13

Por más que todos desearan lanzarse a la aventura, Beni fue prudente. Cientos de pequeñas sondas cartografiaron a conciencia la superficie interna de Asedro, antes de que permitiera organizar una misión de reconocimiento a las zonas más prometedoras. Uhuru y Jan aceptaron a regañadientes el periodo de inactividad, mientras Beni y Demócrito trataban de poner en orden los datos recibidos.

La temperatura media ascendía a más de 300°C con una presión 4,6 veces superior a la terrestre, en una atmósfera de sulfuros. Las corrientes fluviales y los mares eran de azufre líquido, que se movía de forma pausada, densa y extraña. La gravedad interna no pasaba de 0,89, uniforme en toda la superficie; los generadores que la producían no pudieron ser detectados.

Pronto llamó la atención la diversidad de ecosistemas presentes en Asedro. Si, como parecía ser, se trataba de una nave arca o ecológica, los constructores habían reproducido una asombrosa variedad de hábitats. No habían olvidado casi nada, aunque su distribución era curiosa, en mosaico, como ocurría en la difunta esfera Dyson. Pensándolo bien, tampoco era de extrañar; en un mundo con gravedad artificial no había por qué disponer los distintos hábitats en bandas paralelas al ecuador, como en los planetas normales.

El campamento base estaba situado en lo que dieron a llamar el hemisferio sur de Asedro. Lo rodeaba una zona de pastos bajos, con vegetación xerófila (aunque Beni gruñía cuando se aplicaban términos terrestres a cosas tan extrañas). Hacia el ecuador se extendía una gran masa líquida, que podía considerarse como un verdadero mar. Sus orillas tenían áreas ciertamente pantanosas, con vegetación que recordaba a los manglares. En otras zonas, la llanura herbácea circundaba a las formaciones selváticas, que bordeaban profundos acantilados sobre el mar de azufre.

Más al norte, la pradera se iba convirtiendo en una estepa arbustiva, y ésta en un desierto rojizo, tórrido, donde se alcanzaban los 450°C; la progresión haría las delicias de una manada de biogeógrafos. Algunas gigantescas cadenas montañosas dobles, con profundos valles centrales por donde corrían ríos de azufre, rompían la monotonía del paisaje y creaban ecosistemas relictos de una gran riqueza. Bosques galería seguían los cursos fluviales, como en la Vieja Tierra.

Sin embargo, había dos accidentes asedrográficos realmente notables. Una cordillera de montañas de hasta quince kilómetros de altura se alzaba como los dientes de una sierra en el hemisferio sur, cerca del campamento base. En las cimas parecía haber algo similar a nieve, pero resultó ser metal, el mismo que componía el casco de Asedro. La cordillera era la réplica en negativo de la cicatriz que tanto los había asombrado al principio. El impacto (o lo que fuese) había abollado el casco, sin romperlo. En los alrededores, cauces secos de antiguos ríos eran testigos de la catástrofe, que había desorganizado una amplia extensión de ecosistemas. Curiosamente, ningún organismo se había adaptado al cambio, y la zona muerta era amplia. A Beni le chocó esta circunstancia. La vida se aferra a cualquier sitio, y especialmente a los nichos ecológicos vacíos. ¿Por qué allí no?

La otra formación asombrosa era una meseta inmensa centrada en el ecuador, en las antípodas del gran mar. Por el norte descendía paulatinamente hasta confundirse con la llanura, pero en el sur, este y oeste la caída era brusca, a pico. Su extensión era de unos 20.000 kilómetros cuadrados, enorme para un planetoide de ese tamaño. De sus lados surgían innumerables manantiales sulfurosos, que regaban buena parte de la superficie. En el centro de la meseta había un grandioso cráter con un lago en el fondo. La vegetación recordaba a la de una sabana terrestre, y se veía gran profusión de macrofauna.

En Asedro nunca llovía. Era de suponer que algún sistema de irrigación y reciclaje subterráneo llevaba líquidos y nutrientes hasta los rincones más apartados; de ser así, constituía una obra de ingeniería aún más grandiosa que el diseño de aquel peculiar mundo. A su lado, cualquier econave de la Edad de Oro parecía un juguete. Resultaba increíble cómo los diseñadores habían colocado tantos ecosistemas de su mundo en una superficie similar a la de un asteroide.

