan pocas muestras de la Gran Meseta. «Aunque no sé cómo íbamos a meter a un gigante de ésos en el laboratorio».

Tan sólo vieron hierba, colinas y herbívoros. De vez en cuando, una bandada de pisciposas derivaba sin prisas por la atmósfera, sin molestarse en apartarse al paso del pequeño vehículo, que se vio obligado a esquivarlas numerosas veces.

—Su sistema nervioso, o el equivalente, ha de ser muy lento —afirmó Demócrito, después de que la navecilla estuviera a punto de chocar con un grupo.

Beni notó la ausencia de carnívoros, e incluso de cadáveres. Aparentemente, los animales comían hierba, y la hierba crecía; un ecosistema simple a más no poder. «Si Asedro es una obra de arte, la Gran Meseta debe de ser el equivalente a un jardín zen, por lo sobrio».

La exploración de la planicie prosiguió. En su lado septentrional descendía suavemente hasta confundirse con el desierto polar; tan sólo unas peculiares cárcavas rectilíneas, como arrugas, interrumpían la monotonía del paisaje. La navecilla viró de nuevo al sur, hacia el cráter; era lo único que restaba por explorar de cerca.

Beni se preguntó por qué lo habrían dejado para el final. Por supuesto, habían enviado sondas robot, que les mostraron un entorno monótono, sin interés aparente. A pesar de ello, no le abandonaba su corazonada de que allí podría estar la clave de Asedro, la razón del absurdo. A estas alturas, desesperaba de encontrarse con los tripulantes. Lo más probable es que Asedro fuera un pecio abandonado, con tan sólo los sistemas automáticos de mantenimiento funcionando, y no todos. Esto explicaría el choque de la nave Alien. Algo muy gordo tuvo que pasar allí, como probaban la cicatriz del casco y la compuerta añadida, pero muy bien pudo haber sucedido hacía siglos, quizá incluso antes de que reventara la esfera Dyson. De todos modos, si daban con el centro de control, Demócrito podría tratar de extraer información y, con suerte, respuestas.

La navecilla sobrevoló el cráter, cuyo fondo estaba inundado por un lago de azufre. Beni sintió un escalofrío al ver formas oscuras agitándose en él. «Si tenemos que ir en persona, no me gustaría caer ahí dentro. Espero que la entrada, si existe, no esté junto al lago». El aparato se aproximó a la pared del cráter, y se mantuvo estacionario a pocos metros de ella, para que pudiera ser examinada a conciencia.

Parecía como si hubieran cubierto las paredes con un burdo tapiz de lianas entretejidas, de color gris oscuro. No eran ramificadas, aunque se retorcían e imbricaban unas con otras, dando como resultado una colcha densa, impenetrable. De trecho en trecho, unas vesículas piriformes, llenas de líquido, semejaban extraños abalorios. Beni las conocía bien; ya había analizado muestras previamente, y no tenían nada en especial. Tan sólo que pudieran ocultar debajo, por ejemplo, una puerta de entrada. Los radares y escáneres no detectaban nada de eso; sólo una pared maciza y más o menos lisa, pero lo mismo sucedió en Hades con la Colina, y tenía un regalo sorpresa dentro.

Beni había aprendido a fiarse de sus presentimientos. Recurrió a un método rudimentario de sondeo, ya que los detectores EMG parecían inútiles. De la navecilla robot salieron pequeñas sondas auxiliares, que se distribuyeron a lo largo y ancho del cráter. A intervalos regulares, de ellas surgían finísimos cables metálicos que hurgaban entre la maleza que revestía las paredes, hasta llegar a la roca. Era un trabajo tedioso y lento, ya que el cráter era grande. De todos modos, si algo les sobraba era tiempo.

Horas más tarde, una de las sondas que cumplía con su monótona tarea en la ladera occidental descubrió algo. No se trataba de una simple oquedad, sino de un espacio mucho más amplio, perfectamente oculto. Si no fuera por el método artesanal de búsqueda, nunca habría sido localizado.

En el campamento, la actividad era frenética. Beni observó a los demás, especialmente a Jan, quien parecía haber resucitado. «Como sea una falsa alarma, te vas a derrumbar, muchacho». Ordenaron a todas las sondas que concentraran sus esfuerzos en el área del hallazgo. Así, averiguaron que existía un hueco semicircular, de bordes nítidos, que medía casi doscientos metros de radio en su base. Era profundo, pero poco más se podía averiguar desde fuera; por algún misterio, la Cueva, como empezaban a llamarla, no existía para los detectores.

—¿De qué clase de camuflaje dispondrá? —murmuró Uhuru, asombrada.

Estaba claro que era necesaria la exploración directa, y ordenaron a una sonda penetrar en la Cueva. El aparato, remolcando un cable de fibra óptica que lo comunicaba con el exterior, se abrió paso como pudo entre la vegetación protectora, y entró.

No se trataba de una caverna, sino de un túnel semicilíndrico, que descendía con una inclinación aproximada de 5 grados. Distribuidos de forma aparentemente aleatoria por las paredes, veíanse unos pequeños círculos negros, de utilidad dudosa. ¿Detectores? ¿Teclas para introducir algún código imprescindible para desconocidas funciones? ¿Mera ornamentación?