Sólo faltaba un pequeño detalle: ¿dónde estaban los constructores? Las sondas no hallaron rastro alguno de seres inteligentes, ni de sus viviendas, fábricas o almacenes. Sin embargo, tendrían que estar en algún sitio, porque lo contrario se antojaba inconcebible.

Finalmente, Beni decidió organizar las salidas para recolectar ejemplares y buscar los rastros de los esquivos Alien. Algún miembro de la tripulación debería quedarse en el campamento, y para su fastidio descubrió que él era el candidato idóneo. Ningún otro poseía sus conocimientos de Exobiología, y los demás eran más ágiles y fuertes. Se resignó a permanecer sentado delante de los microscopios y los secuenciadores de macromoléculas, mientras que Jan, Uhuru y ACM se divertían de excursión. Tan sólo se consoló un poco cuando descubrió las múltiples posibilidades que ofrecía el minibar que habían traído de la Alastor.

Las primeras expediciones se efectuaron a los parajes en apariencia más inofensivos, como las praderas y estepas arbustivas. La biodiversidad no era muy elevada, y tras la sorpresa inicial no tardaba en llegar un cierto aburrimiento. Sólo había cuatro o cinco especies de plantas, y los escasos animales no medían más de un palmo y eran de hábitos esquivos. Por otro lado, los seres vivos eran difíciles de manipular, dada su tendencia a convertirse en gelatina cuando se los tocaba. Tras muchos intentos frustrados, lograron ingeniárselas para atrapar las muestras en trampas agrav y remitirlas al campamento.

Beni estudió detenidamente aquellos ejemplares, con la inestimable ayuda de los bancos de datos de Demócrito. Cuando leyó los primeros resultados creyó que estaban equivocados y, a pesar del fogoso alegato del ordenador en defensa de la honradez del instrumental, repitió todos los análisis. Pronto, la incredulidad dejó paso a la estupefacción absoluta. Poco a poco, una insidiosa idea comenzó a anidar en su cerebro, y la hipótesis de que Asedro era una nave arca no le pareció tan obvia. Comentó sus dudas con Demócrito, quien se mostró de acuerdo con él. Sin embargo, prefirieron no decir nada al resto de la tripulación, al menos hasta que concluyeran sus primeras exploraciones.

Las grandes cordilleras del norte resultaron mucho más interesantes, al menos desde el punto de vista estético. Los tres tripulantes caminaron al pie de escarpados riscos de apariencia granítica de más de un kilómetro de altura, con miríadas de cascadas de azufre que surgían de improviso entre las grietas, como chorros de oro fundido. La vegetación que tapizaba aquellas paredes era grandiosa, aunque un tanto grotesca desde el punto de vista humano. Eran auténticos árboles, cuyos troncos, rectos y estriados, apuntaban hacia el cielo en un ángulo de 45 grados. Daba la impresión que iban a desplomarse de un momento a otro, pero su base se ramificaba de forma prodigiosa en miles de tentáculos leñosos, que se introducían por todas las grietas e intersticios de la roca. Las copas pendían fláccidas, como las ramas de un sauce llorón, pero en vez de hojas presentaban largas tiras pegajosas que se mecían con languidez. Como pronto descubrieron, su misión era la de atrapar a las criaturas voladoras que poblaban los valles, una especie de almejas con tres valvas y cuatro alas cortas y transparentes, que agitaban a gran velocidad produciendo un zumbido agudo. Moverse por debajo de aquellos gigantes resultaba claustrofóbico.

Los arroyos sulfurosos desembocaban en otros mayores, y al final confluían en un caudaloso río en el fondo del valle. Subidos en plataformas agrav, los expedicionarios siguieron el curso de la corriente y gozaron del singular espectáculo de ver el azufre fluir en rápidos donde formaba pequeños remolinos. Sintieron un cierto alivio cuando el río abandonó las montañas y serpenteó perezosamente por la llanura.

El nuevo paisaje que se abría ante ellos era peculiar. Las orillas del curso fluvial estaban bordeadas por un bosque galería compuesto por árboles que recordaban vagamente a araucarias. Más allá, sin solución de continuidad, se extendía un desierto tórrido, con tan sólo algún matojo aislado que resistía impávido el calor. En torno a los árboles ribereños tampoco había gran biodiversidad: algunas plantas carnívoras trepadoras, llenas de tentáculos pegajosos, y unas peculiares serpientes con anillos contráctiles, a modo de acordeón, que trataban de cazar unos bichitos semejantes a saltamontes acéfalos y sin alas que pululaban por doquier.

Los expedicionarios tomaron muestras de todos aquellos seres, lograron capturar algunos peces similares a lampreas y continuaron hasta la desembocadura en el mar ecuatorial. Allí, frente a aquellas ondas que morían mansamente en la playa arenosa, la primera gran exploración de Asedro dio fin. Jan, Uhuru y ACM regresaron al campamento en silencio. A pesar de las maravillas que habían visto, no detectaron ni la más mínima señal dejada por los constructores de Asedro.

El siguiente viaje tuvo como objetivo las zonas pantanosas y selváticas a orillas del mar ecuatorial. Dirigieron al vehículo agrav hacia uno de los manglares menos densos, y se detuvieron en el borde de sus imprecisos límites. El mar se había convertido en una capa de fango pardo amarillento de cincuenta centímetros de profundidad, de donde salían unos troncos retorcidos, a modo de deformes columnas salomónicas, que se elevaban hasta los diez metros de altura. Las ramas parecían auténticos sacacorchos, y se entrelazaban unas con otras dando lugar a una maraña impresionante. Visto desde lejos, el manglar parecía una desquiciada colección de esculturas abstractas.

Un ruido atrajo su atención. Procedente de tierra adentro, una criatura similar a una gran salchicha negra con diez patas gruesas y cortas chapoteaba entre los árboles. De vez en cuando, de su extremo anterior brotaba una trompa con la que aspiraba una sustancia viscosa que rezumaba de los troncos. Los expedicionarios se acercaron con curiosidad, ya que era el mayor animal que se habían tropezado hasta la fecha. Repentinamente, la criatura comenzó a agitarse violentamente y se desplomó en el fango, revolcándose y agitando las patas como si fuera presa de un intenso dolor. Al cabo de unos minutos quedó quieta, salvo algún espasmo ocasional. Su piel estaba cubierta de unas extrañas manchas blancas, de aproximadamente cuatro decímetros cada una.

ACM se puso un arnés agrav, dispuesto a investigar lo sucedido. Descendió a una prudente distancia del animal caído, pero justo antes de tocar el fango, algo blanco saltó a su pie izquierdo y se aferró a él. El androide se elevó con celeridad, mientras informaba desapasionadamente:

—Se trata de una criatura plana, en forma de torta, que se ha adaptado a mi pie como si fuera un calcetín. Está recubierta de una sustancia pegajosa, compuesta de sustancias cáusticas, la menos agresiva de las cuales es ácido sulfúrico concentrado. Me ha disuelto buena parte de la piel, pero parece que no le ha sentado bien. Se está licuando, como pueden observar —un fluido viscoso y turbio comenzó a gotear de la pierna de ACM, que al final quedó limpia, mostrando sus músculos y tendones de reluciente biometal—. No es prudente que bajen. Sus trajes podrían resultar dañados.

Considerando que el consejo era de lo más sensato, se decidió que la toma de muestras se haría a distancia, mediante robots. La tarea fue llevada a cabo sin mayores incidentes, salvo la pérdida de una sonda, devorada por lo que tomaron por una piedra semienterrada en el lodo, y que resultó ser un voraz y mimético depredador, todo boca y dientes.