Beni contemplaba las imágenes que transmitía la sonda, mientras pensaba qué sería más conveniente hacer. Ordenó que se aproximara a uno de los círculos negros, que parecían hechos de plástico vulgar. La sonda tocó uno de ellos, tentativamente, pero nada sucedió, o eso creyeron. La exploración prosiguió.

Era un lugar donde la oscuridad y la quietud reinaban, y el tiempo carecía de finalidad. Pero no siempre había sido así; innumerables glorias yacían ocultas, en un letargo que diríase eterno. Nadie las admiraría, pues así se había decretado.

Otra época, otra vida, muchos Ciclos de Reina atrás. En un principio fue el Diseñador, y éste creó la Obra, y vio que era buena, y la amó sobre todas las cosas. Fue admirado por sus Pariguales, y retado en singulares justas. Siempre triunfó, y con los trofeos embelleció la Obra. Se hizo poderoso; gustó de todos los privilegios, hasta que llegó el momento en que transgredió las Reglas.

Los Sancionadores fueron llamados y acudieron. Violaron la Obra, profanando las más queridas posesiones del Diseñador. Extraños hechos acontecieron: sangre, dolor, pérdidas, trampas y fintas. Sin embargo, los Sancionadores nunca fracasaban; no estaba en su ser la derrota. El castigo fue severo: borrado y estasis. Los Sancionadores eliminaron, amputaron y sellaron, y enviaron a la Obra lejos, hasta que otro Diseñador más respetuoso se hiciera cargo de ella. Después se marcharon, pero nunca regresaron. Los nuevos amos jamás llegaron, y la Obra quedó sola, huérfana.

Pero el Diseñador era sumamente artero, y logró lo que nunca antes se había hecho: engañó a todos. Liberó Su Espíritu de su envoltorio físico y lo fragmentó en miríadas de componentes minúsculos, que huyeron para guarecerse en los rincones más apartados de la Obra. Allí durmieron, entre muchos otros pensamientos que nada significaban.

El Diseñador también creó el Programa. Éste no se distinguía en nada de sus hermanos, pero en su simplicidad era más poderoso que todos ellos. Fue dotado de ojos y oídos vigilantes, que lo despertarían si algo anómalo sucediera. Y, si todo marchaba bien, quizá algún día pudiera restituir a su Señor. Mientras, permanecía oculto, con la infinita paciencia de lo inanimado.

Pasó el tiempo, aunque el Programa no era capaz de computarlo, ni falta que le hacía. Cuando por fin uno de sus sensores fue activado por los Extraños, el Programa salió de su letargo instantáneamente y comenzó a trabajar.

El Programa era primitivo, poco flexible, pero metódico. Había sido diseñado para cumplir sus instrucciones secuencialmente, sin lugar para la improvisación o la imaginación. Conectó calladamente todo el perímetro exterior de defensa, y escrutó los alrededores.

La pequeña nave que orbitaba la Obra fue detectada, y el Programa actuó tal como se esperaba de él. La comparó con todas las que conocía, una a una, pero no pudo identificar el modelo. En ese caso, el Programa había sido compilado para que dedujera sólo una conclusión: Sancionadores.

El curso de acción resultaba claro e inevitable, y el Programa actuó en consecuencia.

En el campamento se discutía sobre los detalles que la sonda revelaba de la Cueva. Por primera vez en mucho tiempo, había animación en el ambiente. Todos estaban excitados, esperanzados, y hacían planes sobre la exploración del misterio que se presentaba ante ellos.

Súbitamente, todas las pantallas quedaron en blanco.

Beni, asustado, inquirió:

—¿Demócrito? ¿Qué ha pasado?

El ordenador tardaba en responder, y eso lo alarmó aún más, si cabe.

—¿Demócrito? ¡Responde, maldita sea!

Las pantallas volvieron a encenderse una a una, con lentitud exasperante. Una voz átona, a duras penas reconocible como la del ordenador, les anunció la terrible noticia:

—La Alastor ha sido destruida, señor.

Sin concederles tiempo para reaccionar, Demócrito pasó por las pantallas lo último que las cámaras de la Alastor habían filmado; era bien poco, pero muy significativo.

De una de las caras de Asedro salieron unos objetos filiformes, con obvia apariencia de armas. Apuntaron hacia la nave, y nada más. La imagen se apagó, como si sintonizara un canal muerto.

—Las demás unidades de apoyo han sido abatidas de igual modo, señor —dijo lacónicamente el ordenador; las pantallas mostraron una película idéntica: las prolongaciones flageladas de la superficie asedriana apuntaban, y el blanco era fulminado.

Lentamente, los tripulantes fueron saliendo del estupor en que se habían sumido y empezaron a comprender la cruda y desoladora realidad. Las cápsulas de hibernación habían quedado en la Alastor. Sin ellas, en cuanto se les acabaran las provisiones, o fallaran los sistemas de apoyo del campamento, estaban muertos.