Sobrevolaron el manglar hasta que el cambio en la vegetación les indicó que habían llegado a terreno firme. No fue una transición gradual; los árboles sacacorchos se detenían, como si toparan contra una barrera tangible. Había una banda de terreno pelado, cubierto tan sólo de hierba corta, y más allá se alzaba la muralla de la selva, espesa y cerrada. Aquel claro parecía un buen sitio para aterrizar, y así lo hicieron, tras asegurarse de que no había animales peligrosos en las cercanías.

Los tres exploradores se acercaron a las lindes de la selva con cautela; su aspecto impresionaba, aunque no resultaba amenazador. Decenas de especies arbóreas luchaban por sobrepasar a las demás, en una desesperada carrera por alcanzar la valiosa luz, o eso al menos parecía. Había copas en forma de plumero, de parasol, de toldo o de tejado de pagoda, y entre ellas se retorcían las lianas y enredaderas, como furtivos ladrones de claridad. Bajo tales colosos, de hasta cien metros de altura, las hierbas tenían bien poco que hacer. El suelo de la selva estaba ocupado por hojas caídas y troncos muertos, pero caminar por ella no parecía muy problemático.

Uno de los árboles más modestos, de apenas cinco metros, llamó la atención de Jan. Le recordó la caricatura de un desproporcionado rastrillo: un tronco recto y liso, del que salían dos ramas horizontales, y a partir de éstas surgían otras completamente tiesas, como las púas de un tenedor. De ellas pendían unas extrañas flores del tamaño de una cabeza humana, que brillaban con reflejos metálicos. Cada cierto tiempo se abrían y mostraban unos curiosos penachos rojos, que agitaban con frenesí unos segundos antes de volver a cerrarse. En conjunto, era un espectáculo atractivo, incluso cómico, y Jan se acercó. Estaba tan subyugado que no se fijó en los animales muertos que había a los pies del árbol, ni en que las raíces de éste brotaban del suelo e invadían los cadáveres, absorbiendo los fluidos producto de su descomposición. La danza de aquellas flores era tan cautivadora que olvidó los consejos del coronel sobre la peligrosidad de las formas de vida desconocidas, y rozó tímidamente con su mano enguantada uno de aquellos pompones.

Décimas de segundo después, las ramas del árbol lo golpearon como si fueran látigos, con inusitada violencia. Sintió un dolor terrible, creyó oír el grito de alarma de Uhuru y se sumió en una piadosa inconsciencia.

Tras un par de semanas de investigación, excursiones y peripecias, se decidió hacer un descanso. Los tripulantes se reunieron en el habitáculo principal; incluso Demócrito participaba en la charla, a través de una consola. Los demás estaban cómodamente sentados en butacas anatómicas agrav que levitaban mansamente. Beni sostenía un vaso de plástico con una bebida alcohólica de filiación dudosa, sintetizada con cierto esfuerzo por el minibar. Uhuru y el androide daban la impresión de estar por encima de esos pequeños placeres. Jan tampoco bebía, pero parecía abatido. De todos modos, el ambiente era distendido, e invitaba a la recapitulación.

—¿Cómo marcha ese hombro, Jan? —preguntó Beni.

—La clavícula ya está soldada —describió un molinete con el brazo—. Fue un buen golpe el que me dio ese maldito árbol, o como se llame.

—No era un árbol, sino un voraz depredador. Así aprenderás a abandonar los prejuicios cuando te enfrentes a una criatura alienígena. Familiar o bonito no son sinónimos de inofensivo.

—Nunca lo olvidaré, lo prometo —repuso Jan, un tanto amostazado.

—Las formas de vida son realmente sorprendentes —comentó suavemente la Matsu, al tiempo que se arrellanaba en el asiento con felina dejadez—. Me cuesta imaginar el mundo del que han surgido. Eh, Beni, ¿a qué viene esa cara? ¿Sucede algo raro?

—Creo que deberíamos decírselo, señor —Demócrito habló con un sutil aire misterioso.

Uhuru miró alternativamente a la consola y al coronel, con suspicacia.

—¿Se puede saber qué clase de contubernio lleváis maquinando entre los dos? —preguntó, entre divertida y enfadada—. Creo que habéis pasado demasiado tiempo juntos en el laboratorio, mientras los demás nos dedicábamos a explorar Asedro.

Beni sorbió otro trago de su bebida, para tomar fuerzas; se lo notaba cansado. Comenzó a disertar con aire ausente:

—La vida asedriana está basada en compuestos silicoides, idóneos para las condiciones de presión y temperatura imperantes. Parece mentira cómo el silicio puede formar moléculas tan complejas y relativamente flexibles con oxígeno, flúor, hidrógeno, azufre, boro, etcétera.

—Resulta curioso —interrumpió Jan—. Tenía entendido que en un medio como el azufre líquido, tan abundante aquí, los fluorocarburos serían más adecuados.

—No hay un átomo de carbono dentro de Asedro —lo cortó Beni.

—¿¿Cómo?? Pero eso es imposible… —Jan y Uhuru reaccionaron a dúo, incrédulos.

—Aún diría más: el carbono mata sin remedio a esos organismos; cualquiera de nuestras moléculas orgánicas resulta una toxina potentísima para la vida asedriana. Recordad a las sandalias chinas —Uhuru sonrió ante el apodo aplicado a las criaturas aplanadas que intentaron disolver el pie de ACM—: en cuanto el revestimiento  de falsa piel se empezó a descomponer, liberó carbono, y murieron en el acto. Ni un átomo —concluyó, pensativo.

—Pero es inevitable la presencia de carbono en las estrellas de segunda generación, las únicas capaces de albergar planetas con vida…

—Tú lo has dicho. Es imposible la inexistencia de carbono, pero ya ves.

Se hizo el silencio, mientras asimilaban las implicaciones de algo tan inaudito. Al poco, Beni prosiguió:

—Más cosas: la pirámide ecológica. En cualquier mundo vivo, existen unos organismos productores, como los vegetales, y otros descomponedores, que cierran el ciclo. Los animales pueden aparecer, aunque no es obligatorio.

—Eso lo saben hasta los tontos y los filósofos —repuso Uhuru, enfadada—. ¿Acaso crees que no asistimos a la escuela elemental?

—En Asedro no hay productores.

—¿¿Cómo?? Pero eso es… Vaya, parece que me repito —sonrió, aunque estaba visiblemente desconcertada.

—Las presuntas plantas, incluso ese césped tan abundante en las llanuras, no realizan la fotosíntesis. Se nutren, por medio de un complejo sistema de canales y tuberías, de un fluido alimenticio que empapa las raíces. Los filtros y bombas del sistema de reciclaje son una auténtica maravilla. Demócrito sospecha que el centro regulador de toda la maquinaria implicada se oculta en la Gran Meseta, y que debe de existir algún acceso por el Cráter.

—¿No fotosintetizan? En la selva parecían luchar por la luz —Beni negó con la cabeza y se encogió de hombros; otro capricho más de Asedro—. No hay carbono, ni productores… —Uhuru se hallaba perpleja—. ¿De qué clase de ambiente sacaron a todos esos seres para ponerlos en Asedro?

—¿Y su estructura microscópica? —Beni continuó, como si no la hubiera oído—. Con una pizca de buena voluntad, admitiremos que están compuestos por células, aunque todas las comparaciones son odiosas —se levantó de su asiento y comenzó a pasear, mientras disertaba—. Las células están rodeadas de una membrana multicapa de siliconas, a cuál más compleja. En esa especie de saco se encierra un protoplasma de azufre líquido, en el cual flotan estructuras que denominaremos orgánulos. Unos parecen producir energía por procesos respiratorios, otros se encargan de sintetizar macromoléculas, y el resto ni idea. Por cierto, todas las células se encuentran interconectadas por peculiares puentes citoplasmáticos, que forman una intrincada red; en algunos casos, ha evolucionado hacia un sistema nervioso rudimentario, aunque lento (con las notables excepciones de las trampas de resorte y algunos otros). Parecen híbridos desquiciados entre plantas, pólipos y hongos semovientes.

Uhuru sonrió; el coronel era la viva imagen de un viejo profesor universitario, paseando por una tarima, abstraído, comunicando el fruto de sus investigaciones.

—En la zona central de la célula hay una gran estructura a la que, salvando las distancias, llamaremos núcleo. Al menos, contiene unas vacuolas puntiformes que parecen guardar la información genética, ya que tienden a duplicarse en la fisión celular. Pero, y esto es importante —lo recalcó como si se dirigiera a un auditorio de estudiantes—, los cromosomas poseen unos complejos quelantes que estabilizan su estructura e impiden cualquier posibilidad de mutación, lo que reduce los errores de copia a cero. Otrosí digo, el sistema es delicado; si lo forzamos con radiaciones o temperaturas bajas, se desorganiza y muere.

—Espera un momento —Uhuru hizo un gesto con la mano—. Si no hay mutaciones, no puede existir evolución; y la variedad de organismos de Asedro es asombrosa. Explica eso, biólogo —pidió, con una sonrisa perversa.

—Cuando lo descubrí me sentí tan anonadado como tú. De hecho, la vida es un subproducto de la evolución.

—¿Entonces…?

—Luego volveremos al tema; déjame seguir con las características de estos bichos, con perdón. Su reproducción es verdaderamente retorcida, complicada, y todos los calificativos que se te ocurran. A veces necesité una copa de aquavit para poder seguir mirando por el microscopio sin sufrir un ataque de desconsuelo. Mira: hay individuos haploides, diploides, triploides, tetraploides, aneuploides… Un mismo ser puede pasar hasta por diez estadios diferentes en su vida, e incluso la cópula ha de ser triple y simultánea para tener éxito. En algunos casos, la fecundación se realiza por ingestión. ¿Recuerdas los cardos, que se comían a los pseudolagartos? Pues éstos son la forma diploide del cardo haploide. Éste emite unas esporas haploides, que cuando se aparean enraízan y emiten un tallo del que surgen los lagartos; éstos vagan por el suelo, alimentándose de hierba, hasta que tropiezan con un cardo, que se los come. Al cabo de un tiempo, el cardo emite unas esporas triploides, que son llevadas por el viento hasta los pantanos, germinan y dan esas encantadoras criaturas que llamamos sandalias chinas, que se camuflan en el suelo, y cuando algo las pisa le inyectan sus larvas, que se abren paso segregando ácidos. Ése es su método de reproducción asexual, que dará lugar a más sandalias. Después, por un proceso parasexual, producen esporas aladas, que originarán los cardos. Es uno de los ciclos más sencillos que hemos encontrado.

—Increíble —masculló Uhuru entre dientes.

—Estamos de acuerdo. Tomad nota: los ciclos vitales son barrocos y enrevesados; es más, entorpecen la expansión de la especie.

—No tiene sentido —dijo Jan, tan asombrado como la Matsu—. ¿Cómo pueden haber surgido tales organismos en el Universo? Me pregunto cómo será su mundo natal.

—Medita sobre lo que he dicho y llegarás a una conclusión obvia. Creo que sé de dónde vienen.

Todos lo miraron, perplejos. Hizo una pausa dramática, a modo de golpe de efecto, y lanzó su hipótesis:

—Primero, la probabilidad de que unos seres con un sistema genético rígido prosperen es nula; además, ¿cómo se originarían nuevas especies? Segundo, su maquinaria bioquímica no es la más lógica, dadas las condiciones ambientales. Tercero, el sistema motor y de coordinación es pobre, a pesar de la especialización formal; no funciona a base de impulsos eléctricos. Cuarto, los ciclos reproductores son incómodos, y no competitivos. Quinto, no hay productores. Sexto, no hay carbono, lo que es imposible en la naturaleza. Multiplicad probabilidades, y el resultado es cero. Una vida así no puede existir.

—¿Y qué hace aquí, pues? —preguntó Uhuru, pero inmediatamente se hizo la luz en su cerebro—. Maldita sea… Esto no es una econave, ni un arca.

—No. Estos seres han sido diseñados artificialmente, y colocados en un entorno fabricado ex profeso. Son tan naturales como un bloque de hielo en una jungla; si lo sacas de su frigorífico, se derrite. La vida asedriana, también.

—Pero todo esto debe de haber costado un esfuerzo increíble…

—¿Para una civilización capaz de crear una esfera Dyson?

—Incluso para ella, Beni. Diseñar las criaturas, el medio, el reciclado de materia y energía… Es una obra titánica, que en realidad no sirve para nada. ¿Por qué la hicieron?

Nadie supo responder a la Matsu, aunque Beni volvió a sentarse y adoptó un aire meditabundo. Al rato, habló:

—¿Te acuerdas cuándo nos conocimos, Uhuru?

Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco de repente.

—¿Crees que es el momento adecuado para intentar ligar? Por si se te ha olvidado, estamos perdidos en un planetoide que orbita una estrella de la Gran Nube de Magallanes, sin esperanzas de regresar, y tú…

—Fue a bordo de la Galileo —la interrumpió—. Irma Jansen me recibió en el despacho del Almirante, que tenía todas las estanterías repletas de esculturas Hihn. ¿Las conoces?

—No sé a cuento de qué viene esto, pero sí, claro que sí. Fue diseñado en Próxima Centauri, y sólo ellos y los de Alfa parecen entenderlo. Se creen tan sofisticados que toman como arte a las cosas más surrealistas, horribles, retorcidas y…

Y Uhuru no pudo concluir la frase, ya que de repente comprendió. Miró a Beni fijamente.

—¿Pretendes sugerir que Asedro es un objeto artístico?

—¿Se te ocurre otra idea? Desde luego, se requiere una civilización capaz de pensar a lo grande, o deseosa de demostrar su poderío científico y técnico, tal vez a sí misma. O puede que me equivoque, y nunca lleguemos a comprenderlo. De todos modos… Estaba pensando en la pila de esqueletos de la Colina. Otra vez el barroquismo majestuoso, pero inútil en apariencia, absurdo y siniestro: el toque Alien.

Beni se dirigió al autobar y se sirvió otra copa. Bebió un largo trago y se giró hacia donde estaban los demás, aunque en realidad no los veía. Su mente estaba en otro sitio.

—¿Por qué demonios nos atacarían?

La reunión había terminado hacía unos minutos. Beni se había quedado solo, bebiendo pausadamente licor, que el minibar le servía diligente, y meditando.

—¿Señor?

—¿Eh? —se sobresaltó, pero enseguida reconoció la voz—. Perdona, Demócrito, me había olvidado de ti. ¿Qué sucede?

—¿Se encuentra usted bien? Sé que en el pasado le fue implantado un hígado artificial, por lo que el alcohol no le afecta, pero su actitud me preocupa.

Beni sonrió. Durante las últimas semanas, mientras los demás exploraban Asedro, había dispuesto de mucho tiempo libre para charlar con el ordenador. Aunque las observaciones microscópicas absorbían gran parte de la atención, la mayor parte del trabajo era realizado por los secuenciadores de macromoléculas, que leían átomo a átomo los componentes de los ejemplares estudiados. En esos momentos, sólo quedaba sentarse y leer algo, o conversar.

Beni había llegado a tomarle cariño a Demócrito. Bajo una fachada acusadamente histriónica, el ordenador poseía una personalidad compleja, una insaciable curiosidad y un fino sentido del humor. Además, cosa rara, parecía preocuparse por el bienestar de sus compañeros, y se había autonombrado, de algún modo, su protector. A Beni le daba la impresión de que los ordenadores pensaban que los humanos eran como niños rebeldes, aunque nunca pudo asegurarlo.

—No te preocupes. Reflexionaba acerca de nosotros, y de la situación que nos toca vivir. Me preocupa Jan, en especial.

—Yo también lo he notado, señor.

—Desde que lo conocí, y hasta que arribamos a la esfera Dyson, Jan era la viva imagen de un anuncio de las F.E.C.: alto, guapo, sonriente, eficaz. Es un mutado, diseñado para ser eternamente joven, teóricamente inasequible al desaliento. Parece haber envejecido diez años en pocos días.

—¿Me permite aventurar una hipótesis, señor?

—Cómo no.

—Los mutados maduran muy lentamente, y eso incluye también a la afectividad. Su cuerpo es una máquina de precisión, que les otorga una aplastante confianza en sí mismos. Sin embargo, toda su emotividad ha sido dirigida hacia una lealtad absoluta a la Corporación. Sólo viven para servirla. Ahora, dada nuestra situación, no podemos regresar. La única esperanza parece ser la hibernación. De algún modo, es como si le hubieran arrebatado su mundo, sus puntos de referencia.

—Demócrito, cada día me asombras más; ya no recordaba tu faceta de psicólogo —dio unas palmadas afectuosas a la consola.

—Todo lo que han escrito los psicólogos a lo largo de la Historia se halla almacenado en mis bancos de datos, señor.

—Me lo temía. Volviendo al tema que nos ocupa, me sigue resultando extraño. Jan ha intervenido en acciones arriesgadas dentro del Imperio, como cuando robaron el secreto del motor MRL, y nunca se derrumbó.

—Eran pocos años luz, en comparación con la distancia que nos separa de casa, señor; sabía que existía una posibilidad de regresar. En cambio, pueden pasar milenios antes de que nos rescaten; para aquel entonces, la Corporación habrá dejado de existir, sin duda.

Beni se sirvió otra copa. Estaba de acuerdo con Demócrito, y eso sólo podía significar problemas para el futuro de la expedición. De repente, el ordenador lo sorprendió de nuevo:

—Señor, usted también es militar. ¿Cómo puede resistirlo?

Estuvo a punto de responder con una broma, pero algo le decía que no era sólo curiosidad lo que había motivado la pregunta. Demócrito se preocupaba por él, y eso le hizo sentirse mejor. Los amigos eran un bien escaso.

—No sé. Yo empecé desde abajo, transportado en naves sublumínicas que nos dejaban en planetas inmundos, donde teníamos que organizar acciones de guerrilla para derrocar gobiernos hostiles a la Corporación. No fue nada romántico o glorioso, como aparece en los folletos de propaganda. Tuve que matar gente con mis propias manos; los instructores lo consideraban parte del entrenamiento. Los primeros fueron los peores, aunque luego me acostumbré. Eran pobres reclutas, críos a los que daban un fusil y ponían a hacer guardias, hasta que llegábamos los comandos, nos acercábamos por detrás y les abríamos la garganta de oreja a oreja. Todavía conservo los efectos personales de alguno de ellos; casi todos eran de pueblo, y guardaban una carta de su novia, o de su madre, que les aconsejaba que se cuidaran y que usaran la bufanda de lana que les habían tejido para el invierno, y nosotros los matábamos. Tenías que endurecerte, porque la otra opción era echarte a llorar o convertirte en un sádico, disfrutar con aquello. Y sobreviví. Mierda, no sé para qué te cuento esto —bebió otro trago y prosiguió, a pesar de todo—. Y cuando hacías amigos, morían en acto de servicio o los enviaban a otro planeta, y era como si desaparecieran, porque el tiempo pasaba a distinta velocidad para ellos. Y sobreviví. Con el tiempo ascendí, y me tocó la tarea de dirigir a otros soldados, de enviarlos contra el enemigo, de verlos caer, de comunicar a sus familiares los fallecimientos, de que algunos me consideraran responsable, y sobreviví. Me enamoré de Ana, pobre, y fui feliz, pero ella dio su vida en Eridani por protegerme de una trampa bomba —dejó el vaso de plástico en el bar y cerró los ojos, recordando—. Deseé morir, pero no me dejaron, y me enviaron a otra misión, y…

—No es necesario que continúe, señor: usted sobrevivió. Perdone, era una broma; veo que sufre con ello. He comprendido. Le cortaron sus raíces hace mucho tiempo; no cree en nada, y la hibernación no le asusta. La muerte tampoco.

Beni respiró hondo y recuperó el control de sí mismo.

—Tus definiciones son peculiares, pero acertadas, amigo.

—Agradezco mucho que se haya sincerado conmigo, señor. Es la primera vez que un humano no piensa en mí como una vulgar máquina, y lo demuestra.